Marisa Negri
nació el 24 de junio de 1971 en Buenos Aires, capital de la
República Argentina, y reside desde 2011 en el Delta,
partido de San Fernando, provincia de Buenos Aires. Es
Maestra Especializada en Educación Primaria, Profesora de
Castellano, Literatura y Latín, formada en Especialización
en Educación por el Arte (Instituto Vocacional de Arte), con
posgrado en Arteterapia (Universidad Nacional de Arte) y
postítulo en Escritura y Literatura en la Escuela
Secundaria. Es Bibliotecaria Escolar, cursa la carrera de
Bibliotecóloga y se desempeña desde 1990 en la educación
pública como Profesora de Literatura. Desde 1995 a 2005
coordinó el Taller “El Revés del Cielo” en la Municipalidad
de Zárate, provincia de Buenos Aires. Junto al músico
Alejandro Dinamarca tuvo a su cargo talleres de Arteterapia
para adultos mayores. Desde 2010, con Alejandra Correa
coordina el programa “Poesía en la Escuela”. Organizó
concursos de plástica y literatura y participó en mesas de
lectura en Festivales de poesía de su país, Chile y Perú.
Efectuó investigación, compilación y prólogos (además de ser
la coordinadora editorial de la Biblioteca Isleña) para
volúmenes de Ediciones en Danza. En co-autoría con Alejandra
Correa (en todos los casos) y con Javier Galarza, se
difundieron artículos sobre didáctica y poesía en la
escuela, tanto en revistas como en libros. En 2009 se
publicó su antología de la obra de Olga Orozco titulada
“El jardín posible”; en 2010, en edición bilingüe
(castellano-alemán), su antología de la misma poeta, la cual
prologó, “En la rueda solar”, presentada en el
Centro de Arte Moderno de Madrid; y en 2012 su antología de
los artículos periodísticos de Olga Orozco: “Yo,
Claudia”. Entre 2003 y 2016 fueron socializándose sus
poemarios “Caballos de arena”, “Estuario”,
“Las sanadoras”, “Nautilus” y “Hebra”.
1 — La punta del
ovillo.
MN — Nací un 24 de junio de 1971. Solsticio
de invierno y fecha sagrada para muchos pueblos originarios.
Día de fogatas y queimadas, de dejar ir lo viejo y reafirmar
la fe en la oscuridad. Cuentan que mi madre iba maquillada y
con su mejor vestido porque habían salido a cenar con unos
amigos y sobrevino el parto.
Crecí en Villa Amelia, una pequeña localidad del conurbano
bonaerense. Mi padre tenía taller y agencia de autos, mi
madre trabajaba de secretaria en una fábrica. Tengo dos
hermanos que heredaron el oficio de mi padre.
No puedo fijar la infancia en un solo lugar. He pasado mucho
tiempo en casa de mi abuela Paula, modista, inventando
tiendas y vestuarios para mis muñecas, debajo de las sillas,
con las telas maravillosas que me obsequiaban las clientas,
o recortando personajes de las revistas e inventándoles
historias que escribía en un cuaderno de tapas rojas.
Durante los primeros veranos veníamos a Nautilus, la casa de
la isla. Nos gustaba nadar, pasear en lancha y explorar el
monte hasta donde nos permitían las lianas y las espinas de
la zarzamora. Pablo, mi hermano mayor, abría el paso con el
machete y yo lo seguía hasta la panadería abandonada en
donde tallábamos nuestros nombres con algún carbón robado en
la cocina. Pronto, a este paraíso, llegaron las primeras
lecturas. Bajo un mosquitero de algodón que mi padre colgaba
de las casuarinas construí mi reino de palabras.
“Sandokán” de Emilio Salgari, “Los tres
mosqueteros” de Alexandre Dumas, “Veinte mil leguas
de viaje submarino” de Julio Verne, “Fabiola o la
iglesia de las catacumbas” de Cardenal Wiseman,
“Papaíto piernas largas” de Jean Webster…, toda la
Colección Billiken desfiló por esa tienda.
No había aún luz eléctrica en el delta. Al atardecer, cuando
los mosquitos volvían insoportable el exterior, subíamos a
la casa a encender las lámparas. Jugábamos al chinchón y
comíamos tortas fritas; sentada en mi lugar preferido de la
casa, anotaba minuciosamente las aventuras de ese día en mi
cuaderno y sabía que habría de ser maestra y viviría en esta
casa.
En algún momento que no puedo precisar, mis padres
comenzaron a llevarse muy mal y nosotros, los hijos, sin ser
muy conscientes de eso, tomamos partido. Desde entonces y
hasta que pudimos reconciliarnos con la publicación de
“Estuario”, fui la “hija de mi padre”.
Comencé el secundario con la apertura democrática del ‘83.
La calle era una fiesta, había recitales gratuitos casi
todos los días y busqué amigos mayores para que me
permitieran salir en grupo con ellos. Escuchaba a Tom Lupo
en la radio, en el programa “Submarino Amarillo”: por ahí se
coló la poesía. Pink Floyd y Luis Alberto Spinetta fueron
mis primeros descubrimientos. La necesidad de escribir y
comunicarme era inmensa, “lejos de la paciencia de las
familias”, como decía un verso de Enrique Molina que
había escrito como santo y seña en la puerta de mi
habitación infranqueable, llegué a cartearme con setenta
personas a través de las direcciones que conseguía en la
radio o en las “Cantarock”. A través de esas cartas y de la
música se abrió un nuevo sistema de lecturas; leí a Carlos
Castaneda y Antonin Artaud por Spinetta, a Olga Orozco por
Molina, a Alejandra Pizarnik por Orozco, a Julio Cortázar
por Pizarnik. Participé de un taller literario en la escuela
donde escribí mis primeros poemas, canté en una efímera
banda de rock que versionaba a Serú Girán y compuse algunas
canciones.
En 1989 militaba en la juventud franciscana. Queríamos
cambiar el mundo. Los domingos íbamos al Instituto de
Menores “Riglos”, a jugar con los chicos internados allí;
cuando se profundizó la crisis económica salimos a pedir a
los comerciantes materia prima para cocinar en la capilla y
la gente podía pasar con su olla al mediodía para llevar
algo de comer a su casa. Entendí la diferencia entre caridad
y solidaridad. Ahora que me siento tan lejos del
catolicismo, sigo viendo en San (no sea cosa que se
interprete como el papa Francisco) Francisco y en su
doctrina algo verdadero, una mirada de convivencia con las
criaturas del mundo que celebro y respeto.
La adolescencia terminó abruptamente ese año, nos fuimos de
vacaciones al sur con ese grupo y volví embarazada de Juan,
mi hijo mayor. Me casé y me fui a vivir a Zárate. La crisis
nos había arrebatado la lancha y con ella la posibilidad de
seguir yendo a la isla. Zárate puso distancia entre todo lo
que formaba parte de mi mundo y yo. Pasarían años para
despertar e ir en busca de lo que me pertenecía.
2 — Por ejemplo, aquello que habías pronosticado:
“y viviría en esta casa”.
MN — Creo en lo que el poeta sanjuanino
Jorge Leonidas Escudero llamaba “el pálpito”, esa primera
impresión de las personas o los acontecimientos que después
olvidamos pero contiene una verdad que más adelante va a
confirmarse. A los once años extravié mi documento de
identidad y bastante tiempo después lo encontré en la casa
de la isla. En ese gesto involuntario está “el llamado a la
aventura”, ése y no otro era mi camino.
Necesité olvidar la isla para vivir en la ciudad, pero
comencé a tomar clases con Alberto Muñoz y a trabajar en
Ediciones en Danza con Javier Cófreces, justo cuando ellos
escribían “Tigre”, la obra más importante sobre el
delta.
Me resistí, estuve en julio del 2010 en España y comencé a
ahorrar dinero para quedarme a vivir allí; llegó el verano y
con unos amigos alquilamos una casa en el río Carapachay.
Allí tuve un sueño premonitorio y decidí ocuparme de este
lugar abandonado por mi familia hacía tantos años. El
pálpito se confirmó cuando el vecino que construyó el muelle
me proporcionó el primer presupuesto para la madera: era la
cantidad de dinero exacta que había ahorrado.
3 — Has conocido y tratado personalmente a quien
obtuviera en 1998 el Premio de Literatura Latinoamericana y
del Caribe “Juan Rulfo”, la pampeana Olga Orozco
(1920-1999). Y a otro pampeano notable, Juan Carlos
Bustriazo Ortiz (1929-2010). Y a ese sanjuanino con mucha
obra, publicada a partir de sus cincuenta años, y gran
reconocimiento: Jorge Leonidas Escudero (1920-2016).
MN — La presencia de Olga en mi vida ha
sido constante desde muy temprano. Compré una antología suya
del Centro Editor de América Latina en la adolescencia,
junto con “Hotel pájaro” de Enrique Molina. Fueron
mis dos primeros libros de poesía. Claro, por entonces me
costaba pensar que esas personas vivían y ofrecían
recitales. Llevaba a todas partes esos libritos de bolsillo,
atormentaba a mis amigas leyéndoles esos poemas.
En 1997 residía en Zárate, me había separado y tenía dos
hijos pequeños. No tenía mucho contacto con “la capital”,
eran años de vacas flacas y alquileres altos. Supe por un
diario que Olga iba a leer en el Instituto de Cooperación
Iberoamericana (actualmente CCEBA) y allí fui. Lloré durante
toda la lectura y Jorge Boccanera me prestó su pañuelo. Él
fue quien me la presentó. Entonces le entregué lo único de
valor que tenía para darle: mi juego de runas. Ella me
extendió un papelito con su teléfono y me dijo: “Niña,
venga a mi casa a tomar el té, que usted y yo tenemos que
hablar”.
Sigo en diálogo con Olga, me acompañan sus talismanes, sus
consejos y la extensa obra periodística que escribió con
diferentes seudónimos para la Revista “Claudia”. Vuelvo a
esos textos cada vez que lo necesito y es así como el
diálogo continúa.
Cuando comencé a estudiar literatura tenía altas
expectativas con respecto a la formación poética. Pronto me
di cuenta que la poesía y la academia, al menos en esa época
y en ese lugar, no se encontrarían nunca. Fueron los
festivales, las lecturas, o los amigos poetas quienes
nutrieron esa sed. Así fue con Orozco y tiempo después con
Bustriazo y con Escudero.
A Juan Carlos Bustriazo Ortiz lo conocí a través del querido
y generoso poeta Sergio De Matteo. Fue él quien lo llevó al
“Flamenco Bustriz” (así lo llamaban) a la presentación de
“Estuario” en la Casa Museo Olga Orozco, de la
ciudad de Toay, donde Olga naciera. Su poesía deslumbrante y
chamánica me interesó vivamente, al punto que cambié mis
planes de viaje y acompañé a De Matteo y a Bustriazo al
Festival Internacional de Poesía de Rosario, en donde se
realizó un reconocimiento a la trayectoria del poeta.
El encuentro con Jorge Leonidas Escudero fue en su casa. Le
realizamos una entrevista junto a Javier Cófreces (la
encontrarán en mi canal de Youtube). Pasamos el día con él y
sus hijas y por la noche fuimos juntos al Casino. Era mi
primera vez y al poeta lo entusiasmaba la posibilidad de que
eso le diera suerte. Volví a verlo al año siguiente para la
presentación de su “Poesía completa”. Chiquito,
como le decían sus amigos, era un ser humano excepcional, un
hombre que comenzó a escribir cuando el cuerpo ya no le dio
para seguir escalando los cerros en busca de piedras;
entonces se dedicó, como él decía, a “buscar el oro de
la palabra única”.
4 — ¿Qué decir, Marisa, del blog "Cultura
isleña"?...
MN — Me gustan los blogs; tengo unos
cuarenta que he alimentado con más o menos asiduidad desde
2004. Algunos son de lectura restringida y otros sólo los
puedo ver yo y los uso para recopilar material sobre temas
que me interesan (pájaros, trenes, el antiguo delta, etc.).
En el caso de pájaro de mimbre,
surgió a través de la Beca del Fondo Nacional de las Artes
de investigación sobre poesía isleña. Colectar, reunir,
antologar y difundir son tareas que siempre me dan placer.
Fue también nuestro modo de habitar este lugar, ya que lo
llevamos adelante junto a Gabriel Martino. Gabriel y yo nos
conocimos en 2012 y el amor unió nuestras vidas y nuestros
proyectos. Juntos construimos esta casa, juntos estudiamos
bibliotecología, juntos coordinamos talleres y trabajamos en
la Biblioteca Genoveva, hacemos libros, viajamos… Como diría
Roberto Arlt, Gabriel es alguien que a fuerza de vivir en el
delta “adquirió la ciencia de las cosas”; tiene un
talento enorme para escribir, pintar, dibujar, esculpir,
trabajar la madera. Se necesita una singular capacidad para
vivir en el delta y no depender de nadie. Es él quien se
ocupa de mantener a raya a las alimañas, a la vegetación que
crece sin fin; también es quien fabrica nuestros muebles y
repara lo que se rompe. Es un lector apasionado, sobre todo
de literatura medieval italiana. Mantiene un blog de
traducciones:
http://italianoalabartola.blogspot.com.ar/ y uno en
donde homenajea a su escritor favorito, el chileno Adolfo
Couve [1940-1998].
5 — Si una iniciativa hay que no deberíamos
saltearnos en una conversación que propende a darte a
conocer del modo más amplio, es la de creadora, al menos en
nuestro país, de Bibliolanchas en Red.
MN — El trabajo en red es el tipo de
interacción comunitaria que, de todos los posibles, más me
interesa. Así sucede con Poesía en la Escuela (poetas y
docentes de todo el país que año a año realizan el festival
en sus escuelas) y también con Bibliolanchas en Red, que
reúne a tres comunidades rurales de tres países que cuentan
con una bibliolancha: Quemchi en Chiloé, Villa Victoria
sobre el Río Putumayo, en Colombia y el delta de San
Fernando tienen mucho en común; atienden poblaciones con
necesidades similares y une a sus proyectos los mismos
ideales: llegar con la palabra a los lugares más aislados,
convidar a la lectura de materiales cuidadosamente elegidos,
retomando una frase de Gianni Rodari [1920-1980] que siempre
nos acompaña: “El uso total de la palabra para todos me
parece un buen lema, de bello sonido democrático. No para
que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo”.
En 2018 nos proponemos escribir un libro de mitos y leyendas
junto a los niños y jóvenes y luego editarlo en los tres
países. En Argentina contamos para eso con el apoyo de la
CONABIP (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares).
6 — Qué intereses te rondarán o habrán rondado en el
área de lo artesanal.
MN — La labor artesanal implica un uso
diferente del tiempo. Me importa sobre todo eso, no tanto el
producto en sí, sino el estado de bienestar que me genera
estar tejiendo o bordando, o pintando con acuarelas. No hay
un fin comercial ni una pretensión artística. Hace poco
aprendí a trenzar canastos de sauce y palmera. La sensación
de estar en un círculo de mujeres que tejen es poderosa. El
bordado vino con la escritura de “Hebra”. Soñé con
la frase “tejedoras de Dalcahue” y allí se inició la
investigación sobre las tejedoras de diferentes zonas, sus
herramientas y procedimientos, el sentido de sus diseños.
Tuve que pasar esa experiencia por el cuerpo y convertirme
en tejedora para terminar el libro.
7 — ¿De cuál o cuáles siguientes tres citas te
percibís más próxima?: Gilles Deleuze:
“Hay que ser bilingües incluso en una sola lengua, hay que
tener una lengua menor en el interior de nuestra propia
lengua, hay que hacer un uso menor de nuestra propia
lengua.” Ernesto Sábato:
“Poderío del Lenguaje”: “La riqueza del lenguaje podría ser
medido por el número de las palabras, pero no su poderío.
Hay escritores que se arreglan con un vocabulario
restringido, pero que sacan matices y partido del que
tienen, por la maestría en la colocación: pueden no tener o
no querer tener piezas, pero tienen posición. Como en el
ajedrez, una palabra no vale por sí sola sino por su
posición relativa, por la estructura total de que forma
parte. Sólo un escritor mediocre puede desdeñar ciertas
palabras, como un mal jugador de ajedrez desdeña un peón: no
sabe que a veces sostiene una posición.”
Emmanuel Kant: “El sueño es un arte
poético involuntario.”
MN — La búsqueda de un lenguaje propio, de
esa lengua menor de la que habla Deleuze es la única tarea
posible para quien escribe. Creo en el oficio, en la
orfebrería de la corrección, palabra a palabra para ir tras
esa lengua propia que, por supuesto, es inalcanzable. Sin
embargo, en el origen de cada poema, al menos en mi caso,
está el sueño, la visión, el relámpago; luego la tarea
consiste en traducir esos fragmentos.
8 — En 2015, junto a Javier Cófreces, tuviste la
responsabilidad de ocuparte de las obras poéticas de Carlos
Enrique Urquía (1921-2003) y de Juan José Ceselli
(1909-1982).
MN — Compartimos con Javier ese deseo de
hacer justicia a los buenos libros, a tantos poetas que por
razones de mercado editorial están fuera del canon y es
necesario volver a leer. Ese es uno de los objetivos de
Ediciones en Danza. Al recorrer el catálogo del sello no
quedan dudas del enorme despliegue que ha realizado Javier
como editor de poesía argentina. Tuve la suerte de
participar en los volúmenes de los autores que mencionás. Mi
tarea fue rastrear las ediciones originales difíciles de
conseguir, tipear los textos, y en el caso de Urquía
resolver el tema de los derechos.
Urquía es un poeta que adscribe al creacionismo; los cuatro
libros sobre el delta que compilamos en “La islíada”
reflejan ese cruce entre la creación pura y la cercanía con
el paisaje y sus habitantes.
Ceselli es un rara avis de la
generación del ‘40. Un hombre que abandonó todo por ir
detrás de los surrealistas. Su obra es bella y violenta,
desmesurada y cósmica.
9 — En 2004 se publicaron dos antologías:
“Un camino en la selva, un paso a la libertad”
(a cargo del chileno Ramón Quichiyao (1951-2017), y
“Al filo del gozo”, de la
escritoras mexicanas Marisa y Socorro Trejo Sirvent, y cuyo
eje es el erotismo.
MN — La antología chilena formó parte de un
Encuentro Binacional llamado La Ruta de Neruda, en el que
desde 1999 un grupo de poetas de ambos países, Chile y
Argentina, rememora el paso por la selva, desde Futrono a
San Martín de los Andes, que realizara Pablo Neruda al ser
perseguido por razones políticas.
Participe en 2004, junto al poeta platense Emiliano Cruz
Luna y los chilenos Ramón Quichiyao, César Uribe, Jaime
Huenún, Jaime Valdivieso, Bernardita Hurtado Low y Jaime
Quezada, de ese recorrido que incluyó lecturas en escuelas
rurales, el cruce del lago Maihue y la visita de la hacienda
en donde el poeta escribió parte del “Canto General”.
En el caso de la antología mexicana, Marisa y Socorro Trejo
Sirvent realizaron la convocatoria a fin de presentar el
libro en el Encuentro Internacional Mujeres Poetas en el
País de las Nubes, de Chiapas, e incluyeron un poema de
“Caballos de arena”.
10 — Participaste con una serie de haikus de la
muestra “Satori” en la galería de arte contemporáneo
“Masottatorres”. ¿También en otras muestras participaste?
MN — “Masottatorres” fue un espacio de arte
contemporáneo que replanteó los vínculos entre las obras,
los artistas, los aprendizajes y el público. Desde que abrió
sus puertas en 2007 fue concebido como una red que tendía
vínculos entre diferentes disciplinas artísticas. Allí
participé escribiendo haikus para las fotografías de la
muestra “Satori”, seleccionando poemas que acompañaron la
muestra “Erótica” y también coordinando cursos de poesía y
vanguardias junto a Javier Galarza.
En “Masottatorres” presentamos además “Estuario” en
2008, “El jardín posible”, mi antología de Olga
Orozco, y “Yo, Claudia”, la obra periodística de
Orozco en la Revista “Claudia”, con una performance que
incluía un living de los años setenta y disfraces para
fotografiarse con el libro.
11 — ¿Y “El jardín de las
estrelicias”?
MN — También nació en “Masottatorres”. Fue
un intercambio con la genial artista Maggie de Koenisberg.
Escribí en base a algunas de sus obras y ella luego pintó a
partir de poemas míos. Esos poemas fueron editados por el
Gobierno de la Provincia de La Pampa cuando fueron
seleccionados en el Certamen Federal de Poesía “Casa-Museo
Olga Orozco 2013”.
12 — Es a la isleña Marisa Negri a quien
precisamente le acerco esta “inquietud”: Ricardo Piglia en
“El último lector”,
a partir de esa tan divulgada pregunta: “¿Qué libro se
llevaría usted a una isla desierta”, considera que la
misma incluye a otras dos, las cuales, apenas retocadas, te
formulo: “¿Qué libro leerías si no
pudieras hacer otra cosa?” y
“¿Qué libro creés que te sería de ‘utilidad’
personal para sobrevivir en condiciones extremas?”.
MN — Me angustia esa pregunta. Vivo rodeada
de libros, son imprescindibles para mí. Construí una vida en
donde el contacto con el libro ha tenido todos los abordajes
posibles; como maestra, compartiendo lecturas con mis pibes
y enseñando a escribir; como bibliotecaria, desarrollando
una colección relevante para el lugar en donde trabajo; como
editora, sacando a la luz textos que estaban perdidos u
olvidados; como poeta, escribiendo. Todo es leer y escribir.
Pero vuelvo a tu pregunta. El libro que me ayuda a
sobrevivir en condiciones extremas es “Cartas a un joven
poeta” de Rainer María Rilke, y el que leería si no
pudiera hacer otra cosa sería la obra completa de alguno de
mis poetas amados: Arnaldo Calveyra, Orozco, Francisco
Madariaga, Miguel Ángel Bustos, Escudero, Héctor Viel
Temperley, Bustriazo…
13 — Entre “Caballos de arena”
y “Hebra”, ¿qué
fue cambiando en tu poética?... ¿Tenés, tendrás, aunque no
necesariamente para socializar en lo inmediato, un nuevo
libro o compilación de la obra de algún autor?
MN — “Caballos de arena” es un
libro que ha quedado muy lejos del resto. Es intimista,
catártico, un poco adolescente también. Aun así es un libro
querido por lo que representa en mi vida; una joven mujer
con hijos pequeños, recién separada, escribiendo desde ese
dolor. Más que los poemas en sí, allí cobró valor lo
paratextual. Para la presentación del libro en la biblioteca
del pueblo montamos una escenografía con cartas de tarot
gigantes y caballos de papel; Nadia Sandrone, una talentosa
amiga actriz, entraba a escena entre poema y poema jugando
con agua, tierra y fuego. También toqué la guitarra y canté
junto a dos guitarristas y un percusionista. Lo volvimos a
presentar con gran suceso en las ciudades de Ramos Mejía y
Capitán Sarmiento. De allí surgió un grupo de amigos que a
veces coordinábamos talleres de educación por el arte.
Luego me mudé, comencé mis estudios de poética con Alberto
Muñoz y eso lo cambió todo. “Estuario” fue un largo
reencuentro con mi madre a partir de escenas familiares que
volví a narrar tomando la idea de John Berger: “El
pasado es la única cosa de la que no somos prisioneros.
Podemos hacer con el pasado lo que se nos dé la gana”.
Entonces, tomando esa licencia reescribí parte de la
historia familiar.
Para “Las sanadoras” me alejé de lo personal; es un
libro de mujeres que curan y mujeres que rezan, una
exploración de esos saberes ancestrales sobre los yuyos, los
huesos, las señales del cielo. Un grupo de mujeres en Balsa
Las Perlas, provincia de Río Negro, lo transformó en una
obra teatral. Conocí a la poeta neuquina Macky Corbalán
[1963-2014] ese día, el del estreno: fue un encuentro breve
y luminoso.
En “Nautilus” el tema es la construcción de la
casa, el regreso al río y al padre. Es un libro inconcluso,
pero tal vez ese sea su signo; ahora que vivo aquí, y el
delta es el universo cotidiano de lanchas, y niños y perros,
se desdibuja como objeto poético, forma parte de un misterio
mucho mayor aún.
Con “Hebra” vuelven las mujeres a dominar la
escena, esta vez tejedoras de distintos lugares de América,
de diferentes épocas. Intenté en él recuperar esas voces,
tejer. Hay poemas que funcionan como urdimbre y otros son
trama. Dos muertes y dos nacimientos queridos y cercanos
sucedieron en torno a esos textos mientras escribía “el
origen y el final son una misma cuerda”.
Lo que viene: una recopilación de “Mitos que viajan por
agua” contados e ilustrados por niños y jóvenes de
Argentina, Colombia y Chile. Formará parte del recorrido
2018 de la Bibliolancha de la Biblioteca Popular Santa
Genoveva, y también del bibliobote de Villa Victoria
(Putumayo, Colombia) y la Bibliolancha Felipe Navegante
(Quemchi, Chiloé, Chile). También me gustaría editar la
segunda parte de “Yo, Claudia”. |