Gabriela |
“...me
acerco, casi en el cruce con Maipú, y digo que me gustaría saber si
tengo alguna chance. Suspende la mirada mientras me oye. Se detiene toda.
Transido parpadeo ante la aparición incuestionable de súbita trompita.
Gira la cabeza hacia mí. Comienza a pesquisarme desde la barbilla. Sin
entusiasmo expande las pestañas hacia una de mis orejas y hacia la otra.
Saltea mi mirada, por lo que me impide contender. Escandalosamente me
recorre los labios y un poco la nariz. Aunque ya dice cosas (sé de su voz
pausada), no la oigo. A los ojos me mira. Y es ahora —no hay nada malo
en su castellano— cuando la entiendo. Somos los que se miran mientras
hablan. Me pregunta a mí (!) cómo me llamo. Musito mi gracia antes de
atragantarme sin atenuantes. Y afirma llamarse Gabriela, un nombre en el
que parece caber. Ella es esa mujer que se llama Gabriela. Le digo: «Sos
esa mujer que se llama Gabriela». «¿Estabas esperándome desde que
naciste?», inquiere. Y me ofreció su sonrisa. Imaginé que me mordería con parsimonia, anhelando reembolso y creces.
Caminamos inventariando los estrenos que debiéramos ver juntos. Nos
sentamos a los lados de una mesita circular y paqueta, de las que no me
agradan, en una confitería de inmoderado señorío. No es mucho el tiempo
del que dispone, me advierte. «Pero ya vendrán ratitos mejores.» A la
noche yo podría ir a buscarla. Viene el mozo, cumplido y distante. «Café
doble.» «Café.» Crepito cuando el mozo se va: «¿¡Y dónde tendría
yo que irte a buscar, por todos los cielos!?» Agarra una servilletita: «Te
lo anoto». Le alcanzo mi súper bolígrafo. Escribe números grandes y
esbeltos. Que la espere en la puerta. «A las diez está bien.» Y anota
veintidós. Tras recobrar mi súper bolígrafo, delineo un corazoncito rápido
y sin bambolla como quien firma o muesca. Me guardo la servilleta y el
ademán. Mi súper bolígrafo no sé, no lo guardo todavía. Gabriela me
cuenta qué estudia, demora su café y me condena a desearla. Llama al
mozo: «Yo invito». Y paga. En la mejilla y en la vereda me besa, y se
va.” Andaba
yo bastante solitaria cuando el novelista a cargo del primer taller
literario al que concurriera me desasnara sobre aspectos prácticos:
esenciales recaudos y sensatos artilugios. Me introduje en ese ámbito con
muchas ganas y lecturas, atraída por su notoriedad. Logré mantenerme en
un intenso entrenamiento: descripción de un barrio, o de un episodio
desde el punto de vista de un animal, variantes de final para historias
ajenas, articulación de dos monólogos interiores, o como lo que acaban
de leer, sencilla secuencia trasmitida por personaje de sexo opuesto al
del autor. (Yo no era Gabriela pero hubiera preferido serlo; querría
llamarme Gabriela y ser esa Gabriela.) Tres de mis compañeros, varones,
eran talentosos e informados. Sus puntualizaciones me regocijaban; no
estaban en seducirme (lo que no me hubiera venido nada mal...) y
evidenciaban favorable disposición para con mis comentarios sobre el
quehacer de ellos. ¿Otros?: mina muy atacante que explotaba de malicia
para con las demás mujeres del grupo; bufarrón vanamente capcioso,
panegirista de Alejandro Magno; muchacho en carrera periodística
(gacetillero) repleto de vicios profesionales; adolescente prometedora que
nos perturbaba con sus sonetos intimistas. En fin. Tuve problemas de guita
y proseguí en otro taller, más accesible, coordinado por un licenciado
en letras. ¿La consigna para mí más estimulante?: escudriñar pinturas
y trasvasar a palabras las sensaciones y ocurrencias: “I)
Dícese Pantocrátor y algunos nombres propios (Lucas, Vitulo, Marcus,
Leo...) circundan el motivo central (materia de iluminadores): Un barbado
santo con dos dedos extendidos. Exactamente tres bichos alados con ropas
de hechura similar a la del barbado y a la de una otra figura también
alada con cabeza varonil, desde los ángulos acompañan provistos de
sendos libracos. II)
Humano y energético el escarabajo ocre, veteado, pleno, con el pulgar
izquierdo retorcido, tanto como para que la perfecta uña nos sea visible.
¿Qué cosa son esos redondeles blancos esparcidos, sin relieve (¿humedad?)
y esas letras griegas en el muro zodiacal desde cuyo centro una manopla
con otros dos dedos (índice y del medio) extendidos proyectan un delgado
rayo? Detalle de lapidación de un diácono protomártir. III)
Al temple sobre tabla este frontal gótico en el que dieciséis lenguas de
fuego llenan de inclemente algarabía a los encargados de la inmisericorde
cocción de los nueve cuerpecitos de niños harinosos que se toman de las
manos”. Está ya en librerías mi primer libro. Destaco que con el seudónimo Gabriela (único nombre de la hija que concebí con un bardo de paso por ese otro taller), obtuve un primer premio (precisamente la edición de la obra). |
Rolando Revagliatti
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