Una visión postclásica del amor
Edgar Morin. Director honorario de investigaciones del CNRS. París,
Francia.
Una visión postclásica del amor
Dr. Rigoberto Pupo Pupo
Universidad “José Martí” de Latinoamérica
¡Amor – escribe José Martí - es que dos espíritus se conozcan, se
acaricien, se confundan, se ayuden a levantarse de la tierra, se eleven
de ella en un solo y único ser; —nace en dos con el regocijo de
mirarse;—alienta con la necesidad de verse. —Concluye con la
imposibilidad de desunirse! —No es torrente; es arroyo; no es hoguera,
es llama; no es ímpetu, es paz .
Sobre el amor se ha escrito mucho desde la poesía y la literatura en
general, sin embargo, actualmente existen trabajos valiosos que parten
de nuevas bases complejas e integradoras. Edgar Morin y Humberto
Maturana han asumido el tema desde una visión biológico - cultural,
compleja y transdisciplinaria.
Según Maturana expresa en Del ser al hacer, “la única emoción que no
limita el propio entendimiento, sino que lo amplia, es el amor”.
Igualmente, Albert Einstein en una carta a su hija, subraya el poder del
amor como fuerza telúrica fundante.
A continuación transcribimos un excelente ensayo sobre el amor, de Edgar
Morin.
COMPLEJO DE AMOR
Edgar Morin
CNRS, París
Fuente: Gazeta de Antropología Nº 14, 1998 Texto 14-01 http://www.ugr.es/~pwlac/G14_01Edgar_Morin.html
Palabras claves / Key words
Antropología del amor | teoría de los sentimientos | complejidad
anthropology of love | feeling theory | complexity
Resumen
Complejo de amor
En la compleja textura del amor se entretejen hilos muy diversos, que
abarcan desde lo biológico sexual a lo mitológico o imaginario. Todos
sus componentes conforman una realidad humana profunda y se encuentran
remodelados por la cultura, como es bien sabido. Aquí, se expone un
análisis que muestra y describe cuáles son esos componentes, rastreando
su base antropológica sin alejarse de la experiencia vivida.
Abstract
The complex of love
Diverse threads are interwoven within the complex texture of love. They
go fom the sexual-biological to the mythological and imaginary. All of
its components conform to a profound human reality and have been
remodelled by culture, as is well known. Here, Morin presents an
analysis which displays and describes these components by tracking their
anthropological foundations, while maintaining the importance of life
experience.
Deseo exponer esa dificultad, tan frecuente en las ciencias humanas,
donde se habla de un objeto como si existiera fuera de nosotros, los
sujetos.
Y esto evidentemente es del todo flagrante para el amor, pues la mayoría
de nosotros hemos sido, somos y seremos sujetos del amor. (El término
«sujeto» vacila aquí entre dos sentidos que la polarizan: por una parte,
el amor es algo que vivimos subjetivamente, y por otra, es algo a lo que
estamos sujetos.) De ahí la diferencia, incluso la oposición, entre las
palabras sobre el amor que quieren ser objetivas y las palabras de amor
que son subjetivas.
Esto llega a ser grotesco cuando las palabras sobre el amor son
exactamente lo contrario de las palabras de amor. Se constituyen en un
discurso frío, técnico, objetivo, que por sí mismo degrada y disuelve su
objeto. No estudiaré el amor en los cuadros superiores o los empleados
de los ferrocarriles, no haré comentario sobre el sondeo «El amor y los
franceses». Por el contrario, intentaré esquivar esas cosas que tienen
algo que repugna, no en sí mismas, sino con vistas a nuestro propósito.
Topamos con un primer problema: que la tentativa de elucidación no sea
una traición, ni una ocultación. Además, el término «elucidar» se vuelve
peligroso si creemos que se puede llevar toda la luz a todas las cosas.
Creo que la elucidación aclara, pero al mismo tiempo revela lo que
resiste a la luz, detecta un fondo oscuro.
Este texto se titula «Complejo de amor». El término «complejo» debe
tomarse en su sentido literal: complexus, lo que está tejido junto. El
amor es en cierto modo «uno», como una tapicería tejida con hilos
extremadamente diversos y de diferentes orígenes. Detrás de la evidente
unidad de un «te amo», hay una multiplicidad de componentes, y es
precisamente la asociación de esos componentes por completo diversos lo
que da coherencia al «te amo».
En un extremo, tenemos un componente físico, y en el término «físico» se
comprende el componente «biológico», que no es sólo el componente
sexual, sino también la implicación del ser corporal.
En el otro extremo, está el componente mitológico, el componente
imaginario; y yo soy de esos para quienes el mito, lo imaginario, no es
una simple superestructura, menos aún una ilusión, sino una realidad
humana, profunda.
Estos dos componentes están modulados por las culturas, las sociedades,
pero no es de esta modulación cultural de la que os voy a hablar:
intentaré más bien señalar esos componentes.
Encontramos una nueva paradoja. El amor está arraigado en nuestro ser
corporal y, en este sentido, se puede decir que el amor precede a la
palabra. Pero el amor está al mismo tiempo arraigado en nuestro ser
mental, en nuestro mito, lo que evidentemente supone el lenguaje, y se
puede decir que el amor procede de la palabra. El amor a la vez procede
de la palabra y precede a la palabra. Y es, además, un problema bastante
interesante, puesto que hay culturas donde no se habla de amor. ¿Es que,
en estas culturas donde no se habla de amor, donde no ha emergido el
amor en cuanto noción, verdaderamente no existe el amor? O bien ¿es que
su existencia depende de lo no dicho?
La Rochefoucauld decía que, si no hubiera habido novelas de amor, el
amor sería desconocido. Entonces, ¿es que la literatura es constitutiva
del amor, o es que ella simplemente lo cataliza y lo vuelve visible,
sensible y activo? De cualquier forma, es en la palabra donde se
expresan a la vez la verdad, la ilusión, el engaño que pueden rodear o
constituir el amor.
El hecho de decir que el amor es un complejo necesita una mirada
poliocular. Los constituyentes del amor preceden a su misma
constitución. Así, se puede ver el origen del amor en la vida animal.
Podemos hacer proyecciones antropomórficas, aunque desconfiemos de
ellas, sobre los sentimientos animales; también hay que desconfiar de
esta desconfianza. Ante el afecto de un perro, decimos: «Ah, qué
gracioso es, que cariñoso!» Esta proyección antropomórfica que hacemos
hacia el «perro-perro» es más verdadera que otro tipo de proyección que
fuera mecánica, del tipo del animal-máquina de Descartes, que llevaría a
decir: «Esto es una máquina que reacciona a los estímulos». ¿Y por qué
está justificado? Porque nosotros mismos somos mamíferos evolucionados y
sabemos que la afectividad se desarrolló en los mamíferos, entre ellos
el perro.
Hay, pues, una fuente animal incontestable en el amor. Pensemos en esas
parejas de pájaros que se llaman «inseparables», que pasan su tiempo
besuqueándose de manera casi obsesiva. ¿Cómo no ver ahí el cumplimiento
de una de las potencialidades de esta relación tan intensa, tan
simbiótica, entre dos seres de sexo diferente, que no pueden impedir el
darse sin cesar encantadores besitos?
Pero, en los mamíferos, hay algo más: el calor. Se les llama animales
que «sangre caliente». Hay algo térmico en el pelo, y sobre todo en esa
relación fundamental: el niño, el recién nacido mamífero sale
prematuramente a un mundo frío.
Nace en la separación, pero, en los primeros tiempos, vive en cálida
unión con la madre. La unión en la separación, la separación en la
unión, no ya entre madre y progenitura, sino entre hombre y mujer, es lo
que va a caracterizar el amor. Y la relación afectiva, intensa, infantil
con la madre va a metamorfosearse, prolongarse, extenderse entre los
primates y los humanos.
La hominización ha conservado y desarrollado en el adulto humano la
intensidad de la afectividad infantil y juvenil. Los mamíferos pueden
expresar esta afectividad en la mirada, la boca, la lengua, el sonido.
Todo lo que viene de la boca es ya algo que habla de amor antes de todo
lenguaje: la madre que lame a su hijo, el perro que lame la mano; esto
expresa ya lo que va a aparecer y expandirse en el mundo humano: el
beso.
Ahí está el enraizamiento animal, mamífero, del amor.
¿Qué nos aporta la hominización y qué marca biológicamente al homo
sapiens?
Ante todo, es la permanencia de la atracción sexual en la mujer y en el
hombre. Mientras que en los primates aún existen períodos no sexuados,
separados por el período de celo, ese momento en que la hembra se vuelve
atractiva, en la humanidad se da una permanente atracción sexual.
Además, la humanidad efectúa el cara a cara amoroso, mientras que, entre
los otros primates, el apareamiento se hace por detrás. La película La
guerra del fuego expresó con gracia la aparición del amor cara a cara.
Desde entonces, el rostro va a jugar un papel extraordinario.
El último elemento que aporta la hominización es la intensidad del
coito, y no sólo en el hombre sino también en la mujer.
En fin, en homo sapiens, desde las sociedades arcaicas, van a llegar los
últimos y decisivos ingredientes necesarios para el amor entre dos
seres: son los estados segundos de exaltación, fascinación, posesión,
éxtasis, que suscitan la absorción de drogas o bebidas fermentadas, la
participación en fiestas, ceremonias, ritos sagrados. Son al mismo
tiempo las veneraciones y adoraciones de personajes mitológicos
divinizados.
Tenemos así los ingredientes físicos, biológicos, antropológicos,
mitológicos que van a reunirse y cristalizar en amor.
¿Cuándo? Se puede obtener una hipótesis seductora de la propuesta de
Jaynes, autor del libro El origen de la conciencia y la ruptura del
espíritu bicameral. Su tesis es la siguiente: en los imperios de la
Antigüedad, el espíritu humano es bicameral. No es sólo que haya dos
hemisferios en el cerebro, hay dos cámaras. La primera está ocupada por
los dioses, el rey-dios, los sacerdotes, el imperio, las órdenes que
vienen de arriba. La persona obedece como un zombi a todo lo que está
decretado, porque todo lo que viene de la cúspide de la sociedad es de
naturaleza divina y sagrado. La segunda cámara está ocupada por la vida
privada: uno se dedica a sus asuntos, intenta sobrevivir, tiene
relaciones afectuosas con sus hijos, y relaciones afectivas, sexuales,
con su mujer. Pero las dos cosas están separadas, y lo sagrado, lo
religioso, está concentrado en una sola cámara.
La irrupción de la conciencia aparece en la Atenas del siglo V, donde se
abre la comunicación entre las dos cámaras: cesa la hipersacralidad de
la primera cámara, lo mismo que la trivialidad de la segunda. Entonces,
la sacralidad va a poder precipitarse y fijarse en un ser individual: el
ser amado.
El amor va a aparecer y ser tratado como tal, en una civilización donde
el individuo se autonomiza y se expande. Todo lo que viene de lo
sagrado, el culto, la adoración puede entonces proyectarse sobre un
individuo de carne, que va a ser el objeto de la fijación amorosa. El
amor adquiere figura en el encuentro de lo sagrado y lo profano, de lo
mitológico y lo sexual. Cada vez más será posible tener la experiencia
mística, extática, la experiencia del culto, de lo divino, a través de
la relación de amor con otro individuo.
En el momento en que llega el deseo, los seres sexuados se ven sometidos
a una doble posesión que viene de mucho más lejos que ellos y que los
sobrepasa. El ciclo de reproducción genética, que nos invade por el
sexo, es a la vez algo que nos posee súbitamente y que nosotros
poseemos: el deseo. Es la primera posesión.
La otra posesión es la que nace de lo sagrado, lo divino, lo religioso.
La posesión física que viene de la vida sexual se encuentra con la
posesión psíquica que viene de la vida mitológica. Ahí está el problema
del amor: estamos doblemente poseídos y poseemos aquello que nos posee,
considerándolo física y míticamente como un bien propio.
La cuestión de la salvajez del deseo y de la fascinación del amor se
plantea con respecto al orden social. Las sociedades animales no tienen
instituciones pero obedecen a reglas. Por ejemplo: los machos dominantes
acaparan la mayor parte de las hembras y los demás machos quedan
excluidos de la copulación. Todo esto depende de reglas jerárquicas,
pero no hay ninguna regla institucional. La humanidad crea las
instituciones, instituye la exogamia, las reglas de parentesco,
prescribe el matrimonio, prohíbe el adulterio. Pero es preciso señalar
cómo el deseo y el amor sobrepasan, transgreden normas, reglas y
prohibiciones: o bien el amor es demasiado endógamo, y llega a ser
incestuoso, o bien es demasiado exógamo, y llega a ser ya adulterino, ya
traidor al grupo, al clan, a la patria. La salvajez del amor lo lleva ya
sea a la clandestinidad, ya a la transgresión.
Aunque dependiente de una expansión cultural y social, el amor no
obedece al orden social: desde que aparece, ignora esas barreras, se
estrella contra ellas, o las rompe. Es un «hijo bohemio».
Por lo demás, lo que es interesante en la civilización occidental, es la
separación, que a veces es una disyunción, entre el amor vivido como
mito y el amor vivido como deseo.
Necesitamos percibir esta bipolaridad: por un lado, el amor espiritual
exaltado que tiene miedo precisamente a degradarse en el contacto carnal
y, por otro lado, una «bestialidad» que podrá hallar su propia
sacralidad en esa parte maldita asumida por la prostituta. La
bipolaridad del amor, si bien puede desgarrar al individuo entre amor
sublime y deseo infame, puede hallarse también en diálogo, en
comunicación: hay momentos felices en los que la plenitud del cuerpo y
la plenitud del alma se encuentran.
Y el verdadero amor se reconoce en que sobrevive al coito, mientras que
el deseo sin amor se disuelve en la famosa tristeza poscoital: Homo
tristis post coitum. Quien es sujeto del amor es felix post coitum.
Como todo lo que está vivo y todo lo que es humano, el amor está
sometido al segundo principio de la termodinámica, que es un principio
de degradación y desintegración universal. Pero los seres vivos viven de
su propia desintegración combatiéndola mediante la regeneración.
¿Qué es vivir?
Heráclito decía: «Morir de vida, vivir de muerte». Nuestras moléculas se
degradan y mueren, y son reemplazadas por otras. Vivimos utilizando el
proceso de nuestra descomposición para rejuvenecernos, hasta el momento
en que ya no podemos más. Le ocurre lo mismo al amor, que no vive más
que renaciendo sin cesar.
Lo sublime se da siempre en el estado naciente del enamoramiento.
Francesco Alberoni lo explicó bien en su libro Enamoramiento y amor. El
amor es la regeneración permanente del amor naciente. Todo lo que se
instituye en la sociedad, todo lo que se instala en la vida comienza a
soportar fuerzas de desintegración o de insipidez. En el amor, el
problema del apego es a menudo trágico, porque el apego se ahonda a
menudo en detrimento del deseo.
Algunos etólogos, tras haber señalado que el hijo adulto de la chimpancé
no copulaba con su madre, que no había atracción sexual entre ellos, han
pensado que la inhibición de la pulsión genital provenía sin duda del
prolongado apego madre-hijo. Un apego prolongado y constante hace más
íntimo el lazo, pero tiende a desintegrar la fuerza del deseo, que sería
más bien exógama, vuelta hacia lo desconocido, hacia lo nuevo.
Se puede preguntar si el prolongado apego de la pareja, que la
consolida, que la arraiga, que crea un afecto profundo, no tiende a
destruir de hecho lo que había aportado el amor en estado naciente. Pero
el amor es como la vida, paradójico; puede haber amores que duren, de la
misma manera que dura la vida. Vivimos de muerte, morimos de vida. El
amor debería, potencialmente, poder regenerarse, operar en sí mismo una
dialógica entre la prosa que se esparce en la vida cotidiana, y la
poesía que le da savia a la vida cotidiana.
Es digno de destacar cómo la unión de lo mitológico y lo físico se opera
en el rostro. En la mirada amorosa hay algo que uno se siente inclinado
a describir en términos magnéticos o eléctricos, algo que depende de la
fascinación, a veces tan aterrador como la fascinación de la boa sobre
el pollo, pero que puede ser recíproca. Y en esos ojos portadores de una
especie de poder magnético subyugador, ha puesto la mitología humana una
de las localizaciones del alma.
¡Lo mismo pasa con la boca! La boca no es sólo lo que come, absorbe, da
(salivar/lamer), es también la vía de paso del aliento, que corresponde
a una concepción antropológica del alma. El beso en la boca, que ha
popularizado y mundializado Occidente, concentra y concreta el encuentro
inaudito de todas las potencias biológicas, eróticas, mitológicas de la
boca. Por un lado, el beso que es un análogon de la unión física, por
otro, la fusión de dos alientos que es una fusión de las almas.
La boca se convierte en algo del todo extraordinario, abierta a lo
mitológico y a lo fisiológico. No olvidemos que esta boca habla, y una
cosa muy bella, que las palabras de amor van seguidas de silencios de
amor.
Nuestro rostro permite, así, cristalizar en sí todos los componentes del
amor. De ahí el papel, desde la aparición del cine, de la magnificación
por medio del primer plano del rostro, que concentra en sí la totalidad
del amor.
¿Cómo considerar el complejo de amor? La categoría de lo sagrado, lo
religioso, lo mítico y el misterio ha entrado en el amor individual y
allí ha arraigado en lo más hondo. Existe una razón fría, racionalista,
crítica, nacida del siglo de las Luces, que engendra el escepticismo
como ante toda religión. De hecho, la fría razón tiende no sólo a
disolver el amor, sino también a considerarlo como ilusión y locura. Por
el contrario, en la concepción romántica, el amor se convierte en la
verdad del ser. ¿Hay una razón amorosa como hay una razón dialéctica,
que supera las limitaciones de la razón helada?
Desde el ángulo de la fría razón, el mito se ha considerado siempre como
un epifenómeno superficial e ilusorio. Para el siglo XVIII, la religión
era una invención de los sacerdotes, una superchería para engatusar a
los pueblos. Ese siglo no comprendía las raíces profundas de la
necesidad religiosa y sobre todo de la necesidad de salvación.
Soy de los que creen en la profundidad antroposocial del mito, es decir,
en su realidad. Diré incluso que nuestra realidad tiene siempre un
componente mitológico. Y añadiré que entre homo sapiens y homo demens,
la locura y la sabiduría, no hay una frontera neta. No sabemos cuándo se
pasa de uno a otro, y además pueden volverse del revés: así, por
ejemplo, una vida racional es una pura locura. Es una vida que se
ocuparía únicamente de economizar su tiempo, de no salir cuando hace mal
tiempo, de querer vivir el mayor tiempo posible, sin cometer excesos
alimenticios, ni excesos amorosos. Empujar la razón hasta sus límites
desemboca en el delirio.
Entonces, ¿qué es el amor?
Es el culmen de la unión entre la locura y la sabiduría. ¿Cómo
desenredar esto? Es evidente que es el problema que afrontamos en
nuestra vida y que no hay ninguna clave que permita encontrar una
solución exterior o superior. El amor conlleva precisamente esa
contradicción fundamental, esa copresencia de la locura y la sabiduría.
Acerca del amor diré lo que digo en general acerca del mito. Desde que
un mito es reconocido como tal, deja de serlo. Hemos llegado a ese punto
de la conciencia donde nos damos cuenta de que los mitos son mitos. Pero
al mismo tiempo advertimos que no podemos prescindir de los mitos. No
podemos vivir sin mitos, y entre los «mitos» incluiré la creencia en el
amor, que es uno de los más nobles y más poderosos, y quizá el único
mito al que deberíamos adherimos. Y no sólo el amor interindividual,
sino en un sentido mucho más amplio, por supuesto sin hacer sombra al
amor individual. En efecto, tenemos el problema de la convivencia con
nuestros mitos, es decir, no una relación de compromiso, sino una
relación compleja de diálogo, antagonismo y aceptación
El amor plantea a su modo el problema de la apuesta de Pascal, quien
había comprendido que no hay ningún medio de probar lógicamente la
existencia de Dios. No podemos probar empíricamente y lógicamente la
necesidad del amor. No podemos más que apostar por y para el amor.
Adoptar con nuestro mito de amor la actitud de la apuesta es ser capaces
de entregarnos a él, dialogando con él de manera crítica. El amor forma
parte de la poesía de la vida. Debemos, pues, vivir esta poesía, que no
puede abarcar toda la vida porque, si todo fuera poesía, no sería más
que prosa. Lo mismo que hace falta sufrir para saber lo que es la
felicidad, es necesaria la prosa para que haya poesía.
En la idea de apuesta es preciso saber que existe el riesgo del error
ontológico, el riesgo de la ilusión. Es preciso saber que lo absoluto es
al mismo tiempo lo incierto. Deberíamos saber que, en un momento dado,
comprometemos nuestra vida, otras vidas, muchas veces sin saberlo y sin
quererlo. El amor es un riesgo terrible, porque en él no es sólo uno
mismo quien se compromete. Comprometemos a la persona amada,
comprometemos también a quienes nos aman sin que los amemos, y quienes
la aman sin que ella los ame.
Pero, como decía Platón sobre la inmortalidad del alma, es correr un
bello riesgo. El amor es un mito bellísimo. Es evidente que está
condenado a la errancia y a la incertidumbre: «¿Me va bien a mí? ¿Le va
bien a ella? ¿Nos va bien?»
¿Tenemos respuesta absoluta a esta pregunta? El amor puede ir de la
fulminación a la deriva. Posee en sí el sentimiento de verdad, pero el
sentimiento de verdad está en el origen de nuestros más graves errores.
¡Cuántos desdichados y desdichadas se ilusionaron con la «mujer de su
vida» o el «hombre de su vida»!
Pero nada es más pobre que una verdad sin sentimiento de verdad.
Constatamos la verdad de que dos y dos son cuatro, constatamos la verdad
de que esta mesa es una mesa, y no una caja, pero no tenemos el
sentimiento de la verdad de esa proposición. Sólo tenemos la
intelección. Ahora bien, es cierto que, sin sentimiento de verdad no hay
verdad vivida. Pero precisamente lo que es origen de la verdad más
grande, es al mismo tiempo el origen del mayor error.
Por eso el amor es acaso nuestra religión más verdadera y a la vez
nuestra más verdadera enfermedad mental. Oscilamos entre esos dos polos,
tan real uno como otro. Pero, en esta oscilación, lo extraordinario es
que nuestra verdad personal nos la revela y aporta el otro. Al mismo
tiempo, el amor nos hace descubrir la verdad del otro.
La autenticidad del amor no está sólo en proyectar nuestra verdad sobre
el otro, para finalmente no verlo más que través de nuestros ojos, está
en dejarnos contaminar por la verdad del otro. No hay que ser como esos
creyentes que encuentran lo que buscan porque proyectan la respuesta que
esperan. Y ahí está también la tragedia: llevamos en nosotros tal
necesidad de amor que a veces un encuentro en un buen momento -acaso en
un mal momento- desencadena el proceso de la fulminación, la
fascinación.
En ese momento, proyectamos sobre otro esta necesidad de amor, la
fijamos, la endurecemos, e ignoramos al otro que se convierte en nuestra
imagen, nuestro tótem. Lo ignoramos creyendo adorarlo. Ahí está, en
efecto, una de las tragedias del amor: la incomprensión de sí y del
otro. Pero la belleza del amor es la interpenetración de la verdad del
otro en sí, de la de sí en el otro, es hallar la propia verdad a través
de la alteridad.
Concluyo. La cuestión del amor se recapitula en esta posesión recíproca:
poseer lo que nos posee. Somos individuos producidos por procesos que
nos precedieron; estamos poseídos por cosas que nos sobrepasan y que
irán más allá de nosotros, pero, en cierto modo, somos capaces de
poseerlas.
Siempre y por doquier, la doble posesión constituye la trama y la
experiencia misma de nuestras vidas.
Terminaré aplicando a la búsqueda del amor la fórmula de Rimbaud, la de
la búsqueda de una verdad que esté a la vez en un alma y en un cuerpo.
Nota: «Le complexe d'amour» fue publicado como primer capítulo de un
bello librito titulado Amour, poésie, sagesse
(Paris, Éditions du Seuil, 1997: 13-36). Agradecemos al autor su gentil
autorización para la presente traducción y publicación. Traducido por
Pedro Gómez García.
Edgar Morin. Director honorario de investigaciones del CNRS. París,
Francia. |