La imagen de la ruina en Los elementos de la noche [1958-1962] de José Emilio Pacheco

ensayo de Rosario Pascual Battista

Pascualbattista.rosario@gmail.com

Universidad Nacional de La Pampa

Universidad Nacional de La Plata

 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

RESUMEN

La imagen de la ruina es una de las figuraciones recurrentes a través de la cual se valida la reconstrucción de lo perdido en la poesía de José Emilio Pacheco (1939-2014). Mediante los restos, por ejemplo, de los edificios o lugares destruidos por los conquistadores (tal es el caso de la ciudad prehispánica de Tenochtitlan) se comienza a elaborar una red que enlaza las pérdidas y las ausencias con sus consecuentes olvidos. Frente a una historia hecha a partir del encadenamiento de una serie de sucesos infaustos, la figura del poeta contrarresta, con sus creaciones poéticas, las destrucciones del pasado. Las ruinas, a pesar de significar, a veces, un pasado glorioso y prestigioso, el de los pueblos precolombinos, marcan la violencia y la desidia con que actuaron los conquistadores sobre el suelo latinoamericano. La propuesta de este trabajo se sostiene en identificar, analizar y explicar las imágenes poéticas y los recursos literarios que José Emilio Pacheco emplea en algunos poemas de su libro Los elementos de la noche [1958-1962] (1963) al definir y diagramar los espacios de la ruina, la destrucción y la devastación en el ámbito mexicano.

Palabras clave: José Emilio Pacheco, imagen de la ruina, poesía, pasado, memoria

The image of ruin in Los elementos de la noche [1958-1962] by José Emilio Pacheco

ABSTRACT

The image of ruin is one of recurring figurations, through which the reconstruction of what has been lost is validated in José Emilio Pacheco’s poetry (1939-2014). By means of the remains, for example, of buildings or places wrecked by conquerors (as the case of the pre-Hispanic city of Tenochtitlan), a net is elaborated, linking the losses and absences with their subsequent oblivion. Facing a history made from the linkage of a series of unfortunate events, the poet’s figure counteracts past destructions with his poetic creations. Despite meaning, sometimes, a glorious and prestigious past —that of pre-Columbian peoples—, the ruins mark the violence and indolence with which the conquerors acted on Latin American soil. This work proposes to identify, analyse and explain the poetic images and literary re-sources used by José Emilio Pacheco when defining and diagramming the spaces in the ruin, destruction and devastation in the Mexican environment. In order to do that, we have select-ed a group of poems from Los elementos de la noche [1958-1962] (1963).

Keywords: José Emilio Pacheco, image of ruin, poetry, past, memory.

SUMARIO: 1. La reflexión sobre un mundo en ruinas. 2. Sobre los lugares yermos y ruines. 3. La enunciación poética: soledad y destrucción. 4. Sobre el poeta frente a la destrucción.

1. La reflexión sobre un mundo en ruinas

El trabajo lírico de José Emilio Pacheco se enmarca en conceptos y elecciones léxicas que, si bien a lo largo de su proyecto poético sufren transformaciones, se presentan como protagonistas cada vez que el escritor mexicano se propone reflexionar sobre el pasado. “Sombra”, “desierto”, “destrucción” y “ruina” son algunos de ellos y, juntos, entrelazan una visión de lo pretérito que, acompañados por una mirada poco menos que pesimista sobre el futuro, ubican la memoria colectiva en el centro de las preocupaciones del poeta. ¿Qué es la ruina para José Emilio Pacheco?, ¿mediante qué recursos poéticos configura este tópico literario? y ¿qué tradiciones culturales y literarias se pliegan detrás de la imagen de la ruina? son algunas de las preguntas que intentará responder el siguiente trabajo a partir de un corpus de poemas extraídos de Los elementos de la noche [1958-1962] (1963), su primer poemario.

Iniciado el siglo XXI, Pacheco comienza el volumen Tarde o Temprano[1]. con un epígrafe de su traducción de Cuatro cuartetos, publicado por T. S. Eliot, y en esas palabras ya podemos identificar algunas de las preocupaciones que lo acechan desde los inicios de su obra lírica. Emprende una búsqueda en la cual indaga sobre la posición del poeta frente al pasado, ante aquello que, en una primera instancia, se considera concluido. La cita expresa: “...-pero no hay competencia: / Sólo existe la lucha por recobrar lo perdido / Y encontrado y perdido una vez y otra vez / Y ahora en condiciones que parecen adversas. / Pero quizá no hay ganancia ni pérdida: / Para nosotros sólo existe el intento. / Lo demás no es asunto nuestro” (2010: s/p.)[2].

Pacheco comienza a hilvanar así las relaciones que podrían llegar a existir entre lo “perdido” (el pasado), la memoria, que intenta salvaguardar lo pretérito, y el poeta, quien aparece en la segunda parte de la cita, a través de un “nosotros”, lugar de la enunciación, donde se ancla la recuperación del pasado y, en efecto, la existencia de la memoria.

El rescate de la historia, lejos de presentarse armónico, implica tensiones, luchas y contradicciones que, al mismo tiempo, ponen en evidencia la complejidad de encontrar una voz propia, una voz diferente. El poeta vuelve su mirada al pasado y escucha diferentes voces, diferentes versiones sobre el pasado mexicano. Estas voces se implican con la voz del propio poeta quien, mediante su imaginación, regresa al pasado para recuperar una experiencia o alguna interpretación nueva de lo ya conocido. Su experiencia no se reduce a un único plano ni a una perspectiva mono-lógica sino que admite lo heterogéneo y lo contradictorio como parte de la realidad mexicana. La particularidad es que el pasado en Pacheco no está concluido, es un pasado que siempre vuelve, que es presente. No es un pasado cancelado, todo lo contrario, coexiste con el presente y, en efecto, estructura la memoria del sujeto poético[3].

Si bien cierto sector de la crítica cree que es a partir de su segundo libro de poemas, El reposo del fuego [1963-1964] (1966), particularmente en su tercera parte, donde José Emilio Pacheco comienza a configurar la complejidad del mundo mexicano (Zanetti, 2011; Alemany Bay, 2004; de Villena, 1986), podemos pensar que desde su primer poemario, Los elementos de la noche [1958-1962] (1963), es posible reconocer la construcción de una voz poética desde los tópicos de la ruina, la memoria y la historia; una historia que aún se presenta como universal, difícil de asir en un contexto específico. La enunciación del problema de la ruina y de sus atroces resultados sobre el hombre y la naturaleza atañe a un conjunto de poemas.

2. Sobre los lugares yermos y ruines

El libro Los elementos de la noche [1958-1962] se inaugura con el poema “Árbol entre dos muros”, cuya inclusión en la primera parte de este poemario, “Primera condición”, ya refiere a un yo lírico que se define desde un lugar incómodo, penoso, porque su voz será enunciada a partir de una naturaleza sitiada. Su primera condición, entonces, es desde el cerco que impone estar “entre dos noches” (Pacheco, 2010: 15). Frente a la marginalidad que implica la posición de sitiado, se presenta la majestuosidad de la luz solar, la cual indica el comienzo de un nuevo día; la metáfora “alza su espada de claridad” expresa la omnipotencia de un nuevo amanecer, enfatizada en los términos verbales que inician los dos versos siguientes: “hace vibrar el esplendor del mundo, / brilla en el paso del reloj al minuto” (15) e introducen uno de los tópicos recurrentes de toda la poesía pachequiana: el inevitable transcurrir del tiempo, el hombre como ser transitorio y efímero cuya posibilidad de trascender se ve amenazada por la temporalidad destructiva. José Miguel Oviedo reconoce que esta certeza de lo transitorio es lo que “llena esta poesía de un radical desconsuelo: asiste a un proceso de destrucción que, inexorablemente, alcanza a todo” (Oviedo, 1994: 44). En efecto, frente al esplendor del día, la estrofa siguiente funciona como su antítesis. El fulgor y la diafanidad del día son contrarrestados por la violencia y por la estridencia del lenguaje bélico seleccionado que anticipan el fin, sentido reforzado mediante el recurso de la enumeración del tercer verso, donde se subrayan los últimos destellos del día a punto de consumarse: “Mientras avanza el día se devora. / Y cuando llega ante la puerta roja / arde su luz, su don, su llama / y derriba a los ojos de sus reinos hipnóticos” (Pacheco, 2010: 15).

Esta atmósfera agresiva se condice con una de las contradicciones que guiará el trabajo poético en esta primera publicación de José Emilio Pacheco: el día se deshace al mismo tiempo que despliega toda su luz; en su desarrollo encuentra su fin. Ya aquí es posible distinguir una de las tradiciones culturales recuperadas por el escritor mexicano. La denominación de la sección “Primera condición” vincula este poema con el relato sobre el origen del mundo de la cosmovisión náhuatl. Según este pensamiento, el mundo había existido varias veces consecutivas. Cuatro soles o edades habían acaecido antes del momento presente. Durante ese tiempo, hubo una cierta evolución en espiral en la que aparecieron formas cada vez mejores de seres humanos, de plantas y de elementos (León Portilla, 2006: 25). Las cuatro fuerzas primordiales (agua, tierra, fuego y viento) habían presidido dichas edades o soles, hasta la quinta época, designada “Sol de movimiento”. Esta tuvo su origen en Teo-tihuacán y allí se desarrolló la grandeza tolteca cuyo príncipe fue Quetzalcóatl (León Portilla, 2010: 16). Así, la presencia de la destrucción ya se encuentra en el origen de la cultura mexicana, la cual, al mismo tiempo que reconoce una pérdida, da cuenta del renacer de una nueva etapa, una nueva edad. El renacer solamente es posible si, previamente, se atravesaron una serie de momentos destructivos. El poema de Pacheco retoma esa dualidad antagónica, donde el renacer es simbolizado por el amanecer, que indica el inicio de un nuevo día y, también, se reconoce en los efectos de una destrucción. El surgimiento del nuevo sol, además, es recuperado por la leyenda teotihuacana. El dios Nanahuatzin, el buboso, debe quemarse en la hoguera para resurgir convertido en sol y, para ello, debe competir con el arrogante Tecuciztécatl, Señor de los caracoles (León Portilla, 2006: 25; Westheim, 2005: 2930; Johansson, 2012: 75-77). Luego de arder sobre el fuego, el cuerpo, quemado, renace y, así, aflora una nueva vida.

La destrucción imposibilita la nominación; el nombre no tiene sitio porque, tarde o temprano, será víctima del desastre: “Ante el día calcinado dejo caer tu nombre: / haz de letras hurañas, / isla en llamas que brota y se destruye” (Pacheco, 2010: 15). La pausa de los dos puntos dispone una definición cuyo adjetivo (“huraña”) deja entrever una definición esquiva para, en el siguiente verso, identificarse con la “isla en llamas que brota y se destruye”, que, como veremos en los próximos análisis, ya prefigura la presencia de México, no como una entidad atravesada por vicisitudes históricas precisas sino como representación abstracta que, aunque no se fije, siempre se asoma (y reclama su presencia) mediante metáforas, antítesis, comparaciones y simbolizaciones[4]. La nefasta circunstancia de la destrucción y sus consecuentes ruinas se acentúa mediante el recurso de la repetición anafórica y del efecto de contraste que genera el par todo/nada en la cuarta estrofa. Esta muestra los efectos fatales de la inminente muerte: “Todo es el huracán y el viento en fuga. / Todo nos interroga y recrimina. / Pero nada responde, / nada persiste contra el fluir del día”. La reiteración del adverbio “nada”, a su vez, expresa la situación que avizora el poeta luego del paso del día que, en este poema, se identifica con el espacio yermo que dejará la destrucción, con la “navegación inmóvil de la savia” (15).

La catástrofe se presenta en el plano de la naturaleza e involucra al hombre; “la hoguera que se abisma en sus rescoldos” es producto del inevitable fluir del tiempo; como si la destrucción estuviera predeterminada en el destino de los hombres; el pasado también se ha construido en la “lucha contra el cielo” y solamente queda el “muro de nuestras sombras enlazadas” (15), donde las sombras constituyen una estampa de los restos de la destrucción. La presencia de las sombras muestra el desengaño del yo poético frente a la contemplación de las ruinas. Su mirada solamente percibe el desastre; él es protagonista de esa desolación. Parece que no hay redención frente a ese funesto paisaje[5]. El uso reiterado de imágenes provenientes de campos sensoriales vinculados con la tormenta expresa la vertiginosidad del caos; la imagen visual del relámpago que todo lo acaba encuentra su corolario en el ensordecedor y lapidario ruido del trueno que consume el día: “Al centro de la noche todo acaba, / dura lo que el relámpago / y lo sepulta el trueno en su rezongo” (16)[6].

3. La enunciación poética: soledad y destrucción

La destrucción no posibilita otro lugar de enunciación que el de la soledad y “Canción para escribirse en una ola”, el poema siguiente, concentra este sentimiento que se desplegará a lo largo de todos los poemas; la escritura en tiempo presente perpetúa las ruinas del ocaso, en efecto, es un presente que repite una situación del pasado y que, lamentablemente, se extenderá hacia el futuro. Aún, la selección de los verbos señala una progresión de la gravedad de la situación cuyos significados quedan concentrados en la figura del cangrejo, elemento frecuentemente utilizado en la poética de José Emilio Pacheco. El cangrejo, como el poeta, es testigo de la inevitable pérdida de su obra: “Ante la soledad se extienden días quemados. / En la ola del tiempo el mar se agolpa, / se disuelve en la playa donde forma el cangrejo / húmedas galerías que la marea destruye” (16). El quiebre provocado por el encabalgamiento que aparece en el tercer verso exhibe la violencia con que actúa el mar sobre la obra construida, que, a su vez, es enfatizada por las palabras con que finalizan cada uno de los versos: “quemados”, “agolpa”, “cangrejo” y “destruye”. De este modo, la figura del cangrejo/poeta se presenta circundada por palabras que representan una pérdida, él es vulnerable a la destrucción que se desarrolla mientras el poder del agua devasta la playa. El yo poético se enmascara a través de la figura del cangrejo y, mediante él, transmite su congoja y desasosiego por la imposibilidad de la escritura debido a que “las palabras del mar se entremezclan y estallan / cuando se hunde en la tierra el rumor de las olas”. El mar, como el tiempo, es destructivo[7].

Sin embargo, la analogía entre el cangrejo y el poeta insinúa un recorrido que, en el caso del crustáceo, alude a su forma de caminar hacia atrás, y en el poeta, a una de las cualidades de su trabajo. En el mirar hacia atrás se reconoce el pasado y la tarea del poeta consta de una exploración sobre los lugares recónditos del tiempo pretérito; allí la materia poética justifica su existencia, el poeta es un viajero en busca de experiencias lejanas y su memoria evita que se conviertan, a pesar de la omnipotencia de la destrucción, en simples vestigios de un tiempo irrecuperable.

La instantaneidad y la caducidad de la creación artística quedan plasmadas en el título del poema (“Canción para escribirse en una ola[8]) a través del laconismo que instaura la creación en el instante mismo del fluir de una ola y en la atmósfera de desolación que transmite la adjetivación de los últimos versos: “En la apagada arena viene a encallar la noche. // Y el mar se vuelve espejo de la luna desierta” (16). “Mar que amanece”, en cambio, en lugar de ser el resultado de un final, corresponde a un principio, señala el inicio del día, es metáfora del amanecer: “De repente amanece, / gloria que se propaga, cotidiano / nacimiento del mundo” (17). Sin embargo, desde el punto de vista estructural, el poema “recorre” una destrucción; se organiza en tres estrofas cuyo número de versos va disminuyendo: el primero contiene cuatro versos; el segundo, tres y el último, solamente dos[9]. Esta sustracción se podría vincular con la misma degradación del tiempo que también tematiza el poema: mientras alude a un nacimiento, refiere a la vez a una muerte, al fin de una vida. Nuevamente, aquí reaparece la tradición náhuatl, debido a que también tematiza la brevedad de la vida a partir de la presencia de su expresión antitética, la muerte. En los xochi-cuícatl (cantos de flores) la primavera anuncia el florecimiento de las flores, las cuales deleitan a la voz poética, sin embargo, sabe que dicho encanto es fugaz: “Floridamente se alegran nuestros corazones: / Solamente breve tiempo / aquí en la tierra. / Vienen ya nuestras bellas flores. // Se van nuestras flores: / nuestros ramilletes, / nuestras guirnaldas / aquí en la tierra.” (León Portilla, 2006: 7778). En otros momentos, la caducidad se plasma desde la misma condición humana;

el yo lírico oscila entre la seguridad (sostenida en oraciones exclamativas afirmativas) y la incertidumbre sobre lo que le deparará su destino (oraciones interrogativas): “Muy cierto es: de verdad nos vamos, de verdad nos vamos; / dejamos las flores y los cantos y la tierra. / ¡Es verdad que nos vamos, es verdad que nos vamos! / ¿A dónde vamos, ay, a dónde vamos?” (78). Aquí, la reminiscencia al poema “Lo fatal” de Rubén Darío es inevitable: “y sufrir por la vida y por la sombra y por / lo que no conocemos y apenas sospechamos, / y la carne que tienta con sus frescos racimos / y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, / ¡y no saber adónde vamos / ni de dónde venimos.!” (Darío, 2000: 147).

Los versos de la primera estrofa del poema de Pacheco definen el mar mediante una serie de personificaciones que, junto con el encabalgamiento que se presenta entre el tercer y el cuarto verso, instalan cierta vaguedad espacial: “En el alba navega el gran mar solo. / Alza su sed de nube vuelta espuma / y en la arena / duerme como las barcas"[10]  (Pacheco, 2010: 17). El amanecer, sinónimo de un nuevo día, tiene su contraste: la muerte del otro mar nocturno. El amanecer implica su opuesto y, en consecuencia, no cobra sentido pleno si no está acompañado por la descripción de “el otro mar nocturno / bajo la sal ha muerto”. “Como aguas divididas”[11] también navega sobre las aguas que marcan la brevedad de la vida y la irrevocable muerte; el silencio de la noche está acompañado por el temor de la voz poética frente a la incertidumbre de su existencia que, en clara relación con el poema ya analizado, “Árbol entre dos muros”, también se encuentra escindida; a medida que se aparta la luz del día, “el mundo suena a hueco” (27). En su corteza “ha crecido el temor”. La soledad es otra vez el lugar de la enunciación y el desierto es el único espacio donde se puede establecer el yo poético, quien encuentra únicamente el polvo, “ese lenguaje / que hablan todas las cosas” (28); es al desierto donde una y otra vez acude para presentar sus palabras.

Continuando con las referencias a otras tradiciones culturales y literarias, los denominados yao-cuícatl (cantos de guerra) también sostienen esta ligadura entre el polvo y la muerte. Estas manifestaciones poéticas recordaban triunfos y pregonaban la significación de la guerra, la gloria y el poder de los mexicas (León Portilla, 2006: 74; Johansson 1992). A modo de ejemplo citamos: “Junto a la guerra, / al dar principio la guerra, / en medio de la llanura, / el polvo se alza cual si fuera humo, / se enreda y da vueltas, / con sartales floridos de muerte” (León Portilla, 2006: 76).

El polvo anuncia el enfrentamiento con el pueblo enemigo; advierte la presencia de la muerte porque escenifica el avance militarizado de los chichimecas (nombre genérico de las poblaciones que habitaron el norte de México). La valentía y la posibilidad de encontrar la muerte durante el combate ennoblecen el accionar de los guerreros: “¡Oh príncipes chichimecas! / ¡No temas, corazón mío! / en medio de la llanura, / mi corazón quiere / la muerte a filo de obsidiana. / Sólo esto quiere mi corazón: / la muerte en la guerra.”.

4. Sobre el poeta frente a la destrucción

“Éxodo” finaliza la segunda parte del poemario y su ubicación, lejos de ser aleatoria, reúne múltiples definiciones de quien, dueño de la palabra, presagia lo que vendrá. La segunda persona gramatical estructura esta expresión lírica e interpela al poeta, desde “lo alto del día” (Pacheco, 2010: 28), mediante una serie de epítetos que fijan su naturaleza subyugada. El tono profético, junto con el título que identifica el poema, y la imagen del desierto donde camina “el perpetuo exiliado” empa-renta esta representación del poeta con la figura ya mencionada de Moisés. Como el encomendado por Dios, el poeta es el que regresa para evitar el vacío, desea “borrar de la arena la oquedad de su paso” (28). Es el que resiste y quien, desde el desierto, mira las ciudades arruinadas y anuncia las próximas calamidades:

el perpetuo exiliado que en el desierto mira

arder hondas ciudades cuando el sol retrocede;

el que clavó sus armas en la piel de un dios muerto

y ahora escucha en el alba cantar un gallo y otro,

porque las profecías van a cumplirse, atónito

y sin embargo cierto de haber negado todo;

el que abre la mano

y recibe la noche. (28)[12]

El dolor y la desesperación ocasionados por el inminente fin se plantean desde una perspectiva difícil de anclar en una realidad concreta y específica. “El sol oscuro” es un soneto que vigoriza este aspecto del primer poemario de José Emilio Pacheco. La destrucción se representa a partir de la desazón que provoca sobre el sujeto poético, quien describe el espacio con una serie de imágenes plásticas que remiten a la lobreguez, la muerte y la oquedad. Además, dichas imágenes visuales acentúan las antítesis que se presentan en los versos de la siguiente estrofa que refuerzan la contradicción vida/muerte. En este caso, los contrastes se enuncian a partir de oposiciones léxicas: transparentes / oscuro, sol / noche y desierto / afluente: “Enciende el vuelo llamas transparentes. / Domina el aire un sol ágil y oscuro. / La noche es oquedad, desierto muro / o río que se disuelve en sus afluentes” (17). Los dos primeros versos comienzan con verbos que denotan una construcción sintáctica en hipérbaton y enfatizan el desmoronamiento y, junto con el uso del tiempo presente, el yo poético reconoce la imposibilidad de otro destino. El empleo de la rima consonante identifica un campo semántico cuya significación queda plasmada en uno de los versos de la tercera estrofa: “El agua pasa y al fluir perdura”. Por un lado, la rima reúne palabras que cierran el primer y el cuarto verso de las dos estrofas iniciales: transparentes / afluentes y sientes / incandescentes. Por otro lado, conforman una antítesis con los pares de términos presentes en los versos dos y tres de dichas estrofas: oscuro / muro y duro / futuro. La primera serie de vocablos indica un campo semántico que se identifica con lo impoluto, con lo que fluye, con el esplendor y la vitalidad del brillo de los objetos aún no quebrantados y corrompidos. Sin embargo, los otros términos que riman (“oscuro”, “muro”, “duro” y “futuro”) concentran significados opuestos a los primeros y avizoran un porvenir no muy prometedor.

El recurso del polisíndeton en la segunda estrofa concentra el esfuerzo de la voz lírica para expresar el horror, para dar cuenta del futuro poco esperanzador. La sucesión de los coordinantes connota una enumeración que podría extenderse aún más, lo cual imprime un sentido de perpetuidad al desastre. El mar, mientras tanto, perdura en su continuo fluir debido a que es la única forma posible de su existencia. La antítesis con la tierra (representación que adquirirá protagonismo en el poemario Miro la tierra [1983-1986], publicado en 1986) cierra el poema: es el recinto de la tortura, cuyo significado es destacado por los vocablos con los que rima: “estructura” y “perdura”.

Otro dolor regresa cuando sientes

que el árbol de ese tiempo en que no duro

se nutre de la muerte y lo futuro

y la tierra y la sangre incandescentes.

 

Avanza el mar. Inunda lo que sueña.

El agua pasa y al fluir perdura.

Se remansan los siglos en la peña

 

donde la sal anula su estructura.

La sombra arde en su espejo. El mar se adueña

de la tierra: su límite y tortura. (17-18)

Otro elemento que marca el paso ineludible del tiempo y, en consecuencia, la inminente destrucción, es la lluvia, núcleo temático del poema “Jardín de arena”. La lluvia atraviesa esta creación poética y la voz lírica hace explícita esta presencia porque se dirige a ella a través del uso del apóstrofe, que la define mediante una secuencia de metáforas que, a diferencia de la primera estrofa, muestran la lluvia en todo su esplendor: “Eres la playa en donde nace el mar, / el jardín pastoreado por las olas, / el alba con su séquito de espuma” (16). Estos versos se organizan como antítesis de los primeros a través del uso de los verbos. Si bien la lluvia es definida a partir de su totalidad, desde su esencia, “Eres el alba, eres el sol, la tierra / y el viento que la sigue por todas partes”, no resiste el transcurrir del tiempo, expresado en el uso de los verbos que señalan movilidad y cambio permanente y sugieren la pérdida: “Cuando la lluvia a solas se desploma en el río / entre la luz y el agua se disuelven las horas”. Como particularidad de todo este poemario, los títulos de cada uno de los textos no aluden a espacios concretos, no guían al lector hacia qué tipo de destrucción se hace referencia. Esta actitud, según José Miguel Oviedo, se liga con una posición más bien introspectiva, filosófica del poeta, donde los datos objetivos son solo estímulos para una búsqueda personal, una vivencia emocional y estética (Oviedo, 1994: 44). Luis Antonio de Villena continúa esta perspectiva de estudio y refiere: “La inicial poesía de Pacheco tiende a ser críptica —sin serlo— y se nutre de una atmósfera que pudiéramos acaso denominar lirismo metafísico. Lo real —el vivir, los objetos, el amor, el mundo— están siempre presentes, pero como el poema busca la hondura tenemos la sensación (los lectores) de que se trata de presencias elididas.[13]” (de Villena, 1986: 22).

Tal cual refiere de Villena sobre estas “presencias elididas”, el poema “Casida”, entre versos de medidas variadas, está atravesado por el sentimiento de la pérdida. Mediante imágenes visuales y sonoras, la composición indica un principio efímero que reúne en la representación de las campanas “las últimas bóvedas / de la noche” (Pacheco, 2010: 18). El cierre contiene la culminación del día cuyo silencio nuevamente enlaza el tiempo con su instantaneidad y caducidad: “Vuelan como palomas los instantes / y otra vez / cae el silencio”.

En Los elementos de la noche [1958-1962] también se usan ciertas imágenes como es el caso del poema “La enredadera”. Entre el cielo y la tierra, esta planta, “fruto del muro”, expresa un crecimiento al mismo tiempo que comunica su caída. Estructurado en una estrofa de once versos y una métrica pareja, la enredadera se reconoce como alusión a algo más; es la figuración de un mundo que está en proceso de desintegración. La primera parte ocupa hasta el verso séptimo, cuyo punto seguido marca un estado anterior a la destrucción, figurado en la savia que las “entrelazadas puntas” de la enredadera contienen. El poeta, mediante oraciones breves, genera un ritmo entrecortado, rígido, que, junto con las anáforas presentes al principio de cada oración y los encabalgamientos hace más perceptible el ineludible sino: “Son los años / que se anudan y rompen. Son los días / del color del incendio. / Son el viento / que atraviesa la luz y encuentra intacta / la sombra que se alzó en la enredadera”. En términos de Gilles Deleuze y Félix Guattari, se forja una especie de “simbiosis” entre la planta y el mundo en destrucción. Existe una “fascinación” del hombre (el poeta) por el devenir que ya se aloja en el propio acto de escribir: “Si el escritor es un brujo es porque escribir es un devenir, escribir está atravesado por extraños devenires que no son devenires-escritor, sino devenires-ratón, devenires-insecto, devenires-lobo, etc.” (Deleuze y Guattari, 2002: 246). En el devenir de la propia escritura, el poeta atraviesa el devenir de la enredadera, el devenir-planta que involucra el devenir-destrucción. “Destrucción” y “enredadera” ponen en juego una serie de alianzas que reúnen, siguiendo la perspectiva de ambos pensadores franceses, elementos de naturalezas diferentes, elementos o caracteres que se definen “por los modos de expansión, de propagación, de ocupación, de contagio, de poblamien-to” (245). El devenir, en tanto acto involutivo, es creativo (como el hecho poético) y liga la enredadera y la destrucción mediante una alianza que resignifica el vínculo entre estos dos caracteres disímiles para potenciar la comunicación del poder de la destrucción sobre el ambiente natural.

Por último, el poema “Los elementos de la noche” continúa con el tono reflexivo, sin embargo, la preocupación por la ruina y sus consecuencias se circunscriben en un contexto con coordenadas espaciales que concretan la referencialidad amplia de la sección anterior. El gesto del poeta indica el comienzo de su escritura, señalado en el presente de la enunciación: “esta parte” (Pacheco, 2010: 19). Escritura que, desde un hoy, se detiene sobre lo sucedido en “algún tiempo”, el tiempo pasado, o sea, “la otra parte”. El análisis de los siguientes versos ubica esta nueva operación en la apertura de la segunda parte: “Bajo el mínimo imperio que el verano ha roído / se deshacen los días. / En el último valle / la destrucción se sacia / en ciudades vencidas que la ceniza afrenta”. Como vemos, la alusión a las ciudades vencidas anticipa una de las preocupaciones más sobresalientes de la poética del autor que se manifestará con claridad en No me preguntes cómo pasa el tiempo [1964-1968] (1969), su tercer libro, y tendrá su ápice en el apartado “Antigüedades mexicanas” del volumen Islas a la deriva [1973-1975] (1976), donde aborda distintos momentos de la historia de México, desde la conquista hasta el presente. Como podemos observar, la mención del valle es una clara alusión a la ciudad central del imperio mexica, Tenochtitlan, víctima de los conquistadores y del despojo brutal, plasmado en la violencia con la que actuaron los españoles sobre el pueblo mexica desde que desembarcaron en América. El ritmo de los versos encabalgados y la reiteración de la conjunción “ni” dejan entrever el sinfín de efectos aciagos de la conquista española: “Nada se restituye ni devuelve / el verdor a la tierra calcinada. / Ni el agua en su destierro sucederá a la fuente / ni los huesos del águila volverán por las alas” (19). La angustia y la zozobra con las que opera el sujeto lírico atraviesan las creaciones literarias de este libro cuyas palabras tampoco se salvan del polvo; versos como los anteriores ratifican la enunciación desde el mundo devastado, yermo, y sin posibilidades de transformación14]. Ruina, ceniza y polvo constituyen el campo semántico del poemario de José Emilio Pacheco y se repetirán, con variantes, en todo su proyecto poético. La intención es reconocer la ciudad de México en esa tríada de conceptos que exige leer su construcción literaria desde el presente hacia el pasado. En ese recorrido textual se encuentra una de las claves de esta poética; la memoria mexicana se reconoce en ese trayecto, en ese devenir temporal. El plan literario de Pacheco dialoga con otras tradiciones culturales y literarias y traspasa los límites del ámbito mexicano. La resemantización de la imagen poética de la ruina se ancla en las lecturas rigurosas y exigentes que el propio Pacheco efectuó sobre un vasto archivo que enlaza autores de alta densidad simbólica del espacio intelectual mexicano y universal, como José Gorostiza, Virgilio y T. S. Eliot, con relatos de la cos-movisión náhuatl y glosas bíblicas. Pensar y reflexionar sobre la ruina es, en Pacheco, equivalente a trazar y reordenar linajes literarios.

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Notas:

[1] Tarde o Temprano corresponde a una compilación de los libros de poemas de José Emilio Pacheco que reúne las poesías publicadas hasta 2010.

 

[2] Los puntos suspensivos constan en el original.

 

[3] A partir de la publicación de El laberinto de la soledad (1950) Octavio Paz resaltó la importancia de la conceptualización del pasado en la cultura mexicana. Una de sus hipótesis es que México está atravesado por una herida que nunca dejó de sangrar. Dicha herida tiene su origen en un hecho puntual de la historia de México: la entrega voluntaria de la Malinche al conquistador-enemigo (Hernán Cortés). El pueblo mexicano no perdona esta traición y, por eso, tendrá que cargar con el peso de ser una cultura “rajada”.

 

[4] El análisis poético a partir de la influencia de los pensadores presocráticos ha sido una de las líneas críticas más frecuentadas por algunos estudiosos de la obra pachequiana. Para profundizar sobre este aspecto, se pueden consultar los siguientes trabajos: “José Emilio Pacheco: la poesía como Ready-Made” de José Miguel Oviedo (1987), “Señal desde la hoguera: la poesía de José Emilio Pacheco” de Thomas Hoeksema (1987), “Tres poetas con Heráclito: Borges Hahn, Pacheco” de Jorge Emilio Strittmatter (2007), “José Emilio Pacheco: recuento de la poesía, 1963-86” de Michael J Doudoroff” (1987) y “La metáfora del fuego en la cosmología poética de José Emilio Pacheco” de Romuald-Achille Mahop Ma Mahop (2013).

 

[5] José Emilio Pacheco, ávido lector de la Biblia, recupera, en el pasaje poético citado, el término “sombra” del libro de Job. En el mismo leemos: “Pues nosotros somos de ayer, y nada sabemos, / Siendo nuestros días sobre la tierra como sombra” (De Reina y De Valera, 1960: 8-9). Al mismo tiempo, otras tradiciones literarias interactúan en este pasaje pache-quiano. La lírica griega se presenta a través de un fragmento de un texto de Píndaro, “Pítica octava” (himno triunfal a Aristómenes, vencedor de la lucha), que reflexiona sobre la efímera existencia de los hombres: “El hombre sólo vive un día. ¿Qué es el hombre? ¿Qué no es? No es más que la sombra de un sueño...” (Píndaro, 1946: 135). También a Virgilio se reconoce entre los versos de Pacheco, particularmente la historia de Orfeo, quien bajó a los infiernos para resucitar a Eurídice. Orfeo desobedece la orden de las divinidades del Averno: no volver a contemplar a Eurídice hasta que no hubiera ascendido a la tierra. Orfeo, víctima de su desesperación, pierde a su amada y se disipa como si fuera humo y sombra: “Dijo, y de repente escapó de su vista, alejándose como el humo se une a las brisas sutiles, y no lo vio más, mientras él agarraba en vano las sombras y quería decirle muchas cosas” (Virgilio, 1983: 138). Serían estos solo ejemplos, entre muchos otros, de una tradición poética sobre la sombra que puede vislumbrarse en este poema.

 

[6] Entre estos versos que comunican el desastre y sus efectos nefastos, Pacheco rescata una de las imágenes sobresalientes de La tierra baldía (1922) de T. S. Eliot: el trueno. Esta figura poética connota, como en Pacheco, la presencia del fin, donde el yo lírico se reconoce en el paisaje inerme que lo circunda: “Aquí uno no se puede quedar parado ni tenderse ni sen- / tarse / no hay ni silencio en las montañas / sino seco trueno estéril sin lluvia.” (Eliot, 2008: 90).

 

[7] En el poema “Espacio” de Juan Ramón Jiménez también se reúnen el cangrejo y el poeta; sin embargo, en este caso, su vínculo no se constituye, como en Pacheco, a partir del acercamiento sino desde el enfrentamiento. El hablante lírico de Jiménez desafía al cangrejo que “quedó en el centro gris del arenal, más erguido que todos”. El enfrentamiento del poeta con el cangrejo simboliza la búsqueda del sentido de la poesía. En el cangrejo el poeta encuentra su adversario y también su reflejo; el poeta se identifica con el caparazón del cangrejo que murió: “Yo sufría que el cáncer era yo, y yo un gigante que no era sólo yo y que me había a mí pisado y aplastado. ¡Qué inmensamente hueco me sentía, qué monstruo de oquedad erguida, en aquel solear empederniente del mediodía de las playas desertadas!” (Jiménez, 2013: 25).

 

[8] El nombre de este poema de Pacheco es una clara reminiscencia al poemario Canciones para cantar en las barcas (1925) de José Gorostiza.

 

[9] Esta disposición de los versos correspondería, en términos de Jorge Monteleone, a uno de los cuatro tipos de transposición que tiene la mirada imaginaria para manifestarse en relación a su objeto: transposición icónica. Esta se refiere a “la disposición y distribución de los signos en la página como proyección visual, espacializada, en tanto primera manifestación del poema ante su lector” (Monteleone, 2004: 33). En el poema de Pacheco, la reducción gradual del número de versos connota un movimiento que refiere el acercamiento y alejamiento del mar mediante el movimiento de las olas; en ese devenir, espacializado en el texto mediante la imagen del mar, se “dibuja” la degradación.

 

[10] En estos versos también se sostiene la intertextualidad con el poemario ya mencionado de José Gorostiza. En este leemos: “Y la vida es apenas / un milagroso reposar de barcas / en la blanda quietud de las arenas” (Gorostiza, 2000: 77)

 

[11] Nuevamente, se presentan los diálogos con la Biblia. En este caso, con la figura de Moisés quien fue el elegido para liberar al pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto: “Y extendió Moisés su mano sobre el mar, e hizo Jehová que el mar se retirase por recio viento oriental toda aquella noche; y volvió el mar en seco, y las aguas quedaron divididas” (De Reina y De Valera, 1960 [Éxodo]: 14-21).

 

[12]  Las profecías aludidas en los versos citados manifiestan la complejidad de la cultura mexicana. Dichos versos señalan la serie de presagios funestos que supieron ver los indios y de manera particular Moctezuma desde unos diez años antes de la llegada de los españoles (León Portilla, 1972: 2).

 

[13]  La cursiva consta en el original.

 

[14] Dicha enunciación desde el mundo yermo también contiene una vinculación con otras ciudades prehispánicas que padecieron los efectos fatales de la destrucción. Por un lado, Teotihuacán, la majestuosa ciudad que, hacia mediados del siglo IX d.C, fue destruida por causas que, hasta el momento, se desconocen (León Portilla, 2010: 16). Por otro lado, Tula, capital de los toltecas, decadencia ocurrida en el año 1116 d.C durante el gobierno de Huémac (León Portilla, 2006: 192).

 

ensayo de Rosario Pascual Battista

Pascualbattista.rosario@gmail.com 

Universidad Nacional de La Pampa

Universidad Nacional de La Plata

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

 

Publicado, originalmente, en: Anales de literatura hispanoamericana, núm. 13. Ed. Univ. Complutense, Madrid, 1984

Anales de literatura hispanoamericana es editada por la Universidad Complutense de Madrid: Servicio de Publicaciones

Link del texto: https://revistas.ucm.es/index.php/ALHI/article/view/50704

 

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