Aunque este imaginario parece conformar una idea
preconcebida para una pieza de cine explícitamente
fantástico, sus rasgos provienen del entorno referido por el
argumento. El cortometraje antecesor, Atlantiques
(2009), recupera diálogos entre tres jóvenes que intentaron
migrar a Europa. El testimonial se desdobla de manera
análoga al largometraje sin una intervención tan evidente de
la realizadora. Los interlocutores platican las razones que
tuvieron para dejar Senegal y luego comparten
experiencias sobre incidentes que podríamos clasificar como
anómalos. Ante la luz espectral de una fogata en la noche
costera, uno de ellos afirma que algunos viajeros se
transformaron en peces para terminar el recorrido a nado. En
la concepción de Atlantics, Mati Diop partió de
esas experiencias para convertirlas en un espacio de
contemplación capaz de evocar lo percibido por esos
jóvenes. Concatena detalles rigurosos como los reflejos del
sol en el mar cuando se avecina la fiebre o como el
comportamiento del sonido una vez que avanza de los planos
del océano al espacio de los personajes.
En el cortometraje, uno de los muchachos afirma que el
océano no tiene fronteras; en el largometraje, este dicho es
abordado como una figura ensamblada con imágenes recurrentes
del mar que invita a pensar en lo extraño como una
normalidad. El montaje de Aël Dallier Vega instaura un
acompañamiento entre Ada y el mar de tal modo que éste se
convierte en una entidad autónoma. El mar no es un
personaje. Es un ámbito emocional que absorbe las afecciones
de los personajes y que se amplifica como un motivo
fantástico. Su presencia es explícita, casi ubicua. Parece
que va y viene más allá de su ámbito. Hay un momento en que
irrumpe en la habitación de la joven con un ruido de olas
sólidas que la despiertan sorpresivamente. El mar aparece en
más de una docena de planos y se escucha siempre que está
fuera de la imagen. Antes que una narrativa o un ambiente,
el mar establece un ciclo dramático que se convierte en una
atmósfera. Primero es el espejo sentimental de Ada. Luego
ofrece una experiencia visual-emotiva, sonorizada con
timbres electrónicos, que enfatiza sus distintos
temperamentos para advertir que estamos ante un universo
semiirreal.
Además de esta lírica del océano, el aporte de Atlantics
reside en el tránsito de sus dos miradas. Souleiman es más
un espíritu que una persona. El mar lo ha embebido. Incluso,
Ada le sugiere que él mira más al océano que a ella. El
núcleo del relato es la relación de la joven con el mar
porque allí subyace una lucha interna que, de alguna manera,
es un espejo de la lucha que sostiene contra lo que su
familia espera de ella. Souleiman no es más que un portal
hacia la interioridad en disputa de Ada. Este desplazamiento
de la mirada del joven hacia la visión de la muchacha es la
clave para desentrañar la significación ideada por la
realizadora. Se trata de un relato mínimo cuyo ritmo aporta
la calma ideal para descubrir los detalles que acompañan el
autodescubrimiento de una identidad.
Antes de la cita clandestina en la que Ada se entera de la
ausencia de su enamorado, ella se mira ante un espejo roto.
Habla con el objeto como si hablara con el chico. Para ella,
él es su fuerza y por ello le pertenece. Los días
posteriores enfrentan a la protagonista con la noticia del
naufragio y con las anomalías que éste desencadena, pero,
sobre todo, con la faceta espectral de Souleiman y con la
ortodoxia patriarcal de una comunidad donde una
joven puede ser sometida a la humillación de una prueba de
virginidad. Después de transitar por ese tipo de
experiencias, la joven volverá a mirarse en un espejo, ahora
completo, al que le habla de una manera diferente. El mar
proyecta al joven extraviado como el espejo lo hace con Ada.
La experiencia de la pérdida se interna en la joven e invoca
una transformación. Antes que el juego con elementos
realistas y fantásticos, e incluso con las historias de
espíritus que admiten los distintos géneros del terror, la
propuesta de Atlantics se caracteriza por su
manera de observar la emancipación de Ada.
De vuelta al proceso creativo que vincula el cortometraje
del año 2009 con el largometraje por el que Mati Diop se
convirtió en la primera directora afrodescendiente que
compitió por la Palma de Oro en Cannes (a 75 años de su
fundación), la visión conjunta de ambas producciones revela
un enriquecimiento mutuo. Podría decirse que se trata de dos
fases de una misma entrega. Los dos materiales sobresalen
por su puesta en atmósfera. Ambos evocan imaginarios con
fronteras difuminadas donde tampoco tiene sentido separar lo
realista de lo fantástico. El paso del corto al largometraje
evidencia una apropiación de la realidad para aproximarse a
una inquietud específica: la situación de la mujer. No
obstante, Atlantics no introduce la mirada a este
motivo de manera azarosa. Desde el corto, la cámara ofrece
dos planos con mujeres en duelo que anticipan el tema que
desarrolla el largometraje. Se trata de dos viñetas en las
que ya subyacen la entidad femenina, el sentimiento de
pérdida, la calma, la ubicuidad acústica del mar y la
impresión lírica de la imagen.
Atlantics tampoco puede distinguirse de su
antecedente a través del binomio ficción-documental. Esta
película resultó de un proceso creativo más complejo donde
tales categorías no tienen sentido. Aunque las licencias de
las dos producciones están en manos de dos plataformas
on demand distintas en México, sería ideal que el
espectador pudiera hallarlas en un mismo sitio ya que
presentan más semejanzas que diferencias y, por lo tanto,
constituyen una mejor experiencia como conjunto. Su
distinción ocurre en el terreno de las soluciones de estilo
y, sobre todo, en el modo de situar la mirada. Es posible
que Ada no parezca suficientemente compleja como
protagonista por la prevalencia de la apuesta contemplativa
de las imágenes, pero ello no impide que la realizadora
consiga una sensibilidad idónea para aproximarse a la
interioridad de la joven como una alusión a un despertar
colectivo.
En una cultura cinematográfica que cuenta entre sus
antecedentes con un clásico como Black Girl (Ousmane
Sembène, 1966) o con trabajos recientes como
No soy una bruja (Rugano Nyoni, 2017), la
película de Diop debe situarse junto a éstas como una
reflexión con singularidad suficiente para contribuir al
proceso de representación de las identidades de la mujer
africana desde el cine. La trágica Diouana (Black Girl)
es un hito del cine africano expresado por una mujer
migrante que nos revela la desigualdad universal de su
género y la ausencia de salidas. Shula (No soy una bruja)
es la víctima explícita de una opresión originada en
estructuras tribales y creencias míticas fundamentalmente
patriarcales. Aunque los papeles de Mbissine Thérèse Diop y
Maggie Mulubwa sobresalen frente al trabajo de Mame Bineta
Sane, el personaje de Ada articula una entidad congruente
con la atmósfera de Atlantics y coherente con un
presente social en el que emergen nuevas posibilidades
debido a la movilización activa de las mujeres que, en el
caso de la película, está sugerida por la rebeldía nocturna
de las jóvenes de la localidad. Ada descubre la relevancia
de dialogar consigo misma para convertir su pérdida en una
vía de autonomización frente a una sociedad que le exigía
contraer nupcias con un joven adinerado. Ada solía mirar
espejos rotos para alguien más; ahora mira un espejo entero
para preguntar por la mujer que ella podría ser. |