No soy una bruja plasma un estado de creencia. No
es una película sobre la fe. Más bien aborda el sentido de
la creencia como la convicción de que existen otras
realidades. La disposición a creer está materializada en
toda clase de detalles. La señora que tropieza, la sangre
del ave crucificada, los “testigos” de la comisaría y los
intentos de evasión de la niña potencian la voluntad del
pueblo a aceptar la creencia más allá de que el símbolo más
relevante es el listón blanco. Cada una de las mujeres que
son determinadas como brujas escucha la misma advertencia
del alcalde: se convertirán en cabras si retiran el listón
de su espalda. Una paradoja tragicómica, como el magnífico
canto coral de las brujas ancianas que celebra la iniciación
de la niña, dada por la semántica del listón: un objeto de
materialidad frágil que, al mismo tiempo, evoca un escenario
implacable en su simbolización.
Si bien el listón blanco también es una alusión a una de las
afinidades cinematográficas de Rugano Nyoni: el cine de
Michael Haneke (El listón blanco, 2009), su adición
al filme como catalizador del imaginario de esa otra
realidad que admite lo sobrenatural permite que la atmósfera
de No soy una bruja sobrepase el sentido filosófico
de la creencia como disposición para sugerir su existencia
como construcción sociopolítica intencional. El listón
condensa un orden social opresivo. Aunque ofrece un motivo
sumamente plástico para la estética cinematográfica (los
listones y cielo, o el camión abandonado con los listones
danzantes por el viento), también condensa un orden social
opresivo. Nyoni creó un símbolo desde su propia película
para ofrecer una idea propia del estado de creencia: se
trata de hacer creer para imponer un hábito; para establecer
las normas; por eso vemos que la creencia mueve la vida de
la comunidad; la creencia, que es principalmente creencia de
los hombres, estructura los roles y justifica la opresión de
la mujer.
Los hombres de ese mundo, en
su papel de jueces de improviso, alcaldes de facto,
hechiceros sabios o ciudadanos de la urbe, propagan la
convicción de que la niña es una bruja y de que hay que
tratarla como tal asignándole un listón esclavizante y una
rutina de trabajo. Salvo por las incorporaciones inoportunas
de fragmentos de Vivaldi y Schubert con que los Nyoni buscó
amplificar dimensión absurda de esta sátira tragicómica, al
tiempo que extrañarnos aún más de su referente real
(Zambia), su trabajo consigue mostrar (no decir) la
situación de opresión histórica que ha padecido la mujer. La
pretensión de su símbolo es universal; no estamos frente a
la mujer africana que, literalmente, aparece encerrada en la
boca de un aborigen gigante de papel, sino que se trata de
la mujer-mundo que puede mirarse a sí misma encadenada. De
alguna manera, incluso, la evidencia última de que se trata
de una imposición patriarcal está concretada en otro signo
del file: Charity, la esposa del alcade, que aparece en el
filme lavando el cuerpo de su opresor y que se despide del
mismo vejada verbal y corporalmente por los hombres de la
ciudad.
La relevancia de No soy una bruja consiste en que
su perspectiva eminentemente feminista está articulada en
sus elementos de composición implícitos y simbólicos, y en
la edición de George Cragg, Yann Dedet y Thibault Hague. El
equipo multinacional de producción (Film 4, BFI, CNC)
seleccionó las tomas más apropiadas del rodaje y las
estructuró en momentos significativos. Ángulos (los picados
sobre el camión repleto de mujeres), duraciones (el campo
vacío de las fugas fallidas de Shula) y movimientos de
cámara (el balbuceo colectivo y el ralentí) potencian la
expresividad de las imágenes sin sobrecargar el dramatismo
que el relato ya contiene y se integran a la
intersubjetividad dada por el deseo de hacernos ver la
percepción de los hombres en distintos puntos de vista.
La política representacional de la película frente a la
violencia es tan prudente que los espectadores podrían pasar
por alto que están frente a la recreación (no el registro)
de un orden fundado en la humillación de la mujer. El guión
de Nyoni evade el panfleto y la exaltación, pero nunca niega
los agravios. El trabajo de Maggie Mulubwa resulta esencial
para conseguir la plasmación equilibrada de una colección de
horrores. Shula pasa por un juicio sin magistrados y sin
evidencias. Shula recibe la obligación de decidir,
literalmente, si se asume como bruja o si prefiere
convertirse en cabra. Shula es cargada a fuerza por
muchachos o cubierta con una manta como si fuera una cosa.
Shula es designada para decidir, por mero albedrío, quién
merece ser juzgado por ladrón. Shula es derrumbada y
arrastrada, usada para vender huevo o esclavizada en el
campo. Toda esa violencia aparece intermitentemente en el
campo visual, pero sobre todo en el silencio implacable de
la actriz que todo lo dice a través de la mirada.
Maggie Mulubwa nos hace ver a Shula como una niña que parece
provenir del cine mudo y que se instaló en una atmósfera de
película moderna que arranca con Vivaldi, que hipnotiza con
jump cuts y baterías sincopadas, y que se aproxima
a la concepción occidental dada por la tragicomedia con una
protagonista que quiso cambiar su destino y que deviene un
ser ejemplar para todas aquellas mujeres, adultas y ancianas
ya, que han sido víctimas del mismo silencio y que podrían
huir de él. El relato puede reducirse a los tres intentos de
evasión de una pequeña asediada por un estado de creencia,
pero su expresión es mucho más amplia debido al universo
mímico y corporal de una niña que convierte el gesto visible
y la mirada en una fenomenología de la opresión y la
emancipación. Si Cannes vio y aplaudió el debut de Rugano
Nyoni, fue también porque vio la irrupción de una actriz muy
joven dotada de una compresión notable de la puesta en
escena en el cine.
En una secuencia visualmente distinta por sus imágenes con
apariencia de archivo, Banda exhibe a Shula en un programa
de televisión. El alcalde aprovecha el silencio de la niña
para promover la venta de huevos cuando el público comienza
a cuestionarlo. El momento evidencia que solamente un hombre
(el entrevistador) puede cuestionar la visión que el
funcionario tiene de Shula, pero la solución de esta escena
es más relevante por la "polifonía" de miradas que obtenemos
de una cámara que corta y ofrece detalles de toda clase de
fisonomías femeninas. Público de mujeres emancipadas.
Cabellos con tintes al gusto y a la moda. Espaldas sin
listones. Gestos pensativos de mujeres que visten como
quieren. Fisonomías de la indignación. El público condena la
situación de Shula con la mirada. Son conscientes, como la
propia Shula, de que atestiguan un caso de opresión. Un
contraste final que nos hace pensar en la definición de
creencia de Ortega y Gasset como la interpretación que cada
cual construye de lo real. Aquí hay un choque entre la
invención masculina de la bruja y la certeza de explotación
de una colectividad femenina. Si Shula aglutina a la mujer
vejada, las muchachas que la ven objetivan la toma de
conciencia de que hay que erradicar un estado de creencia
tan endeble como un listón blanco.
Ficha técnica:
- No soy una bruja (Reino
Unido, 2017) Título original: I Am Not a Witch - Duración:
90 min - Dirección:
Rungano Nyoni - Guion: Rungano Nyoni - Música: Matthew James
Kelly - Fotografía: David Gallego -
Reparto: Maggie Mulubwa, Gloria Huwiler, Travers Merrill,
Chileshe Kalimamukwento, Henry B.J. Phiri, Dyna
Mufuni, Nancy Murilo, Ritah Mubanga, Nellie Munamonga -
Productora: Coproducción Reino Unido-Francia-
Alemania; BFI Film Fund / Clandestine films / Film4
Productions / Soda Pictures / unafilm - Género: Drama |
África. Realismo mágico
Rodrigo Martínez (Ciudad de México, 1982). Es maestro en Comunicación y doctor en Ciencias Políticas y Sociales, con orientación en comunicación, por la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho e Icónica . Es profesor visitante de la DCCD de la UAM Cuajimalpa y también imparte asignaturas de periodismo, literatura y cine en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (UNAM). Colabora con la revista F.I.L.M.E. Actualmente prepara un libro colectivo sobre la noción de autor fílmico en la era del cine digital.