El cine, en especial el realizado durante el Hollywood dorado de la era de los grandes estudios, forma parte de la cultura universal. A dicho arte, de forma singular justo a ese norteamericano de los años ´30 y parte de los ´40, les debemos imágenes imperecederas, títulos eternos, maneras de rodar inmarcesibles, una escuela para los géneros.
Que ese extraordinario reservorio de la humanidad lo poseamos, en gran medida, gracias al financiamiento y gestión de negociantes, truhanes, misóginos y megalómanos, ya resulta otra historia; pero esta, por sórdida que pudiera ser y lo es, no borra el esplendor artístico logrado merced al talento artístico que esos mismos pillos convocaron a sus sets de filmación.
Paramount, 20th Century Fox, Warner Bros., Metro Goldwyn Mayer, Columbia, RKO, Universal y United Artist fueron las ocho sociedades —pese a su número, en la práctica operaban como un oligopolio—, controladoras de todo el proceso de producción/distribución/exhibición de los filmes y convertidas en actores dominantes del escenario universal.
No obstante, tal férreo control iría menguando de forma progresiva debido a disímiles razones. Si para 1947 se registraban 4 mil 680 millones de espectadores en las salas de los Estados Unidos, solo nueve años después el número había disminuido hasta los 2 mil 470 millones, tendencia aún mayor luego de irrumpir y consolidarse la televisión. MGM compró United Artist y el barco de las majors fue abandonado por la RKO, el sello tras la mismísima El ciudadano Kane. Pronosticaron, entonces, la muerte de los grandes estudios. No sería ni la primera ni la última vez.
Los seis estudios clásicos restantes abrazan el segundo lustro de la década de los ’60 con un déficit financiero de 500 millones de dólares. Este constituyó el momento histórico cuando le saltaron a la yugular holdings empresariales ajenos a la industria fílmica, los cuales se hicieron con la propiedad o el manejo compartido de aquellos emblemas de la cultura.
Tempranamente, para 1966, Gulf + Western, consorcio de la minería, las finanzas y las cadenas de supermercado, absorbió a la icónica Paramount, reina del giro un cuarto de siglo atrás. Tres años más tarde, la Warner había sido vendida en par de ocasiones, en el segundo de los casos a Kinney National Service, grupo integrado por empresas constructoras y funerarias.
A la sazón, el cine en tanto espacio físico pasaría a integrarse al rutinario paisaje universal de los no-lugares, al coexistir junto a los grandes centros comerciales, como paso de una apuesta de recepción masiva de público genérico, moldeable para ir a ver una película luego de comprarse un taladro.
Si lo anterior ocurría en el plano industrial, amén de social, algo diferente sucedía en los ’70 desde el punto de vista artístico, con la irrupción de talentos a la manera Scorsese, Spielberg, De Palma…, iconos quienes, junto a otros grandes directores y capacitados artesanos, no permitieron el estertor de la industria, para, antes bien, energizarla. Mixturada sí, luego del fenómeno Star Wars, al merchandising, la industria de juguetes, el negocio de todo género…
El cine norteamericano, más allá de períodos de altibajo, de aquel momento hasta al menos tres lustros y más del siglo XXI, casi siempre se las agenció para situarse entre los negocios más rentables del planeta. No lo mató ni nada ni nadie: ni la en su momento temida televisión, como tampoco los VHS, el DVD, el cable, la realidad virtual o internet. Bueno, para asegurar lo último, aún faltan algunos años por ver de qué forma el séptimo arte se adecua a los nuevos hábitos de consumo modificados por inéditos escenarios con predominio del streaming (la anterior columna la dedicamos al tema).
En diciembre pasado, Warner anunciaba que en el actual 2021 estrenaría sus principales películas tanto en salas como en su nueva plataforma de streaming, HBO Max, franco bandazo para la experiencia cinematográfica pura en cines, harto deprimida tras la pandemia (En EE.UU. fueron más de 5 mil 450 las salas cerrados por más de un año, muchos para no abrirse otra vez, cual ya adelantaron los icónicos Arch Light Cinemas y Pacific Theatres).
Nada hace indicar otra cosa, pues, la prioridad de los estudios que quedan en pie es, y parece va a seguir siendo, el streaming; no importa que finalice el contagio universal. Integrarse o sumarse a las flamantes plataformas, o desaparecer.
Fuerte indicio en tal sentido lo representó la compra de Metro Goldwyn Mayer por parte de Amazon, la ecléctica compañía con servicio de streaming, por valor de 8 mil 450 millones de dólares (irrisorio, dado que adquiría Epix, el sistema de streaming del estudio del león rugiente; así como un catálogo de más de cuatro mil películas, de estas casi 175 premios Oscar, y 17 mil episodios de televisión), transacción hecha pública el 25 de mayo.
Escasos días antes, el emporio telefónico AT&T oficializaba la adquisición del 70 por ciento de la Warner, ya en gran parte suya desde 2017. De forma previa, Disney había comprado la Twentieth Century Fox, a efectos de fusionarla con el propio estudio y lanzar Disney +, flamante sistema de streaming. Columbia está en manos de la japonesa Sony desde 1989.
Los grandes estudios morirán, o puede que en realidad ya lo hayan hecho hace tiempo, pero el cine sobrevivirá. Quizá no en las salas, aunque sí en los hogares, donde cada año se consume más y el público mundial tiene a su disposición un catálogo anchuroso; no solo comercial ni estadounidense. La selección solo depende del grado de apreciación estética de la persona. No hay que hacer un drama del asunto, sino ajustarse al escenario.