Durante los años más recientes, al calor de la energía
liberadora de las redes sociales y la irrupción de determinadas
entrevistas o declaraciones de principales figuras, que dieran
lugar a una reacción en cadena tendente a la denuncia de
acciones de la peor laya (incluidas violaciones físicas y
emocionales, acoso sexual, chantaje), se ha puesto sobre el
tapete un baldón eterno de Hollywood, desde que chapeaban los
potreros para los primeros estudios: la manipulación, el abuso y
el uso a conveniencia de las actrices.
La historia del cine norteamericano arrostra en su backstage,
en sus entretelones, la cuita eterna de la discriminación de
género, el machismo y una misoginia cerval dictada por la
política ultrapatriarcal de los directivos de las majors
o grandes estudios. A la pantalla asomaba la magia, el
divertimento, la gracia, a lo largo de hora y media de evasión
(aquí no va en sentido despectivo de mi parte, sino que era
justo el concepto y el término definidos para su producto por
los señores corporativos de estas compañías); pero dentro del
camerino, en las mansiones de Los Ángeles, en las ricas casas de
cita, en los hoteles de ciudades contiguas o hasta debajo o
arriba de los burós de las propias oficinas, los dueños de los
estudios cambiaban papeles por sexo. Y las obligaban a adoptar
sus decisiones: marcadas por el olfato mercantil; casi nunca por
lo artístico, con excepciones planteadas en busca de estatuillas
doradas.
De este sino se escaparon muy pocas, casi podrían contarse con
los dedos de una mano. Hasta grandes intérpretes como Bette
Davis y Joan Crawford debieron sucumbir a las ordenanzas
masculinas de los hermanos Warner u otros magnates, de esos de
los cuales hablara F. Scott Fitzgerald en su inacabada The
Love of the Last Tycoon, llevada al cine por Elia Kazan en
1976 y con la adaptación posterior del estrenado serial de
Amazon.
Ryan Murphy, creador televisivo convertido en un excelente
somatizador de las esencias de Hollywood, de las pulsaciones de
la cultura popular y de la deontología moral de su país
-manifiesta tales capacidades en la ejecución de una obra
audiovisual signada por la resignificación de códigos y la
articulación de un sistema de subtextos que abjura tanto de
algunos de los propios mecanismos de construcción/representación
genérica como del ideario social establecido tras la sujeción a
patrones ideológicos condicionados y formas de conducta con
arreglo a lo políticamente correcto cultivados en laboratorio
por los tanques pensantes del sistema- ha tejido en Feud:
Bette and Joan (2017) la más directa parábola que, sobre el
servilismo históricamente impuesto a las actrices en La Meca, se
haya hecho en cuanto va de siglo.
La rivalidad (el “feud” del título) entre la Davis y la Crawford,
cual bien explicita Murphy aquí, no se sostuvo tanto a causa de
un desdén personal innato, que lo hubo, como del atizar
rencillas e incordiar a seres humanos en busca del
sensacionalismo cotillero hollywoodino alentado en buena parte
de los casos por los propios productores, algo todavía empleado
en la actualidad en muchos ámbitos y no solo dentro del universo
del cine. La metacinetográfica miniserie del creador de American Horror Story se ambienta de manera esencial durante
los días de filmación de la película ¿Qué pasó con Baby Jane¿
(What Ever Happened to Baby Jane, 1962),
protagonizada por Bette y Joan, bajo la dirección del distendido
en temas y por regla buen realizador Robert Aldrich (Doce al
patíbulo), en horas bajas. Se trataba de un momento bien
difícil en la vida profesional de ambas intérpretes, pues,
pasados sus años de juventud, luchaban a brazo partido por
mantener un lugar dentro de una industria que no perdonaba
entonces -ni ahora- a las arrugas. Ambas pasaban los cincuenta,
leso pecado contra el cual no servían de antídoto ni siquiera
los Oscar exhibidos en la sala del hogar. Inevitable recordar a
Sunset Boulevard, el clásico filmado por Billy Wilder
hace casi siete décadas.
La serie -exhibida en la TV cubana- inspirada en la novela de
Jaffe Cohen y Michael Zahn trabaja bien con el factor
desesperación que recorre este arco histórico de dichas divas.
Murphy, notable director de actrices -y para dicha suya ahora
con dos del fuste de las aquí inmensas Susan Sarandon y Jessica
Lange en los roles centrales respectivos de la Davis y la
Crawford-, estampa un escrutinio del sufrimiento, la
humillación, soledad e inseguridad experimentadas por dos
máximas glorias del Hollywood clásico, en tanto consecuencia del
ruin trato de la industria y el rechazo del star-system a
la mujer madura.
Cine dentro del cine, adscrito el creador en su objetivo a la
estética fílmica de la época aludida, ciertos engolamientos
visuales, amaneramientos estilísticos, propensiones camp y
caricaturas dramáticas forman parte intencionada del
acercamiento a un mundo ya decadente a la sazón no solo en el
orden moral, sino además en el técnico. Murphy re-concibe con
pericia el fin de una era (no solo la de las dos divas; sino la
de todo un status quo dentro de Hollywood, de cambios
tecnológicos, nuevos paradigmas en los estudios, tendencias
inéditas, epifanía (la primera) de la televisión… Lo hace de la
manera idónea: cual sucesivas capas de complemento informativo y
apoyatura subtextual que en ningún caso menguan el ecuador
dramático de Feud: Bette and Joan.
Quizá esta serie le resulte algo difícil de metabolizar a las
nuevas generaciones de espectadores, no solo a causa de su
sentido meta; sino por el alejamiento actual de estas hornadas a
la época de marras, dichos ídolos y específicamente a ¿Qué
pasó con Baby Jane? No obstante, resultaría formidable que
hicieran un esfuerzo en apreciarla, por varias razones. Además
de ver en plena forma a un gran creador de la teleficción sajona
del momento como Ryan Murphy y a dos actrices supremas que
disfrutan cada fotograma de lo rodado como la Sarandon y la
Lange (además de una pléyade de secundarios geniales), por el
hecho de sumar elementos factuales a su cultura cinematográfica
y aprehender varias de las constantes históricas de una
industria que fue desde su surgimiento -y sigue siendo en
determinados casos todavía- un feudo de grandes machos alfa,
quienes no solo hicieron cuanto quisieron con sus actrices, sino
además con sus guionistas.
El único problema de Feud es el sesgo tautológico de los
prescindibles últimos capítulos, donde las ideas son subrayadas
y la narración manifiesta signos de cansancio. Quizá la
innecesaria elongación de Murphy pueda deberse a que la cadena
FX le haya pedido la cantidad de capítulos necesaria para
satisfacer compromisos de parrilla. Si esta hubiese sido la
razón, no debió acceder. Lo anterior, empero, no es ni de lejos
óbice para demeritar un trabajo general recomendable en muchos
sentidos para el espectador. |