Más allá del surrealismo: la poesía de Alejandra Pizarnik por Francisco Lasarte University of Wisconsin
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Por varios motivos —entre ellos el onirismo de sus imágenes y la búsqueda de una experiencia poética trascendental—, la poesía de Alejandra Pizarnik sugiere una filiación con el surrealismo. Tal filiación, sin embargo, es superficial. En el fondo, Pizarnik delata una profunda incomodidad ante su propio discurso poético, y esto la diferencia radicalmente de los poetas surrealistas. Su crítica de la palabra es absoluta. La mantiene al borde del silencio, minando la seguridad que todo poeta —incluso el más escéptico— necesita para seguir escribiendo. Si los surrealistas (y otros poetas «modernos») cuestionan el lenguaje de la poesía, lo hacen para imponer en su lugar «otro» lenguaje, más válido y renovador. («No temas de mí que mi lenguaje es otro», asegura Huidobro.) La actitud crítica de estos poetas rara vez hace correr peligro al proceso creador[1]. Todo lo contrario: la formulación de un «nuevo» discurso vindica a la poesía y a la obra de los renovadores. Pizarnik, en cambio, no se permite esa satisfacción, no logra convencerse de que sus palabras puedan otorgar validez a la empresa poética. Esta terrible duda la acompaña desde sus primeros poemas y, con creciente influjo, va apoderándose de ella hasta imponerse como el tema central de su poesía. La vindicación en «otro» discurso la elude hasta el fin, pese a que el cuestionamiento del lenguaje produce lo mejor de su obra. Y entonces el silencio se convierte en la única y seductora alternativa para Alejandra Pizarnik, sola e inerme frente al ardid ceremonioso de las palabras. Pizarnik misma reconoce su condición de surrealista manquée durante una entrevista que le hizo Martha I. Moia hacia 1972[2]. Luego de afirmar que lo esencial le es indecible, añade: Siento que los signos, las palabras, insinúan, hacen alusión. Este modo complejo de sentir el lenguaje me induce a creer que el lenguaje no puede expresar la realidad; que solamente podemos hablar de lo obvio. De allí mis deseos de hacer poemas terriblemente exactos a pesar de mi surrealismo innato y de trabajar con elementos de las sombras interiores. Es esto lo que ha caracterizado mis poemas (DP, 249)[3]. La oscura (y tal vez contradictoria) ecuación insinuar/no poder expresar la realidad/hablar de lo obvio que encabeza esta cita no le resta eficacia a lo que Pizarnik dice sobre el surrealismo. La poeta sugiere que la poesía surrealista, al desencadenar los poderes alusivos del lenguaje, carece de una exactitud para ella necesaria. Y cuando Moia pretende modificar esto diciendo «ahora ya no buscas esa exactitud», Pizarnik asiente sólo a medias: «Es cierto, busco que el poema se escriba como quiera escribirse. Pero prefiero no hablar del ahora porque aún está poco escrito» (DP, 249)[4]. Lo importante aquí es que la exactitud en la poesía equivale a un control riguroso sobre el lenguaje. No tendría valor para Pizarnik, pues —al menos en su primera época—, el espontáneo fluir de un discurso poético de cuño surrealista. De algún modo los poemas escritos así no serían una expresión de la «realidad» y consistirían en «hablar de lo obvio». Si, como hemos visto, Alejandra Pizarnik vincula el cuestionamiento del lenguaje a la búsqueda de exactitud en la poesía, nada más lógico que empezar con el análisis de uno de esos «poemas terriblemente exactos». El texto que he escogido se titula «Sólo un nombre» y es admirable ejemplo de lo que Enrique Molina ha llamado «hai-kais del insomnio»[5]. La temprana fecha de su publicación (1956) subraya la importancia que tenía ya para la poeta el problema de la palabra poética. He aquí el poema en toda su engañosa sencillez: alejandra alejandra debajo estoy yo alejandra (UI, 27). Las seis palabras que lo componen confirman con suma eficacia lo que insinúa ya el irónico «sólo» del título: el fracaso de la palabra. La poeta duda de que un signo lingüístico —aquí significativamente su propio nombre— pueda crear una realidad. Y «nombre» revela su fundamental duplicidad. Ella sólo puede existir en su poema mediada por el lenguaje, en el nombre/sustantivo «alejandra» (o en el pronombre «yo»), presa en el ardid de las palabras. Años después, abandonada casi la tentativa de imponer su voluntad sobre el lenguaje, repetirá Pizarnik: «Vacío gris es mi nombre, mi pronombre» (PL, 19). La palabra, en vez de exaltar, degrada; en vez de integrar, fragmenta. Su efecto degradante lo vemos en la transformación de «Alejandra» en «alejandra», ya que el nombre propio vuelto nombre común priva a la poeta de su singularidad. Y la fragmentación no es menos evidente: tres manifestaciones de «alejandra» en lugar de una única «Alejandra». Además, él poema crea una relación antagónica entre la doble «alejandra» del primer verso —la que sería el nombre— y la del tercer verso, supuestamente más real y más próxima a la Alejandra Pizarnik de carne y hueso. Por la disposición del poema en la página, esta última «alejandra» se encuentra literalmente debajo del nombre, separada de él y sofocada por su doble presencia. El nombre escinde y oprime. Es algo que reitera Pizarnik en otra ocasión, al decir: «Yo lloro debajo de mi nombre» (AP, 33). Ahora bien: aceptar que una «alejandra» es más real que otra es puro subterfugio, un juego conceptual en que el lector (y la poeta) deben participar para que «Sólo un nombre» signifique como ella quiere. La situación es otra, puesto que la tercera «alejandra» —en su condición de palabra— es tan falsa como las demás. En su afán de escribir un poema «terriblemente exacto» sobre su presencia en la poesía, Pizarnik cae en la trampa del lenguaje. Irremediablemente «Sólo un nombre» es un poema de su ausencia. La tercera «alejandra» implica una cuarta debajo de ella, y la cuarta una quinta, dentro de una serie interminable de nombres que dejan a la poeta siempre diferida, incapaz de hallar su origen o centro en el poema. Palabra y ser están separados por un abismo insalvable. Pizarnik lo reconoce de modo mucho más directo en uno de sus últimos poemas, el que se titula «En esta noche, en este mundo» y lleva la fecha «8 de octubre de 1971». Allí dice: la lengua natal castra la lengua es un órgano de conocimiento del fracaso de todo poema castrado por su propia lengua que es el órgano de la re-creación del re-conocimiento pero no el de la resurrección de algo a modo de negación de mi horizonte de maldoror con su perro (DP, 101). El fracaso de la palabra poética —su incapacidad de dotar de vida a la poeta mediante una suerte de resurrección textual— está signado por una escisión literal, la que divide «recreación» y «reconocimiento». Al destacar así la partícula «re-», Pizarnik afirma violentamente la duplicidad del lenguaje, el que sólo puede replicar a la realidad. Es imposible hacer de la poesía una experiencia trascendental. La lengua lo impide, negándole a la poeta una fusión con lo infinito, fusión que ella evidentemente anhela al reconocer su parentesco con los perros de Maldoror, «qui ont soif insatiable de l’infini, comme toi, comme moi, comme le reste des humains, á la figure pále et longue»[6]. Siempre ambivalente respecto al surrealismo, Pizarnik entonces no rechazaría la plenitud cuasi mística que los surrealistas persiguen (y dicho sea de paso, jamás logran, sin que ello les lleve a cuestionar tan radicalmente el lenguaje de su poesía). Sin embargo, el lugar de la fusión no sería la suprarrealidad de un discurso poético cuya espontaneidad alusiva expresara «las sombras interiores»[7]. La fusión ocurriría, más bien, en la palabra «exacta», donde se fundirían signo y referente para crear aquella realidad trascendente que la poeta busca en sus textos, ocultando a medias el reconocimiento de que la búsqueda es inútil, de que la sed de lo infinito es de veras insatiable. Esto exige muchísimo de la palabra y contribuye a su fracaso. Es con patente angustia que nos lo dice Pizarnik en otros versos de «En esta noche, en este mundo», poema que atestigua el desengaño y capitulación final de la poeta: no las palabras no hacen el amor hacen la ausencia si digo agua ¿beberé? si digo pan ¿comeré? (DP, 101). «Agua», como «pan», es «sólo un nombre». Su presencia textual no produce una realidad, no conjura los alimentos más básicos, no suple lo que ella requiere para su supervivencia (y acaso su resurrección). No: la palabra difiere de la cosa e impone su materialidad lingüística como la única presencia en el poema. Así afirma Pizarnik categóricamente la verdad de lo que había sospechado desde sus primeros poemas: «Tal vez las palabras sean lo único que existe / en el enorme vacío de los siglos» (AP, 44). En vez de crear una plenitud de índole erótico-mística, la palabra poética produce un vacío y forma una impenetrable barrera entre el ser y el nombre. Pizarnik reconoce la dura y cristalina naturaleza del signo lingüístico en «Origen», otro poema de última época. Sus tres versos dicen: «¿Cómo se llama el nombre? / Un color como un ataúd, una transparencia que no atravesarás. / ¿Y cómo es posible no saber tanto?» (PL, 38). La palabra es al mismo tiempo un obstáculo y una condena a muerte («un color como un ataúd»). En efecto, ser «sólo un nombre» en la poesía —existir en ella sous rature y no como una presencia real— equivale a una muerte poética. Y pretender hallar un «origen» en el nombre lleva también a la destrucción, puesto que tal origen no sería más que la ausencia, la irrealidad. No una «resurrección» en la poesía, entonces, sino el «re-conocimiento» y la «re-creación» de una precaria imagen lingüística, visible pero inalcanzable detrás de la transparencia del lenguaje. Pizarnik quisiera que el poema expresara su realidad —la de ella, no la del signo—, y lo dice con estas palabras: «Toda la noche espero que mi lenguaje logre configurarme. Y pienso en el viento que viene a mí, permanece en mí» (1M, 47). Vana esperanza: el viento, imagen de destrucción y desgaste a lo largo de toda su poesía, corrobora que en el poema ella no es más que una imperfecta «alejandra». Lo terriblemente irónico en todo esto —en el fútil intento de saciar una soif insatiable, en el destructivo cuestionamiento del discurso poético— es que para llevar a cabo ambos proyectos Alejandra Pizarnik dispone de un solo (e imperfecto) instrumento: el lenguaje. Ella misma traza su relación paradójica con la palabra en una carta a Ivonne Bor-delois, donde transcribe parte de su diario. En él, con la fecha «22 de febrero [1963]», había escrito lo siguiente: Palabras. Es todo lo que me dieron. Mi herencia. Mi condena. Pedir que la revoquen. ¿Cómo pedirlo? Con palabras. Las palabras son mi ausencia particular. Como la famosa «muerte propia» hay en mí una ausencia autónoma hecha de lenguaje. No comprendo el lenguaje y es lo único que tengo. Lo tengo sí pero no lo soy[8]. Tenemos en estas líneas una más tranquila —aunque no menos peligrosa— reiteración de la trampa lingüística. Implícita en ellas está la promesa del silencio, como la única manera de resolver la contradicción. El lenguaje, sentido por la poeta como irrealidad y como ausencia, es a la vez atrozmente real, ya que ella no puede prescindir de las palabras siii perder su voz. Anonadada por el lenguaje y testigo de su propia ausencia, Pizarnik admite lo precario de su ser en la poesía. Tal como hizo con pan y agua, bien podría ella preguntarse «si digo alejandra ¿seré?». La queja «no [las palabras] no hacen el amor», presente en el segundo pasaje que cité de «En esta noche, en este mundo», insinúa que hay un elemento erótico en el acto creador. En efecto, para Pizarnik la experiencia de lo absoluto sería una combinación de goce sensual, éxtasis místico y placer estético. El amor —tema constante en su poesía— evoluciona en su manifestación textual a medida que el cuestionamiento del lenguaje se vuelve más y más urgente. (En los poemas de última época apenas se menciona a la persona amada; su lugar lo ocupa el quehacer poético.) Las líneas que siguen, acaso la mejor exposición de lo erótico-místico en la escritura, son del último libro de Pizarnik y se hallan en un poema significativamente titulado «El deseo de la palabra»: Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir (IM, 24). «Ojalá pudiera»: de inmediato sabemos que el éxtasis poético es inalcanzable. El sumo sacrificio, el que infundiría de vida a la palabra, rescatándola y logrando su «resurrección» (junto con la de la poeta), no tendrá lugar. El abismo al borde del cual Pizarnik siempre se halla es .aquí el que separa el deseo de su cumplimiento. Aquel «lenguaje sin límites» (PL, 55) y aquella «aventura total» (PL, 57) que ella busca quedan al otro lado de la barrera transparente del lenguaje. En «Piedra fundamental», otro largo poema de El infierno musical, Pizarnik reconoce de manera contundente que ha fracasado su intento de rescatar (y rescatarse) mediante la poesía: No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes. ¿A dónde conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado (IM, 14-15). Las «relaciones ardientes» —experiencia erótico-mística de la poesía— quedan fuera del alcance de la poeta. Y, por tanto, escribir es igual a «nada decir», a acabar en la esterilidad. La palabra no integra, entonces, sino que conduce a lo «fragmentado». «Yo y el poema» refleja la oposición «yo»/«alejandra» que vimos en «Sólo un nombre», y su naturaleza dual reitera la innata duplicidad del lenguaje. La palabra fracasa asimismo en una segunda misión: la de proteger. Alejandra Pizarnik quisiera hacer del poema una suerte de hortus con-clusus —asociado con la inocencia de la niñez— donde podría sentirse segura. Y la misma materialidad del lenguaje, obstáculo que en otros textos impide el éxtasis poético, paradójicamente daría aquí su solidez al recinto protector. Vivir dentro del poema coincidiría de alguna manera con sobrevivir gracias al poema. Esta doble función de la poesía la señala Pizarnik en otro poema titulado «Origen», esta vez de Las aventuras perdidas, y donde escribe: Pero ¿quién me dará la respuesta jamás usada? Alguna palabra que me ampare del viento, alguna verdad pequeña en que sentarme y desde la cual vivirme alguna frase solamente mía que yo abrace cada noche, en la que me reconozca, en la que me exista (AP, 47). Pese a la duda que encierra su interrogativa del primer verso, la poeta no ha perdido todavía sus esperanzas de un rescate a través del discurso poético. «Reconozca» mantiene su integridad, sin que el frágil vínculo entre sus dos partes se haya roto para dar «re-conozca». El lenguaje aún promete vida y amor. Y promete también un lugar protegido del viento y de sus estragos, un «almo reposo» lejos de toda amenaza. ¿Qué motiva la búsqueda de un refugio? El miedo, como anuncia Pizarnik en un poema tardío: «voy a ocultarme en el lenguaje / y por qué / tengo miedo» (IM, 11). Este deseo de ocultarse en el lenguaje se manifiesta en su poesía a través de las muchas imágenes que hacen de la palabra (y del poema) un recinto o claustro literal. Lo que protege puede ser una «pared», un «jardín», una «casa», una «choza» o un «palacio», según el grado de seguridad o de inseguridad que Pizarnik delate en su relación con el lenguaje. Y la lucha por mantener la integridad del refugio es constante, ya que el poema siempre está a la merced del viento: «Yo hablo cuando se le vuela el tejado a la casa del lenguaje» (PL, 21). Escribir, pues, sería re-construir una precaria realidad poética, precaria porque el lenguaje es incapaz de ofrecer la protección que la poeta busca. Apropiadamente, es «En esta noche, en este mundo» el poema que utiliza Pizarnik para declarar el fracaso del recinto poético como asilo. Al escribir de los «deterioros de las palabras / deshabitando el palacio del lenguaje» (DP, 102), subraya ella que el «palacio del lenguaje», precisamente por estar hecho de palabras, en vez de proteger destruye. Volvemos así a la irrealidad del discurso poético, al poema de la ausencia. La plenitud y la seguridad eluden a Alejandra Pizarnik: No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no es grato. No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. También este poema es posible que sea una trampa, un escenario más (IM, 17). Lejos de ser el lugar de la «resurrección», el recinto poético es una mera tramoya, «un escenario más». E inevitablemente el silencio ofrece la única salida de la trampa lingüística: «No quiero más que un silencio para mí y las que fui, un silencio como una pequeña choza que encuentran en el bosque los niños perdidos» (PL, 51). Batallando sin cesar con un «lenguaje roto a paladas» (IM, 25) y con el proceso de «poco a poco reconstituir el diagrama de la irrealidad» (IM, 25), en sus últimos poemas Alejandra Pizarnik se va rindiendo gradualmente al lenguaje, más poderoso que ella. Y si esto significa dejar que el poema «se escriba como quiera» y reconocer la profunda influencia de un «surrealismo innato», también significa sentirse más escindida y más enajenada que nunca del quehacer poético. A medida que afloran en el poema «elementos de las sombras interiores», un discurso ajeno va imponiendo su voz, de modo que la poeta piensa que no es ella quien controla la palabra: Hablo como en mí se habla. No mi voz obstinada en parecer una voz humana, sino la otra que atestigua que no he cesado de morar en el bosque (PL, 41). La «otra», habitante del bosque y antagonista de la niña inocente refugiada en su choza, es a la vez imagen de un lenguaje poético autónomo. Vemos esta identificación en otro poema, donde la figura de la dama solitaria es una versión más de la moradora del bosque: «Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos» (PL, 21). La enajenación del quehacer poético se manifiesta aquí de modo tajante. Ha perdido su autenticidad —su «exactitud» si se quiere— la voz de la poeta, puesto que las «damas solitarias» se han apoderado del discurso, ahora distante y escuchado como algo aparte. La traición mayor, la definitiva y avasalladora, es entonces la que ocurre hacia el final, cuando en sus últimos poemas Alejandra Pizarnik reconoce la independencia del lenguaje. Dice, por ejemplo, en un largo texto, el que cierra Extracción de la piedra de locura: Escucho mis voces, los coros de los muertos. Atrapada entre las rocas, empotrada en la hendidura de una roca. No soy yo la hablante: es el viento que me hace aletear para que yo crea que estos cánticos del azar que se formulan por obra del movimiento son palabras venidas a mí (PL, 65). Una vez más la poeta se disocia de la empresa poética. Aquí, sin embargo, lo hace más decisivamente, ya que la responsabilidad de la escritura no recae en una «otra» —la que al fin y al cabo sería reflejo de la poeta misma—, sino en un agente impersonal: el viento. La «casa del lenguaje», siempre endeble recinto, ha sido arrasada. Su lugar lo ocupa una pétrea prisión, donde la poeta, paralizada e indefensa, no es más que el instrumento a través del cual expresan su arbitrario decir «las fuerzas del lenguaje». El viento, imagen de destrucción y desamparo, es el verdadero (y único) hablante, y escuchar su voz significa estar cerca de la muerte. Muerte poética, entonces, en vez de una «resurrección» mediante la palabra. Y en vez del «éxtasis», del «lenguaje sin límites», de la «aventura total», una experiencia mínima y despersonalizadora. En Arbol de Diana, libro publicado unos años antes, ya había Pizarnik anticipado su último desengaño al escribir: Días en que una palabra lejana se apodera de mí. Voy por esos días sonámbula y transparente. La hermosa autómata se canta, se encanta, se cuenta casos y cosas: nido de hilos rígidos donde me danzo y me lloro en mis numerosos funerales (AD, 27). Rendirse al lenguaje —abandonarse al fluir de la poesía— sería caer presa en una trampa, en una suerte de telaraña hecha de palabras donde la poeta, reducida a una «hermosa autómata», moriría no una, sino muchas muertes textuales. ¿Es la figura de la «hermosa autómata» una oblicua alusión al supuesto automatismo de la poesía surrealista? Es difícil (y acaso imposible) precisarlo. El lector de Pizarnik, sin embargo, acostumbrado a los juegos de palabras que abundan en su poesía, no puede dejar de hacerse la pregunta. Lo seguro es que el surrealismo y su concepto del discurso poético crean en ella un conflicto. El deseo de escribir «poemas terriblemente exactos» y la atracción de dejar que el poema «se escriba como quiera escribirse» coexisten en fundamental oposición por toda la poesía de Pizarnik. Y a medida que crece en importancia el tema de la palabra poética, se vuelve más y más precario el control que la poeta quisiera ¡tener sobre su medio. Para ella, como hemos visto, escribir con «exactitud» produciría la experiencia trascendente y haría del poema una realidad que no fuera meramente su materialidad textual. Esforzándose por obtener esa imposible fusión entre ser y palabra, Pizarnik termina creyendo en el «fracaso de todo poema». A diferencia de los surrealistas, quienes navegan ayudados por la corriente del lenguaje, ella se obstina en remontarse río arriba, en busca de un origen que la poesía no puede rendirle. A modo de conclusión, quisiera analizar rápidamente uno de los últimos poemas de Alejandra Pizarnik, un poema que complementa a su manera «Sólo un nombre» y que demuestra cuánto ha cambiado la relación entre la poeta y el lenguaje. Inédito hasta la publicación de El deseo de la palabra, aparece allí llevando la fecha 1971 e incluido dentro de una selección de textos con el significativo título de «Aproximaciones». En su totalidad dice: el centro de un poema es otro poema el centro del centro es la ausencia mi sombra es el centro del centro del poema (DP, 170). Con esto Pizarnik acepta como certidumbre lo que había sido profunda sospecha en «Sólo un nombre»: la imposibilidad de fundir ser y palabra. En vez de «exactitud» tenemos aquí una básica ambigüedad, un poema «terriblemente inexacto» que anuncia el triunfo de «las fuerzas del lenguaje». La irrealidad no tiene ni centro ni origen. Si el centro del poema es otro poema, entonces la poesía genera una serie infinita de textos que jamás conducirá a una realidad. Y si el centro de ese centro es una «ausencia», el hecho de que la poeta —apenas una sombra— se «re-conozca» allí corrobora que no hay posibilidad de «resurrección» (o de rescate) en el lenguaje poético. Además, esta «aproximación» es un poema en constante movimiento, un texto que se escribe a sí mismo. La danza de sus distintas partes, incesante e hipnótica, sugiere varias correspondencias: mi sombra es la ausencia del poema, mi sombra es el centro de otro poema, mi sombra es la ausencia de otro poema. Así, entonces, deja Alejandra Pizarnik que el poema «se escriba como quiera escribirse», formando verdaderos «cánticos del azar». Notas: [1] Caso aparte es el de César Vallejo, quien mantuvo un largo silencio tras la violenta experimentación de Trilce. [2] La entrevista fue publicada en la antología de Alejandra Pizarnik que editó Antonio Beneyto con el nombre de El deseo de la palabra (Barcelona: Ocnos, 1975). En su «Epílogo», Benéyto relata la historia de la antología, y lo que dice sobre la colaboración entre Moia y Pizarnik sugiere que la entrevista tuvo lugar a fines de 1971 o a comienzos de 1972, o sea, poco antes de la muerte de la poeta. [3] Al citar directamente de Pizarnik utilizo las siguientes abreviaturas: UI, La última inocencia (1956); AP, Las aventuras perdidas (1958); AD, Arbol de Diana (1962); TN, Los trabajos y las noches (1965); PL, Extracción de la piedra de locura (1968); IM, El infierno musical (1971). Las citas provienen de la primera edición de cada libro, salvo en el caso de los dos primeros, que cito de una reciente reimpresión titulada La última inocencia y las aventuras perdidas (Buenos Aires: Ediciones Botella al Mar, 1976). DP corresponde a El deseo de la palabra. [4] Es difícil precisar cuándo comienza ese ahora. Acaso se refiere a los dos últimos libros de Pizarnik, en los que predominan los largos «poemas en prosa». Y éstos, de hecho, son menos «exactos» que los poemas cortos de los primeros libros, donde cada texto está escrito con rigurosa economía. Las poesías de última época, con sus largas cadenas de imágenes, señalarían un viraje hacia ese «surrealismo innato». [5] «Alejandra Pizarnik: Árbol de Diana (Cuadernos, 90, 1964), p. 90. [6] Isidore Ducasse, Comte de Lautréamont, Oeuvres completes (París: Galli-mard, 1973), p. 28. [7] No tengo espacio aquí para tratar el aspecto psicológico de la oposición poema «terriblemente exacto»/poema que «se escriba como quiera escribirse». Por motivos no del todo claros, la poeta quisiera reprimir el discurso poético de las «sombras interiores», que en muchos textos está signado por la figura de la mujer-loba, antagonista de la muchachita desvalida portadora de la palabra inocente. El desdoblamiento de la persona refleja entonces la ambivalencia frente al «surrealismo innato», ya que rendirse a él significaría el triunfo de la mujer-loba. [8] Agradezco a Ivonne Bordelois la oportunidad de leer esta carta y otros documentos inéditos de Alejandra Pizarnik. |
por Francisco Lasarte
Publicado,
originalmente, en Revista Iberoamericana
Vol. XLIX, Núm. 125, Octubre-Diciembre 1983
Link del texto: http://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/view/3844/4013
Ver, además:
Alejandra Pizarnik en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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