Cuando decimos que
Nicolás Guillén es nuestro Poeta Nacional, hacemos un
justo reconocimiento a la nación y al poeta, en primer
lugar porque su poesía sintetiza y eleva las esencias de
nuestra identidad, concentrando lirismo, sentido de
profundidad, ritmo y carácter, en una extraordinaria
capacidad de comunicación. También, cuando nos limitamos
al lugar común de que nuestro poeta nacional es Nicolás
Guillén, corremos el riesgo de esquematizar su legado,
reduciéndolo a algunos de los aspectos históricamente
valorados de su poesía. Su categoría no proviene de
simpatías ni decretos, sino de una trayectoria
tempranamente demostrada, de un lugar y un nombre
alcanzados antes de que ocurriera el triunfo
revolucionario de 1959, con méritos que se expandieron
más allá del Caribe y del continente americano. “Al ser
intérprete de su nación –escribía Roberto Fernández
Retamar en 1962–, Guillén colabora un poco al menos a
crear esa nación. Es por eso un poeta nacional,
no solo en el sentido que con frecuencia se le da, de
poeta importante para todo el país, sino en el de poeta
que expresa la formación de una nación”.
Del mismo modo, cuando hablamos de Nicolás Guillén como
un renovador de la poesía negrista, del modo en que no
pocos estudiosos lo catalogaron muy tempranamente,
estamos reconociendo un justo mérito, tan raigal, que
aun ofrece aristas poco atendidas por las cuales
podríamos (y deberíamos) acercarnos a su obra, ya sea a
través de estudios o, mejor, desde la más humilde de las
actitudes: disfrutar de su lectura. Sin embargo,
conformarnos con limitar el juicio al tan valioso gesto
de renovación que entraña su poesía, conduce al riesgo
de limitar el carácter revolucionario de su obra a ese
instante de nuestra historia literaria, hecho que ha
ocurrido y ocurre con demasiada frecuencia, la mayoría
de las veces bajo encomiables esfuerzos y buenas
intenciones. El recorrido por esa poesía guilleneana que
deslumbraría a tantos lectores de varias latitudes del
planeta, muestra hasta qué punto la reivindicación de
los comportamientos culturales de la negritud es mucho
más que un gesto de reafirmación y más, también, que una
denuncia de la terrible discriminación sufrida. Lo
confirman libros capitales que se apropian de la década
del 30 del siglo XX
como Motivos de son (1930), Sóngoro
consongo (1931), West Indies LTD (1934) y
Cantos para soldados y sones para turistas
(1937), para ingresar definitivamente en la historia
literaria y social de la nación. En sus poemas vibran
las esencias de una cubanía que se distingue noblemente
de las mejores herencias culturales y, al mismo tiempo,
se resiste a tolerar toda expresión de discriminación,
incluidos los simples y en ocasiones inadvertidos actos
cotidianos que la reproducen.
Valdría la pena destacar, por otra parte, cómo el modo
elegíaco de Nicolás Guillén marca pautas del más alto
vuelo en el ámbito hispanoamericano, y hacerlo mediante
un análisis que trascienda el apunte erudito y el
recorrido entusiasta y merecido. La formidable y
desgarrada Elegía a Jesús Menéndez, colofón de
un conjunto escrito en los diez años que van de 1948 a
1958, lidera una vanguardia más amplia de elegías que a
veces se engavetan y sustraen, rindiendo exclusivo
tributo a la mayor de las hermanas.
Hay que agregar a todo esto que el vuelo popular de la
poesía de Nicolás Guillén resumió, singular y
magistralmente, el canto épico y la voluntad más
inmediata del pueblo; es un acto de meridiana justicia,
pues sus poemas calaron tan hondo en el sentir de una
nación en lucha por sacudirse de los siglos de oprobio,
que ha sido imposible vislumbrar ejemplos que lo
continúen con dignidad renovadora. No obstante, una vez
más asoma el riesgo de esquematizar la savia de esa
poesía que hoy recordamos y releemos, asignatura
pendiente para la inmensa mayoría de nuestros jóvenes,
poetas y no poetas, escritores o simples lectores que o
bien se acercan blindados de prejuicios a la obra
descomunal del camagüeyano o simplemente la estigmatizan
sin apenas conocerla.
Las esencias tempranamente anunciadas por Guillén, que
renovaron formas del género más antiguo y cultivado de
la creación literaria, la poesía, y reivindicaron
dignidades humanas sin renunciar a la ironía folclórica,
se revitalizan a partir de las nuevas circunstancias
sociales, dando fe de que es difícil imaginar la
existencia de la poesía fuera de los sucesos que hacen
sufrir y reír al ser humano. El legado guilleneano que
pasa por poemas como “Tengo”, “Che Guevara”, “Vine en un
barco negrero”, o “Che, Comandante”, entre tantos, es un
reto vigente en nuestra lírica y, acaso, un reclamo al
que muy escasos poetas consiguen acercarse con la
dignidad necesaria.
Fernández Retamar resaltaba su capacidad de
interlocución con los más diversos sectores de público y
lo incluía sin dudar “en esa exigua familia (entre cuyas
cabezas hay una con sombrero hongo, la de Charles
Chaplin). (…) Así como del cine salen encantados de la
vida, de ver La quimera del oro o Tiempos
modernos, tanto el semianalfabeto como el políglota
deslenguado, así la poesía de Guillén estremece al que,
casi sin poder leerla, la escucha de labios que saben
darle su poderosa vida rítmica, y al que entra en ella
lleno de artes y malicias, y siente los matices de las
vocales justas, la ráfaga del misterio”.
Si además condescendemos en reproducir acríticamente la
falsa visión de revolucionario complaciente que algunos
se han empeñado en propalar, olvidamos su profunda,
sintética y simpática poesía epigramática, así como la
constante ironía de la que diera muestras desde sus
inicios y hasta sus últimas creaciones. No hay un
Guillén solemne sin ese otro Guillén de deliciosa
picardía criolla, sin esa sátira que nos divierte y nos
reta a la par de su épica. Dejar de colocar en un escaño
menor su mal llamada poesía menor, es otra ingente
misión que nos aguarda.
Cuando se asume la idea de que la expresión lírica,
amorosa, de Nicolás Guillén, se reduce a un grupo de
poemas de ocasión, salpicados a través de su obra y de
su vida, se reproduce, en otra dimensión, aunque a la
postre con similares resultados, el injusto error que lo
ha asediado. Como poeta capaz de incursionar en muy
disímiles registros, supo acudir a la lírica con
magistrales piezas, nada ocasionales, vivas tanto en su
contexto base como en su proyección de futuro. Y es que
Guillén, sin dejar de ser personal, logra ser profundo y
al mismo tiempo universal.
Por último, cuando hablamos de Nicolás Guillén como un
gran poeta, sin dejar de ser justos, corremos el riesgo
de limitar el más amplio sentido de su condición: la de
revolucionario cabal y a toda prueba, desde su muy
temprana juventud y hasta el final de los días de su
vida, mérito inseparable de aquella lucidez suya de
articular, al decir de Juan Marinello, “un modo nuevo,
inusitado, de poesía revolucionaria”.
En Guillén, como en Martí, resulta imposible aislar
ambas condiciones, no solo desde una perspectiva
exterior, de observador erudito, neutral, sino desde la
esencia misma de su verso, mucho menos en días intensos
como estos, en que tanto se le ha evocado a propósito de
IX Congreso de esa misma UNEAC que fundara y presidiera
durante 25 años.
La asignatura pendiente que nos deja la obra de Guillén,
nuestro Poeta Nacional, demiurgo de la cubanía y el
verso, va más allá de los imprescindibles estudios e
investigaciones. Necesitamos, al cursarla, superar tanta
lectura de paso, tanto planteo esquemático, tanta
preceptiva colgada de las efemérides. Solo así haremos
que vuelva su poesía a los lectores y lectoras de hoy,
en la misma cuerda vital con que fuera concebida y con
todas sus esencias intactas, vencedoras del tiempo y las
feroces e injustas campañas de que han sido objeto.
Notas
Roberto Fernández Retamar:
“Guillén en la poesía contemporánea cubana” en: El son de vuelo
popular, Editorial Letras Cubanas, La Habana, , 1979, p. 27.
Ob. Cit., p. 30.
Ob. Cit., p. 18. |