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La risa: sensible inteligencia |
Cuando una persona ha conseguido reír, por breve que sea la manifestación, ha demostrado una capacidad de inteligencia que le permite diferenciarse del medio natural en que se encuentra. Aunque es posible reír por un estímulo, como el de las cosquillas o por consecuencia del delirio mental, la risa entraña un proceso intelectivo que permite al riente distanciarse (a la manera brechtiana) del objeto de su hilaridad, y connota (en uso de lo que Ferdinand de Saussure reconoce como análisis subjetivo) una expresión del placer de sentir la inteligencia. Aun cuando alguien deje brotar su hilaridad al descubrir que ha caído un semejante, lesionándose incluso, o ante |
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expresiones soeces o maneras obscenas, ese golpe de risa se enmarcará dentro de codificaciones que permitan la acción de los sentidos. Reír es síntoma de que la mente ha cumplido su función superior de evaluar elementos asociados en la entidad que constituye el signo, incluso cuando el riente no pasa de un estatus de cultura precaria, deficiente. Es una afirmación que desdice el precepto general que la cultura civilizatoria inscribe en sus dominios más firmes y que, en el mejor de los casos, sería aceptada a partir de numerosas excepciones, con tal avalancha de reservas, que la harían a ella misma la excepción. Pero esa tesis contiene el epistema básico en que la teoría que pretendo exponer se fundamenta; de ahí que asuma desde inicio el riesgo del prejuicio al que reta: para que el curso expositivo sea convocado a debate en la lectura misma. Un niño ríe cuando el payaso no advierte la ausencia de la silla y va con su trasero al piso. ¿Piensa cada inocente, por ejemplo, que todo rango social puede venirse abajo y sucumbir en el ridículo ante la broma más elemental? ¿Disfruta, por el contrario, de la crueldad que vapulea a esa persona a tal grado extravagante? Aunque la lógica sugiera responder de manera negativa a la primera pregunta, en gran medida la risa de los niños brota de la destrucción de los rangos sociales y ante la descomposición de la manera elemental como se les ha presentado el mundo. Ellos, aún, no han adquirido las normas civilizatorias que habrán de regular sus vidas, y sienten, en esencia, la libertad del hallazgo de un mundo más propicio al azar inclemente, natural en su constante irreverencia. El proceso intelectivo no es, como con tanta frecuencia se ha afirmado, diferente. Esto nos llevaría a responder en dirección negativa a la segunda pregunta, concepto que también se ha extendido en la cultura occidental a partir del psicoanálisis. Esa crueldad, de la que tanto se les acusa, carece de sentido si se tiene en cuenta la elemental ausencia de un conocimiento del sentimiento cruel en la infancia y, además, la natural ignorancia de las consecuencias reales (las lesiones clínicamente definidas) que carga alguien que recibe un golpe, un pastelazo, o una caída. Sucesos semejantes, con su arrastre primario de crueles resultados, carecen de la experiencia que pueda hacerlos pertinentes para el niño. Ese adulto, más cercano a ellos mismos en tanto la profusión de colores y la deformación del rostro les resulta atractivo, tentador, lejano del otro adulto formal que lo educa en familia y en colegio, en establecimientos y visitas, ese adulto que cae, representa un accidente que quiebra el transcurso normal de la conducta. Cuando este ejercicio de actuación se lleva a cabo en un escenario participativo, con niños de edades tempranas a los que se les integra como algo más que espectador pasivo, su reacción suele orientarse a experimentar en sí mismos la caída. Si lo hacen sin dolor, repetirán la acción, seguros de que no hallar un asiento en el lugar que debía estar, de acuerdo con las normas que en los adultos observan diariamente, es algo a un tiempo gracioso y divertido. Recuérdese además que es una costumbre familiar —anclada en la historia— hacer que los pequeños que centran la atención de la casa pronuncien frases cuyo significado —de implicaciones pícaras casi siempre— desconocen para reír a partir de su inocencia. Ese niño reconoce que el adulto se ríe al escucharlo repetir la frase, sin comprender el por qué hasta que él mismo adquiere la experiencia, cognoscitiva siquiera, que le permite arribar a la revelación necesaria de los significados. Puesto que el ser humano se comprende a sí mismo como un ente en posesión del equilibrio, capaz de sentarse, escalar, avanzar, retroceder..., siempre en un ciclo de perfecta sintaxis, una caída, un golpe, un chorro de agua oculto, cualquier eventualidad que esté fuera de esa norma sintáctica preestablecida, puede llevar a risa. Los llamados “tablazos” que el televidente común tanto disfruta, se componen de ese único recurso: alguien que inesperadamente cae, es golpeado, o deja ver las “partes púdicas” del cuerpo. Es el orden primigenio de lo cómico, el que nos llama a detenernos en la esencia elemental del signo para reconocer después su saga de estructuraciones, su inserción en los diversos procesos que la cultura le va poniendo en marcha. Del mismo modo, por crudo que parezca a los puristas del género, se estructura el sentimiento trágico. Un pensamiento, un proceso intelectivo, conduce al sufrimiento después de que el suceso accidental quebró esa sintaxis esencial que el ser humano ha creído en equilibrio, sin peligro del giro a lo fatal. Si el resultado es la muerte, la mutilación o la pérdida absoluta de la semejanza, estamos en presencia de lo trágico. El suspenso de Hitchcock, basado en la acumulación de segmentos de información que prefiguran el peligro al mismo tiempo que arrastran la posibilidad de que no se produzca el desenlace infausto, alterna, aunque con maestría vertiginosa, cada uno de los niveles de la circunstancia en el espectador, manipulando en espesor la sucesión del tiempo, para que el sentimiento trágico domine el campo de la acción comunicativa. En esos casos, el proceso intelectivo responde acopiando lo grave del sentido, supeditando el enunciado al peligro de verse en la secuencia amarga. Cualquiera de estos resultados extremos puede estar, si bajo el estatuto necesario se presenta, en el final de lo cómico. La muerte es muchas veces una metáfora cómica; la mutilación sigue siendo objeto de risa y asimismo la condena a la desemejanza. La introducción de un elemento simple en la propia cadena de suspenso puede dejar en chiste el resultado. Lo ha hecho con frecuencia la comedia que la industria del cine ha puesto en uso y también la comedia que pretende conservar la dignidad de autor. Charlot, el vagabundo, en lugar de sacudir la silla en la que va a sentarse, palmea en su propio trasero para remover el polvo. La inversión de funciones se mezcla con el patético estado del personaje, cuya ruina lo coloca en situación inferior a la del objeto del que debe servirse. Reímos, y casi en el momento entendemos la tragedia. Por tanto, si se estructuran en líneas semejantes de comunicación la expresión de lo cómico y lo trágico, se impone indagar en algo más que el sentimiento y la sorpresa en la intención de definir cuándo estaremos en el terreno de la risa y cuándo no. El mecanismo comunicativo que en risa desemboca, muestra mucho menos de lo que de fondo lleva; se presenta espontáneo para cubrir su larga dosis de elaboración. Continuar afirmando, de acuerdo con la tradición aristotélico-bergsoniana, que el resultado se afianza en los grados de implicación afectiva, la cual determinaría si reír o no ante un suceso que quiebre la sintaxis natural de la conducta, sería perder el párrafo, pues lo trágico no deja de serlo aunque el receptor lo asimile fríamente ni lo cómico se transforma en solemne cada vez que el receptor detecta lazos afectivos en los sujetos sometidos al destino accidental. Cuando la carga de suspenso se detiene en un hecho que no impulsa la trama, como sucede en tantos filmes “de terror”, no conduce a reír precisamente (aunque no pocos críticos optemos por la carcajada de burla), sino a una decepción por parte del espectador que se siente estafado de inmediato. Si un receptor específico no ríe ante el suceso cómico porque lo asisten lazos afectivos, es decir, porque su implicación personal se superpuso al instante de aprehensión simultánea de los significantes, lo cómico, lejos de diluirse, adquiere nuevas dimensiones que en estos tiempos llamamos de mal gusto. Una broma, aunque de pésimo gusto, una broma será. Su eficacia no depende de su condición misma, sino de puros recursos creativos, del manejo que se haga de las eventualidades del código en la eficiencia comunicativa. No es eventual, por ello, que la primera reacción de las personas sea calificar de malo —tacharlo, desacreditarlo, mancharlo— un chiste en el que se ven reflejados negativamente. Ni tampoco casual que la censura se halle casi absolutamente vinculada a la implicación afectiva que, según se ha repetido desde Aristóteles (aunque citando a Bergson), determina los grados verdaderos de la comicidad. Como la imagen del YO, proyectada en sus síntomas naturales de egolatría, se significa antes que la imagen refractada en el chiste en la persona implicada, no lo considera incluso un chiste, pues queda incapacitado para recibir en su función semiótica los mecanismos de lo cómico. Digamos de momento, como recurso imprescindible antes de emprender las semiotizaciones con que desmontaremos el fenómeno, que en la función de obtener la condición precisamente cómica, su estructura demanda la ruptura de una sintaxis previamente coordinada por los convencionalismos referentes del código, mientras que, en su sentido, depende de la distancia analítica que medie entre la actitud risible y los valores convencionales de quien ríe. Ello se consigue en un estricto análisis subjetivo, puesto que es muy poco probable que alguien logre reír después del tortuoso proceso del razonamiento hecho a conciencia. Las actitudes cristalizadas de determinado grupo social, habituales en el interior del grupo, pueden resultar risibles para otra comunidad cuyas sanciones sean esencialmente diferentes. De igual modo, semejantes diferencias, al manifestarse sobre el trato permanente, pudieran aparecer como ofensivas. Estructura y sentido, aunque aportan el punto de partida, no completan el cuadro que debe permitirnos definir las instancias de lo cómico. Es necesario implicar a la cultura, en amplio concepto y enunciado estrecho, para aprehender sus mecanismos. La risa, además, se erige en el valor de los significados; connota un reclamo de superioridad del individuo a favor del proceso civilizatorio que ha conformado su personalidad y por encima de actitudes que siente como ajenas. Es algo que arrastramos en bloque, como un regalo que preferimos dejar en su preciosa envoltura, y que merece un análisis que no tema al horror de errar el tiro ni a la fatiga de auscultar en la estructura interior de su semiosis. |
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com
Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ - 13 de julio de 2007
http://www.cubaliteraria.cu/articuloc.php?idarticulo=9866&idcolumna=29
Autorizado por el autor
Nota del editor de Letras Uruguay: Los textos elaborados por prestigiosos escritores, periodista cultural, en este caso, permiten adosarle otros materiales para mayor conocimiento de la figura tratada. En esta oportunidad es un video y una imagen, disponibles, de tiempo atrás, en la web. Twitter del editor de Letras Uruguay: @echinope
El cerebro feliz - La risa y el sentido del humor y las diferencias de sexo.Publicado el 13 nov. 2013
La risa es una actividad y un método
de relación interpersonal muy saludable. Existen multitud de
estructuras en nuestro cerebro que intervienen a la hora de entender
un chiste. Las tres capas de nuestro cerebro son fundamentales en la
comprensión que lleva desde la percepción a la integración lógica de
la historia para entresacar la parte absurda que es la que nos
provoca la risa. Además es necesaria la memoria a corto plazo así
como las emociones. |
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