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La huella de Tersites
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Tersites es el más feo de todos los aqueos que fueron a la conquista de Troya. Bizco, cojo, de hombros corcovados que se contraían sobre el pecho, de cabeza puntiaguda y rala cabellera, tal y como se describe en el Canto II, durante su única aparición en la Ilíada. Era, sin más, la perfecta imagen del otro para la belleza homérica. Y principalmente, Tersites no tenía linaje que ofrecer a ese poema en el que el número de reyes apabulla a los escasos soldados descritos. Poseía, además, una virtud que Homero clasifica como deficiente, del mismo modo en que una zona de la estética reduce lo vulgar y lo feo a categorías negativas: no ponía freno a la lengua, alborotaba, daba estridentes voces, zahería, aborrecía en especial, a Aquiles y a Odisea. Era, en un término bastante general, grotesco.

Lo grotesco no es solo una categoría de la estética —no precisamente negativa—, sino también un elemento de la condición humana, una categoría de interacción cultural.

“¡Oh cobardes, hombres sin dignidad —increpa Tersites a Agamenón y a los invasores todos, sus compañeros, después de nueve años de batalla infructuosa—, aqueas más bien que aqueos! Volvamos en las naves a la patria y dejémosle aquí, en Troya, para que devore el botín y sepa si le sirve o no nuestra ayuda.”

Lo curioso es que toda su andanada está centrada en la defensa de los derechos de Aquiles, a quien llama, comparándolo con Agamenón, “varón muy superior” a pesar de que lo aborrecía, según el propio Homero apunta.

“¡Tersites parlero! —le responderá Odiseo—. Aunque seas orador fecundo, calla y no quieras tú  disputar con los reyes.”

Tersites ha defendido los derechos de Aquiles, pero no lo ha convocado para su defensa. Él, y únicamente él, sostiene sus opiniones, sus deseos: el regreso a la patria, abandonar una guerra que solo a los reyes —quienes subvaloran a sus súbditos y servidores— trae riquezas y glorias. Odiseo ha reconocido, en principio, su capacidad de orador fecundo, aunque enseguida va a decirle: 

No creo que haya un hombre peor que tú entre cuantos han venido a Ilión con los Atridas. Por tanto, no tomes en boca de los reyes, ni los injuries ni pienses en el regreso. No sabemos aún, con certeza, cómo esto acabará y si la vuelta de los aqueos será feliz o desgraciada. Mas tú denuestas al atrida Agamenón, porque los héroes dánaos le dan muchas cosas; por esto lo zahiere. 

Así ha hablado, con locuacidad idéntica a la del narrador que va llevando el curso de la historia sobre sus intereses.

Odiseo pronuncia entonces una amenaza cruel, que será secundada con un adelanto de su posible cumplimiento y celebrada por una voz anónima que se hace eco del sentimiento de fidelidad sin identidad al poder. Esta es, pues, la continuación del discurso del divino Odiseo: 

Lo que voy a decir se cumplirá: si vuelvo a encontrarte delirando como ahora, no conserve Odiseo la cabeza sobre los hombros, ni sea llamado padre de Telémaco, si no te echo mano, te despojo del vestido (el manto y la túnica que cubren tus partes verendas) y te envío lloroso del ágora a las veleras naves después de castigarte con afrentosos azotes.

El golpe que Tersites recibirá, un instante después de esta amenaza, lo hará callarse, turbado y dolorido ante el divino que lo superaba en todas las condiciones naturales. Tersites se sentará, mirará a todos con expresión de simple, y se enjugará una lágrima para desaparecer, después, de la atención de Homero.

Sobre sus múltiples deformaciones se imprimirá una más: el cardenal que dará pie a la risa, a la burla; la magulladura que lo hará regresar a su condición de simple. Pero, ¿cómo Tersites, orador irremediable, agudo en sus criterios y arraigado a su patria, transmitió a sus iguales el suceso, fuera ya de toda rienda homérica? Eso, desde luego, escapa a toda norma homérica. Lo popular. El pueblo. Tersites no tiene derecho a gozar de autoridad. Aunque sea cierta, su palabra no vale ante el linaje. Sin embargo, no debió callarse para siempre, sino que, sobre todo en los ratos en que bebía, debió dejar su huella anónima en la memoria y el pensamiento de sus iguales. La visión de los guerreros ha sido tradicionalmente descartada, por hallarla fantasiosa, por exagerar las hazañas y el poderío del enemigo, es decir, por cumplir los mismos requisitos del poema homérico, aunque el lenguaje no sea el mismo, desde luego. Lo que esos hombres “simples” transmitieron no era un sucedáneo de esa lucha, sino su vivencia directa ante el peligro y las heridas, su propia interpretación, su punto de vista. La escisión que practica la cultura no recoge, aun así, la huella de Tersites. Ella es anónima: simple, deforme, grotesca. Un Otro marginado, escamoteado y preterido.

Y no es baldío, de simple excursus, este pasaje de la Ilíada, cuando necesitamos acercarnos al estatuto popular, desde el punto de vista de la interacción entre dominadores y dominados.

El tema de las culturas populares quedó en manos de una antropología y una etnología que no siempre emplearon los instrumentos y los métodos más eficaces, para llegar a resultados científicos que nutrieran el resto de las ciencias. Los sociólogos no lograron que sus proposiciones situaran al pueblo, a la expresión básicamente popular, en un lugar determinante dentro de la sociedad. La masa era una especie de quimera feroz e incontenible cuyos mecanismos se centran en la fácil manipulación de sus instintos y actitudes. O, en otros casos, una suerte de dragón aislado que protegía el tesoro de su cultura con una férrea vigilancia a la entrada de su cueva. Esto, cuando no apareciera como el caos florido de saltimbanquis y juglares venidos a menos solo dispuestos a robar y destruir.

El mundo latinoamericano, sometido y recompuesto a partir de los modelos expansivos europeos, está particularmente agobiado por esos ejercicios de dominación. “Los pueblos europeos pudieron protagonizar la historia moderna —explica Darcy Ribeiro en Las Américas y la Civilización— como sus agentes civilizadores debido a que, al anticiparse a las dos revoluciones tecnológicas —la mercantil y la Industrial— se colocaron al frente de nuevas etapas de la evolución sociocultural”
[1].
 
Las proyecciones expansionistas íbera y rusa crean las bases para la primera civilización mundial. La traslación del logos, a partir de una tecnología productiva limitada no solo por la distancia entre el lugar de origen y el de operación y puesta en marcha, sino por las mismas características propias de la geografía, la topografía y el clima -línea rectora del proceso de dominación-, actualiza el choque entre civilización y barbarie. Pero esos modeladores de la primera vía de ruptura con el feudalismo europeo y de transición al capitalismo mercantil, según Ribeiro, “no consiguieron estructurarse según la formación sociocultural que les hubiera correspondido”
[2]. Tanto el pueblo ibérico como el ruso regresarían, con la cristalización en algunas ciudades en que parecía emergente la Revolución Industrial, a la condición de pueblos dependientes y atrasados. El fanatismo salvador íbero costeaba a países ajenos con las riquezas extraídas y empobrecía su propio sistema de producción artesanal, del mismo modo que el sistema mercantil con la explosión de moros y judíos. Pero, ese portador del poder y del sometimiento de una cultura ajena, ¿quién era, Agamenón, o Tersites?

La derivación simbólica del poder y la dominación con una élite cultural responde a una especie de traducción literal de lo social en la cultura, y no resuelve el problema del análisis de lo popular. La orientalización de Alejandro Magno es el mejor ejemplo histórico de estas relaciones, cuando no queramos enfrentar todo el arsenal de la tradición griega que pasa hacia la roma imperial, a los libros de la Biblia. Pero estaríamos hablando, siempre, de cuestiones de poder por la conquista, donde los conquistados perderían su estratificación propia. Entre dominadores y dominados se establecen relaciones sociopolíticas férreas, rígidas e inmediatas, mientras que las relaciones socioculturales, gracias a que es obligatorio el acto inmediato de reconocimiento del otro, son más flexibles y más lentas. Entre ellas media la necesidad de crear codificaciones que permitan una comunicación imprescindible.

Al despliegue militar sigue la aplicación tecnológica. Uno es raudo, sintagmático, sistema y discurso de conquista y sometimiento; la otra es calma, pausada, parcial, paradigmática, civilizatoria. Aquel se expande en cuanto la resistencia directa cede; ésta se halla obligada a lidiar con una resistencia indirecta en la que entran en juego mecanismos de tradición junto a los de identidad y autentificación. Ambas son, no obstante, móviles de la formación de las culturas. En la interioridad de sus sistemas se transforman las bases que erigen la cultura. Lo popular, en la conquista, viaja a la par, y no pocas veces a la avanzada, de la élite. En la aplicación tecnológica, la población, los sectores masivos, son los primeros en chocar con las renovaciones, aunque no esté nunca a su alcance la orden para sus usos. Pero son ellos quienes reciben los adelantos cual un sistema sígnico complejo, de comunicación simbólica. Genéricamente, esa imperiosidad lleva a una codificación fantástica, puesto que el hecho mismo de hacer la renovación la obliga a existir, en principio, y no durante poco tiempo, en el imaginario. Baste saber cuánto nos deslumbra y cuánto conmuta nuestra imaginación la realidad virtual. También ante ella se levanta una resistencia indirecta y también ella debe crecerse recomponiendo no solo sus proposiciones básicas y genéricas, sino también su posibilidad de actuar como auxiliar de otros sistemas genéricos. Su entrada a la cultura la obliga a formar parte de un metasistema, donde sus posibilidades dialógicas serán puestas a prueba e, incluso, sometidas, hasta que dejen su huella en una nueva tradición.

A partir de la aplicación tecnológica que sucede a los adelantos militares, recomienza el proceso de modelación de la cultura, vista, debo aclararlo, en su sentido cíclico y no en su larga duración. La interrelación dialéctica entre los aparatos de significación puestos en acción incide en los viejos paradigmas, para reformularlos. La necesidad de hallar códigos comunes que faciliten la operatividad de la significación enfrenta la identidad del dominador con la identidad del dominado. El dominador se impone buscando una aculturación, pero el dominado no puede evitar su tradición, su arraigo auténtico, así que ante la imperiosidad de asimilar los códigos impuestos, los sincretiza. Ello le permite hacer funcionar de diversas maneras, con infinitas intenciones y en múltiples variantes, sus aplicaciones y sus interpretaciones.

En el principio, será lo fantástico: los dioses o los enviados de los dioses que llegan por el mar, que resurgen con sus figuraciones heroicas, fantásticas, discriminadas por el logos rector que instituye el resultado estético. Después, y casi por completo al margen de lo instituido, será la risa, la parodia. Por último, el castigo.

Notas:

[1] Darcy Ribeiro: Las Américas y la Civilización, Casa de las Américas, La Habana, 1992, p. 37.

[2] Ob. cit., p. 40

Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ - 2 de agosto de 2012

Link: http://www.cubaliteraria.cu/articuloc.php?idarticulo=14968&idcolumna=29

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