Tersites es el más feo de todos los aqueos
que fueron a la conquista de Troya. Bizco, cojo, de hombros corcovados
que se contraían sobre el pecho, de cabeza puntiaguda y rala cabellera,
tal y como se describe en el Canto II, durante su única aparición en la
Ilíada. Era, sin más, la perfecta imagen del otro para la
belleza homérica. Y principalmente, Tersites no tenía linaje que ofrecer
a ese poema en el que el número de reyes apabulla a los escasos soldados
descritos. Poseía, además, una virtud que Homero clasifica como
deficiente, del mismo modo en que una zona de la estética reduce lo
vulgar y lo feo a categorías negativas: no ponía freno a la lengua,
alborotaba, daba estridentes voces, zahería, aborrecía en especial, a
Aquiles y a Odisea. Era, en un término bastante general, grotesco.
Lo grotesco no es solo una categoría de la estética —no precisamente
negativa—, sino también un elemento de la condición humana, una
categoría de interacción cultural.
“¡Oh cobardes, hombres sin dignidad —increpa Tersites a Agamenón y a los
invasores todos, sus compañeros, después de nueve años de batalla
infructuosa—, aqueas más bien que aqueos! Volvamos en las naves a la
patria y dejémosle aquí, en Troya, para que devore el botín y sepa si le
sirve o no nuestra ayuda.”
Lo curioso es que toda su andanada está centrada en la defensa de los
derechos de Aquiles, a quien llama, comparándolo con Agamenón, “varón
muy superior” a pesar de que lo aborrecía, según el propio Homero
apunta.
“¡Tersites parlero! —le responderá Odiseo—. Aunque seas orador fecundo,
calla y no quieras tú disputar con los reyes.”
Tersites ha defendido los derechos de
Aquiles, pero no lo ha convocado para su defensa. Él, y únicamente él,
sostiene sus opiniones, sus deseos: el regreso a la patria, abandonar
una guerra que solo a los reyes —quienes subvaloran a sus súbditos y
servidores— trae riquezas y glorias. Odiseo ha reconocido, en principio,
su capacidad de orador fecundo, aunque enseguida va a decirle:
No creo que haya un hombre peor que tú
entre cuantos han venido a Ilión con los Atridas. Por tanto, no tomes en
boca de los reyes, ni los injuries ni pienses en el regreso. No sabemos
aún, con certeza, cómo esto acabará y si la vuelta de los aqueos será
feliz o desgraciada. Mas tú denuestas al atrida Agamenón, porque los
héroes dánaos le dan muchas cosas; por esto lo zahiere.
Así ha hablado, con locuacidad idéntica a
la del narrador que va llevando el curso de la historia sobre sus
intereses.
Odiseo pronuncia entonces una amenaza
cruel, que será secundada con un adelanto de su posible cumplimiento y
celebrada por una voz anónima que se hace eco del sentimiento de
fidelidad sin identidad al poder. Esta es, pues, la continuación del
discurso del divino Odiseo:
Lo que voy a decir se cumplirá: si vuelvo
a encontrarte delirando como ahora, no conserve Odiseo la cabeza sobre
los hombros, ni sea llamado padre de Telémaco, si no te echo mano, te
despojo del vestido (el manto y la túnica que cubren tus partes verendas)
y te envío lloroso del ágora a las veleras naves después de castigarte
con afrentosos azotes.
El golpe que Tersites recibirá, un
instante después de esta amenaza, lo hará callarse, turbado y dolorido
ante el divino que lo superaba en todas las condiciones naturales.
Tersites se sentará, mirará a todos con expresión de simple, y se
enjugará una lágrima para desaparecer, después, de la atención de
Homero.
Sobre sus múltiples deformaciones se imprimirá una más: el cardenal que
dará pie a la risa, a la burla; la magulladura que lo hará regresar a su
condición de simple. Pero, ¿cómo Tersites, orador irremediable, agudo en
sus criterios y arraigado a su patria, transmitió a sus iguales el
suceso, fuera ya de toda rienda homérica? Eso, desde luego, escapa a
toda norma homérica. Lo popular. El pueblo. Tersites no tiene derecho a
gozar de autoridad. Aunque sea cierta, su palabra no vale ante el
linaje. Sin embargo, no debió callarse para siempre, sino que, sobre
todo en los ratos en que bebía, debió dejar su huella anónima en la
memoria y el pensamiento de sus iguales. La visión de los guerreros ha
sido tradicionalmente descartada, por hallarla fantasiosa, por exagerar
las hazañas y el poderío del enemigo, es decir, por cumplir los mismos
requisitos del poema homérico, aunque el lenguaje no sea el mismo, desde
luego. Lo que esos hombres “simples” transmitieron no era un sucedáneo
de esa lucha, sino su vivencia directa ante el peligro y las heridas, su
propia interpretación, su punto de vista. La escisión que practica la
cultura no recoge, aun así, la huella de Tersites. Ella es anónima:
simple, deforme, grotesca. Un Otro marginado, escamoteado
y preterido.
Y no es baldío, de simple excursus, este pasaje de la
Ilíada, cuando necesitamos acercarnos al estatuto popular, desde el
punto de vista de la interacción entre dominadores y dominados.
El tema de las culturas populares quedó en manos de una antropología y
una etnología que no siempre emplearon los instrumentos y los métodos
más eficaces, para llegar a resultados científicos que nutrieran el
resto de las ciencias. Los sociólogos no lograron que sus proposiciones
situaran al pueblo, a la expresión básicamente popular, en un lugar
determinante dentro de la sociedad. La masa era una especie de quimera
feroz e incontenible cuyos mecanismos se centran en la fácil
manipulación de sus instintos y actitudes. O, en otros casos, una suerte
de dragón aislado que protegía el tesoro de su cultura con una férrea
vigilancia a la entrada de su cueva. Esto, cuando no apareciera como el
caos florido de saltimbanquis y juglares venidos a menos solo dispuestos
a robar y destruir.
El mundo latinoamericano, sometido y recompuesto a partir de los modelos
expansivos europeos, está particularmente agobiado por esos ejercicios
de dominación. “Los pueblos europeos pudieron protagonizar la historia
moderna —explica Darcy Ribeiro en Las Américas y la Civilización—
como sus agentes civilizadores debido a que, al anticiparse a las dos
revoluciones tecnológicas —la mercantil y la Industrial— se colocaron al
frente de nuevas etapas de la evolución sociocultural”.
Las proyecciones expansionistas íbera y rusa crean las bases para la
primera civilización mundial. La traslación del logos, a partir de una
tecnología productiva limitada no solo por la distancia entre el lugar
de origen y el de operación y puesta en marcha, sino por las mismas
características propias de la geografía, la topografía y el clima -línea
rectora del proceso de dominación-, actualiza el choque entre
civilización y barbarie. Pero esos modeladores de la primera vía de
ruptura con el feudalismo europeo y de transición al capitalismo
mercantil, según Ribeiro, “no consiguieron estructurarse según la
formación sociocultural que les hubiera correspondido”.
Tanto el pueblo ibérico como el ruso regresarían, con la cristalización
en algunas ciudades en que parecía emergente la Revolución Industrial, a
la condición de pueblos dependientes y atrasados. El fanatismo salvador
íbero costeaba a países ajenos con las riquezas extraídas y empobrecía
su propio sistema de producción artesanal, del mismo modo que el sistema
mercantil con la explosión de moros y judíos. Pero, ese portador del
poder y del sometimiento de una cultura ajena, ¿quién era, Agamenón, o
Tersites?
La derivación simbólica del poder y la dominación con una élite cultural
responde a una especie de traducción literal de lo social en la cultura,
y no resuelve el problema del análisis de lo popular. La orientalización
de Alejandro Magno es el mejor ejemplo histórico de estas relaciones,
cuando no queramos enfrentar todo el arsenal de la tradición griega que
pasa hacia la roma imperial, a los libros de la Biblia. Pero estaríamos
hablando, siempre, de cuestiones de poder por la conquista, donde los
conquistados perderían su estratificación propia. Entre dominadores y
dominados se establecen relaciones sociopolíticas férreas, rígidas e
inmediatas, mientras que las relaciones socioculturales, gracias a que
es obligatorio el acto inmediato de reconocimiento del otro, son más
flexibles y más lentas. Entre ellas media la necesidad de crear
codificaciones que permitan una comunicación imprescindible.
Al despliegue militar sigue la aplicación tecnológica. Uno es raudo,
sintagmático, sistema y discurso de conquista y sometimiento; la otra es
calma, pausada, parcial, paradigmática, civilizatoria. Aquel se expande
en cuanto la resistencia directa cede; ésta se halla obligada a lidiar
con una resistencia indirecta en la que entran en juego mecanismos de
tradición junto a los de identidad y autentificación. Ambas son, no
obstante, móviles de la formación de las culturas. En la interioridad de
sus sistemas se transforman las bases que erigen la cultura. Lo popular,
en la conquista, viaja a la par, y no pocas veces a la avanzada, de la
élite. En la aplicación tecnológica, la población, los sectores masivos,
son los primeros en chocar con las renovaciones, aunque no esté nunca a
su alcance la orden para sus usos. Pero son ellos quienes reciben los
adelantos cual un sistema sígnico complejo, de comunicación simbólica.
Genéricamente, esa imperiosidad lleva a una codificación fantástica,
puesto que el hecho mismo de hacer la renovación la obliga a existir, en
principio, y no durante poco tiempo, en el imaginario. Baste saber
cuánto nos deslumbra y cuánto conmuta nuestra imaginación la realidad
virtual. También ante ella se levanta una resistencia indirecta y
también ella debe crecerse recomponiendo no solo sus proposiciones
básicas y genéricas, sino también su posibilidad de actuar como auxiliar
de otros sistemas genéricos. Su entrada a la cultura la obliga a formar
parte de un metasistema, donde sus posibilidades dialógicas serán
puestas a prueba e, incluso, sometidas, hasta que dejen su huella en una
nueva tradición.
A partir de la aplicación tecnológica que sucede a los adelantos
militares, recomienza el proceso de modelación de la cultura, vista,
debo aclararlo, en su sentido cíclico y no en su larga duración. La
interrelación dialéctica entre los aparatos de significación puestos en
acción incide en los viejos paradigmas, para reformularlos. La necesidad
de hallar códigos comunes que faciliten la operatividad de la
significación enfrenta la identidad del dominador con la identidad del
dominado. El dominador se impone buscando una aculturación, pero el
dominado no puede evitar su tradición, su arraigo auténtico, así que
ante la imperiosidad de asimilar los códigos impuestos, los sincretiza.
Ello le permite hacer funcionar de diversas maneras, con infinitas
intenciones y en múltiples variantes, sus aplicaciones y sus
interpretaciones.
En el principio, será lo fantástico: los dioses o los enviados de los
dioses que llegan por el mar, que resurgen con sus figuraciones
heroicas, fantásticas, discriminadas por el logos rector que instituye
el resultado estético. Después, y casi por completo al margen de lo
instituido, será la risa, la parodia. Por último, el castigo.
Notas:
Darcy Ribeiro: Las Américas y la Civilización, Casa de las
Américas, La Habana, 1992, p. 37.
Ob. cit., p. 40