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José Martí y el ademán de lo simbólico. Punto
cuatro |
De amar, pasamos al ejercicio del criterio. Del verbo, al sustantivo. De un predicado, al sujeto. De la teoría, al método. El ejercicio del criterio se establece en el texto, se desplaza a través del discurso para integrarse a una distribución susceptible, según la metodología, de ser emparentada con los contextos históricos, filosóficos y hasta ideológicos. Como práctica fundamental en los estudios sobre José Martí, la crítica, traspasando el acto de amar, suele apasionarse con los órdenes distributivos; de ahí que la bibliografía pudiera componer una abultada lista. Los estudios centrados en la especificidad del discurso, en cambio, son indolentemente escasos. Esto, pienso, puede estar dado por el temor a “traicionar” la dimensión del hombre, por una especie de complejo de culpa —a priori— ante la abrumadora cifra de estudios trascendentalistas. Creo, sin embargo, que lo saludable no sería restar, sino sumar, multiplicar o cualquier otra operación que pueda encaminarnos hacia re-producciones, con lo que, tómese el lítote, podría tenerse también en cuenta la resta (capaz de re-producir otro número y, con él, otro resultado en cualquiera de las yuxtaposiciones posibles) y agazaparse para demostrar que la palabra restar no era ni un vocablo ni una operación precisa. Pero ella, fuera de toda verdad potencial, impulsa el desplazamiento del sentido y trabaja, en ese curso incierto del significante al significado, por la formación del signo. Como el objeto de análisis está, por el momento, reducido al desplazamiento simbólico —y ello, dentro del discurso crítico martiano—, este estudio se presenta como una colaboración a esa zona indolentemente olvidada de la crítica. En su valoración de la crónica «El poeta Walt Whitman», Cintio Vitier asegura que, en ella, sentimos la equivalencia de la prosa martiana con el verso del norteamericano, “como si leer estas páginas fuese repasar Hojas de yerba, sin perder el fuego de sus emociones e imágenes, en dimensión conceptual.”[1] Así que, también para Vitier, el empleo metafórico del signo conduce a la conceptualización, mientras que al símbolo se llega a través de una función metonímica. Pero, ¿cuál es el sujeto que opera estas equivalencias? ¿Cuál, el sustantivo que fundamenta el sistema de analogías? La poesía. La poesía penetra en las asociaciones y hace legítimos los argumentos. “El poeta trae al féretro un gajo de lilas”, dice de Walt Whitman[2], como si concluyera, con una imagen, esa continuidad de la poiesis que lo lleva a describir, según su propio discurso, la acumulación de las imágenes convocadas por la lectura. “Entre el pensamiento y la seguridad de la muerte viaja el poeta por los campos conmovidos, como entre dos compañeros”, escribe, de manera tal que la fusión del texto con la vida del poeta se convierta en otro texto, en otra “cosecha” de acumulaciones poéticas. “Con arte de músico —agrega, a punto seguido— agrupa, esconde y reproduce estos elementos tristes en una armonía total de crepúsculo.” Vemos, entonces, que ese otro texto se complace en describir una poiesis profundamente equivalente entre el texto leído y el texto producido. Llamo la atención sobre esa profundidad, porque en ella debe descubrirse que los viajes equivalentes van tanto de Whitman a Martí como de Martí a Witman. No solo el estilo, sino también el método creativo del norteamericano fueron aprehendidos en su plenitud por el cubano; pero, al trascender a la crítica, al textualizarse, gana en importancia el funcionamiento de las analogías. Y un creador, crea. Las simetrías entre música y poesía —arte de músico, armonía de crepúsculo, por el lado conceptual; agrupa, esconde y reproduce, por el simbólico— sobrepasan el plano de la interpretación, para adherirse al procedimiento intertextual de la modernidad en el cual el texto precedente está plenamente concretizado y asumido materialmente. La subjetividad, por tanto, es análoga en el viaje del examen martiano hacia la poesía de Whitman, mientras que la compensación y el impulso objetivo están conducidos por el viaje inverso: del poema hacia la crítica. Pero este aspecto anda ya fuera de los objetivos del presente trabajo, así, pues, regresemos a los pasos discursivos con que José Martí ejercita su criterio. Vimos cómo la relación analógica entre música y poesía rige la actividad poiésica. La negación de la música en los versículos de Whitman le sirve a Martí para encontrar esa otra música del verso que, mediante un símil, se convierte en “el casco de la tierra cuando vienen por él, descalzos y gloriosos, los ejércitos triunfantes.” El desplazamiento simbólico retribuye al poeta la musicalidad que la norma le había escamoteado. Asimismo, Martí ha aprovechado esa negatividad para retribuir a la música la cadencia de la poesía: “su ritmo está en las estrofas, ligadas, en medio de aquel caos aparente de frases superpuestas y convulsas, por una sabia composición que distribuye en grandes grupos musicales las ideas, como la natural forma poética de un pueblo que no fabrica piedra a piedra, sino a enormes bloqueadas.” La distribución de las ideas en grandes grupos musicales es, plenamente, el cumplimiento de una función metafórica que, como hemos observado, conduce al desplazamiento conceptual del signo, asunto que estaremos evadiendo en este estudio. Pero la comparación del resultado de esa composición —son composiciones tanto el poema como la pieza musical— con la forma natural de un pueblo que construye es ya un desplazamiento hacia el símbolo, un recurso en el cual el ademán de lo simbólico asocia el desplante de la novedad —la extrañeza para Martí— del lenguaje whitmaniano con el poder —proclamado y reiterado ya desde el Canto a mí mismo— de convertirse en todo. La enumeración caótica intuida por Martí es, en rigor, la asociación permanente, el desplazamiento simbólico constante de la sinestesia: una repetición simétrica de la función metonímica en la correspondencia entre sonidos y colores. Empleada por Martí, la sinestesia es una trasposición del aparato retórico al universo significante. Funciona así precisamente porque la metáfora lo significa en el nivel de la teoría, mientras que en el nivel del discurso, contenido el carácter conceptual, la analogía supone un paralelo entre ese caos aparente de la semejanza y el orden industrial de la contigüidad. Martí fue adelantado en el examen, y en los fundamentos que ejercitaron su criterio, porque fue un adelantado en el discurso —parecen acabados de redactar, dirá Elena Jorge—, porque fue un artífice en el manejo de la función significante y, en ella, en las posibilidades expresivas de cada uno de los desplazamientos del signo. Las inevitables figuras y tropos del lenguaje existen para permitir la existencia de la significación, mientras que la información depende del objeto material petrificado por la norma. Este concepto, obviamente, no podrá encontrarse redactado en ningún escrito del Maestro Martí, pero sí está inmanentemente aprehendido en su ejercicio del criterio. Así, la cita no es perfectamente igual a la interpretación mediante el empleo del juego intertextual. No son semejantes el versículo de Whitman y la intertextualidad asumida en la hermenéutica martiana. El lenguaje, en el artículo, es apenas análogo entre las frases marcadas por comillas y las evocaciones que Martí asegura le pertenecen al gran poeta norteamericano, al “heredero del mundo”. No es lo mismo leer a Whitman en su verso que leerlo en la interpretación martiana, pues no pueden ser idénticos discurso y metadiscurso. También, a punto y seguido de esos “ejércitos triunfantes” que lanzan al ademán de lo simbólico la aprehensión de una poiesis, más que la interpretación de un texto, Martí compone sus apreciaciones del lenguaje de Whitman. Seis son las asociaciones que se continúan, sustituyéndose, pero sin eliminarse, esto es, por acumulación. Así, el lenguaje de Whitman es
Todo ello sustentado por el parecido: “en ocasiones parece”; “en otras parece”, repetirá. Así, a pesar de que el propio Martí se encarga de reiterar que es un lenguaje extraño, no ubica en él la singularidad, sino la aparición múltiple de lo semejante: la reproducción infinita de la sinestesia. “Él mismo dice cómo habla”, escribe Martí, y, como resumen teórico, agrega: “Eso es su poesía, índice”. La “regularidad grandiosa” —el triunfo de la búsqueda de la analogía absoluta entre poesía y música— Martí la encuentra en “el sentido de lo universal / que / pervade el libro”. Los índices señalan, indican el objeto desemejante que alcanzará el conocimiento mediante la asociación: a través de lo simbólico. Las frases del poeta, dice Martí, más que expresar, emiten. ¿Cómo, entonces, no ver esa inmanencia del símbolo en la retórica martiana; cómo no sustentar que Martí conocía —no importa si por intuición— que, explorando el lenguaje, se llega tanto a su finalidad como a su ejercicio productivo? Para apreciar el empleo de este deslinde en las funciones sígnicas, me gustaría deconstruir una frase con la que acepta claramente la posición homosexual de Whitman. Esta es: “Imagínese qué nuevo y extraño efecto producirá ese lenguaje henchido de animalidad soberbia cuando celebra la pasión que ha de unir a los hombres”. La aparición de tres series —adjetiva, verbal y sustantiva— puede orientar hacia una relación tríadica; sin embargo, pronto nos enfrentamos con la relación binaria en la cual lenguaje adquiere categoría de sujeto sin que, por ello, su principalidad sea escondida por las apariciones de lo accesorio, compuesto, en este caso, por diez predicados. La concordia entre las relaciones binarias es asombrosa. En la serie adjetiva, los dos elementos que la conforman se reproducen, se duplican, mientras que las series verbal y sustantiva se componen, cada una, de cuatro elementos, con lo cual la repetición del número dos conduce hacia una continuidad armónica infinita. El vocablo lenguaje, sobre el que va a recaer el sujeto, aparece después de cuatro predicados y da paso, inmediatamente, a un desplazamiento simbólico en las posibilidades asociativas del adjetivo henchido. Pero como la construcción adjetiva no concluye con él, el desplazamiento tuerce el rumbo hacia el concepto, mediante la metáfora adjetiva animalidad soberbia. No debo continuar la descripción deconstructiva, justo porque ella conduce, con preferencia, a lo conceptual. Solo quisiera llamar la atención sobre cómo la función significante, cuya propiedad referencial se encuentra en la homosexualidad —en realidad, en una explosión de las potencialidades del amor hacia lo singular en un infinito también único—, jerarquiza el desplazamiento conceptual del signo. El efecto “nuevo y extraño”, para José Martí, debe ser imaginado. No se produce en él si no es a cambio de un análisis, de un reempleo de la codificación. También por ello su labor metatextual hace pensar en un proceso de intertextualidad que absorbe y disuelve la fuerza autoral del poeta Walt Whitman. “Con el fuego de Safo ama este hombre al mundo —escribe de él Martí—. A él le parece el mundo un lecho gigantesco. El lecho es para él altar”. En este caso, la continuidad de las series de semejanzas permite el desplazamiento simbólico y, del mismo modo, se anula la singularidad del acto amatorio dentro de la singularidad de la relación. El fuego de Safo, que el léxico poético hace corresponder perfectamente con el amor apasionado a los hombres, y, desde luego, con la pasión amatoria entre mujeres, se corresponde con el amor del poeta por el mundo. El mundo parece —no es— un lecho gigantesco, lo cual reitera el traspaso de la correspondencia, al mismo tiempo que anula la metáfora. Pero, si ese mundo al que ama fuera realmente un lecho, la serie de correspondencias carecería de coherencia. Así, le es necesario convertir el lecho en un altar para que el concepto absorba la tradición posible entre sacralización/profanación que puede suscitar el hecho evocativo del vocablo. La correspondencia, de pronto, se quiebra. Según su método, Martí prepara el terreno mediante el intercambio posicional de lo accesorio para desembocar, párrafos después, en la frase que anteriormente comenzamos a deconstruir. Una vez más, los predicados arrullan el cambio del sujeto; una vez más, el ademán de lo simbólico teje ese bosque por el cual solo es posible pasar sin volver el rostro para evitar ser convertido en piedra. La dimensión, claro está, será negada explícitamente por el propio Martí mediante la comparación negativa con las “ansias de Virgilio por Cebetes y de Horacio por Giges y Licisco”. El desplazamiento simbólico anula este nivel de singularidad. “Yo haré ilustres —lo traduce— las palabras y las ideas que los hombres han prostituido con su sigilo y su falsa vergüenza.” Pero el objeto del amor es el mundo, el todo, en el que se sumergen también Virgilio, Cebetes, Horacio, Giges y Licisco. Es la poesía quien concede esa tradición ilustre. La poesía es quien retribuye la dignidad a las palabras y las ideas prostituidas por los hombres (los mismos hombres que ama). En verdad, lo no-lascivo es el lenguaje —y no el poeta, quien parece sorprendido en el impulso de violar las ideas “cuando solo va a darles un beso”—, pues esa plenitud del acto amatorio contiene, conceptualmente, la homosexualidad proscrita. Puesto que la potencialidad del amor es infinita, en series constantes de correspondencias entre las semejanzas, la selección de oposiciones únicas se adhiere al desplazamiento conceptual del signo que ocupa, en Martí, un papel de soporte, una apoyatura, prácticamente estructural, de ese desplazamiento simbólico con el cual abarca la significación en su discurso. Se trata, por demás, de ejercer —en el criterio— la libertad de aprehender todos los registros sin que el texto que se va produciendo se vea limitado por la absolutización de esa singularidad, sino impulsado por la cadena asociativa y siempre múltiple de los simbolismos. Bien definida siempre, la metatextualidad en el discurso martiano se aferra al eje de lo singular, mientras que la intertextualidad suele ascender hacia lo múltiple. Entre el amor y el ejercicio del criterio, el signo se realiza en su desplazamiento simbólico y deja en su interior una serie infinita de correspondencias. El lenguaje —el logos— dispone la estructura permanente y permanentemente efímera que es el signo. Solo rastreando su composición, se puede regresar a los juegos ontológicos, a los sistemas éticos y filosóficos e, incluso, a la formación de programas estéticos. El ademán de lo simbólico, en el discurso martiano, adelanta la consistencia de su estructuralidad. Sobre su ruta, los estudios pudieran ser también inagotables. Notas: [1] - Cintio Vitier, «La crítica literaria y estética en el siglo XIX cubano», en Crítica cubana, Letras cubanas, La Habana, 1988. p. 138. [2] - José Martí: «El poeta Walt Whitman», en Obras Completas (26 t.), Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 13, pp. 129-143. Salvo que se haga referencia, el resto de las citas pertenecen al mismo texto. |
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com
Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ - 09 de marzo de 2012
http://www.cubaliteraria.cu/articuloc.php?idarticulo=14224&idcolumna=29
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