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José Martí y el ademán de lo simbólico. Punto
tres |
Una de las definiciones martianas de crítica que pudiéramos usar como apoyatura al análisis de su ademán simbólico en la estructura del juicio parte de una exposición negativa: «si por crítica hubiera de entenderse ese mezquino afán de hallar defectos, ese celo del ajeno bien, ese placer del mal ajeno, huéspedes ciertamente indignos de pechos generosos».1 Esa negatividad va acompañada, también, de una deixis anafórica anafóricamente presentada. Tres veces lo indica: ese. Tres veces el elemento deíctico transforma de manera compleja el discurso en la víspera de la definición; tres veces la subjetiviza, tres veces atribuye a la crítica —la usurpadora y usufructuaria— la proposición negativa, sin modificarla. Solo después de la separación mediante una metáfora, introduce su propia definición: «Crítica es el ejercicio del criterio». Y continúa con nuevas series de pareados entre la exposición negativa y la proposición, con un nuevo despliegue de analogías cuya función metafórica constante va a cerrar, por acumulación, el concepto. El ejercicio del criterio contiene, entonces, la productividad del lenguaje. Las oposiciones, hasta el momento, giran alrededor de los polos emblemáticos del bien y el mal, alrededor de la tropología. «Destruye los ídolos falsos, pero conserva en todo su fulgor a los dioses verdaderos». No puede ser un arrastre de connotatividad histórica, pues sería adherirse al emblematismo más cruel de la conquista. No debe ser, tampoco, una traslación del plano de las religiones al de la aprehensión estética, porque ello suplantaría al criterio por la fe. Ni debe limitarse a una perspectiva personal, a un juego lingüístico regido por la psicología inmediata, porque sería contradictorio o insostenible en el párrafo siguiente: «Criticar, no es morder, ni tenacear, ni clavar en la áspera picota, no es consagrarse impíamente a escudriñar con miradas avaras en la obra bella los lunares y manchas que la afean; es señalar con noble intento el lunar negro, y desvanecer con mano piadosa la sombra que oscurece la obra bella». La tropología se construye alrededor de lo arquetípico. La violencia de la frase negativa —compulsada en el epíteto— frente a la suavidad del adjetivo en la frase positiva. La crueldad del instrumento en la contigüidad del verbo frente a la firmeza de la acción, designada en el sentido del verbo, discriminatoria de toda posible contigüidad. Criticar —como sujeto: la crítica— permite el desplazamiento de los predicados en una serie de oposiciones que, desconstruidas fuera de su especie —metafórica—, quedarían perfectamente anuladas.
Estas tres series son profundamente demostrativas de una definición condicionada por la negatividad. La superioridad numérica de los verbos está reforzada por una sobreposición del sentido, por un empuje de la precisión semántica. Como sememas, los verbos de la serie negativa realizan, con un alto grado de representatividad, el paso de las denotaciones a las connotaciones. En cambio, este mismo tránsito en los verbos de la serie positiva requiere de un proceso abductivo que facilite la comprensión metasemiótica. Aunque la proporción es menor en las dos series restantes, sí permanece inalterable la sobreposición de la negatividad, al punto de que todas las connotaciones introducidas en la zona izquierda son anuladas, ya sea por antónimos o por su propia repetición, en la serie contraria. Así, solo quedamos con una transformación discursiva compleja: criticar. Y criticar es, en realidad, el ejercicio del criterio. ¿Ejercitar el criterio equivale a predicar el arquetipo del bien al mismo tiempo que el arquetipo del mal ocupa los mejores espacios en el texto? ¿Equivale, acaso, a anular a esos adelantados de la mordedura con el conocimiento de la obra en su más bello instante? ¿Ontologiza Martí, con este axioma, el acto de la crítica? Esta vez será preciso responder, en parte, afirmativamente. Algo de juegos de arquetipos, divinos destellos y, sobre todo, simbólicos empeños lo sustentan. Pero ello se cumple solo en el nivel de la prédica, en la promesa, en el aliento impulsado por la profecía. El discurso, en cambio, detiene esas adargas y lo obliga a enfrentarse a la tropología, le entrega la voz natural de la elocutio. Y él la acepta, con autenticidad tal, que los críticos, algunos tan agudos y profundos como Cintio Vitier, tienden a encontrarle fuera de toda retórica. Y la retórica es, en cambio, su mejor instrumento. Ella es quien le permite entrar, penetrar y conducir los signos como si lo verdaderamente imposible fuera escribir sin gobernarlos; crear sometiéndolos al más productivo desdén. El párrafo que he venido citando continuará, de inmediato, con la idea recurrente, con el esplendor y la fuerza de la metáfora: «Criticar es amar». Girando sobre el lenguaje, se hace que este gire. Y estos giros son los que lo dotan de significado. Esa es la función de las figuras en la lengua. No se trata, en realidad, de dar belleza, de hacer la elegancia del estilo, sino de permitir el poder de la significación. El vacío de un lenguaje recto es absolutamente impracticable. La comunicación más simple, en el lenguaje más humilde, es imposible sin la configuración, sin una instrumentación retórica del discurso. Pero explorar esa configuración tampoco debe quedar en el extremo de la relación nominativa, del inventario de nombres, ni en el extremo que se satisface en describir los modos de su productividad. Precisamente porque en el camino que los une —y los divide—, está el esfuerzo, el trabajo del texto. Arduo es el viaje entre una frase y otra. Corresponde, por el momento, limitarnos al juego de su definición, abarcar su teoría en su sentido más estrecho: en el nivel del discurso. Esto es, recorrer solo el esfuerzo de su proposición, atenernos a la productividad de su promesa teórica. Reconocer, en la soledad del enunciado, el desplazamiento simbólico, la dimensión rectora de su signo. «El pensamiento debe encajar en la frase como joya en corona», escribirá además. ¿No desborda el símil su condición de figura para establecer una relación simbólica entre la frase y la corona, y el pensamiento y la joya? ¿No estamos, de nuevo, ante un cambio sintáctico de lo accesorio por lo principal? Tras el esfuerzo del discurso, reordenamos el susto de las equivalencias, retribuimos a cada uno su figura. El pensamiento es una joya que encaja en la corona de la frase: es la metáfora. Pero la frase martiana no construye realmente una metáfora, sino un símil que pone en relación de oposición y semejanza dos parejas de sujetos contiguos; dos viajes de significantes a significados cuyos desplazamientos hacia un significado sintético no podrán sostenerse por la conceptualización —gracias a una función metafórica—, sino por medio de referencias contenidas en ese significado: el símbolo. Ni la frase ni el pensamiento designan el criterio: ni la corona ni su joya designan el esplendor del poder si no es a condición de que ellos mismos conformen los predicados —discursivamente transformados— que van usurpando la principalidad a un sujeto indeterminado, desemejante y arquetípico, que lo engloba. Sin embargo, la inmanencia de que la formación de la idea se encuentra en el discurso da un impulso decisivo al axioma, puesto que, si de una pareja a otra la transformación es metonímica —el símil actúa como un anulador de la metáfora—, de cada elemento de una pareja a sus equivalentes en la otra la transformación es metafórica. Lo simbólico abarca, y pone a su servicio, el desplazamiento conceptual del signo. La frase, en el principio, existe; el pensamiento es quien debe emprender el acto de encajarse en ella: es adoptivo. Continuar la línea del ademán simbólico martiano conduce a asentar definitivamente lo accesorio como lo fundamental. Si amar —en la crítica— no es una metáfora, tampoco es una lección de ontología, sino un juego analógico entre series paralelas de significados y significantes que, en lo sintético —en el signo—, van a desplazarse hacia su dimensión simbólica. Entiende José Martí: «El lenguaje ha de ser matemático, geométrico, escultórico».2 Tres veces esdrújulo ha de ser; tres veces puesto en relaciones simétricas. «La idea ha de encajar exactamente en la frase, tan exactamente que no pueda quitarse nada de la frase sin quitar eso mismo de la idea». Esta vez la oposición se ejecuta en una misma serie. La idea es una entidad autónoma, existe en el principio. Pero es a ella, únicamente, a quien corresponde el trabajo de la transformación; ella es quien sufre con las sustracciones a la frase, mientras que la frase sigue siendo el objeto total y abarcador de la idea. Amar es el cómo; el cómo es un símil; y el símil anula a la metáfora. He aquí es una deixis anafórica cuya anáfora originaria está en el Yo soy el que soy. La crítica es, por consecuencia, un concepto que cumple su servicio al ademán de lo simbólico. Los rumbos, y las interrupciones del vivac, del ejercicio del criterio, no están aún en la proposición teórica. La frase, breve, descomunal y exacta, no remite a sí misma —puesto que ello significaría aceptar en Martí una preponderancia del concepto—, sino a su continuidad en el texto, a su desplazamiento en el signo: al ademán de lo simbólico y, en esa dirección, al ejercicio del criterio. Notas: 1- José Martí: «Echegaray», en Obras Completas, 26 t., Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 15, p. 94. Salvo que se haga referencia, el resto de las citas proceden de la misma fuente. 2- «Cuaderno de apuntes», en Obras Completas, ed. cit., t. 21, p. 255. |
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com
Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ - 24 de febrero de 2012
http://www.cubaliteraria.cu/articuloc.php?idarticulo=14177&idcolumna=29
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