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Diatriba de amor contra mi generación poética |
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Acaso como un caballero andante, he defendido siempre a mi generación poética, aquélla que tuvo que imponerse bajo fuertes luchas para decir las cosas que le correspondían y, sobre todo, para decirlas con un estilo distinto al que imperaba en la edición convencional. Tal vez a los eventos de Talleres literarios corresponde el mérito de ayuda imprescindible para esgrimir las armas en el espíritu de gremio, precisamente porque en ellos las luchas fueron duras, extraliterarias en tantas ocasiones. En tales circunstancias, más que valoraciones y aprehensiones justas —esto es: poéticamente personales— se emiten estrategias; asertos casi siempre regidos por el instinto de conservación antes que por la honesta rendición de cuentas que la trascendencia impone. |
Es
posible, además, que esa febril recurrencia de estrategias, unido a la
necesidad, también febril, de convertir en poemas nuestras ansias,
ayudara a gestar lo que la historia literaria debía reconocer a estas
alturas como un giro importante en nuestra lírica, como una mayoría de
edad en la manera de pensar el mundo circundante a golpes de poema, en el
desfiladero del verso que no admite pensarse a sí mismo como un
instrumento, sino como una esencia vital. Como es normal, no todos los
nombres persisten en nuestro panorama literario ni todos aquellos
esplendores que izamos con vehemencia resisten hoy la prueba del carbono
14; pero, y es lo asombroso, aun es posible hallar la mayoría de esas
firmas enfrentando el camino de la madurez poética e, incluso,
absorbiendo en su menguado torrente de textos publicados a aquellos que
emergieron en la década siguiente, ésta que ya ha finalizado, con sus
connotaciones de cierres de siglo y de milenio, como si la eternidad nos
asistiera siempre de manera sencilla e inmediata, y en la que, sin
embargo, aún no se vislumbra una renovación análoga.
Es
raro que en las más apasionadas contiendas no existan razones atendibles
de una y otra parte. Es por eso que, tras haber indagado con profundidad
—como estrategia primero, después como necesidad— en nuestras normas
poéticas, quiero ponerme en paz con mi cuota de reproches.
1º.
Exageramos forzando a destierro un fajo de palabras que remitían
demasiado al lenguaje coloquial. Fuimos, como nuestros rivales en las
lides del estilo, supersticiosos con aquellos vocablos con los que tanto
nos habíamos molestado y, además, los condenamos al duro gobierno del
prejuicio.
2º.
Evadimos no pocos temas que, en el fondo, hubiéramos querido tratar
abiertamente, solo por el hecho de que no aparecían lo suficientemente
hermosos ante nuestros recursos inmediatos. Cuando
nos decidimos a abordarlos, a toda costa lo hermoseamos, lo
convertimos en viva alegoría, demasiado recóndita tal vez.
3º.
La imagen jerarquizó los concursos de la idea. No se trata de que no
hubiera ideas, sino de que ellas debían subordinarse al efecto de la
imagen si así lo reclamaba el discurso.
4º.
Casi de plano, rechazamos la posibilidad de filosofar mediante el poema.
El tropo debía decirlo todo, debía contener, allá en su fondo, las
deducciones posibles que, desde luego, se salían del poema y
pertenecían a la vida contínua del lector, a su actitud posterior
en la que el poema no debía nunca ser un eje utilitario. Filosofar,
obviamente, era un asunto serio y útil, ajeno a la pureza en que implantábamos
el verso.
5º.
La gravedad extrema fue la piedra de toque del poema.
6º.
Fue escaso el sentido del humor. Escribir con humor era un desvío, una
mal tolerada digresión.
7º.
Insistimos, a ultranza, en ser "universales". Nada de
circunstancialidades, de conteos inmediatos, de cotidianos sucesos. Cuanto
escribíamos, traspasaba las estrechas barreras del simple ciudadano.
8º.
Adquirimos, así, una especie de miedo a lo cubano mismo, a lo inmediato
de nuestra realidad única. Estos
rasgos responden, sobre todo, al deseo de negar a los rivales; a
estrategias, más que a normas, más que a estilos y maneras. Pero asirlos
de lleno puso en juego la propia trascendencia que buscábamos. Por
suerte, la vida fue más extensa de lo que nuestra apresurada juventud
pudo prever, y hoy son menos agudas las barreras y, como si fuera poco,
cada una de las ocho características expuestas en la galería de
reproches se antepone a un vicio poético anterior y presenta, por posible
negación siquiera, las bases para que estos mismos vicios de los que
padecimos no sigan hostigando nuestros próximos cuadernos, nuestras
futuras recopilaciones. Para contrarrestar, quiero convocar tan solo una virtud: hemos creído siempre en la poesía. Este es el requisito sine qua non para que una obra pueda enfrentarse a la feroz batalla de la trascendencia. Las firmas que el otro siglo deberá conservar aún ensayan apareamientos de frases y vocablos, de temas y discursos. Supongo —y me esperanza— que esta diatriba de amor contra mí mismo aflore en tiempo para que los reproches no resulten, después, sino lo que la intuición nos reclamaba al emprender el parricidio poético. |
Jorge Ángel Hernández
Originalmente en
«Diatriba de amor contra mi generación poética»,
en Umbral, Nº 4, 2001, Columna del Director, pp. 2-3
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