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Cultura, significación y comunicación |
Todo acto de significación remite, por requisito, al uso, empleo e instauración de los códigos a lo largo del proceso cultural. Normas específicas de comportamiento, reacciones, patrones de aceptación y rechazo, las innovaciones y sus resistencias derivadas, entre otros muchos efectos lógicos, presuponen la existencia de significados rectores en la conducta humana. Para Tzvetán Todorov, por ejemplo, la codificación cultural compone el segundo nivel de la producción del sentido, tras la codificación lingüística y antes de la codificación personal[1]. La asociación del perro con la fidelidad en el ámbito occidental, ejemplo que él mismo aporta como variable significacional, ilustra el grado de transformación que el uso adjudica a los sentidos. “Perro”, luego de que se transformen los sentidos de fidelidad en obediencia ciega, irracional, sumisa, se reconstituye como ofensa. Igualmente, los valores que el sentido heráldico toma para su representación devienen en estigmas si el curso de la historia revierte la cualificación de sus representantes. En la cultura popular se expresan continuamente estas transformaciones de codificación cultural. Tomemos como ejemplo la figura del cornudo, que era un recurrente casi imprescindible en el teatro bufo cubano del siglo XIX y que se continuó en toda su evolución posterior. Un gesto típico que aún se halla en uso es el de cerrar el puño, extendiendo los dedos índice y meñique. En sentido general, significa cornudo y constituye una ofensa asentada en los patrones culturales que menosprecian tanto a quien soporta la infidelidad como a quien la sufre sin conocimiento. Se trata de un patrón cultural básicamente androcéntrico, pues su uso en connotación ofensiva generalmente se dirige a los hombres antes que a las mujeres. La principal marca negativa que el cornudo arrastra se centra en su incapacidad para someter a la fidelidad culturalmente debida[2]. La percepción cultural que estratifica la conducta por su división genérica más que por su división social, determina así el sentido del gesto. Pero esta determinación no es, aunque pueda parecerlo, completamente autónoma, pues depende, además, del contexto de expresión en que se enuncie. Vemos el mismo gesto, en cambio, en cada juego de béisbol, cuando el receptor anuncia a los jugadores en el terreno que el inning está en dos outs. Se trata de una información básica, concreta, que, dado el contexto comunicativo, relega el sentido principal codificado por la tradición popular y se completa en el dato. Por su parte, la comunicación, en su necesidad de completar el acto significacional emprendido, se ubica en la operatividad de los sistemas de signos empleados por los diversos lenguajes culturales en el momento específico de su realización. De ahí que el fluir constante entre los conceptos que se conforman en el nivel sintagmático y los que dependen de la paradigmática obligue a permanentes relaciones, a una dinámica que impide el aislamiento y que, por ello mismo, pone en riesgo toda elección analítica, por necesaria que pueda parecernos, que pretenda detenerse únicamente en lo diacrónico o en lo sincrónico. En el ejemplo del gesto del puño cerrado con el índice y el meñique extendidos, antes visto tanto en un patrón cultural sancionado como despreciable, ofensivo, como en un contexto comunicativo específico que solo porta un dato informativo, observamos la relación entre los signos y su aplicación en los contextos de comunicación. Mediado por el discurso, el signo parte de su propia posibilidad, de su arbitrario carácter, para actualizarse en el acto mismo de la comunicación. Ambos, aun así, están culturalmente codificados, aunque sus connotaciones referentes sean disímiles, pues, en sociedades donde el béisbol no se practique, es impensable el signo, al menos en ese mismo contexto. Tenemos, pues, que:
La diferencia entre ambos se establece a partir de la actualidad del referente. Hallamos otro ejemplo en la expresión gestual de la V mediante los dedos índice y del medio, con el resto de los dedos recogidos. En la actualidad, está muy extendida, tanto que, con frecuencia, se emplea fuera de relación con referentes históricos o sociales. Al ser fotografiadas y filmadas, muchas personas reaccionan con el gesto, sin que implique otra cosa que alegría, solidaridad abstracta o simple deseo de comunicación eufórica. Este signo, de antigua trayectoria histórica y hasta reminiscencias heráldicas, tuvo una doble dirección significante durante la guerra de Vietnam, pues en principio fue usado por el presidente estadounidense Richard Nixon, para anunciar la victoria de sus tropas invasoras, y luego fue retomado por los pacifistas que se oponían a la invasión cuando las tropas norteamericanas se vieron forzadas a retirarse del territorio invadido. El movimiento hippie lo convirtió en uno de sus iconos, por lo que en ese caso adquiría un fuerte grado de codificación cultural. Movimientos sociales y guerrillas, así como conservadores y reaccionarios, se han apoderado de él, teniendo en cuenta solo su carácter de signo, y han dejado fuera del acto inmediato sus connotaciones históricas y, por consiguiente, las codificaciones culturales, ya sean tradicionales o inmediatas. ¿Remite esta reconstitución a un grado de codificación personal del signo? ¿Quiere, además, decir que signo, significación y comunicación pueden actuar independientemente? Porque espontáneamente se emplee la V de “victoria” en el gesto de la mano, como lo hacen muchos turistas de diversas partes del mundo al ser fotografiados, este no se convierte en personal. Su uso remite, en realidad, a códigos reconstituidos por las propias circunstancias de comunicación, que determinan el grado de expresión del signo a condición de que este sea capaz de, arbitrariamente, retener su sentido primario. De modo que, en estas actitudes light del uso de la V de victoria, se le devuelve al signo su capacidad de sentido y, por consiguiente, su independencia estructural[3]. En todo proceso cultural, se significa a partir de una práctica comunicativa, cuyos modelos de interpretación parten de una comprensión tradicional codificada; sin embargo, y por raigales que se muestren, estas unidades de codificación reciben la incidencia de la inmediatez en que se ponen en uso. El comportamiento de las tradiciones culturales proporciona canales de significación que van a transformarse en el acto comunicativo, y, a su vez, mecanismos de comunicación capaces de reestructurar su significación. Con frecuencia, los acercamientos teóricos han cedido a la tendencia de hacer estáticos los instrumentos de análisis y sus resultados de investigación. Se crea así una especie de enciclopedia de los significados y, por consiguiente, de los signos. Los signos, sin embargo, se determinan en el contexto de recepción, aunque hayan transcurrido por profundos procesos de codificación y de sentido. Es decir, la implicación diacrónica del sentido sufre una constante intervención de eventos sincrónicos comunicativos. Una broma habitual de los nativos a los extranjeros consiste en enseñarles vocablos en su lengua con significados disparatados. El extranjero repite la palabra con la esperanza de que sea entendida en el sentido que “aprendió” por la ayuda del bromista y se encuentra, de golpe, con la reacción del contexto. Conozco a personas, estudiantes universitarios cuando lo hicieron, que le enseñaban a sus compañeros foráneos vocablos obscenos con otro sentido. La arbitrariedad de estas transformaciones se ajusta, paradójicamente, a determinadas analogías, ya sea por imagen, ya por paronimias, como si se temiera que el hablante desconocedor fuese a descubrir la superchería. Por ejemplo, un amigo le enseñó a un vietnamita la palabra bollo (vulva, en el habla vulgar general) como significado de bolsillo. Gracias a tal “maestro”, el vietnamita un día expresó a un grupo de compañeras de estudio: “Es que no traigo dinero en el bollo”, lo cual generó una situación de incómoda hilaridad. Otro caso es el de los estudiantes cubanos que, en la Unión Soviética, les decían a las empleadas de servicio que la palabra huevos, en español, se decía cojones o verocos. También se generaban situaciones incómodas, hilarantes…[4] En ambos caso advertimos una relación lógica que condiciona el uso de la arbitrariedad sígnica y que, por consiguiente, codifica ese pícaro contexto comunicativo al cual se ha sometido a los vocablos en relación con su sentido supuesto. Los usos de habla popular inciden no solo en el contexto comunicativo al que se llevarán estas expresiones fraudulentas, sino, además, en la elección de los signos y su contexto de codificación cultural. Debe existir, de conjunto con la diferencia de idiomas y la similitud de objetivos del lenguaje, una práctica cultural disyuntiva (la del pícaro bromista) que se conjugue con una práctica cultural natural de relación inmediata. De ahí que el extranjero pronuncie con toda ingenuidad las “barbaridades” que le han enseñado. Y, paradójicamente, además, en ninguno de los casos las actitudes se corresponden con las culturas de procedencia de cada cual, sino con ejercicios concretos de comunicación y circunstancias específicas de elección personal. No obstante, el vocablo cultura se emplea con indolente frecuencia en sinécdoque adjetiva, en un acto acaso involuntariamente reductor que considera como tal cualquier paquete de rasgos supuestamente normativos de aquellos que ocupan un lugar planetario, continental, regional, nacional, territorial y hasta de barrio. El uso comunicativo, impotente ante el manejo consciente del concepto universal, psicologiza sus partes y detiene la semiosis dialéctica que permite emplearlo en su estricta dimensión. A un imperio invasor lo acusamos de “cultura del miedo” sin que importe que así se legitime su barbarie como acción creativa que la humanidad reclama en su proceso profundo de significación. Y, así mismo, calificamos como “cultura marginal” al sucedáneo artístico que determinados sectores emplean para agredir sectariamente los centros de poder que los marginan. En su estamento general, al ser magullado por un uso mediático del habla, el concepto se queda sin significación y pasa a ser un adjetivo simple, comodín y, al mismo tiempo, sinónimo de nada o, en ciertos casos, de asociación imprecisa. Paradójicamente, estamos en presencia de una supeditación de la envoltura universal de la cultura —bajo el disfraz de sentido que le da esa sinécdoque adjetiva— por encima de la especificidad que de cualquier modo ella contiene en sus diversos subsistemas. Lo universal, es decir, las leyes más generales de carácter rector, aparecen en relación transformadora constante con los discursos específicos que dan su condición al proceso cultural. No puede pensarse uno sin lo otro si no es a riesgo de despojar al fenómeno de sus componentes auténticos o de escamotearle su identificación, para no hablar de la pérdida de sus principales valores cognoscitivos y de la posibilidad de comprender sus métodos para automodelarse. Significación y comunicación no son solo elementos discursivos del proceso cultural, sino, por sobre todas las cosas, estamentos básicos de conformación, arraigo y transformación de la cultura misma.
Notas: |
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com
Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ - 23 de junio de 2012
Link: http://www.cubaliteraria.com/articuloc.php?idarticulo=14040&idcolumna=29
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