Volver a Galicia

María González Rouco

"Yo, que perdí mis cielos,
¡y soy tan pobre!
José González Carbalho

Manuel murió, luego de una larga agonía, sin haber podido regresar a la aldea. El Centro Gallego ofrecía el pasaje gratuito a quienes hubieran pasado más de treinta años sin volver a su tierra, pero la salud del anciano le impidió aceptar este ofrecimiento. No había consuelo para su pena. Cuando cerró los ojos, tenía en su mano el escapulario que le había dado su madre. Lo había conservado con él a lo largo de su vida.

La muerte de María fue, si se puede, más desgarradora. Había recibido poco antes una carta de sus hermanos en la que le decían que ya estaban viejos, que si no se veían pronto, quizás ya no volvieran a verse. Misivas como ésa eran moneda corriente entre los inmigrantes de distintas nacionalidades. Los angustiaba pensar que el plazo se terminaba. María no se animaba a viajar sola, aun cuando la esperaran en Galicia; temía que el corazón le jugara una mala pasada lejos de sus hijos. Decían que había que ser muy fuerte para soportar una segunda despedida, y ella no se sentía capaz de resistirla. Por eso, se conformaba con las cartas, con las fotos que recibía en abultados sobres.

Con la parte que le tocó al vender el inquilinato, más algo que había logrado ahorrar, la hija mayor pudo emprender el viaje ansiado por sus padres. Tardó mucho en alcanzar la suma necesaria; siempre había necesidades imperiosas que atender: los gastos de la casa, la crianza de un hijo, los medicamentos para la anciana que se marchitaba lentamente, hablando de sus hermanas monjas, de su hermano muerto. Sabía que el costo del viaje con el que soñaba era muy grande para su menguado bolsillo, pero también estaba convencida de que el regreso era una deuda que tenía con sus mayores. Hasta que no lograra besar esa tierra, nada tendría sentido para ella, porque le faltaba una parte de su existencia: el origen que la había llevado a ser quien era.

Quería confrontar la realidad con la imagen que tenía de Galicia. Sus padres decían que era la tierra de las angustias económicas, de los sueños que no se cumplían, de las ilusiones vanas... pero también era la tierra en la que ellos habían sido jóvenes y animosos, en la que habían escuchado hablar de América. Quería conocer las aldeas de las que habían partido, ver sus rías y admirar su verdor. Quería escuchar las canciones con que María los acunaba, plenas de ternura y añoranza.

Poco sabía de Galicia la hija, en definitiva. Lo que había leído en las enciclopedias y los folletos turísticos, y lo que había escuchado a sus padres. Esto último no parecía muy objetivo, ya que algunas veces la aldea era un paraíso terrenal y otras, era fuente de amargura. Sabía también cómo recordaban su tierra los gallegos que visitaban su casa, con trajes sobrios, los días de fiesta. Había visto muchas fotos, de personas y lugares, del pasado y del presente; había ido con su madre a un cine del centro a ver Alma gallega, confirmando que la morriña de los ancianos tenía razones valederas.

Muchos españoles decidieron cortar los lazos que los unían a su patria de origen; decían que España los había abandonado, que no se acordaba de ellos. Otros, como Manuel y María, siempre quisieron regresar a los parajes de su infancia, aunque sólo de visita. No creía Fernanda que desearan volver a vivir allí, teniendo hijos y trabajo en América, pero se desesperaban por abrazar nuevamente a sus hermanos. María no había vuelto a ver a su familia en cuarenta y dos años; Manuel, en cuarenta. Los hijos sabían que este anhelo incumplido ensombrecía su esquiva felicidad.

La hija se había propuesto acompañarlos; se los decía a menudo, pero murieron antes de poder concretar ese sueño. La oportunidad de viajar, aprovechando un simposio, se presentó cuando ellos ya no estaban. "Pai, nai, ustedes están volviendo –les dijo cuando fue a llevarles flores, antes de partir. En mí, es su sangre la que regresa". La mujer no supo si desde su última morada los ancianos la habrían escuchado, pero sintió una mano que la bendecía.

Confortada por esa sensación, sin duda producto de su mente, ultimó los preparativos. No olvidó llevar las direcciones de los parientes. Sobrevivían unos tíos, y tenía primos de su edad a quienes quería conocer. Le interesaba sobremanera ubicar a un tío, hermano de su padre. De él le había hablado largamente el emigrante, en esas tardes que sólo podían amenizar la radio y los juegos infantiles. Sabía del gran afecto que se profesaban y que la venida a América no había logrado aminorar; sabía que este sentimiento era correspondido por Andrés, el menor de los hermanos, quizás el que más había sufrido la separación.

En Madrid, el día había amanecido soleado, aunque frío. Fernanda se dirigió a la estación de ómnibus y sacó un pasaje para el micro que iba por la Autopista Radial hasta La Coruña. Descendiendo en Baamonde, a pocos kilómetros de Lugo, ahí nomás tendría Pígara, el pueblo de su padre, y San Juan de Alba, el de su madre. Sin embargo, no era a ninguno de esos adonde se dirigía ese día, sino a Muras, donde vivía Andrés, quien –suponía- la acompañaría a hacer el recorrido entrañable para el que había reservado varios meses. Al atardecer, bajó del micro maravillada; había pasado por muchos lugares que para ella eran hasta ese momento una leyenda: Avila, Valladolid, Zamora, León.

Fernanda caminaba por el angosto sendero que llevaba a la casa de su tío; buscaba una casa blanca, de dos plantas, con el techo pintado de verde. Cargaba su pequeño bolso, en el que guardaba la cámara de fotos que eternizaría cuanto viera. De lejos, divisó a un hombre que miraba plácidamente a los transeúntes. Aunque anciano, se lo veía saludable. Se parecía enormemente a su padre; este parecido físico la conmovió.

Pensaba en la sorpresa que le daría. El tío Andrés no sabía que ella había viajado, ni estaba enterado del congreso de Filología que se había realizado en Madrid; la sobrina no había querido adelantárselo por miedo a que algún obstáculo surgiera sobre la marcha. Una decepción así hubiera sido muy difícil de sobrellevar para quien había padecido tanta lejanía, tantas muertes, tanta esperanza sin sentido.

Llegó frente a él y lo saludó emocionada. Los ojos del anciano, clarísimos, le recordaron los de su padre.

- "Buenas tardes, tío!, dijo con voz temblorosa.

- "Buenas tardes, buenas tardes!", contestó el gallego sin prestarle demasiada atención. Fernanda se quedó perpleja; la frialdad del anciano la confundió. Había olvidado que en Galicia "tío" no implicaba parentesco; era un tratamiento corriente. Por otra parte, él no esperaba ninguna visita desde un lugar tan remoto; a la luz de este razonamiento, la actitud del anciano resultó comprensible a la sobrina.

Entonces, ella le dijo que era la hija de Manuel, su hermano, el que había embarcado en Vigo en 1905 rumbo a Manzanillo, el que había muerto en Buenos Aires, deseando volver a Pígara, años atrás. Al anciano se le llenaron los ojos de lágrimas. Fernanda sintió que su padre revivía. Lloraron abrazados: él, sintiendo que los recuerdos se agolpaban en su memoria; ella, sintiendo en ese abrazo que había encontrado la parte de sí que le faltaba.

El contó de sus afanes, sus desvelos, sus lutos. Le contó ella que quería escribir un libro sobre sus padres, sobre sus pequeñas victorias. Le sobraba material, pero le faltaba la vivencia, la experiencia directa que pudiera darle vida a la palabra. Conocía la evocación de los emigrantes, pero necesitaba vivir ella misma cuanto había escuchado, tocar la pizarra con que hacían las casas, caminar por esas sendas que habían andado los zuecos gastados de sus mayores.

El anciano la escuchaba, atento; lo mismo hacía ella. Sobre el armario, la foto de casamiento de Manuel y María, amarillenta, era testigo de ese diálogo. El sueño de sus padres se había concretado: habían vuelto, por fin.

Fernanda le contó al tío sobre su vida, abrasada por dos fuegos, el de España y el de América. Le contó que tenía un hijo en el que se unían la sangre gallega y la escocesa. "Todo un celta!", pensó el anciano en voz alta. "El es el retoño americano de la sangre que cruzó el mar –dijo la sobrina. Es la promesa. ¿La historia se repite? Quiera Dios que no tenga que emigrar".

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María González Rouco

Lic. en Letras UNBA, Periodista

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