Un cielo para mi abuelo María González Rouco |
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"La más grave tragedia que le puede
ocurrir a un alma gallega es morirse fuera de su tierra" |
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Hacía calor. Como todas las tardes, después de la siesta, el anciano empuñó la silla que hacía las veces de bastón y se dirigió al patio. Allí, bajo la parra, escucharía las voces de los vecinos, miraría jugar a los nietos, conversaría con los transeúntes. Allí, adormecido por el calor estival, recordaría sus años mozos, en una tierra lejana, de la que mucho le había costado partir. Era gallego, y su sangre vibraba aún al escuchar su idioma, al rememorar un paisaje querido que ya no volvería a ver. Le costaba caminar, pero su lugar bajo la parra lo esperaba, como todas las tardes, como siempre. Pronto cumpliría ochenta años. Había nacido antes que el siglo, y sabía que su vida terminaba; no obstante, vivía con esperanza esos últimos años, junto a sus seres queridos. Había nacido en La Coruña en 1890, en una aldea; desde ese momento había pasado mucho tiempo, más tiempo por dentro que por fuera. En la calidez de esa tarde, el inmigrante recordaba. Recordaba su tierra, en la que crecían los pinos y los eucaliptos, en la que cantaba el viento amigo. Recordaba sus viajes a Compostela, de la que tanto se hablaba. Se preguntaba si aquello que se transmitía de boca en boca, de padres a hijos, tenía algún asidero: que hubo peregrinos que llegaron descalzos desde Alemania; que cuando destruyeron la catedral, levantada por Alfonso III, trasladaron a Andalucía las campanas, "a hombros de cristianos". ¿Qué habría pensado el viejo, si se hubiera enterado de que un estudioso afirmaba que Santiago Apóstol se relacionaba –a su criterio- con los gemelos Castor y Pólux, y con la diosa Venus? Sin duda, se habría santiguado. Su Santiago, el de la Virgen de la Barca, no podía tener nada que ver con nadie que no fuera Dios Nuestro Señor y su Divino Hijo. Recordaba el viaje en barco, hacia América, un año antes del Centenario. Traía consigo, como equipaje preciado, los poemas de Rosalía de Castro. "Como chove, miudiño,/ como miudiño chove", repetía en voz baja. Qué animoso era entonces! Cuántos proyectos tenía! No podía entender el llamado de la poeta a los emigrantes, ni su congoja al pensar en ellos. Llegó a la Argentina con diecinueve ilusionados años, con la certeza de que aquí podría labrarse un porvenir. Muchas historias se contaban en la aldea acerca de la nueva tierra. Tierra promisoria, rica y fértil, que acogía con los brazos abiertos a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Mi abuelo era uno de ellos, uno de los inmigrantes que poblaban ese navío, provenientes de distintos países y hablando diversas lenguas. Una búsqueda en común unía a aquellos espíritus, y los hermanaba a pesar de la precaria comunicación que lograban establecer por señas y por sus rudimentarios conocimientos de otros idiomas: era la ilusión de vivir dignamente, lejos de la miseria, de la guerra, de la soledad... El gallego dejaba en su tierra a sus padres y a algunos de los hermanos. Quedaban los campos en los que labraban de sol a sol, sin posibilidad de mejorar su situación, los mismos campos en los que, siendo muy niño, le habían enseñado el oficio. Había que plantar judías y papas, cosechar los cereales. El pequeño tenía voluntad, pero le faltaba fuerza: no podía con los enseres, aunque deseara cooperar. Fue creciendo en ese paisaje que tanto quería, cerca del mar, las rías, las montañas, viendo cómo sus hermanos mayores, sus amigos, sus vecinos, eran reclutados para luchar en tierras extrañas. El no quería ir a la guerra; no quería matar, no quería morir. Un día, sintió en su corazón un llamado, el imperativo de su sangre, que deseaba dar frutos; ese llamado lo instaba a emigrar. No era una decisión fácil, pero la dureza de las condiciones en que vivía la hacía menos descabellada, la volvía una opción válida. En eso pensaba el anciano, mientras los nietos jugaban a su alrededor. Había quedado viudo poco antes. Su mujer murió sin padecer ninguna enfermedad. Murió de cansada, del agotamiento ocasionado por una vida muy dura. No es que hubiera pasado los partos sin ninguna asistencia, sola en la casa de piedra de la aldea, como los pasó la madre del inmigrante; se la llevó el desgaste de levantarse al alba para atender un pequeño comercio, día tras día, año tras año, asustada por la facilidad con que quedaba embarazada y por la dificultad con que llegaban, cada mes, a pagar la cuota de la hipoteca. Quedó tendida en su cama. Sus ojos se cerraron sin que, aparentemente, hubiera sentido dolor. Dios lo había querido así. Y aunque no lo decía, él esperaba una muerte igual de dulce, en su cama, sin sufrimientos, como morían los viejos en su tierra. Había conocido a su mujer siendo ya mayor. Su sentimiento no era comparable al de Macías el Enamorado, pero era amor al fin y al cabo. Mantuvieron un prolongado noviazgo, interrumpido por dos viajes del novio a su patria. ¿Qué había buscado durante esas travesías? Nunca quiso confiárselo a nadie. ¿Deseaba regresar a su tierra? ¿Lo atenaceaba el deseo de ver a los suyos? Sea por el motivo que fuere, lo cierto es que las dos veces regresó, y luego del segundo regreso, se casó con la argentina hija de lombardos que con tanta paciencia lo había esperado. - "Adiós, don Martín!", la voz cantarina resonó en la tarde. - "Adiós, don Jesús! Cómo va?", respondió el inmigrante. La escena se repetía, cotidianamente, siempre a la misma hora, como una manera de comprobar que estaban vivos. Uno, caminando lentamente; el otro, postrado en una silla de la que mucho le costaba desprenderse. La independencia lo hubiera hecho sentir inmensamente feliz. Unos meses antes, yendo a visitar a la menor de sus hijas, se había caído en la calle, y habían tenido que traerlo de vuelta. A partir de ese momento, su declinación fue veloz y evidente. El médico le prescribió una dieta estricta, en la que no tenía cabida lo que no había podido comer en su tierra, y que aquí estaba al alcance del más modesto bolsillo. "El colesterol, don Martín, el colesterol!, decía el galeno, moviendo la cabeza. Debía cuidarse, vigilar las comidas. Sus hijas observaron puntillosamente las indicaciones del médico y el anciano tuvo que contentarse con una cena distinta en la que le dejaron, por suerte, el pan negro y las manzanas. Para su cumpleaños –se sabía-, el mejor regalo era un paquete de castañas. Ese era el mejor festejo: calentarlas a fuego lento y luego saborearlas despacio, degustando la reminiscencia de infancia, lejanía y pobreza. No eran la magdalena sobre la que escribió Proust, pero tenían los mismos poderes; diríase que tenían la virtud mágica de corporizar vivencias y escenarios, hasta confundir el entendimiento y hacerlo vacilar sobre la realidad. Aspirando ese aroma, no sabía si estaba en América, o si tenía quince años en su aldea, su Cebreiro entrañable, a la que añoraba volver. Había venido a hacer la América, desempeñando los más variados oficios, ahorrando peso sobre peso. Como todos sus paisanos, estaba seguro de que le aguardaba un futuro envidiable, de que cuanto ganara le alcanzaría para vivir holgadamente y para enviar dinero a sus padres, que ya estaban muy viejos para labrar. Qué lejos estaba todo eso ahora, cuando veía con amargura que ni siquiera lo dejaban salir solo a la esquina! Qué amarga le parecía la vida, que lo postraba en esa silla, en su cama frente al televisor en blanco y negro, donde cada domingo veía a Tato Bores! Los sueños no se habían vuelto realidad. Había podido vivir, comprar una casa, educar a sus hijas, hacerlas estudiar, pero, de ninguna manera se había convertido en el indiano del que escuchaba hablar con admiración en su tierra. ¿Le habría faltado talento? A otros les había ido muy bien, y a él no. Conocía paisanos que habían amasado una fortuna considerable, con su propio esfuerzo, sin perjudicar a nadie. Quizás a él le había faltado visión, porque lo que es esfuerzo, le sobró, lo mismo que a su mujer. No había sabido encontrar el negocio justo, en el momento adecuado, como sí supieron hacerlo otros que vinieron de la aldea con él, en el mismo barco, en idénticas condiciones. ..... .....Un día se acabaron las tardes bajo la parra. El anciano presintió el fin, y recordó las tradiciones de su tierra. Esas tradiciones decían que quien muriera en Galicia podría resucitar cada noche, y volver a su casa. Podría velar el sueño de sus seres queridos, sentarse a la vera de las rías, descansar bajo los árboles que frecuentara en su vida terrenal. Si moría lejos, nada de esto le sería dado. Tendría una muerte común, como todas, lejos de las creencias que quizás hubiera heredado de los celtas, tan amigos de los duendes y los trasgos, del más allá y sus misterios. La única solución era regresar, pero era imposible. Solo no podría hacerlo. Estaba inválido y, aunque ya no tuviera que viajar en barco, sino en avión, unas pocas horas, nadie podía acompañarlo. No había dinero; había que cuidar a los chicos, que iban a la escuela; no se podía desatender el trabajo, aunque la situación no era tan crítica como la que se vería años después. No, el regreso era una quimera. Pero también había sido una quimera la partida hacia América, sesenta años antes. La diferencia estaba en que, en su juventud, él decidía por sí mismo, sus piernas le respondían y, con su hato de ropa y sus pocos libros, podía ir donde quisiera. Ahora necesitaba ayuda para todo; dependía de sus hijas, de sus nietos, hasta para tomar un vaso de agua. Por otra parte, si volviera, ¿quién lo cuidaría hasta que llegara el momento de reunirse con sus muertos? ¿Quién lo acompañaría, una vez más, a ver el Pórtico de la Gloria, para despedirse de él? Nadie tendría tiempo. Sería un viejo solo, en una tierra extraña, poblada de jóvenes a los que no conocía, con los que no podría compartir sus recuerdos. Estas consideraciones, que lo obsesionaban, no mitigaban su pena. Pensaba que iba a morir lejos, y eso lo desesperaba. El soñaba con la libertad de que gozaban las almas en el más allá; sabía de sus correrías y de sus visitas a los familiares. Se decía que salían solas a caminar hasta que clareaba, o que solían hacerlo en grupo, en la Santa Compaña. Se moriría del todo, para siempre. Bueno, contaba con la esperanza que le daba la Iglesia Católica, la de purgar sus pecados y reunirse con los bienaventurados, en la Presencia Divina. Pero –se decía- ya no iba a poder volver a su tierra; el lazo se cortaría entonces definitivamente. Mi abuelo empeoró, y hubo que internarlo. Intentaba recuperarse, pero ya era tarde. Su alta edad y lo trajinado de su existencia conspiraban contra la mejoría que ansiaba. Quería curarse para poder viajar. No lo lograba. En el sanatorio pasó sus últimas noches, sus últimas mañanas, añorando la libertad y suspirando por su juventud. Se veía pescando con sus hermanos, a orillas de la ría que surcaba el verde de la pradera. Se veía peregrinando, orando, bebiendo, festejando las efemérides de su tierra. Se encontraba atado a la cama con barandas de metal, con el suero entrando a su cuerpo por la vena del brazo, y quería escapar. Asombraría a los nietos con la visita inesperada. Cuando llegó el final, él lo presintió. Moriría rodeado de médicos y enfermeras, con sondas y catéteres. Tratarían de reanimarlo. Su corazón se pararía. Lo verían en esa pantalla que tenía cerca de la cama. Nada más lejano de la muerte campesina que deseaba, en paz, con los suyos, con el cura de la aldea, que le hablaría de Dios y le haría besar el crucifijo. Su alma celta aceptaría la Extremaunción. Dios le reservó una sorpresa. No lo dejó volver a Galicia, como un espíritu noctámbulo, pero lo llevó a un cielo de gaitas y muñeiras. Allí es feliz. En la eternidad encontró la tierra añorada. |
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María González Rouco
Lic. en Letras UNBA, Periodista
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