Peregrinación María González Rouco |
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¡Van a deixala patria!... Forzoso, mais supremo sacrificio. A miseria está negra en torno deles, ¡ai!, i adiante está o abismo!..." Rosalía de Castro |
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La noche caía sobre el pueblo. Hombres y mujeres, ancianos y niños, se retiraban a sus casas de pizarra. Una vez más, la cena forzosamente frugal los reuniría alrededor de la mesa; comerían papas, pescado, algunas castañas. La realidad se presentaba dura; el ganado no engordaba, la tierra no se mostraba generosa con quienes la trabajaban. La desesperación cundía en los ánimos de esa gente que apenas sabía leer y escribir. Los más jóvenes se preguntaban si iba a ser así toda la vida; no estaban dispuestos a aguardar, día tras día, un bienestar que no llegaba, una salud que se esfumaba en los campos, asediada por el frío y la mala alimentación. La noticia de lo que sucedía en América los conmocionaba. Se hablaba de paisanos que habían podido comprarse una casa, o varias, que comían lo que querían y cuanto querían. Se hablaba también de hombres que se empleaban como mozos en bares, de mujeres que lavaban ropa ajena en inmensas piletas, en invierno y en verano, sin desmayo, por unas monedas. Muchos pensaron en la posibilidad de partir, pero la sangre ata, los mayores se resisten a dejar ir a sus descendientes; piensan, con razón, que ya no volverán a verlos. Estas cavilaciones agobiaban a cada uno y lo alentaban, alternadamente. Se veía crecer a los hijos, venían más hijos, y la situación no mejoraba. Era imposible viajar con toda la familia; no se sabía qué suerte aguardaba y, si se iba a pasar penurias, mejor era sin los niños. Ellos, en su tierra, estarían un poco mejor que en un país extraño. La idea era marchar solos y luego, según la fortuna, volver o llamar a quienes se habían quedado. Las historias corrían de boca en boca; Pedro se había instalado en Cuba, María era mucama en una casa distinguida, Jesús había vuelto más pobre que como había salido del pueblo... Una voz se oyó en la noche. Uno de los muchachos, que aún no contaba veinte años, llamaba a los demás. Lo asombraba el fulgor de una estrella, radiante en la noche cerrada. Casa por casa, iba llamando a todos; les decía que miraran hacia lo alto, que seguramente Dios se había apiadado de sus almas. Todos se santiguaron; rezaban en voz baja esas plegarias que casi no recordaban. Esa estrella era distinta; tenía una luz prístina, única. La muchedumbre se agolpaba en las calles; todos miraban hacia arriba. Esa estrella quería significar algo, pero ¿quién podría descifrar el mensaje que venía de lo alto? Pensaron en el cura del pueblo, en los pocos que sabían algo más que el resto. ¿Cuál de ellos podría desentrañar el misterio? Mientras, la estrella avanzaba hacia el oeste, hacia el sur; parecía mostrar un camino. Los hombres se abrazaban, las mujeres lloraban, los niños miraban sin comprender. Fueron los ancianos quienes reconocieron la señal: era la estrella que había guiado a sus mayores. Sí, seguramente ésa era la misma estrella de la que hablaban los más viejos, la misma que había mostrado una senda siglos atrás. Uno a uno, los jóvenes entraron a sus casas. Tomaron unas pocas pertenencias, se despidieron de los suyos y se marcharon. El futuro era incierto y los atemorizaba, pero creían que valía la pena intentar esa travesía. Los padres oscilaban entre dos sentimientos: veían el porvenir que aguardaba a sus hijos en el pueblo, y sentían que esa separación, aunque necesaria, desgarraba sus corazones. Ya no los tendrían allí, como todas las mañanas; no irían juntos a misa los domingos. La sola idea se volvía dolorosa, pero nada podían hacer. Quedarían solos los viejos, para consolarse entre ellos, para pedir que alguien escribiera una carta para ese hijo que se fue, para la hija que promete que va a regresar, que los va a venir a buscar. Una peregrinación de campesinos se dirige hacia el mar, hacia ese destino nuevo que aguarda tan lejos. La estrella los guía, brillante en el cielo, hacia un mundo de prosperidad. |
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María González Rouco
Lic. en Letras UNBA, Periodista
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