Inmigración y literatura: |
Los
inmigrantes que llegaron a la Argentina
entre 1850 y 1950 criaron animales para
compañía, para que los ayudaran en sus
tareas y para consumirlos. Hay, asimismo,
animales aborrecidos y otros temidos por los
inmigrantes. En la literatura, se evocan
esas diferentes relaciones con los animales.
Por otra parte, quienes llegaron de lejos
han sido identificados, por distintas
razones, con varios animales. Este es el
tema del presente trabajo, en el que cito
fragmentos de obras no literarias y
literarias.
Indice |
Mascotas |
En el poema "Cuando mi padre habló de su infancia" (1), José González Carbalho enumera las posesiones que el niño inmigrante tenía en Galicia. En América, ya nada tiene de eso, y se lamenta: |
Ay, el dueño de valles y misteriosos bosques por el que andaba yo mi perro y mis canciones. Mis canciones que vuelven sólo para que llore Mi perro ya olvidado de obedecer al nombre. Yo, que perdí mis cielos, ¡y soy tan pobre!. |
Recuerda a sus animales queridos Luis Varela, en De Galicia a Buenos Aires: "Dejaba yo en España algo que inconscientemente llevaba conmigo a bordo. Aquel caballo brioso no podía despegarlo en sueños de mi cerebro. También quedaba en Galicia un perro que se llamaba Sereno, que yo había criado de cachorro y con tanta pasión que me acompañaba en mis salidas de caza. No era un pointer de pura raza, pero sí un incansable rastreador y si ni él ni yo éramos excelentes cazadores, vaya si me había dado satisfacción por los montes de la campiña gallega. Aquellos fieles amigos yo los cuidaba como si fueran mis hijos. El negocio para mi casa hubiera sido que nos fuéramos los tres juntos. ¿quién los iba a cuidar ahora? Y en la incómoda posición de la litera, soñaba más que dormía, siempre en puro sobresalto, creyendo que a mis amigos les estaba pasando algo malo" (2). El calabrés Serafín protagoniza "Un carro en la esquina", cuento de Syria Poletti. El tenía una mascota: "El vigilante de la cuadra le regaló un perro, un cachorro tan andariego como él; nacido para vivir en la calle, como él. Y cuando, al acortarse los días, colgó bajo el toldo un farol multicolor, la impresión de seguir viviendo en el viejo pueblo calabrés, se le hizo nítida". Internado en el Hospital Italiano, el inmigrante piensa: "El diariero cuidaría del perro. Y los gringos de la verdulería también: eran paisanos. Seguramente, el cachorro dormiría bajo el carro. No se dejaría llevar por la perrera. Era andariego, pero ¡vivaracho! Lo esperaría ahí, junto al carro" (3). Elena Guimil es la autora de "Mi búho" (4), uno de los seis relatos del Premio La Nación 1999 de Cuento Infantil. En ese relato, la escritora recuerda la oportunidad en que su padre le trajo un pichón de búho. "Mi padre era un gallego fornido. Trabajaba de la madrugada a la noche y de lunes a sábados. Solamente los domingos se dedicaba a la familia y a la caza, sus dos mayores placeres. Tenía tres perros de pura raza, diestros cazadores y su escopeta de primera. Cargaba su almuerzo y salía al campo. Era un solitario. Yo no era muy distinta a él. Amaba andar sola por el monte, jugar en silencio y tener secretos sólo para mí. Podría pasarme horas observando las rápidas zambullidas del martín pescador o escuchando el parloteo de las ardillas y el gorjeo de los pájaros. El domingo era también mi día preferido. (...) yo me sentaba en un banquito impaciente, mirando fijamente la bolsa cerrada que descansaba olvidada junto a la puerta. Adentro había algo que se movía, algo que era para mí. Mi padre sólo la abriría después de tomar su café caliente. Unicamente él podía hacerlo. Pero no parecía tener ningún apuro. Me miraba de hito en hito y sonreía detrás de su taza. Creo que disfrutaba con mi impaciencia. El contenido de la bolsa de arpillera era un misterio para mí, aquel que esperaba ansiosa todas las semanas. ¿Qué sería esta vez? ¿Un tero, un lechuzón o un zorrito? La criatura asomó sus gigantescos ojos amarillos y se posó en la mano de mi padre. Emitió una especie de silbido cuando me acerqué". En su cuento "El cardenal", Márgara Averbach escribe: "Yo siempre habìa querido un cardenal. En ese entonces, habìa muchos en los àrboles de la casa de las tìas, como flores rojas màs ràpidas que las otras. Y el abuelo, -que había nacido en una ciudad de Europa y después se había visto obligado a convertirse en gaucho judío, una conjunción inimaginable para él, supongo- me habìa prometido cazar uno para mì ese verano. Era el mejor de los cazadores, un hombre alto, lento. Se agachaba para tocarme con una gracia infinita que mi torpeza iba a envidiarle para siempre. El me había enseñado a andar a caballo. Me había subido a ese paraíso de crines y cuero de oveja, me había puesto las riendas en la mano izquierda, me había mirado con confianza y me había dicho Adelante. La promesa, el pájaro, era solamente uno de sus muchos trucos de magia" (5). Rubén Héctor Rodríguez evoca, en "Extraño chamuyo" (6), el problema que causaron unas aves que criaba: |
En el conventiyo del tano Giacumín se armó la de San Quintín a causa de extraño y sórdido chamuyo. Entonces, cada cual aportó lo suyo. ¡Fantasmas! Expuso Graciana en yunta con Lulú, su hermana. Para Lola, que volvía de un velorio. ¡Almas del Purgatorio! ¡Ondas hertzianas! juzgó Benita, mina que las iba de erudita. ¡Espíritus del más allá! batió Evarista jovata de tendencia espiritista. No emitan falsas razones, les aclaré desde los piletones. Son mis hembras y buchones Alimentando a sus pichones. Por culpa de estas quilomberas volaron las palomas mensajeras. Me buchonearon con el patrón y, cabrero, desalojó el jaulón. |
El abuelo del actor Pepe Soriano tenía un loro como compañía: "Ladrillo y barro, chapa y madera. (...) En este buen lugar, donde hoy hay una galería vidriada con fuente y enredadera, su abuelo Giuseppe armaba a mano zapatos que jamás pesaban más de 300 gramos –era su regla de oro—mientras mascaba tabaco y hablaba en un calabrés imposible con el loro que lo escoltaba sobre una percha" (7). Roberto Fontanarrosa presenta en una de sus historietas a un italiano amante de la música. Es don Nino, que lleva en el hombro un loro, al que le ha enseñado a cantar el himno de su tierra (8). En Los gallegos, una novela inédita, Gloria Pampillo escribe que su abuelo tenía, en su escudo, un toro. Había elegido el mismo nombre para todo lo que compraba: "Celta, como el nombre que mi abuelo le ponía a cada uno de los bienes que acá se iba ganando, desde su barco hasta los toros. Un toro negro, morrudo, que ahora le dibujo en su escudo de comerciante, como tantos otros dibujaron una espiga en el almacén o en la panadería: La flor de Galicia". Un animal era muy querido entre los disfrazados: "Los improvisados –comenta Andrés Carretero- preferían cubrirse con una sábana, lucir algún antifaz o pintarse la cara con corcho quemado. El disfraz más frecuente en todos los corsos fue el de Oso Carolina" (9). El disfraz de Oso Carolina que menciona Carretero tiene una historia de pobreza. Escribe Podeti: " ‘Según tengo entendido, el oso carolina era un disfraz de oso hecho con bolsas de arpillera, en algunos casos bolsas que habian sido usadas para arroz y por lo tanto conservaban el sello de 'carolina 0000' o el que correspondiera. Como ya no hay arpillera, ahora podría manguear unas bolsas de polipropileno blanco y disfrazarme de 'Oso Núcleo de alimento para aves'.’ (Fuente: El lector Javier Unamuno, que no cita fuente alguna ni nada. Probabilidades de exactitud: 85 %, porque es casi una efeméride - o como sea el singular de ‘efemérides’ - y a pesar de que parece inventado y de que empezó su alocución con ‘Según tengo entendido’, frase hecha turbia como pocas)" (10). Notas
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Animales que trabajan |
Juan José Hernández evoca, en su cuento "El inocente", a unos perros guardianes. "Poco tiempo después Julia y yo lo descubrimos muerto en la quinta del alemán. Ocultamos nuestro hallazgo. Nos habían prohibido subir a la pared del fondo que daba a la quinta, pero a menudo desafiábamos el peligro para robar naranjas. Nunca saltábamos la tapia; hacerlo hubiera sido correr la misma suerte del gato. Provistos de un palo de escoba en cuyo extremo habíamos dispuesto un alambre en forma de gancho, cortábamos de un violento tirón las naranjas de los árboles cercanos. Abajo, los perros guardianes de la quinta ladraban, echaban espuma por la boca, mostraban los dientes, gemían de furia y de impotencia. El alemán, un ingeniero agrónomo que vivía en el centro de la ciudad, sólo les daba de comer una vez por semana para volverlos más feroces" (1). Francisco Montes es el autor de Leyendas y Aventuras de Alpujarreños. En "El desafío" relata que, para las fiestas patrias, en Malargue se realizaba una competencia de doma. Un indio puelche desafía a un andaluz de dieciséis años: "no se sabe en qué tris fatal Miguel dio una voltereta en el aire y cayó en pie. Un silencio espeso acogió el final inesperado. El desafío había terminado. Miguel saludó al domador (cortesía indígena), reunió su caballada y a sus secuaces y desapareció. Dicen que nunca más volvió por aquellos pagos. El domador con carita de extranjero, flaco, velludo y colorado, de ojos azules era el mismo que desde las Alpujarras había llegado con dos años de edad en la búsqueda de insondables destinos. Y cuentan todavía en los fogones malarguinos el gesto de un huaso chileno que había presenciado el desafío, rico el hombre, que había llegado con una tropilla de alazanes y mulas de alzada cordillerana. Montaba un caballo de leyenda con apero chapeado en plata. Se acercó al jinete y ofreciéndole las riendas de su montado, le dijo: -Tome, joven. Este es mi regalo. El apero nada más valía un Perú" (2).’ En "Los trotadores", de Elías Carpena, dice uno de los personajes: "-¡Mire, patrón: de los troteadores que ahí, en la Coronel Roca, corrieron el domingo, ni los que corrieron antes, le hacen ninguna mella... : ni siquiera el del vasco Estévez, que ganó sobrándose por el tiro largo, ni el de la cochería Tarulla, que ganó con el oscuro a la paleta! ¡Usted tiene el oro y lo confunde con el cobre!" (3). En "Nobleza del pago", Fray Mocho hace referencia a un inmigrante inglés que no era trigo limpio. Recordando la historia de su familia, dice un personaje: "Yo no sé, che, si eran nobles, pero sé que les caían y que con algunos hasta tuvo que ver l’autoridá, como le pasó a tu tío Ramón, que al fin se quedó en la calle, y a tu tía Robustiana, mal casada con un inglés que tenía el finao de mi padre de puestero y que lo pilló cerdiándole las yeguas, a medias con el juez de paz..." (4). En su poema "La Condra" (5), Fulvio Milano canta: |
Así la llamaba el abuelo italiano. No sé qué significa este nombre. Condra, la yegua blanca que atábamos al sulky. ¿Qué voy a hacer, Dios mío, con este nombre raro a través de la gente, a través del olvido? La Condra, impredecible de caprichos en los caminos rurales, batía al aire los remos nerviosos, disparaba por fantásticos ríos tronaba el abuelo, y yo veía palidecer en tambaleante escorzo el angustioso sueño de la llanura. Me ha tocado entrar entre vosotros con estas imágenes. ¿Qué quieren de mí? La Condra encabritada entre cielo y la tierra, blanca erguida en su indómita empresa ¿dibujaba con cruel exactitud algo más que aún debo encontrar? |
En la "Oda a los ganados y las mieses" (6), Leopoldo Lugones evoca al ruso Elías y su yegua cebruna: |
Pasa por el camino el ruso Elías Con su gabán eslavo y con sus botas, En la yegua cebruna que ha vendido Al cartero rural de la colonia, Manso vecino que fielmente guarda Su sábado y sus raras ceremonias, Con sencillez sumisa que respetan Porque es trabajador y a nadie estorba. |
"La siesta" (7) se titula uno de los cuentos que Alberto Gerchunoff incluyó en Los gauchos judíos, en el que evoca los animales rurales. Así comienza: "Sábado, día del santo reposo, día bendecido por los escritos rabínicos y saludado en las oraciones de Yehuda Halevi, el poeta. La colonia duerme en una tibia modorra. Blancas las paredes y amarillos los techos de paja, las casuchas lucen al sol, sol benigno de la primavera campestre. Del cielo, lavado por la lluvia de la víspera, desciende una paz religiosa, y de la tierra se elevan rumores apacibles. Floridos están los huertos y verdes los campos sin fin. En medio del potrero, el arroyuelo entona su melodía geórgica. Lenta y grave es la canción que dice el agua cubierta de círculos pequeños; y en el camino, uniformado por una densa colcha de polvo, una víbora muerta semeja un garabato de barro. En el potrero descansa el ganado. Los bueyes rumian y mueven sus cabezas pensativamente, y en sus cuernos la luz se quiebra en fechas azuladas. También para ellos el sábado es día bendito. Allá, en un ángulo, repica el cencerro de la yegua madrina y el potrillo de manchas claras brinca y se revuelca sobre el pasto". Humberto D’Arcángelo -personaje de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato- añora los carnavales de antaño, en los que su padre se lucía con el coche de plaza. El está con Martín "en una antigua cochera que en otro tiempo había sido de alguna casa señorial. (...) Le señaló al fondo, arrumbado, el cadáver de un coche de plaza: sin faroles, sin gomas, agrietada, la capota podrida y desgarrada. (...) Acarició la rueda de la vieja victoria. –La gran puta –dijo con voz quebrada-, cuando venía el carnaval había que ver este coche al corso de Barraca. Y el viejo con la galerita, al pescante. Te garanto que daba golpe, pibe" (8). En el Martín Fierro (9), publicado en 1872, aparece un italiano que hace música, y una mona que baila: |
Allí un gringo con un órgano Y una mona que bailaba Haciéndonos ráír estaba cuando le tocó el arreo. ¡Tan grande el gringo y tan feo! ¡Lo viera cómo lloraba!" |
Stéfano, el protagonista de una de las novelas de María Teresa Andruetto, ve a un organillero y su loro. El protagonista está alojado en el Hotel de Inmigrantes: "Cuando el sol baja, Pino y Stéfano salen a caminar por la ribera, hasta el muelle de los pescadores. Es la hora en que el organito pasa: lo arrastra un viejo de barba y gorra marinera que lleva un loro montado sobre el hombro" (10). En Frontera Sur (11), novela de Horacio Vázquez-Rial, el gallego Roque Díaz Ouro va "a los gallos": "Fueron al reñidero de la calle de Santo Domingo, que así se llamaba todavía Venezuela. Manolo pagó las entradas de los dos. El propietario del establecimiento, uno de los más grandes de la ciudad, se llamaba José Rivero y su prestigio abarcaba las dos orillas del Plata. No habría podido Roque imaginar el movimiento de aquella casa, y hasta se resistió un tanto a la evidencia. El, que era incapaz de diferenciar un bataraz, con su plumaje gris sucio, de un giro, con su cogote amarillento, o un colorado de un calcuta, se veía de pronto en un mundo de expertos que debatían a voces acerca de las virtudes de este o el otro animal, valiéndose de una jerga singular y poniendo en ello el furor de los obsesivos. Y no era escaso el público: en el enorme salón había asientos para varios centenares, repartidos en platea, gradería y palcos, y la pasión común reunía a hombres de muy distintos orígenes sociales en torno de los feroces y patéticos animales, consagrados al espectáculo de la muerte durante generaciones". Notas
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Animales para sustento |
Agricultores y pastores eran los Dal Masetto en su tierra lombarda. Lo relata el hijo, Antonio, en un reportaje: "Cuando retozaba por las montañas de Intra, su padre Narciso y su madre María eran campesinos. Cultivaban todo tipo de verduras y frutas: hileras de vid para hacer vino. (...) él era el encargado de sacar a pastar las ovejas y las cabras" (1). "Generalmente todos decían que eran agricultores –manifestó el profesor Jorge Ochoa de Eguileor-, porque una de las condiciones para poder venir a la Argentina era que fuesen agricultores. Nunca habían visto la tierra, y los que la habían visto, la habían visto en su pequeña casa del caserío donde tenían su cerdo, y donde tenían su vaca y alguna gallina" (2). Viajando de Rosario a Córdoba, Julio A. Roca conoce a un inmigrante entusiasmado con la ganadería y la agricultura. Escribe Félix Luna: "me impresionó lo que me dijo un inglés, empleado del ferrocarril. Era el encargado de medir las tierras, una legua a cada lado de la vía, que por concesión se le había otorgado en propiedad a la empresa. En un castellano arrevesado, el gringo me contó que estaban expulsando a los pobladores que vivían en aquellos campos para venderlos en grandes fracciones una vez que la línea hubiera llegado a Córdoba. Sería un negocio enorme –me decía- y se llenaba la boca describiendo las miles de cabezas de ganado que podrían criarse allí y los millones de fanegas de trigo que se cosecharían" (3). Otro inglés protagoniza el relato que un personaje narra en el cuento "Al rescoldo", de Ricardo Güiraldes: "-Est’ era un inglés –comenzó el relator-, moso grande y juerte, metido ya en más de una peyejería, y que había criao fama de hombre aveso para salir de un apuro. Iba, en esa ocasión, a comprar una noviyada gorda y mestisona, de una viuda ricacha, y no paraba en descontar los ojos de güey que podía agenciarse en el negosio. Era noche serrada, y el hombre cabilaba sobre los ardiles que emplearía con la viuda pa engordar un capitalito que había amontonao comprando hasienda pa los corrales" (4). Leopoldo Lugones, en "la ‘Oda a los ganados y las mieses’ (5), evoca el desarrollo de la ganadería, gracias al asesoramiento de un inglés |
lo cierto es que en su media lengua trajo artes y ciencias que el paisano ignora. El transformó los bárbaros corrales, las torpes hierras, las feroces domas, y aseguró en las chacras invernizas que al pronto parecieron anacrónicas, forraje fresco a los costosos padres, que entienden sus maneras y su idioma. Y el tronco muscular del eucalipto en que su duro y blanco brazo apoya, se amorata de fuerza parecida al levantarse desgreñado de hojas "Marido de la Pampa" como dijo Sarmiento, con palabra creadora". |
En ese mismo poema (6), canta al vasco que vende la leche: |
¡Oh alegre vasco matinal, que hacía Con su jamelgo hirsuto y con su boina La entrada del suburbio adormecido Bajo la aguda escarcha de la aurora!: Repicaba en los tarros abollados Su eclógico pregón de leche gorda, Y con su rizo de humo iba la pipa Temprana, bailándole en la boca, Mezclada a la quejumbre del zorzico que gemía una ausencia de zampoñas. Su cuarta liberal tenía llapa, Y su mano leal y generosa, Prorrogaba la cuenta de los pobres Marcando tarjas en sus puertas toscas. |
Baldomero Fernández Moreno incluyó en Guía caprichosa de Buenos Aires la página "El vasco lechero en el café", en la que dice: "he aquí que al hilo del mostrador aparece un vasco lechero, la cara rosada, con dos parches más rojos pegados en las mejillas, la boina encasquetada, la blusa rizada, que no todo ha de ser fortaleza y agresividad; las piernas combadas, las alpargatas silenciosas, y el tarro en la mano como si blandiera un arma o un guijarro listo para ser proyectado en la cara lisa y cosmopolita del ‘barman’. Y con el vasco lechero entra también el campo, un aire duro y frío y un trébol. Un trébol precisamente que se labra un espacio verde en el ambiente gris y que yo veo con toda nitidez" (7). Mario, protagonista de Hermana y sombra, de Bernardo Verbitsky, recuerda al español que les vendía leche: "Dejamos en Bahía Blanca varias cuentas impagas, pero la que realmente nos preocupaba era la del lechero, un español bajito y menudo, a quien se le formaban unas arruguitas alrededor de los ojos al sonreír, lo que hacía con frecuencia. Vestía algo parecido a un chaleco oscuro, sin magas, usaba faja, y un chambergo negro echado ligeramente hacia la nuca. Teóricamente, le pagábamos mensualmente los cinco litros que nos dejaba cada día pero siempre fue tolerante para el cobro, aceptando los pretextos con que explicábamos nuestra condición de deudores morosos. En los últimos meses no pudimos darle un centavo sin que él suspendiera el suministro de nuestro principal alimento. Nuestra convicción, reafirmada más de una vez por mamá, era que a ese pequeño español bondadoso debíamos el no haber muerto de hambre, sobre todo nuestra hermanita a quien no le faltaron nunca varias mamaderas diarias para suplir los pechos casi secos de mamá" (8). En Barrio Gris, Joaquín Gómez Bas presenta a una española que vende leche en Sarandí: "El agua cubre ya la mitad de la calle. La gente comienza a utilizar el puente esquinero para atravesarla. Es un artefacto endeble y cimbreante que se yergue a más de cinco metros sobre el nivel del camino ordinario. Representa una hazaña ascender la escalera de carcomidos peldaños de madera, recorrer su piso de tablas inseguras y bajar por el extremo opuesto aferrándose a la barandilla resquebrajada por el sol y las lluvias. (...) Doña Micaela sube trabajosamente la escalera del puente acarreando un tarro de leche en cada mano. Trastabilla en los tramos y acompaña el peligroso tambaleo con imprecaciones más sucias que su indumentaria. Es grotesca como una vaca que bailara sobre sus patas traseras" (9) En Secretos de familia (10), Graciela Cabal evoca al vasco que les vendía la leche: "El que sí viene con carro y caballo es el lechero. Cada vez que el carro se para delante de la ventana, el caballo, que tiene sombrero con claveles y dos agujeros para las orejas, hace pis. Un chorro que suena más fuerte que cuando mi papá va al baño. El lechero tiene pelo colorado, usa boina y nunca hace chistes porque es extranjero. Mi mamá deja la lechera en la puerta y el lechero, que viene con un tarro grande y un tarro chiquito, pasa la leche de un tarro al otro y después a la lechera, sin derramar una gota. Al rato viene mi mamá y derrama todo, porque a ella siempre le tiemblan las manos, pobre mi mamá". Respecto de la inmigración en Tigre, afirma Mabel Trifaro: "En el período que va desde 1870 hasta 1910, que luego se prolongó en menor escala, fueron entrando al país gran cantidad de inmigrantes de diversas procedencias, que llegaron también hasta Las Conchas (Tigre) y se establecieron formando sus familias. (...) Los inmigrantes se ubicaron en diferentes lugares del país según su procedencia, formando colonias. En el caso del delta, si bien no formaron colonias, se distribuyeron en los ríos con cierta proximidad los que provenían de determinadas regiones de Europa. (...) Podemos destacar de modo general a los españoles de diferentes regiones en el comercio, los vascos-franceses en los tambos, los italianos en la industria y la mecánica, los turcos (sirio-libaneses) en el comercio itinerante, los japoneses en la floricultura, por lo que se instalaron en las zonas altas de General Pacheco, Benavidez y Escobar y éstos también se destacaron en la industria tintorera" (11). Godofredo Daireaux es el autor de "Matufia", cuadro costumbrista en el que menciona el ganado ovino: "Después del confortable almuerzo, se fue don Narciso a siestear, y se sentaron a la sombra de los preciosos aromas que rodeaban la estancia de don Carlos Gutiérrez, hacendado de la vecindad, don Julio Aubert, francés acriollado y mayordomo de una gran estancia vecina y un vasco, ovejero rico de por allá, que llegado a comprar carneros, a la hora de almorzar, había sido convidado por el dueño de casa" (12). Los Rotstein, llegados de Ucrania, se establecieron en la provincia de La Pampa. Sus descendientes escriben: "En 1913 se voló el techo de la escuela primaria y ésta quedó inutilizada. Los Novick pudieron mandar a sus hijos a estudiar a otro lado pero David tuvo que abandonar. Para aportar a la familia, se conchabó para cuidar ovejas en una chacra cercana. Una anécdota de su primer día de trabajo: el dueño de la chacra lo dejó a la mañana con las ovejas, galleta y una botella de agua y dijo que lo venia a buscar al anochecer. David esperó hasta que decidió que no lo venían a buscar y decidió volver caminando a Villa Alba. En ese entonces no había caminos sino huellas. Enseguida se hizo noche cerrada, pero el sentido de orientación que siempre tuvo lo ayudó a llegar. Esto tomó largo tiempo y, mientras tanto su empleador llegó, en carro o sulky, a buscarlo. Al no encontrarlo, volvió al pueblo. Tampoco estaba en su casa (estaba en tránsito, caminando de vuelta) así que para cuando llegó había una gran alarma esperándolo" (13). María Brunswig de Bamberg es la autora de Allá en la Patagonia (14), obra en la que reúne las cartas que su madre enviaba a su abuela, que había quedado en la tierra natal. "El 3 de febrero de 1923, después de una travesía de treinta días desde Hamburgo, Ella Hoffman llega con sus tres hijas a Buenos Aires, rumbo a la Patagonia, donde Hermann Brunswig, su marido y padre de las niñas, trabaja como administrador de una estancia y espera ansioso el reencuentro con su familia después de tres años y medio de separación. Esta es una selección de las cartas intercambiadas hasta 1930 entre Ella y Mutti, su madre, y que fueron recuperadas setenta años después por María Brunswig, la hija mayor. Pero no se trata de una simple recopilación, sino de un juego de tiempos y voces, pleno de agilidad y riqueza, en el que intervienen tres generaciones de mujeres: Mutti, Ella y la propia María. Algunas cartas de Hermann incorporan, por su parte, una visión masculina y un toque de humor. El diálogo epistolar le otorga a la obra una intensidad inusual, además de una visión europea del sur argentino en los años veinte. Ella habla a su madre del mundo nuevo que está descubriendo y se revela como una gran luchadora. Educada para ir a la Ópera, aprender francés y tocar el piano, ahora lava ropa en el arroyo, friega, zurce, remienda, come huevos de avestruz e incluso carnea zapones. En síntesis, una sensible crónica familiar que abre distintos horizontes sobre una región inhóspita y al mismo tiempo generosa" (14). "Hermann Brunswig, el esposo que aguardaba, había llegado a la Argentina en 1919 para emplearse como ovejero en la cordillera santacruceña y cuando fue nombrado administrador de la estancia Lago Guío, propiedad de Mauricio Braun, Rudolf Stubenrauch y Lucas Bridges, decidió que era el momento de hacer viajar a su joven familia" (15). Por evadir el reclutamiento vinieron los tres hermanos asturianos Fernández Montes, enviados por su madre, quien quedó en España con sus otros hijos. Nicanor Fernández Montes, nacido en Loredo, "llegó a Buenos Aires en el Capolonio, un barco ya casi legendario, que también fue tema de un tango". Su hija, Angela, cuenta que viajó en barco a la Patagonia, luego de un tiempo en el Hotel de Inmigrantes: "en una travesía marcada por olas de veinte metros... (...) Su primer destino fue Río Gallegos, donde no había ni veinte casas, y de ahí lo mandaron de puestero a una estancia. (...) En la Patagonia no había nada de lo que él sabía hacer, de modo que tuvo que improvisar, como todos los integrantes de una sociedad pionera. (...) Una vez, llegó a estar catorce meses solo en un puesto... catorce meses.... Desayunaba, comía, merendaba y cenaba cordero... no había otra cosa; lo notable es que le gustaba" (16). En Tierra del Fuego vivían los personajes de Fuegia, novela de Eduardo Belgrano Rawson. Ellos importaron padrillos, pastores y perros: "Cuando les resultó evidente que habían echado mano a los mejores campos del mundo, los criadores de toda la isla resolvieron cruzar sus mediocres ovejas con padrillos europeos. Para entonces ya nadie soñaba con transformar a los lugareños en sus pastores perfectos. En realidad, a los parrikens les sobraban condiciones para el puesto: corrían treinta kilómetros de un tirón, podían dormir al sereno en invierno y resistían sin probar bocado como el más bruto de los galeses. Pero nada aborrecían más en el mundo que el trabajo de ovejeros, de modo que los criadores olvidaron por fin el asunto y junto con los padrillos importaron pastores de Escocia, quienes trajeron hasta los perros" (17). También a las Islas Malvinas llegaron pioneros escoceses que criaron ovejas: "En 1842 llegaron dieciocho pobladores, en 1849 treinta y en 1859 otros treinta y cinco, con sus respectivas familias. El último contingente llegó en 1867. Poco a poco colonizaron todas las islas. Estos escoceses trasladaron a las Malvinas sus costumbres, entre otras la de criar ovejas, no vacunos. Sus descendientes forman la gran mayoría de la población malvinense nativa, de la población estable actual, porque las Malvinas tienen también una población inestable, de origen no escocés sino inglés: son los funcionarios y los militares" (18). El abuelo calabrés de Griselda García no quería que las nietas vieran cuando mataba un conejo (19): |
mi abuelo que para todas las actividades cotidianas produce un sonido distinto con la boca; que en los sesenta era sastre en Aerolíneas y hacía los trajes de azafatas y pilotos, mi abuelo, que cuando mataba algún conejo nos decía: vayan con tu hermana a dar una vuelta |
Manuel Corral Vide llamó Morriña a su restorán, nombre que nos habla sin duda del sentimiento que aúna a chef y comensales: "A través de Morriña (palabra entrañable para nosotros) el nombre de Galicia llega a miles de personas que, sin ser gallegas, se interiorizaron de las características de nuestra cocina, lo peculiar de nuestras tradiciones y nuestra milenaria cultura. En cuanto a los paisanos, me consta que se enorgullecen de tanta difusión" (20). El publica sus recetas en Galicia en el mundo; en una de las entregas de "Cocina gallega", leemos: "En Buenos Aires, siempre que se podía en casa, nos agasajábamos con una buena paella en la que difícilmente faltaba el conejo (mi abuela los criaba en nuestros primeros años en la Argentina)" (21). Décadas más tarde, el chef incluye el conejo en su menú celta, que consta también de una "Cabeza de Jabalí sobre tostadas" y "Paleta a la armoricana con habas verdes", entre otros platos (22). La venta de carne fue el medio por el cual subsistieron muchos inmigrantes, en diferentes situaciones. "En España vivíamos en San Gervasio, a pocos kilómetros de Barcelona –cuenta Remey Nuez Fontanals-. Y yo recuerdo que cuando empezó la guerra, mi papá nos fue a buscar al colegio en bicicleta y ya estaban todos los guardias civiles muertos... yo tenía nueve años. Mi padre falleció en esos días, de apendicitis. Así que mamá se quedó sola con los cuatro hijos. Yo, la mayor y mi hermana menor con nueve meses. Me acuerdo de que para poder vivir, mi mamá hacía estraperlo, contrabando de comida. Iba a los pueblos, compraba comida y la traía en el cuerpo, puesta. (...) en un viaje, en el que traía arroz en unos tubos escondidos en unos corsets, los guardias se dieron cuenta, y entonces mi madre se tajeó todo el corset, porque si la comida no era para nosotros, no se la iba a quedar nadie...Con mi hermana aprendimos y hacíamos estraperlo de carne, en las valijas del colegio... esa carne se vendía y podíamos subsistir" (23). En Aller simple: Tres Historias del Río de la Plata, coproducción francoargentina de 1994 codirigida por los franceses Noel Burch y Nadine Fischer y el uruguayo Nelson Scartaccini –a quien pertenece la idea original-, "la cámara se detiene y quedan tres rostros, elegidos al azar, que nos enfrentan. Dos hombres y una mujer. A partir de esas caras, la película se adentra en las ficticias historias familiares de cada una. Presuponen, los realizadores, que uno es francés, el otro italiano y la tercera española. (...) Aller simple presenta, una por una, las historias familiares. La del francés, que se convirtió en un rico integrante de la Sociedad Rural; el italiano, que se fue al Uruguay y le costó levantar cabeza pese a la solidez económica comparativa de ese país respecto del nuestro; y, por último, la española, que se integró a la clase media cuentapropista poniendo una carnicería" (24). En Quilmes, La Plata y Berisso, "se desarrolló, durante la década de 1920, una importante concentración de armenios gracias a las fuentes de trabajo en los frigoríficos de la zona. En la localidad de Berisso estaba el frigorífico Armour La Plata S.A. que inició sus operaciones en 1915. Entre dicho año y 1930, el 60% de su población obrera estaba constituida por hombres y mujeres provenientes de Europa y Asia. Los armenios compartieron con los italianos, españoles, rusos y árabes, las pesadas tareas en desfavorables condiciones de trabajo" (25). La asturiana Carmen Díaz relata que su padre "a veces volvía de Gijón o de Oviedo, y rechazaba los potajes desabridos que comían todos y pedía huevos fritos, lujo que se comía delante de sus hijos hambrientos y zaparrastrosos". Durante la Guerra Civil, los franquistas "entraban por la fuerza a las casas y se robaban las gallinas y los pocos comestibles que los aldeanos almacenaban con temor apocalíptico en sus despensas" (26). La pobreza llega a extremos patéticos en la novela Stéfano de María Teresa Andruetto. La madre del protagonista ha encontrado un ave. Años después, el hijo recuerda: "La veo en la cocina: saca agua de la que hierve en un latón, echa el agua sobre la torcaza muerta y la despluma con dedos diestros, luego la chamusca sobre la llama y la desventra. Lava víscera por víscera, desechando sólo la hiel amarga. Cuando está limpia, la divide en cuatro y dice: Tenemos para cuatro días. Yo no digo nada, sólo miro cómo separa una de las partes y luego oigo que me envía a guardar las tres restantes sobre el techo de la casa, para que el sereno las mantenga frescas. Cuando regreso, está sacando de la bolsa harina de maíz. Mete la mano hasta el fondo y yo escucho el ruido que hace el tazón al raspar la tela. ¿Alcanza?, pregunto. Para esta vez, dice. ¿Y mañana? Dios dirá" (27). Estos alimentos tan significativos para algunos inmigrantes, son mal vistos por otros italianos. Cuando viaja a Italia, el protagonista de La noche lombarda –novela de Atilio Betti-, ve que los descendientes acaudalados de los campesinos desprecian las comidas típicas de la región: "A mí me apetecían las ranas. Me apetecían todos los alimentos que nutrieron a mi padre; pero Anna los había proscripto de su mesa. No a la ordinariez de la polenta, no a la selvaggina, los patos silvestres". En esa obra, Betti evoca los oficios de sus mayores, entre ellos la cría de ganado y la caza de ranas (28). En Mendoza, los Bianchi se las ingeniaban para procurarse sustento: "Lo que más motivaba la admiración de Valentín hacia su mujer era cuando, durante el crudo invierno, ella se dedicaba a cazar pajaritos con su viejo rifle de municiones. Colocaba maíz mojado en el patio, frente a la puerta de la cocina, y mientras preparaba el almuerzo, las pequeñas avecillas se aglomeraban ansiosas por comer el alimento que asomaba entre la nieve. Entonces Elsa, de un solo disparo, hacía una buena cacería. Enseguida, con la ayuda de sus pequeños Bibi y Nino, limpiaban las presas obtenidas. Luego doña Teresa se dedicaba a la preparación de una exquisita polenta con pajaritos, que era la delicia de toda la familia" (29). Nino retiraba de los nidos pichones de paloma y gorrión, cazaba cuises y pescaba: Sobre los cuises o conejos de cerco, escribe, décadas más tarde: "Mi madre o la tía ‘Neta’, complacientes, solían prepararlos a la cacerola, que nosotros saboreábamos con deleite por el sólo hecho de saber que era producto de nuestras sacrificadas cacerías". Los puesteros convidaban al niño con carne de quirquincho y preparaban "empanadas de carne de león", a las que atribuían propiedades curativas (30). Acerca de Margarita Marc de Soto, hija de franceses afincados en Alberdi, afirma Carolina Muzi: "La cocina fue una constante en su vida y las perdices en escabeche, una de las especialidades más celebradas por familiares y amigos. Pero Margarita no sólo las cocinaba: también las cazaba" (31). En "La casa endiablada" (32), Holmberg imagina un crimen perpetrado contra un suizo que quería comprar gallinas. El juez relata: "-A principios de 1884, y unos tres meses después de partir usted para Europa, vino de Santa Fe a Buenos Aires un colono suizo llamado Nicolás Leponti, el cual, gracias a su actividad, a su esfuerzo, a su energía y a su inteligencia, había logrado reunir una fortuna que, si bien modesta, le permitía ocupar en su colonia una posición desahogada, y prestar, a sus compatriotas, servicios que le habían valido la estimación general". El escritor pone en boca del loro con cuya colaboración se esclarece el asesinato, consideraciones del ave acerca del coraje del europeo: "-Y era guapo el gringo... y duro para morir... ¿se acuerda, amigo?". Este inmigrante encontró su fin cuando intentó hacer una operación comercial relacionada con su actividad: "El suizo quería comprar gallinas de raza, y sabiendo el 17 que aquella casa estaba sola, se dirigió a ella y allí consumó el crimen". Durante mucho tiempo se ignoró qué había sucedido al colono: "La tierra cubrió el cuerpo de Nicolás Leponti, el aguardiente y el monte devoraron en pocos días el producto del crimen, y el misterio envolvió todo durante cinco años". En "Permiso, maestro", Isidoro Blaisten presenta a "La Colorada", "una polaca llamada Vlasta, es la prima de la pollera" (33). Mempo Giardinelli escribe, en Santo Oficio de la Memoria, que, en Filetto, los nativos eran pescadores, viñateros, cosechadores de olivas (34). En El mar que nos trajo, dice Griselda Gambaro que Agostino "Cada atardecer, salvo que el tiempo lo impidiera, salía en barca bajo patrón en jornadas que, según la pesca, concluían al amanecer o al mediodía siguiente. Se trabajaba mucho y se ganaba poco. (...) Ellos estarían condenados al mismo ritmo de trabajo toda la vida: la pesca, la venta a precios viles y el ocio destinado al arreglo de las redes" (35). Muchos italianos fueron pescadores, en Mar del Plata. Un descendiente se refiere a la vida cotidiana de uno de estos inmigrantes: "A Juan Carlos D’Amico lo llaman Chupete. (...) A Chupete le gusta su profesión, la misma de su padre y de sus dos abuelos italianos. Para ellos, toda la vida giró en torno a la pesca. ‘Mi abuelo llegaba a la casa, se lavaba y preparaba el chupín. Mientras se cocinaba, tejía la red. Todos los días un poquito. Terminaba de coser, comía, y se iba a dormir hasta el otro día, que volvía a pescar. Esa era la vida de él" (36). Canela recuerda las recetas que cocinaba su madre italiana: "En verano, una sopa de harina quemada con pan tostado. Había tortilla de flores de zapallo y criábamos caracoles de jardín en cajas, que después ella purgaba para hacer unos exquisitos guisos. Salíamos al campo en busca de la planta diente de león, que se agregaba sin su flor a la polenta con panceta" (37). "Luca Filiziu tiene 82 años y es uno de los primeros inmigrantes italianos que a mediados de siglo pasado trajo al país esa costumbre gastronómica que para los nativos resultaba extraña. Ahora ha vuelto a despuntar el vicio: a falta de quinta, cría caracoles en el balcón de su departamento, en el barrio de Constitución. ‘En la Argentina tenemos que buscar los platos con nuestro propio estilo’, dice, mientras saca del horno una fuente con brochettes de caracoles envueltos en panceta y otra con lumaches (como se denominan en italiano) en salsa picante" (38). Durante la guerra, los italianos se veían obligados a consumir animales domésticos: "Hasta ese momento la guerra sólo había sido sucesivas noticias de invasiones, amenazas lejanas –recuerda Agata, el personaje de Dal Masetto. En realidad, nos dimos cuenta de que la situación se estaba poniendo mala a medida que comenzaron a escasear los alimentos. Cuando nació mi hija Elsa ya faltaba de todo. El pan, el azúcar, la carne, la harina estaban racionados. Cierta vez que estuve enferma, para obtener unos gramos extra de una carne negra y casi incomible hubo que presentar una receta médica. Pagando muy caro, se conseguían algunos productos en el mercado negro. Había gente que se enriquecía con eso. (...) Llegó el momento en que cierta gente comenzó a comer perros. Eso me comentaba Mario. Que los gatos fuesen a parar a la cacerola era común. Quedaban pocos. Aquellas familias que todavía poseían uno lo cuidaban para que no se lo robaran" (39). En Polonia –recuerda Valeria Rodziewicz-, "La comida escaseaba, sólo teníamos arroz y la carne de los caballos muertos esparcidos por las calles. (...) Para poder comer tenía que vender mi sangre para las transfusiones" (40). Era el año 1939. Notas
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Animales aborrecidos |
Un personaje de la novela Mestizo, de Ricardo Feierstein, recuerda a los roedores con quienes disputaban el alimento en Polonia, durante la guerra: "en Lemberg venían épocas de hambruna terrible. Era tanto el hambre que teníamos que no puede contarse: (...) Jacobo vio pasar unas ratas que llevaban pletzales, pedazos de pan, desde las ruinas de una panadería derrumbada por las bombas. El se metió entre los escombros del sótano, peleó con los roedores hasta espantarlos y consiguió varios trozos de pan para repartir entre nosotros. El que no haya pasado eso no puede entenderlo" (1). Para Valentìn Bianchi "transcurrieron muchas noches de insomnio, acostado en la estrecha cucheta del camarote, mientras pensaba en su nuevo destino y en cual serìa la suerte que le depararìa. Las incomodidades del barco carguero en el que viajaba tambièn le producìan desazòn. Tenìa que sobreponerse a las penurias del viaje y a sus interminables noches, cuando, con frecuencia, solìa sentir a las ratas correteando por sobre su cama" (2). Un personaje de Lejos de aquí, de Roberto Cossa y Mauricio Kartun, de vuelta en España, dice a un argentino: "¿Cómo te creés que la pasé yo en tu tierra? Trabajaba en un bar dieciocho horas por día... ¡Dos turnos! Sirviendo a tus argentinos... soberbios... maleducados, ¡coño! ¡Dieciocho horas por día! Sin sueldo. Sólo por las propinas y la comida. Dormía en el sótano con una escoba en la mano para espantar las ratas... Treinta años juntando plata... ¡plata y odio! ¿Entendés lo que es eso? ¡Treinta años juntando plata y odio! ¿De qué solidaridad me hablás?" (3). El abuelo de Griselda García, calabrés, mataba a los roedores (4): |
(...) nos dejaba mirar la muerte en los ojos de las ratas atrapadas en tramperas, escuchar sus chillidos de bebés diminutos cuando el agua hirviendo les caía encima; |
Jacobo Rendler aborrecía a los "bichos" que poblaban las camas del Hotel de Inmigrantes. En "El viaje" (5), él evoca: "Nos llevaron al Hotel de los Inmigrantes. Los judíos mantuvimos juntos, y al rato se nos acercaron dos personas, se presentaron y en ídish nos dijeron que venían de la sociedad judía para ayudarnos en lo que pudieran. Nos llevaron a una oficina donde había unos bancos largos, nos hicieron sentar y nos iban llamando de a uno. Nos preguntaban nombre y apellido, origen, profesión y si teníamos conocidos en el país. Anotaron todo, y nos acompañaron al primer piso, con mi amigo siempre al lado. Era un salón enorme con cuchetas de a tres camas. Cuando vimos las camas perdimos las ganas de acostarnos. Con Melcer convinimos dormir afuera sobre unos bancos de cemento que había. Los paisanos que nos habían tomado los datos prometieron volver al día siguiente, nos dieron un vale para el comedor. A mí me dieron un peso en efectivo indicándome como llegar a la dirección que tenía de una familia conocida, vecinos de mi abuelo materno en un pueblo del interior de Polonia que estuvieron una o dos veces en mi casa de Lublín. Al día siguiente nos levantamos muy temprano. El banco de piedra era muy duro y estábamos a la intemperie, pero las camas estaban tan sucias y tenían tantos bichos que teníamos miedo de amanecer de nuevo en Polonia". En Memorias para no olvidar (6), de Eduardo Bedrossian, un armenio "En Buenos Aires, apenas pasó por el Hotel de los Inmigrantes, que era para europeos, no para asiáticos. Además los piojos, entonces brazos armados de la ley, lo echaron a empujones. Vivió en la calle durmiendo por la noche sobre los bancos de las plazas, hasta que logró albergue en uno de los galpones del Ejército de Salvación de La Boca; allí tenía asegurado el techo y algo de comida. Los salvacionistas distribuían democráticamente lo poco que tenían entre muchos desarraigados y vagabundos hacia los que nadie quería mirar". También dos gallegos sufrieron una compañía desagradable: "A la Argentina –recuerda Luis Varela, en De Galicia a Buenos Aires- no se podía emigrar sin un contrato de trabajo, pero se hacía responsable de nosotros mi tío José, hermano de mi madre, que nos estaba esperando en el puerto, acompañado de la hija, mi prima Norma, que lucía un gorrito de punto muy blanco, y con una sonrisa y un beso nos levantó un poco el ánimo, sintiéndonos ya amparados en casa de nuestra familia americana, mis tíos habían emigrado hacía ya 30 años y, por supuesto, los hijos eran criollos. (...) La habitación también estaba lista para los dos huéspedes. Dos camitas plegables entre la pila de cajones de cerveza en la cocina del bar, que era además depósito de mercadería. Desfilaban las cucarachas de 5 ó 6 en fondo, pero yo ya desfilare varias veces con otros bichos, y si bien estaba familiarizado con las pulgas, había que acostumbrarse a convivir con todo bicho viviente" (7). Notas
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Animales temidos |
En la memoria de la Colonia San José, Alejo Peyret se refiere al temor de algunos inmigrantes: "He visto en esta Colonia, montañeses que nunca se habían aproximado a un buey y les tenían un miedo espantoso, por más mansos que fueran. Habían arado con caballos, y había también algunos que nunca habían arado. Habían solamente carpido algunas varias cuadras de tierra en las faldas de los Alpes. Venían pues a América a hacer su aprendizaje de agricultura" (1). Antonio Dal Masetto escribió Oscuramente fuerte es la vida, novela distinguida con el Primer Premio Municipal y el Premio Club de los XIII. En esa obra él relata que Agata, que vivía en un orfanato italiano, temía a la vaca: "Todas las mañanas nos levantábamos a las seis para asistir a misa. Después concurríamos a clase y el resto del día teníamos que trabajar. Las mayores bordaban y tejían. Sabíamos que el orfanato vendía esa producción afuera. A las más chicas nos hacían arrancar yuyos, juntar ramas secas, cuidar los animales, acarrear baldes de agua, apilar el heno. Pero lo peor era cuando me mandaban a cuidar que la vaca, mientras pastaba, no se pasara a la parte sembrada. Le tenía miedo" (2). También temía la asturiana Carmen Díaz (3): "cumplía con su rutina de hierro. Aprendió a ordeñar, llena de prevenciones, en la edad de las primeras muecas. Su madre, que no andaba para remilgos, la obligó de mala manera a perderle respeto a la vaca, ese monstruo gigantesco e imprevisible. Cada madrugada, Carmina andaba a pie cuatro kilómetros hasta una cabaña, ordeñaba la pinta y bajaba con la leche para sus hermanos". En Entre Ríos, los inmigrantes temían a la langosta. El esfuerzo de mucho tiempo se veía destruido por la plaga. Escribe Ferdinand Constantin, en 1898, en la Colonia San José: "Hemos salido victoriosos en la destrucción de estos insecto devastadores. La primera nube de langostas ha venido sobre mi viña a la tarde. A la mañana siguiente éramos siete u ocho personas para recoger 295 kilos sobre los troncos de los durazneros y los postes de las viñas. Se ha comenzado con la destrucción de los huevos y enseguida se ha destruido a las recién nacidas. En la Colonia se ha tenido pérdida de cosecha hasta este momento. En los alrededores, donde no se ha podido luchar contra las langostas, el maíz ha sido arrasado. En estos cuarteles no se veía más que correr la policía para infligir amenazas a todos aquellos que no querían participar en la lucha contra los insectos. Se pagaba 50 centavos los 10 kilos de langostas recogidos..." (4). En El árbol de la gitana, Alicia Dujovne Ortiz relata que se esperaba que su abuelo, maestro que emigró de Rusia a Entre Ríos, ayudara a combatir a la langosta: "Los inmigrantes recién llegados se volvieron hacia Samuel. Era el maestro y ya había tenido que aprender algunas palabras en español (...) La mañana de su llegada, apenas depositado en tierra el último bártulo, de lo primero que le hablaron fue de la langosta. Acriollados judíos de Kiev y Kishinev, todos muy de a caballo y de facón al cinto, le informaron que, como maestro, su más sagrado deber sería combatir la langosta. Enseñaría historia judía (aprovechando la libertad del exilio para decir a sus alumnos que Moisés sacó agua de la piedra porque descubrió una fuente subterránea), castellano (cuando él mismo lo aprendiera), historia argentina, aritmética. Y langosta. (...) Después de clase, don Samuel iba con sus alumnos a remover esa tierra con palas para que los huevos murieran al airearse" (5) A los polacos que se dirigieron a la recién fundada Colonia de Apóstoles, los amenazaba la presencia de otros animales e insectos: "debieron esperar dos años para poder comer pan, ya que las hormigas y los carpinchos diezmaban los plantíos de maíz. Se alimentaban principalmente con mandioca, porotos, batata y aprovechaban la abundancia de animales silvestres que les proveían de carne" (6). En "La caza del yacaré", cuento de Elías Carpena, un portugués teme a este reptil: "No hubo otro reproche y se dio a limpiar las junturas y a calafatear. Lo veíamos alquitranar la estopa y embutirla en las ranuras, cuando de pronto se oyeron unos gritos que surgían de la maraña del monte. Era el portugués Jaime. Entró en la senda con los mismos gritos y se nos allegó. Lo descubrimos transfigurado: en él se dibujaba el espanto. Se puso en los más descontorsionados aspavientos; con el habla trabada e hipando. Se abrazó a don Celedonio y a poco lo apartó para transmitirle mejor la noticia que le traía: -¡Don Celedonio mío, encontré un caimán en el junco!... ¡Ay, si no disparo a tiempo me come! Dice mi patrón que usted es el único que puede matarlo. Lo están pidiendo todos los isleños y es porque no podemos más del susto. Ya le dije a mi patrón: ‘Si el caimán no sale de junco, yo no voy más al junco. Fue a la descripción: el miedo le dio una fantasía novelesca. Abultaba exageradamente el tamaño y además tendría algo de dragón porque echaba fuego por la boca, y otro fuego le nacía en llamaradas desde el lomo hasta la cola" (7). Guillermo House evoca, en "El mangrullo", la agonía de un hijo de inmigrantes, y el heroísmo del camarada sanjuanino que intenta protegerlo: "El conscripto Colombo (un hijo de gringos de la provincia de Santa Fe) es regular tirador, pero flojazo para las penurias. (...) ¡Vuelven los cuervos, y los caranchos, y los chimangos!; desde la lejanía concurren al festín, ávidos de carne sangrienta, insaciados de vísceras. Giran en amplios vuelos, en un enorme tirabuzón que termina en los despojos de la rabicana. Pero ya no quedan sino los huesos sanguinolentos; los bichos del monte no han perdido tiempo y ‘se han alzado’ con lo poco que quedaba. (...) De súbito, uno de ellos –un carancho viejo- mira con sus pequeños ojos sanguinarios hacia la plataforma donde se hallan los soldados vencidos por la fiebre. El uno junto al otro, inmóviles, parecen muertos. (...) Un trozo de oreja de Colombo se va en la garra de un chimango. Zapata, reuniendo las pocas fuerzas que le quedan, lo defiende con su blusa y un cuchillo. Pero, cuando se echa hacia atrás para tomar aliento, el carancho viejo, que avizora, se atreve; y el ojo de Zapata queda vacío del formidable picotazo" (8). El actor Gabriel Corrado heredó el temor supersticioso a un animal: "Los padres transmiten la enseñanzas básicas; entre ellas, algunas difíciles de explicar, como no abrir un paraguas bajo techo o caminar para atrás si te cruzás con un gato negro, que yo recibí de mis ancestros sicilianos" (9). En "Historia con tango y misterio" (10), cuento infantil de Oche Califa, un pequeño nieto de rusos intenta aprender por las suyas a tocar el bandoneón que le había prestado un vecino, cuando "De pronto una ráfaga oscura comenzó a bailar delante de su cara, casi quemándolo. ¡Un dragón negro y furioso! Era color ceniza en la cola y le salía fuego rojísimo por la boca. El bandoneón se quedó quieto en las rodillas de Emilio. La verdad es que la ráfaga metía miedo: rugía y amenazaba con acercarse a la cara de Emilio, que se la cubría con las manos. De pronto se aclaró el cielo por un relámpago y el bicho se desparramó en el suelo. Eran carbones, algunos negros, otros encendidos". Notas
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Comparación con animales |
En el Martín Fierro (1), José Hernández compara a un inmigrante italiano con un potrillito y una oveja: |
Había un gringuito cautivo Que siempre hablaba del barco- Y lo augaron en un charco Por causante de la peste- Tenía los ojos celestes Como potrillito zarco. Que le dieran esa muerte Dispuso una china vieja- Y aunque se aflige y se queja, Es inútil que resista- Ponía el infeliz la vista Como la pone la oveja. |
En Hacer la América (2), Pedro Orgambide relata que un gallego se compara con un caballo. A Manuel Londeiro, "El albanés lo desafía a una pulseada. Uno es fuerte como un caballo, piensa Manuel, pero uno no tiene ganas de pulsear. El albanés ha puesto su dinero sobre la mesa. No, yo no juego por plata. No me importa que mis amigos piensen que el albanés es más fuerte que yo. Yo no me juego el jornal". Sin embargo, lo hace: "Manuel Londeiro le dobla el brazo contra la mesa y caen las monedas en el suelo entre el jolgorio y el griterío de los estibadores". En la novela En la sangre (3), Cambaceres compara reiteradamente a los inmigrantes con animales. Citamos algunos pasajes referidos padre del protagonista: "De cabeza grande, de facciones chatas, ganchuda la nariz, saliente el labio inferior, en la expresión aviesa de sus ojos chicos y sumidos, una rapacidad de buitre se acusaba. (...) Continuaba luego su camino entre ruidos de latón y fierro viejo. Había en su paso una resignación de buey. (...) Arrojado a tierra desde la cubierta del vapor sin otro capital que su codicia y sus dos brazos, y ahorrando asì sobre el techo, el vestido, el alimento, viviendo apenas para no morirse de hambre, como esos perros sin dueño que merodean de puerta en puerta en las basuras de las casas, llegò el tachero a redondear una corta cantidad". Carlos de la Púa evoca, en su poema "Los bueyes" (4), la frustración de algunos inmigrantes: |
Vinieron de Italia, tenían veinte años, con un bagayito por toda fortuna y, sin aliviadas, entre desengaños, llegaron a viejos sin ventaja alguna. Mas nunca a sus labios los abrió el reproche. Siempre consecuentes, siempre laburando, pasaron los días, pasaban las noches el viejo en la fragua, la vieja lavando. Vinieron los hijos ¡Todos malandrinos! Vinieron las hijas ¡Todas engrupidas! Ellos son borrachos, chorros, asesinos, Y ellas, las mujeres, están en la vida. Y los pobres viejos, siempre trabajando, Nunca para el yugo se encontraron flojos. Pero a veces, sola, cuando está lavando, A la vieja el llanto le quema los ojos. |
Entre los inmigrantes que Carlos Marìa Ocantos en la novela Quilito (5), compara con animales, menciono a Rocchio, un corredor de Bolsa, "un hombrazo con muchas barbas, italiano con sus ribetes de criollo". Este hombre es descripto como "un italiano atlético, cuadrado, con las crines erizadas, cuya voz era un rugido; tan brusco en sus maneras, que un buenas tardes de su boca hacìa el efecto de un escopetazo a quemarropa, y un apretòn de manos producìa la sensaciòn de arrancar el brazo, a tirones, brutalmente. Trabajador, eso sí, como una mula de carga, y ahorrativo como una hormiga; Rocchio no perdía un minuto de su día comercial, ni gastaba un centavo más de su cuenta del mes". También encontramos un inmigrante en "El alma del suburbio" (6), de Evaristo Carriego: |
Soñoliento, con cara de taciturno, cruzando lentamente los arrabales, allá va el gringo... ¡Pobre Chopin nocturno de las costureritas sentimentales!. ¡Allá va el gringo! ¡Cómo bestia paciente que uncida a un viejo carro de la Harmonía arrastrase en silencio, pesadamente, el alma del suburbio, ruda y sombría! |
En "Noticias secretas de América", Eduardo Belgrano Rawson evoca a los inmigrantes gallegos y vascos, en relación con el tigre al que se alude en nuestro Himno: "Cantabas un himno más light, como regía desde principios de siglo. Lo habían lijado un poco. ¿Qué otra cosa podían hacer? Necesitaban cortarla con los insultos, como explicó en su momento un operador del Ministro. ‘Tigres sedientos de sangre’ y todo eso. Culpa del himno el embajador no pisaba la presidencia, sobre todo los 9 de julio. A decir verdad, tampoco mostraban mucho aspecto de tigres los vascos y los gallegos que desembarcaban todos los días frente al Hotel de Inmigrantes, pero ésta era otra cuestión" (7). La casa de Myra (8), de Aurora Alonso de Rocha, fue distinguida en 2001 con el Segundo Premio para Autores Inéditos, en el "Concurso organizado por la Fundación El Libro, en el marco de la 27ª Exposición Feria Internacional de Buenos Aires ‘El libro del Autor al Lector’ ". En esa obra, protagonizada por una gallega tomada cautiva por los indígenas, un personaje describe el cabello de la inmigrante con rasgos animales: "En unos meses se le puso la piel del color del cuero sobado, se le hicieron unos manchones del solazo debajo de los ojos y como no los tiene oscuros como las otras se ven como gemas transparentes. En lo que se ve del descote es pura mancha y peca y tiene el pelo cerdoso, enrulado y reseco de tanta agua e intemperie. Igual que las chinas va mexclada de cristiana y de india: le cuelgan unas ajorcas pesadas, se ata las clinas con seda trenzada y las botas son las de media caña, de pata de potro pero finísima, muy retobada (¡Que las quisiera para mí!), con lazos de colorines y bordados. Por arriba usa un vestidito de percal que ha de ser el que traía cuando la encontré en el puerto, según recuerdo, así que va medio disfrazada pero tan cargada de lazos y joyas como una princesa". En Virgen (9), novela de Gabriel Báñez que resultó finalista en el premio Planeta, aparece un titiritero gallego, que tiene muñecos con ojos de foca: "Sara lo había encontrado deambulando medio muerto de hambre a los costados de la aduana, sin documentación y con unas pocas pesetas en el bolsillo que guardaba como rezago de un viaje de cuarenta días desde su Pontevedra natal hasta Santos, donde desembarcó. En Brasil se había dedicado al incipiente negocio de refinar aceite de coco, pero por muy poco tiempo, ya que en apenas tres meses tuvo la fulminante certeza de que su arte jamás se adaptaría al portugués. No por él, sino por sus títeres, que extrañaban horrores el castellano y no se adaptaban a ese idioma pegajoso y transpirado. Filadelfio Pérez era un trotamundos infatigable, aunque en su juventud se había dedicado al deporte de los guantes sin mayor fortuna, (...) Durante las representaciones se hacía llamar Maese Pérez, y se valía de su arte para desbocar argumentos y acomodarlos a su pasión republicana con ogros franquistas y brujas de la Falange. Pero las mejores obras las escribía él, y resultaban de una belleza conmovedora, lo mismo que sus muñecos, enormes y con ojos siempre idénticos: de foca o de mujer intensa y húmeda, tristísmos, los más hermosos del mundo". En "Las señoritas de la noche", Marta Lynch presenta un almacenero catalán y su mujer, a la que designa con un apelativo animal: "(...) El almacenero arreció en su reyerta milagrosa, recrudeció en los gritos y en los golpes con su férrea y antigua furia de anarquista; los vecinos oían ahora incomprensibles vocablos catalanes y su recia decisión de no dejar al cura aquel que hiciera un marica de su hijo. La cabra, esa piojosa de almacén, su mujer que seguía siendo linda todavía pasó a un segundo plano" (10). Angel Villoldo evoca, en su "Contrapunto criollo-genovés", al gringo que canta, comparándolo con una rata y un gato (11): |
Criollo -Veo que sos muy compadre y te tenés por cantante, pero aquí vas a salir como rata por tirante. (...) -Sos para el canto, che, gringo, como para el bofe el gato, tomá una grapa d'Italia y descansemos un rato. |
"Diego Corrientes" es uno de los textos que Francisco Grandmontagne escribió para su "Galería de inmigrantes", publicada en Caras y Caretas. No manifiesta que su personaje sea un inmigrante español; lo suponemos, por el nombre y la descripción de su tierra de origen. En esa estampa, publicada en 1899, lo compara con un ave: "La falta de pan y la sobra de hijos arrojaba a Dieguillo del hogar nativo. Tenía 12 años, saludables como las vetas de joven encina; cual aguilucho, ágil y fuerte, y bello además, como engendro de dos cuerpos torneados por duro trabajo" (12). Atilio Betti se refiere a los trabajadores golondrina, quienes viajaban "de Europa a América, de la Argentina a Italia, para ganar el jornal en la época de la cosecha" (13). Alberto Sarramone afirma que posiblemente fue el escritor Víctor Gálvez, el que les dio el apelativo, pues decía en 1888, ‘Hay extranjeros que se asemejan a las golondrinas, son aves de paso, vienen cuando el invierno está en sus bolsillos" (14). En el tango "Madame Ivonne" (15), musicalizado por Eduardo Pereira, escribe Enrique Cadícamo: |
(...) Madam Ivonne, la cruz del sur fue como un signo... Madam Ivonne, fue como el sino de tu suerte... Alondra gris, tu dolor me conmueve; tu pena es de nieve Madam Ivonne. |
Gustavo Riccio, en el poema "Elogio de los albañiles italianos" (16), evoca la realidad social de los inmigrantes: |
De pie sobre el andamio, en tanto hacen la casa, Cantan los albañiles como el pájaro canta Cuando construye el nido, de pie sobre una rama. Cantan los albañiles italianos. Cantando Realizan las proezas heroicas estos bravos Que han llenado la Historia de prodigiosos cantos. Hacen subir las puntas de agudos rascacielos, Trepan por los andamios; y en lo alto sienten ellos que una canción de Italia se les viene al encuentro. Más líricos que el pájaro son estos que yo elogio: el nido que construyen no es para su reposo, el lecho que levantan no es para sus retoños... ¡Ellos cantan haciendo las casas de los otros!. |
José Portogalo evoca, en "Los pájaros ciegos" (17), a un napolitano: |
Sin embargo su nombre -Pierángelo- traía "gli uccelli" luminosos de las calles de Nápoles; Doménico Scarlatti, heraldo de sus pájaros, clareaba el mundo denso de su infancia y sus lágrimas. Era joven entonces. Soñó graciosos días de niebla, de castillos azules en el aire; quiso las mariposas, las colinas celestes, la música del mar, las golondrinas, el dulce resplandor de las estrellas, las mañanas cargadas de rocío y gorjeos, el cielo de los besos entre los abedules, las yemas palpitantes de la espiga dorada, el cálido rumor de las campanas, la noche con sus hondos misterios, con sus éxtasis y su frente caída sobre el musgo. |
En su poema "Madre gallega" (18), Ricardo Ares habla de los ojos de su madre, comparados con pájaros: |
Madre gallega, Pestañas como arcos de ceniza Sobre ojos de pájaro en vuelo, (...) Noche infinita encastrada en la singer, bajo la parra encendida de enero viajabas a Lugo, montada en tu infancia y te perdías... |
La investigadora Olga Weyne transcribe un testimonio: "Un modesto testigo criollo de la época de la inmigración masiva a la provincia de Entre Ríos, vio de esta manera a los alemanes recién llegados: ‘Vimos llegar la cantidad de inmigrantes como quien ve llegar la langosta, le via (sic) ser franco; parecía una invasión. Pero se nos dijo que el gobierno les había entregado la tierra. Ultimamente no perdimos nada porque la tierra era de los estancieros y habrán tenido sus arreglos (...). Había que dejar la tierra a los nuevos dueños. (Pero) mienten si dicen que los peliamos (sic). (...) Los colonos son gente buena y tengo muchos amigos entre ellos, pero pa’ comprenderlos con la jerigonza que hablaban (...); bueno, le hablo de los viejos y no pa’ ofenderlos" (19). En sus Memorias (20), Lucio V. Mansilla compara a los inmigrantes con pescados: "El italiano no había comenzado aún su éxodo de inmigrante. De España, en general del Ferrol, de La Coruña, de Vigo sobre todo, sí llegaban muchos barcos de vela, rebosando de trabajadores, aprensados como sardinas, cuyos consignatarios más sonantes se llamaban Enrique Ochoa y Ca., Jaime Lavallol é hijos. En cierto sentido eran como cargamento de esclavos". Mempo Giardinelli escribió Santo oficio de la memoria, obra galardonada con el VIII Premio Internacional "Rómulo Gallegos" en 1993. En esa obra -a la que Carlos Fuentes se refiere como a una "saga migratoria tan hermosa, tan conmovedora, tan importante para estos tiempos de odio, racismo y xenofobia"-, habla de un oficio que desempeñaban algunos españoles, y los compara con luciérnagas. En 1886, "Había muchos policías, allí. Casi todos asturianos, gallegos. No sé por qué. También usaban bigote de manubrio y llevaban pistolas al cinto, capote invernal, quepís duro y alzado y linterna en mano. Cuando se hizo la noche, los policías se movían como luciérnagas nerviosas" (21). Oscar González, en "La anunciación" (22), evoca a una mujer italiana: |
Pronto supo que América No regalaba nada. Y tranqueó el empedrado camino del taller. O sentada a la Singer enfrentó los aprietes. O resistió en las chacras heladas y granizos. Y fue la mamma gringa, Querendona y bravía, que entregó sus cachorros. A otra tierra y otra lengua. Abeja silenciosa en un país de afanes, Se multiplicó en sarmientos. |
La madre de Susana Szwarc, nacida en Polonia, vivió en Siberia. En "Declive" (23), la poeta expresa: |
Tiene una gillette y el ojo apoyado en la cerradura mira su negra axila de abeja-madre. Arrasa. Algo se corre. En el encuadre, un ojo mira al otro. Si me estiro veo la palangana (llena) de estrellas y abedules también blancos: habría nevado. ( El hermano, sobre la nieve, corre a la muchachita y ahora los ojos ya no ven.) |
En "Canción a Berisso" (24), Matilde Alba Swann alude a diferentes nacionalidades reunidas en la colmena, imagen de esa localidad: |
Yo te canto colmena, por eso, por colmena, y mi canto que quiso ser un grito de guerra, un clarín de protesta, una arenga viril, Después de conocerte Berisso bien de cerca se repliega y comprende, que te haría feliz alguna canción dulce de amor que te conmueva, una canción de cuna sutil que te adormezca bajo un cielo que el humo camufló de gris. |
Gladys Edich Barbosa Ehraije es la autora de la "Elegía por los inmigrantes" (25), en la que los compara con mariposas: |
Levantan una Casa de patios húmedos. Y por largos corredores hechos de llanto y tiempos los hijos se transforman en mariposas amarillas. |
Notas
Entre los recuerdos de lo que se dejó en la tierra natal, figuran los relacionados con animales. Al llegar a la Argentina, los inmigrantes tuvieron una relación más o menos importante con ellos, ya que les sirvieron de compañía, de ayuda para el trabajo y les proporcionaron sustento. Algunos animales fueron aborrecidos: ratas e insectos son los que se mencionan con mayor frecuencia. Otros animales –vacas, yacarés, tigres, gatos negros- fueron temidos. En la literatura y fuera de ella, los inmigrantes fueron comparados con animales. Cabe destacar que, según la visión que se tiene del extranjero, un mismo animal se elige para elogiar o para denostar. Valga como ejemplo la figura del buey en la novela de Cambaceres y en el poema de Carlos de la Púa. El panorama abarca desde la xenofobia de algunos escritores del 80 hasta la admiración de los escritores descendientes de inmigrantes, que comparan a sus mayores con animales, pájaros e insectos, pero con un sentido muy diferente. |
María
González Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista
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