Maria Esther de Miguel. "Esa ciudad contradictoria" |
María
Esther de Miguel nació en Larroque, Entre Ríos. Ha trabajado en la
docencia y el periodismo. Fue autora de numerosos libros y se la distinguió
con importantes premios, entre los que se cuentan la Palma de Plata del
Pen Club, el Konex de Platino para cuento y el Premio Dupuytren, Fue
directora del Fondo Nacional de las Artes, integró el Consejo de
Administración de la Fundación El Libro y fue crítica literaria del
diario La Nación. Una
de sus novelas, titulada Un dandy en la corte del Rey Alfonso (1),
tiene como protagonista a Fabián Gómez y Anchorena, un hombre que conoció
las más altas cumbres de la dicha, y también las desgracias más
terribles. A partir de numerosas obras que consultó, y de la frecuentación
de lugares y personas, la escritora pudo lograr un ser de ficción creíble
y querible, que nos hace sufrir con él con tanta intensidad como nos
regocijó con sus andanzas de joven adinerado. Es muy interesante en esta
obra la distancia que el joven recorre desde el poder y la riqueza hasta
la indigencia y el anonimato. En una y otra circunstancia, María Esther
de Miguel lo muestra vívido, transitando por una época que ella sabe
retratar con sentido del humor y visión crítica. Tratándose
de una novela que transcurre a fines del siglo XIX, no podían faltar en
ella las referencias a la inmigración, que con tanta fuerza irrumpió en
la sociedad argentina. La
abuela materna del protagonista, Estanislada Arana de Anchorena, recuerda
la historia de su familia, y hace una descripción de los primeros
extranjeros que llegaron a nuestra tierra: “No me vengan a hablar de
aristocracia argentina. Las mejores familias, entre las que incluyo a la
nuestra, por cierto, provienen de comerciantes y aventureros españoles y
alguno que otro francés o inglés. Descendemos de abuelos y bisabuelos
que vinieron a trabajar, y como les fue bien, aunque no siempre se
hicieron la América, según se acostumbra decir, compraron campos y
haciendas y construyeron grandes casas y tuvieron muchos hijos. Por eso se
quedaron y defendieron estas tierras. Por eso todos tienen olor a bosta.
Después fueron generales en los ejércitos de la patria y después
ministros en los gobiernos de la Nación: Uno de los Anchorena fue
Ministro de Rosas, y otro...” Fabián
Gómez se propone revertir la situación de sus mayores, por eso dice a su
amigo: “si muchos de mi familia tuvieron un protagonismo fundante en la
historia de mi país (sobre todo en la económica), ¿por qué no podré
yo alcanzar notoriedad en estos lugares? Sería como devolver a Europa lo
que Europa dio a la Argentina. No te olvidés que nuestros antepasados
viajaron de España a América. Y España es Europa, ¿no? Aunque a veces
no lo parezca”. En otro párrafo afirma: “Mi padre, en un momento de
su vida, se vino para acá. A mí me gustaría irme para allá. Como quien
dice, me gustaría devolverme”. Buenos
Aires aparece en la obra como “esa ciudad contradictoria”, que “Por
un lado mostraba el pobrerío de los barrios bajos, y las antiguas casonas
donde comenzaban a amontonarse los inmigrantes que, en ese fin de siglo,
estaban llegando de todos los lados del mundo. Por otro, las esplendideces
de la clase cada vez más atrincherada cerca de la Plaza San Martín, en
ese círculo áulico casi formado íntegramente por los Anchorena, sus
parientes y sus amigos”. De
la generación del 80 dice que “era
una tanda de hombres
intelectuales y bien pensantes que pasarían a la historia, según decían,
porque se dedicaban a ser diplomáticos, escribir libros interesantes y
sacar adelante el país, sobre todo por el esfuerzo de los inmigrantes que
habían llegado para ‘laburar’, como decían ellos. Aunque los habían
confinado en fábricas, saladeros y conventillos, los pobres se manejaban
bien y sacrificadamente, y no pasaría mucho tiempo sin que la mayoría de
ellos tuvieran, de acuerdo a los sueños que los habían transportado a América,
‘m’hijo el dotor’ ”. Esa
dicotomía se reitera en otro pasaje de la novela, en el que leemos: “El
mayor cambio Fabián lo veía en las clases que se iban perfilando tan
netamente. Por un lado, la oligarquía, la alta burguesía, los ricos, los
que tenían capitales que habían crecido poderosamente. Por el otro, la
gran avalancha de inmigrantes, obreros y empleados cuyos sueldos se
cobraban en papeles que cada vez valían menos, porque el precio del oro
subía, mientras la carestía de la vida aumentaba. Papeles ñanga
pichanga, decía la gente. En el aire flotaba un tufillo de disconformidad
que él ya había olido en Madrid: era el de los necesitados”. La
obra transmite la posición de la novelista acerca de este fenómeno
social, una opinión que ha sido formada a partir de lecturas y
documentación, pero también a partir de un factor que tuvo gran
incidencia en la gestación de la novela, y no debe olvidarse: en la carta
que ella escribe al protagonista, con la que abre el libro, habla de otro
inmigrante, uno que es especialmente caro a la autora. Dice en esa página
que un español llegó con unas monedas que le sirvieron a la escritora
para reconstruir la vida de Fabián Gómez y Anchorena: “Todas tenían
el escudo del Reino de España con sus coronas y sus torres y sus leones,
todas eran de cinco pesetas, todas habían pertenecido a mi papá, quien
vino de España por no hacer la conscripción en Marruecos. Llegó con una
mano atrás y otra adelante, en su maleta un mantón de mi abuela y... Y
nada más. ¡Ah, sí: las monedas!”. En
un reportaje (2), ella expresó: “Mi padre era un republicano español
que a los 19 años se vino de España para no hacer la conscripción.
Autodidacta, gran lector de temas de su especialidad (mecánica, física,
ingeniería), preocupado por la política, canalizaba sus inquietudes en
la lectura de diarios... y en las discusiones en torno a la mesa de truco
los sábados y domingos”. En
diálogo con Alejandra Correa, manifestó: “En mi casa se hablaba mucho
de historia porque mi padre que era un inmigrante español, era muy
curioso e inteligente. Siempre quería saber la historia del lugar y se
preguntaba sobre Urquiza y yo escuchaba” (3). Entrevistada
por Cristina Pizarro, unos meses antes de su fallecimiento, María
Esther de Miguel recordó a su padre:
“mi papá tenía la usina
de Larroque, la usina eléctrica. Yo me acuerdo de que en mi casa había
un gran diploma que decía ‘A Victoriano de Miguel, (así se llamaba)
benefactor del progreso argentino’ porque él había dado esa fuente. A
mí y a mi hermana nos decían en Larroque "las chicas de la
luz", cosa que nos divertía mucho. Éramos las chicas de la luz. A
mi casa le decían ‘El palacio de colores y de luces’ porque teníamos
mucha luz y porque ‘Como no pagan la luz, tiene encendido todo’ (...)
mi casa era un barco porque al caer la tarde se oía chuc chuc chuc que
era el ruido de los motores, como tenía muchos vidrios de colores, desde
el jardín miraba. Yo en mi casa de la infancia era muy muy feliz. Porque
era un espacio muy alegre” (4). Notas
|
María
González Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista
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