La Diáspora armenia, en Buenos Aires
Lic. María González Rouco

En esta monografía me refiero a la Diáspora armenia en Buenos Aires, tomando como fuente investigaciones de la historiadora Nélida Boulgourdjian-Toufeksian y novelas de Eduardo Bedrossian.

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Los armenios llegaron a la Argentina. Novelistas, memorialistas y estudiosos han dejado en sus páginas testimonio de la dura realidad de sus mayores, y de sus vivencias en nuestro país.

Diáspora

Para conocer aspectos de la inmigración armenia a nuestro país, resulta de fundamental importancia la obra de Nélida Boulgourdjian-Toufeksian, titulada “Los armenios en Buenos Aires”. La reconstrucción de la identidad (1900-1950)[1], libro que fue distinguido con el Primer Premio en el concurso organizado por el Centro Armenio, cuyo “jurado estuvo integrado por la historiadora Hebe Clementi, por el Primado de la Iglesia Apostólica Armenia de la Argentina y por el escritor Jorge Torres Zavaleta”. Aunque se circunscribe a una ciudad, el estudio arroja luz sobre aspectos que tienen que ver con la llegada de los extranjeros y su vida en la nueva tierra.

La historiadora se refiere a la “Gran Diáspora”: “El genocidio, hecho traumático en la historia armenia, determinó la conformación de la ‘Gran Diáspora’, origen de las diversas comunidades armenias de Europa y de las Américas”.

Para definir este término, que “significa en griego dispersión e implica la existencia primera de un grupo que se dispersa en un todo o en parte”, se remite a M. Bruneau, quien considera que “dicho término reúne tres características esenciales: la conciencia de reivindicar una identidad étnica o nacional; la existencia de una organización política, religiosa o cultural del grupo dispersado, es decir, la riqueza de su vida asociativa; y la existencia de contactos bajo diversas formas, reales o imaginarias, con el territorio o paìs de origen. Se es miembro de una diáspora por elección, por decisión voluntaria y consciente. Los miembros de una diáspora, continúa Bruneau, pueden estar perfectamente integrados en el país receptor pero no estar asimilados. Es lo que ocurre con los judíos y armenios en Francia o con los griegos en Australia. De no ser así, perderían toda conciencia de identidad y no pertenecerían a una diáspora”.

“La diáspora –señala Boulgourdjian-, se incrementó a fines del siglo XIX, en especial la del Imperio Otomano debido a la inseguridad creciente en la región y a los cambios que determinaron la búsqueda de mejores oportunidades”.

“De una diáspora de élites –comerciantes e intelectuales-, hasta el siglo XIX, se pasó a una diáspora de refugiados, que a principios del siglo XX abandonaron sus ‘territorios históricos’. La emigración de los armenios fue casi total entre 1915 y 1923. Hacia 1925 quedaban 77435 en Turquía”.

En 1996, “la diáspora está fragmentada en una cincuentena de comunidades que se extienden desde el Medio Oriente –Líbano, Siria, Turquía, Irak, Irán, Egipto, Israel, Chipre- al mundo occidental -Francia, Grecia, Gran Bretaña, Bélgica, Alemania, Suiza, Italia, Austria, Estados Unidos, Canadá, México, Brasil, Argentina, Uruguay, Venezuela, Chile, entre otros”.

“La comunidad armenia de la Argentina, cuyo origen se remonta a la primera década de este siglo, forma parte de la diáspora armenia, hecho que se observa en la vigencia de su vida asociativa y en el reconocimiento de sus raíces armenias en muchos de sus miembros. Con respecto a las instituciones, no sólo subsisten algunas de las antiguas sino que se han creado otras nuevas, conforme con las necesidades actuales. En este sentido, se destaca una entidad fundada hace pocos años, el Fondo Nacional ‘Armenia’, con delegaciones en diversas ciudades del mundo –entre ellas Buenos Aires-, cuyo objetivo es conseguir la máxima participación en programas nacionales de envergadura y orientar la ayuda a la Madre Patria”.

Considera que los armenios “constituyen una comunidad poco estudiada hasta el presente, precedida por otras más antiguas –italianos, españoles, sirio libaneses y judíos-. Sin embargo, su presencia se advierte en el paisaje de algunos barrios de la ciudad. Sus edificios comunitarios, iglesias -algunas guardan ciertos elementos arquitectónicos armenios, como la cúpula con gorra cónica, el campanario con columnatas, el altar mirando hacia el este-, escuelas y entidades de carácter benéfico, deportivo y cultural, dan cuenta de su existencia. Al mismo tiempo, la inserción de sus miembros en la vida económica, política y cultural de la Argentina –ya como argentinos de origen armenio- hablan de su integración en la sociedad argentina“.

Al igual que otros inmigrantes que llegaron a nuestro suelo, ellos se vieron determinados por la ruptura con sus raìces “a crear estrategias comunitarias en los nuevos lugares de asentamiento, en una tentativa por reproducir las ya practicadas en su lugar de origen. La vida institucional –entidades benéficas, políticas, regionales y culturales-, contribuyó a facilitar el proceso de adaptación”.

“La inmigración armenia –señala Boulgourdjian- siguió la tendencia general del flujo migratorio en el siglo XX, es decir, se orientó más hacia las ciudades que hacia el campo. Las ocupaciones fueron evolucionando, y la nueva patria de adopción constituyó un medio de superación social y profesional. Durante las décadas de 1930 y 1940, la gran mayoría, carente de capitales por las circunstancias de su emigración, se dedicó al comercio minorista –mercería, calzado, alimentos- o bien a los oficios por ellos conocidos –joyero, zapatero, sastre, herrero, tejedor-, que les permitieron establecerse por cuenta propia”.

En Buenos Aires se verifica “el proceso de reconstrucción de la identidad en el nuevo lugar de asentamiento”, objeto de este libro tan profusamente documentado.

Causas

“Del 23 al 24 de abril de 1915 –que se convertiría en fecha recordativa- fueron detenidos, deportados a Anatolia y asesinados dirigentes armenios de Constantinopla, unos 650 políticos, docentes, intelectuales y religiosos. A partir de entonces, se dio la orden de la deportación de la población civil, desde las zonas de guerra en el Caucaso, hacia los centros de reinstalación, en los desiertos de Siria y Mesopotamia”

“En los hechos, los armenios no sólo fueron expulsados de las zonas de guerra sino de todo el imperio, exceptuando las ciudades de Constantinopla –salvo el caso de los dirigentes- y Esmirna, donde la presencia de diplomáticos extranjeros obligaba al gobierno turco a evitar excesos”.

“El mismo esquema de arresto y asesinato de los líderes y de los hombres mayores de 15 años, así como la deportación del resto de la población –mujeres, ancianos y niños- hacia los desiertos de Siria, se repitió en todas las provincias armenias”.

“Esa larga marcha, que para muchos fue el camino hacia la muerte, era acompañada de violaciones, torturas y robo de lo poco que llevaban consigo los deportados. Los que lograron sobrevivir, fueron trasladados a distintos puntos del Medio Oriente donde el hambre y las epidemias hicieron su parte”.

Los hechos descriptos fueron encuadrados dentro del concepto de Genocidio. Este término fue creado por Raphael Lemkin y aplicado por primera vez durante el juicio a los principales responsables del crimen contra los judíos, durante la Segunda Guerra Mundial”.

“Helen Fein, quien prioriza la responsabilidad del estado en el acto de genocidio, afirma lo siguiente: ‘Las víctimas de los genocidios premeditados del siglo XX –judíos, gitanos, armenios- fueron asesinados para que los designios del estado en vista de un orden nuevo fueran realizados. En los dos casos, la guerra fue utilizada (...) para transformar a la nación con el objeto de adaptarla a las concepciones de la élite en el poder, eliminando a grupos considerados extranjeros, enemigos por definición’ “.

“A partir de entonces, la emigración de los armenios fue casi total. De 2.100.000 almas en el Imperio otomano, en 1912, de acuerdo con las estadísticas del Patriarcado Armenio de Constantinopla se pasó a 77.435, en 1927, concentradas especialmente en Estambul y aproximadamente 50.000, en 1993. El número de muertos durante el genocidio, según las fuentes armenias, fue de 1.500.000 y según el Ministerio de Relaciones Exteriores turco (1919), de 800.000”.

“A pesar de la política de negación que encaró el gobierno turco, sobre todo a partir de 1920, los archivos europeos y americanos, así como el análisis de los hechos a partir de los testimonios de los sobrevivientes, demuestran que el Genocidio armenio fue un hecho premeditado, destinado a la eliminación del pueblo armenio por no renunciar a la preservación de su cultura ni de los territorios que consideraba propios”.[2]

En 2005, aparece  EL GENOCIDIO ARMENIO en la prensa argentina, fruto de una investigación llevada a cabo por la historiadora. En esa obra, Boulgourdjian destaca la labor de la prensa de nuestro país, con respecto a la comunidad armenia: “Mientras el Genocidio armenio tuvo lugar en Turquía, numerosos escritos (testimonios de testigos oculares, informes de funcionarios de potencias europeas) salían a la luz para dar cuenta de un crimen que habría de constituirse en el antecedente de otros que sembraron de horror el siglo. La prensa europea y la americana plasmaron en sus páginas las noticias de hechos y situaciones patéticas que superaban con creces lo que el simple lector podía imaginar como posible.

La prensa argentina no fue ajena a ello ya que desde el siglo XIX las matanzas de los armenios en el Imperio otomano de 1894-1896 fueron ampliamente documentadas, poniendo de manifiesto desde entonces la preocupación y la sensibilidad de los argentinos frente a hechos aberrantes que afectaron a un pueblo del cual poco o nada sabían. La frecuencia y el caudal de la información –noticias del día, editoriales y notas de fondo- así lo demuestran”.[3]

“Mientras estos acontecimientos sucedían en el Imperio otomano, la Armenia transcaucásica logró su independencia en 1918. La capitulación turca al finalizar la Primera Guerra hizo renacer la esperanza del retorno, acrecentada con la decisión de la Conferencia de Paz de París, en enero de 1919, de separar Armenia, Siria, Palestina y Mesopotamia del Imperio otomano”.     

“En 1919, la armada francesa, facilitó el regreso de los sobrevivientes armenios a Cilicia, bajo su protección, pero fue por poco tiempo. Las rivalidades entre los aliados así como el interés de éstos por captar la simpatía del nuevo jefe turco, Mustafá Kemal, marcaron el destino final de los armenios. La retirada de la armada francesa de Cilicia dejó a los armenios librados  a su suerte, dando lugar a una nueva matanza, encabezada por los nacionalistas turcos”.

“La ausencia de un Estado-nación propio, a partir de la sovietización de Armenia en 1920 y la imposibilidad de retornar a su territorio luego de la firma del Tratado de Lausana (1923), donde ni siquiera se consideró la situación de los armenios, determinaron su emigración definitiva”.

“En 1923, la Sociedad de las Naciones creó el Alto Comisariado, con el objeto de solucionar el status jurídico de aquellos emigrados cuyos pasaportes decían ‘sin retorno posible’. Gracias a la iniciativa del noruego Fridtjof Nansen, muchos armenios que se encontraban en esa situación recibieron el conocido ‘certificado Nansen’ por estar entre los pueblos considerados apartidas”.

“Acerca de las causas de la emigración, los armenios de la Argentina consideran que la misma fue forzada, a partir de las persecuciones políticas en el Imperio Otomano, antes de la Primera Guerra (matanzas de Adana, 1909) y durante ella (Genocidio de 1915). Habría que agregar otros factores a los meramente políticos, tales como la intención de escapar al servicio militar, cuya obligatoriedad se extendió a las minorías con la revolución de 1908 y, finalmente, los factores económicos.

En este sentido, la expansión del capitalismo europeo y la incipiente industrialización limitaron las fuentes de trabajo. Por otro lado, el mejoramiento de los medios de transporte facilitó las comunicaciones. (...) además de las causas particulares señaladas, habría que mencionar la incidencia de las redes sociales –‘cadena migratoria’-, en el proceso de emigración e inserción de los armenios en la nueva sociedad”.

“La definición clásica de ‘cadena migratoria’ es la de John  MacDonald: ‘Puede definirse la cadena migratoria como el movimiento por el cual los migrantes futuros, toman conocimiento de las oportunidades laborales existentes, reciben los medios para trasladarse y resuelven su alojamiento y su empleo inicial, por medio de sus relaciones sociales primarias con migrantes anteriores’ “.

“Este concepto ha sido interpretado, a veces, en forma diferente. Para unificar criterios, tomamos la definición de Baily: ‘...La mayoría está de acuerdo en que, esencialmente, el concepto se refiere a los vínculos personales entre la familia, amigos, paisanos, tanto en la comunidad de origen como en la receptora los que influyen en la destinación, el asentamiento, las ocupaciones, la movilidad y la interacción social. Lo importante aquí es que el uso del concepto, más que ninguna otra idea en particular, nos permite aumentar el nivel de predicción en lo que se refiere a la operación del proceso migratorio, incluyendo la naturaleza de los patrones de residencia (...)”. [4]

En novelas

Algunas obras literarias dan cuenta del fenómeno histórico y social de la inmigración armenia. Entre ellas, la novela Hayrig (Detrás del silencio de un millón y medio de voces)[5], en la que Eduardo Bedrossian relata la vida de su padre, Agop. “Este relato –afirma Boulgourdjian- trasciende la historia personal de Hagop Bedrossian para adquirir una dimensión colectiva que involucra a todo un pueblo”.[6]

Acerca de la novela, manifestó María Isabel Clucellas: “bajo una estructura de doble faz, Bedrossian hijo narra en primera persona la odisea paterna.

A partir de los primitivos años de paz y bonanza que corresponden al siglo pasado, el autor ilustra a sus lectores sobre la vida familiar en Geben, ‘un pedazo de la historia ancestral de los armenios’. Las montañas, la aldea, las casas con paredes de piedra, el calor de las reuniones en torno al hogar presididas por un  narrador ocurrente y sentencioso que contaba, educando, historias y costumbres, reviven en páginas coloridas, amenas, donde anécdotas y sucesos van tejiendo una urdimbre de sólidas y justificadas nostalgias”.[7]

En la novela incluyó el poema “Armenia”, que transcribimos parcialmente: “Aquellos que dejando el amparo de tus manos,/ en la tarde oscura del invierno se marcharon/ peregrinos, a otras tierras, otros mares,/ grabando en tu alma el recuerdo/ de sus risas frescas de días lejanos.// Preguntas al viento si vuelven los tiempos pasados, y su tímida brisa, acaricia; y la caricia: suspiro/ y el suspiro de amor un respiro,/ como una esperanza cercana, con toda certeza, contesta:/ ¡Volverán tus hijos errantes!”.

En “A los que se encuentran en un pozo”[8], Gustavo Bedrossian homenajea a su abuelo: “esta es una historia real, crudamente real, maravillosamente real. La situación es la siguiente: el protagonista es un adolescente que ha perdido a su familia. Hace minutos vio cómo delante de sus narices mataron a parte de su familia a palazos. A él mismo luego de golpearlo lo arrojan a un pozo donde tiran los cadáveres de los que golpean y matan pensando que está muerto. Pero él no está muerto... Siguen matando gente y tirándola encima de este muchacho. Sangre, gritos, el propio dolor, el pánico. Un pozo... un pozo donde sólo se respira muerte. ¿Qué expectativas podemos tener de este muchacho? Quizá el más optimista puede suponer que sobreviva y termine con algún tipo de enfermedad mental. ¿Sabés cómo siguió la historia?

Este chico, de nacionalidad armenia, que simuló estar muerto, por la noche, cuando se fueron los turcos, pudiendo sacarse algunos cuerpos de encima, logró escapar con otros muchachos más. Un detalle para agregar: un hermano suyo que sobrevivió prefirió quedarse en el pozo para estar con una mujer que suponía era su madre. Ese muchacho se llamó Agop Bedrossian. Fue mi abuelo”.

En 1998 apareció Memorias para no olvidar[9], último libro de la trilogía que Bedrossian escribió acerca de la Cuestión Armenia, integrada además por la novela Hayrig I y el ensayo Hayrig II.

Las memorias se inician cuando los padres de Nersés, que poco antes cumplió veintiún años, deciden realizar, como le habían prometido, el pedido de mano de una joven para que su hijo se case. La obra finaliza con el casamiento de esa pareja, unos meses después.

Esta historia íntima sirve de marco para otra màs abarcadora: la de los armenios en la Argentina. Distintos personajes van narrando las circunstancias en que se realizó la inmigración, las atrocidades que debieron padecer en manos de los turcos, la tortura, las violaciones de religiosas y alumnas, y muchos otros episodios que indignan al lector y han quedado grabados por siempre en la memoria de este pueblo bueno y sufrido.

Un armenio viajaba con un recuerdo de familia: “la palangana de cobre que, vaya uno a saber por qué, era el único utensilio que Krikor había traído a la Argentina, luego de pasar trabajosamente algunas aduanas que, entre aclaraciones y confusiones le permitieron eludir el tax, palabra que nunca pudo comprender, aunque le sonaba a crujido o a vidrios rotos, y resultaba amenazante en boca de un empleado de Aduana. Aquella palangana era como un tesoro familiar, al que su padre enaltecía cada vez que se bañaban”. Otro había traído un hammám tazé, el tazón de bronce, para el baño, parecido a un plato encasquetado. En ese recipiente cargaban el agua tibia que, partiendo desde la cabeza, servía para arrastrar todo lo que dejaba de pertenecer al cuerpo. (...) El hammám tazé era un obsequio de Aigás, ese recipiente de metal era su única pertenencia de desterrado”.

Otros traían secuelas de la tortura. Un inmigrante relata a su hijo: “Tu sabes que los turcos nos hicieron sufrir muchas humillaciones. Entre ellas, la de clavar herraduras en los pies de algunos armenios, como si fueran animales. Durante el viaje a la Argentina, en el barco, conocí a uno de ellos. Caminaba rengueando y usaba zapatos con plataforma”.

Y la culpa. Recuerda un armenio: en el barco “a los pocos días comencé a sentirme mal. No eran solamente los mareos. Sentía sobre mí una carga aplastante que iba creciendo. Mis compañeros creían que se debía a la alimentación y hasta me daban parte de sus escasas raciones. Yo no tenía apetito. Es sorprendente comprobar cómo las desventuras nos quitan hasta las ganas de comer y qué corta es la distancia entre el bienestar y las miserias. Yo escapaba mientras los míos quizás estaban muertos o muriendo, en el momento que más se necesita la compañía de los seres queridos. Pues, allí no estaba yo. Los muertos eran mejores que yo. Me di muchas respuestas que no sirvieron para aliviarme. Nacía en mí un sentimiento de culpa, pero la peor de todas, la más difícil de soportar: la culpa de sobrevivir a una tragedia familiar. Los otros polizones también escapaban, pero ninguno con mis cargas”.

El armenio, “En Buenos Aires, apenas pasó por el Hotel de los Inmigrantes, que era para europeos, no para asiáticos. Además los piojos, entonces brazos armados de la ley, lo echaron a empujones. Vivió en la calle durmiendo por la noche sobre los bancos de las plazas, hasta que logró albergue en uno de los galpones del Ejército de Salvación de La Boca; allí tenía asegurado el techo y algo de comida. Los salvacionistas distribuían democráticamente lo poco que tenían entre muchos desarraigados y vagabundos hacia los que nadie quería mirar”.

Muchos aspectos más son descriptos: las comidas, la instrucción, la religión, el respeto a los padres y la consagración a los hijos, los juegos con los que se entretenían los armenios, sus visitas a la peluquería, al dentista, la llegada de un pariente al que hacía años que no veían... Hechos cotidianos que contribuyen a dar una imagen de una colectividad en un tiempo que pasó.

Por ejemplo, en una reunión de inmigrantes armenios, “entre todos festejaron los errores de los apellidos actuales, ante la imposibilidad de los funcionarios de encontrar letras algunos sonidos del idioma armenio. No faltaban hermanos con distintos apellidos. El filoso sable del turco alcanzaba a seccionar algunos nombres. Esa primera generación llevaba nombres armenios, aunque o pasaran el riguroso examen del Registro Civil. Pero en familia se los llamaba por su nombre verdadero; el apócrifo era el de los documentos. Con las edades sucedía lo mismo. Algunos se agregaban años para poder viajar como mayores, porque no tenían ningún familiar. A otros, por falta de dinero, les quitaban años y pasaban como menores. Era cuestión de sobrevivir”.

Relata Bedrossian que, entre los armenios, “El sarmá en cualquier lugar, con trigo o con arroz, es una comida exquisita. Pero siempre con hojas de parra, no con hoja de acelga o repollo como lo hacen algunas. Eso no sirve. No tiene gusto”. Les gusta también “el dolmá, los zapallitos largos rellenos con carne picada, arroz, tomate y cebolla”, el “pollo con pilav, los fideos tostados con arroz”, el “koftá (carne picada mezclada con trigo y nueces)” y el “dirán, el yogurt aguado”.

Cantan los armenios. En su futuro hogar –piensa el protagonista de la novela-, “seguramente, su padre podría entonar aquellas nostálgicas canciones armenias que canturreaba los sábados, después de cenar. Krikor, extrañamente, sólo cantaba Anush karún (hermosa primavera) en invierno y en las noches de lluvia”.

Los armenios iban a la fonda: “Allí se podía jugar al tavlí (backgammon), pasatiempo común entre los orientales. Dos armenios comenzaron jugando entre sí en aquella fonda. Con el tiempo, entre sonrisas y miradas laterales, se fueron incorporando los otros. O faltaba algún árabe que también se agregaba inmediatamente al grupo. El tavlí terminó siendo otro de los miembros infaltables del paisaje de la fonda, donde las denominaciones armenias del juego, bien o mal pronunciadas, se escuchaban con naturalidad pues formaban parte de sus reglas y del vocabulario técnico”.

La relación con inmigrantes procedentes de otros países es evocada en estas páginas, en las que se presenta una Barracas cosmopolita, en la década del 50, en la que los extranjeros conviven solidariamente. Agobiados por haber dejado a la familia, o de haber visto como la asesinaban, la relación entre los armenios es resumida en ese dicho que reza: “Mejor un vecino cerca que un pariente lejos”, y que ha llegado generalizada a nuestros días, en los que en algunos barrios, afortunadamente, todavía se observa.

Algunos inmigrantes cuentan historias a un auditorio siempre interesado. La mismas tienen que ver con la tradición de su nación, con su trabajo o con circunstancias curiosas de la vida. Bedrossian las incluye en su obra, para que todos las conozcamos.

Este libro es mucho más que el recuerdo en tercera persona de un joven en una etapa feliz de su existencia; es la memoria de un pueblo que debió dejar su tierra, a la que venera.

En 2004, a ochenta y nueve años del genocidio armenio, Bedrossian publica Morir en Marash.[10] El autor dedica su obra “A los armenios de Marash. Al millón y medio de niños, mujeres y hombres masacrados en el primer genocidio del siglo XX. A sus descendientes, a sus familias. A la Nación Argentina y a todos los países que los acogieron con generosidad. A cada hombre y a cada mujer que lucha honestamente para sobrevivir en un mundo envilecido por los poderosos de turno”.

“La llamada ‘guerra de Marash’ – señala Bedrossian, en el Prefacio- es más una expresión evocativa que una realidad bélica. Es otra estación del calvario de los pueblos sometidos al yugo otomano. Entre 1820 y 1890 fueron asesinados más de 90.000 armenios, griegos y búlgaros; trescientos mil armenios son aniquilados entre 1894 y 1896. También los árabes y asirios tuvieron sus mártires. La ‘guerra de Marash’ no fue una guerra. Si una parte queda diezmada y la otra carece prácticamente de bajas, la palabra guerra pierde su contenido y es lícito reemplazarla por otra más realista: matanza. De eso trata este libro. De un pueblo acorralado, de cara a la muerte, que ha sufrido el despotismo de los sultanes, luego el genocidio a manos de los ‘Jóvenes Turcos’, y finalmente hasta 1923 la culminación con Mustafá Kemal, cuando casi no quedan armenios por esas tierras”.

En el Prólogo a la obra, el embajador Leandro Despouy, Relator Especial de Derechos Humanos y Discapacidad en las Naciones Unidas, escribe: “Marash tiene especial significación para el autor: es el pueblo natal de su madre. Su padre fue arrojado a una fosa común dándoselo por muerto. Los Bedrossian, como sobrevivientes del horror, llegaron a la Argentina donde su hijo Eduardo nació y creció con el recuerdo de la tragedia que ellos habían dejado atrás. La escritura de este compatriota le da sentido al sufrimiento de su progenie. En los umbrales del siglo XXI y frente a nuevos delitos de lesa humanidad, el presente trabajo es de lectura indispensable para preservar la memoria, involucrarse con la historia y censurar sin reservas todo acto que violente la condición humana”.

La historia se inicia en el pueblo armenio, el martes 30 de septiembre de 1919, cuando Elmast (abuela del autor) despierta a su esposo Shadarev, pues ha tenido lo que ella considera un sueño premonitorio, y lo insta a salir del lugar. El hombre sostiene que los temores de la mujer son infundados, pues han pasado ya los malos tiempos, y nada hace presagiar que vuelvan los años de las torturas y las muertes, del dolor y el llanto. No obstante, la duda se ha instalado en su ánimo.

La mujer no se equivocaba. Una vez más, los armenios son víctimas de los crímenes más feroces, del sadismo más terrible. Bedrossian da testimonio de esta crueldad, pero destaca que no fue un ataque del islam hacia el cristianismo, y afirma que, así como muchos turcos fueron sanguinarios, otros sufrieron la destitución de sus cargos por oponerse a cumplir órdenes. Exalta, asimismo, el heroísmo de los misioneros, quienes pusieron en riesgo sus vidas para parlamentar con los turcos.

“Los hechos relatados son auténticos –manifiesta-, los actores deben resignarse al guión no elegido, son arrastrados irresistiblemente a la insospechada tragedia común que los envuelve. Vienen a nuestro encuentro con el temible lenguaje de la verdad. La acción transcurre a través de los ojos y la piel de sus protagonistas. Sus nombres son reales. Carecen de maquillaje, visten con la ropa del hombre de la calle. Llegan a nuestro encuentro sin libretos aprendidos de memoria, con sus defectos y virtudes, grandezas y miserias. En pocas ocasiones, la titularidad de los acontecimientos pertenece a otro hermano de infortunio. Cuando suben al escenario cada uno se convierte en un personaje. No son las criaturas del autor, en realidad es el autor la criatura que ellos han dado a luz tras penosos dolores de parto. Sólo pretenden que se escuche su voz y se respeten sus silencios”.

Hay escenas de gran dramatismo, como aquella en la que describe el éxodo hacia Adaná, con un frío intenso. A poco de empezar a caminar, los pies se congelan; la ropa, empapada, impide la marcha. Los más débiles se quedan a la vera del camino; sus familiares no pueden hacer más que santiguarse. A muchos, ni siquiera pueden cerrarles los ojos, pues tienen los párpados congelados: “El camino a Adaná se va convirtiendo en un sendero señalizado por cadáveres en posiciones desordenadas, como estatuas caídas. Acostados. Sentados, apoyados contra un árbol, se trata de una última colaboración hacia los rezagados, para que no pierdan el camino. No existen vías como las de un tren. Desde lejos se los podrá confundir con las ramas secas de un viejo árbol. Algunos están sentados juntos con las bocas abiertas como si hablaran en voz baja, en un lenguaje secreto, para que no escuchen los que siguen. Hay cuerpos abrazados, parecen estar unidos en oración, con copos de nieve en la barba de los hombres o en el cabello de las mujeres, como un pegajoso maná caído del cielo. Si fuera por ese vestido de nieve se diría que están descansando. Un extraño no sospechará si se trata de una huída o de una escena familiar.

Nadie se atreve a quitarles el abrigo ya innecesario que forma un conjunto inseparable con cada cuerpo, como fantasmas decorados de blanco por la nieve y de violeta por el frío”.

Los incendios de templos llenos de refugiados, las violaciones a adolescentes y mujeres, a menudo delante de la propia familia, son denunciadas por este estudioso que se propuso “no olvidar”, como lo dice el título de una de sus novelas.

Los Bedrossian y los Boulgourdjian son sólo algunos de los muchos armenios evocados por el autor que encontraron paz en estas tierras. De esas familias, acosadas por el dolor, la miseria y la impunidad, han salido hijos que estudiaron, que hicieron brillantes carreras, y demostraron a sus padres que, después de todo, la vida tenía sentido.

Al igual que en obras anteriores, las costumbres, las comidas, los relatos y los refranes son reflejados en esta obra que nos ilustra detalladamente acerca de la vida cotidiana de una comunidad en la paz, y también en la guerra.

A la seriedad con que se ha documentado, se le suma un diestro manejo del idioma; ambos nos hacen admirar el talento de este escritor, que tanto hace por difundir la historia de los suyos.

Completan el volumen la bibliografía consultada, el apéndice –que incluye información sumamente actualizada- y el plano de época de la ciudad de Marash, preparado por el arquitecto Alejandro Bedrossian.[11]

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Estudios como los que mencionamos –entre los que se destacan los de Nélida Boulgourdjiàn, la tesis doctoral de Rosa Majiàn y las obras de Narciso Binayán Carmona-, memorias y obras literarias nos permiten conocer la historia y las características de la inmigración armenia, que aportó valores éticos y estéticos al “mosaico de identidades” que es nuestro país.

Notas

[1] Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: “Los armenios en Buenos Aires” La reconstrucción de la identidad (1900-1950). Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.

[2] ibídem

[3] Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: EL GENOCIDIO ARMENIO en la prensa argentina. Tomo II 1901-1915. 350 pp. Buenos Aires, Unión General Armenia de Beneficencia, 2005. Al respecto, se sugiere leer asimismo Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida; Toufeksian, Juan Carlos y Alemian, Carlos (eds.): Análisis de prácticas genocidas Actas del IV Encuentro sobre Genocidio. Buenos Aires, Fundación Siranoush y Boghos Arzoumanian, 2004.

[4] Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: “Los armenios en Buenos Aires” La reconstrucción de la identidad (1900-1950). Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.

[5] Bedrossian, Hagop: Hayrig. Ediciones Akian. Buenos Aires, 1991.

[6] Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: “Los armenios en Buenos Aires” La reconstrucción de la identidad (1900-1950). Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.

[7] Clucellas, María Isabel: “Hayrig, por Eduardo Bedrossian”, en La Prensa, Buenos Aires, 8 de septiembre de 1991.

[8] Bedrossian, Gustavo: “A los que se encuentran en un pozo”, en www.psicorecursos.com.ar.

[9] Bedrossian: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, Ediciòn del autor, 1998.

[10] Bedrossian, Eduardo: Morir en Marash. Buenos Aires, Edición del autor, 2004. 448 pp.

[11] González Rouco, María: Comentario bibliográfico publicado en el diario Armenia, Buenos Aires.

María González Rouco
Lic. en Letras UNBA, Periodista

10 de junio de2003

Gentileza de María González Rouco
Libros, trabajos, artículos periodísticos, cuentos y poemas
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