Inmigracion y literatura
(1830-1960)

Lic. María González Rouco

Sumario

Prólogo

Presentación

1. Motivos

2. El viaje

3. Primeros días

4. Hacia el interior

5. Actitudes

6. El idioma

7. Religión

8. Oficios

9. Qué comían

10. Costumbres

11. Festejos

12. Entretenimientos

13. La nostalgia

14. Volver

Bibliografía

Agradecimientos

Comentarios

Actualización de

Gonzalez Rouco, María

Inmigración y literatura - 1a ed. - Bu : el autor, 2006.

Internet.

ISBN 987-05-0738-7

1. Investigación Periodística. I. Título

CDD 070.44

Prólogo

Indagar sobre la Inmigración en América es una cuestión nada sencilla, si se tiene en cuenta la multiplicidad de factores que afrontaron los inmigrantes del Viejo Mundo. Aunar, analizar, desentrañar los motivos que llevaron a esos viajeros a embarcarse hacia América, requiere un acopio de material diverso y una inserción teleológica por parte de María González Rouco que al lector le producirá asombro. Es que esta impresión es la que me ha acometido ya en las primeras páginas de esta sólida investigación. La autora, nieta de gallegos y bisnieta de lombardos, no ha escatimado esfuerzo al consustanciarse con una amplísima bibliografía, sobrepasando la Historia misma para entrar en el mundo de la ficción y de la poesía, como podrá apreciarse por la cantidad de notas al final de cada capítulo. Novelas, cuentos, poemarios, artículos de diarios y revistas, serán expuestos textualmente, y, al mismo tiempo, con una óptica objetiva, de los que el lector irá deduciendo conclusiones propias. Para darse una idea y sopesar la importancia de este trabajo, tras el primer capítulo, la bibliografía alcanzará a ochenta y dos notas. Judíos, gallegos, italianos, húngaros, rusos, irlandeses, estarán contemplados por el ojo avizor, sagaz y preciso en la contemplación, de María González Rouco, como viendo y comprendiendo el sentir de esos inmigrantes, indefensos, desprovistos de todo, que parecen estar entrando al puerto de Buenos Aires. Y digo “parecen” porque el tono admirativo de la autora implica, además de una vasta gama de contextos, una sensación de presencialidad: el dolor por el desarraigo de esos inmigrantes es uno de los motivos de esta investigación. Ver y comprender trasunta una identificación con las vicisitudes por las que irían a atravesar esos seres: marginaciones, explotación, enfermedades, muerte de niños. Es que me estoy refiriendo al sentir de María González Rouco, que se traduce en un homenaje a los inmigrantes que no tiene precedentes, ya que ha indagado en los escritores más representativos de la literatura argentina y ha puesto en escena secuencias narrativas y poemas emocionantes alusivos a la inmigración. No nos olvidemos que muchos de estos escritores fueron inmigrantes y otros, descendientes, herederos de esa epopeya, testigos insoslayables. María González Rouco ha saltado por el cerco inesquivable del ya clásico Los gauchos judíos de Alberto Gerchunoff –libro de “cabecera” de nuestra literatura argentina- y ha compendiado una cantidad apreciable de obras –muchas olvidadas-, estructurando una investigación abarcante. Así, motivos, viajes, costumbres y comidas, las primeras actitudes de asombro por parte de esos seres que se habían lanzado a una extraordinaria aventura, se irán presentando con una escritura grácil y un vuelo periodístico que agiliza la lectura. Otro mérito es el haber incorporado narradores recientes y a escritores de valía que están injustamente marginados de los circuitos comerciales de las editoriales de mayor marketing. La reproducción del Manual de inmigrantes italianos –al referirse la autora al Hotel de Inmigrantes- es conmovedora, como así también la travesía del húngaro judío Lajos Fehér, que consigue un pasaporte falso para embarcarse en el Augustus, o la dolorosa partida del asturiano Modesto Montoto que aborda el Alfonso XIII, quien escribe en su diario: “Con el corazón lanzo un adiós a los míos, a la Santina de Covadonga y a Asturias”. Otro testimonio que sacude los cimientos es el de José Wanza, un inmigrante que se establecerá en Tucumán: “En Buenos Ayres no he hallado ocupación y en el Hotel de Inmigrantes, una inmunda cueva sucia, los empleados nos trataron como si hubiésemos sido esclavos”. Esta inserción de María González Rouco excede los marcos de una investigación académica, precisa en la bibliografía y en los testimonios, va mucho más allá porque nos pone sobre el tapete cuestiones y problemáticas que ya traían esos inmigrantes, castigados en sus países de origen por las guerras y el hambre. Por esto, insisto en el tono de presencialidad que observan estas páginas de María González Rouco. De ahí que el término que he acuñado –inserción- implica una visión tan objetiva como de sentido homenaje a esos inmigrantes, entregados por el destino a la “buena de Dios” en las tierras de América. La reactualización de datos y cronologías, la nueva puesta en escena de títulos de obras de ficción a lo largo de un siglo y medio, como el relevamiento de artículos y ensayos, o de instituciones como The Jewish Inmigration Center, nos indican a las claras que este trabajo de María González Rouco significará un más que valioso aporte sobre el cruce de las culturas en general, y sobre la Inmigración, epopeya única e indivisible por su grandeza, en especial. Una investigación que debe ponernos orgullosos por su agudeza crítica y por la generosidad en la entrega, rasgos que ya han caracterizado la trayectoria curricular y periodística de María González Rouco.

Sebastián Jorgi

Presentación

Me propongo en este trabajo recuperar para los inmigrantes y sus descendientes esas historias cotidianas que nos describen la vida en la tierra nueva. Para ello, he recurrido a los testimonios de escritores, historiadores, actores, periodistas, y de los inmigrantes que conozco, incluidos los familiares. También transcribo testimonios de hijos y nietos de quienes llegaron de lejos. Encontré mucho material en librerías “de viejo” y en bibliotecas. Después de que se publicaron las monografías por separado, recibí mails desde diversos países –España, Francia, Israel y otros-, en los que me relataban experiencias; muchas de ellas fueron incorporadas a este trabajo. Archivando y preguntando, llegué a reunir los recuerdos transcriptos en esta obra, que intenta ser un homenaje a quienes vieron a la Argentina como la tierra de “paz, pan y trabajo”.

Los textos a los que me refiero, y que transcribo parcialmente, provienen de memorias, biografías, ficción, poesía y reportajes. Salvo algunos pasajes provenientes de dramas y films, el teatro, el cine y la televisión, tan ricos en expresiones acerca de la inmigración, no han sido reflejados en estas páginas; abordaré este aspecto en un futuro.

Escribir este libro llevó muchos meses, y un trabajo de archivo de años. Fue una tarea difícil en lo emotivo, porque muchos de los episodios relatados se referían a la crueldad humana y su reflejo en toda la sociedad, pero especialmente en los más desprotegidos. En América, esos inmigrantes encontraron una vida digna –aún debiendo soportar a los xenófobos-, pero su historia de hambre, persecuciones y torturas los acompaña, estén donde estén. Como contrapartida, asistimos también al relato de sus logros, los que alcanzaron con fe, laboriosidad y privaciones.

En un principio, tomé el lapso que va de 1880 a 1930 –entre esas fechas llegaron a Buenos Aires mis abuelos gallegos, y a Tandil, mis bisabuelos lombardos-; luego me di cuenta de que era necesario incorporar material relativo a décadas anteriores y posteriores a las mencionadas, sin el cual, el trabajo quedaría incompleto.

“Inmigración y literatura” fue el título del primer artículo periodístico que escribí sobre este tema. Esa visión literaria se fue ampliando con historias de vida, historietas, films y muchos otros aspectos que resultan valiosos a la hora de conocer una etapa. Doce de los capítulos que componen este volumen fueron publicados durante 2002 en el sitio www.monografias.com. Luego los amplié y actualicé, y agregué dos más, que también fueron publicados en el mismo sitio.El trabajo completo apareció en www.monografias.com en 2005.

Faltan muchas historias, y hay colectividades representadas con más testimonios que otras. No hay una “razón de amor” –salvo en lo referido a los gallegos-; sucede que sobre algunas nacionalidades hay información más accesible que sobre otras. En las próximas actualizaciones me ocuparé de las comunidades menos abordadas en este trabajo.

Este libro, en el que hablan personalidades relevantes y otras que no lo son, es el tributo que rindo a esos hombres y mujeres, para que sus sacrificios, sus tradiciones, sus anécdotas, sean recordados por los protagonistas y conocidos por sus descendientes, quienes hoy quizás tientan suerte en la tierra de sus abuelos.

Los motivos

Algunas de las páginas que se escribieron sobre la inmigración nos muestran la idea de emigrar desde los  instantes en los que surge. La vemos afirmándose, madurando en esas mentes en las que la desesperación es un sentimiento tristemente cotidiano. Porque –como dice Gustavo Cirigliano, en sus “Disquisiciones tangueras”- “Todo aquel que dejó su país, su patria de origen, de hecho –nos guste o no- fue abandonado o aún expulsado por ella, fue impelido a irse al no ser protegido ni retenido. Se lo echó, dicho sin vueltas” (1).

José Luis Baltar Pumar, presidente de la diputación de Orense, se refirió en 1998 al sentimiento de los gallegos emigrantes: “Los gallegos han colaborado en la realización de la Argentina, pero nunca se han olvidado de su madre patria, cuando podría existir un sentimiento de rencor por no haberles dado la posibilidad de progresar en su lugar de nacimiento. Ellos saben que si Galicia no les ha dado oportunidades es porque no ha podido” (2).

En el sitio “Asturias en la emigración”, Luciano Méndez Muslera enumera los motivos que llevaron a los asturianos a emigrar; habla de la imitación e inculcación, la salida de los hidalgos segundones y gente acomodada, los “ganchos” o agentes de los armadores, la evasión del reclutamiento militar, y los motivos económicos o de población (3). Estos motivos, aunque con variantes, pueden aplicarse a ciudadanos de otros países, pero es necesario agregar otros: las guerras mundiales, los pogrom rusos –que el autor no menciona por referirse sólo a la emigración asturiana- y los dramas personales –los cuales, aunque mínimamente, también fueron causa de emigración.

Notas

(1)     Cirigliano, Gustavo: “Disquisiciones tangueras”, en El Tiempo, Azul, 30 de septiembre de 2001.

(2)     Estévez, Paula: “Buenos Aires es nuestra 5° provincia de ultramar”, en La Prensa, 7 de noviembre de 1998.

(3)     Méndez Muslera, Luciano: “Asturias en la emigración”, www.telepolis.com.

Guerras, persecuciones

Leopoldo Díaz, en el poema “Tierra prometida”, expresa: “¡América! te anuncia el nuevo día/ en que el arte y la ciencia te den gloria./ Serás del pensamiento la victoria,/ no la victoria de la guerra impía.// La voz del porvenir es la voz mía;/ mi palabra augural no es ilusoria;/ hecha de luz y lágrimas tu historia/ habla en mí con fervor de profecía.// El viejo mundo se desploma y cruje... El odio, entre la sombra acecha y ruge.../ Una angustia mortal tiene la vida...// Y como leve arena que alza el viento,/ a ti vendrán el paria y el hambriento/ soñando con la Tierra Prometida” (1).

La política aparece reiteradamente como motivo de emigración. Del fascismo y sus reiteradas golpizas huye el protagonista de El laúd y la guerra, libro de Martina Gusberti. Decidió emigrar “porque él, como vehemente socialista, fue apaleado varias veces por los camisas negras”. El anciano narra qué había sucedido: “Sabían que era músico, director de una banda, y me buscaron para colaborar, pero yo me negué a tocar la marcha fascista y por eso me ligué unos buenos bastonazos, ¡brutte bestie! Me protegí la cabeza como pude, pero ésa es otra historia. Después, emigré a América” (2).

Syria Poletti evoca la guerra, por ejemplo, a través de los ojos de un personaje, en “Agua en la boca”. La protagonista se encuentra con un hombre que sufre las secuelas de la contienda. Así lo describe: “Comenzaba ya a bajar cuando vi que por el sendero empinado trepaba oscilante Chero, el loco, borracho como siempre. Para él, la guerra era un permanente estado de alerta, porque en ella había perdido un brazo y encontrado todas las alucinaciones que todavía lo trastornaban. Y sólo en el vino encontraba un ruidoso olvido” (3).

En “Desarraigo”, cuento de Ana María de Benedictis, el narrador, que piensa en emigrar de la agobiada Argentina del siglo XXI, se arrepiente, evocando una historia familiar vinculada con la guerra: “Recordó que una mañana muy temprano llegó una carta bordeada de una franja verde, blanca y roja; que la abrió su abuela materna y comenzó a secarse las lágrimas con el delantal; (...) esperaron en la vereda a su padre. (...) Su madre, Mariana, había muerto hacía ya quince días. El correo tardaba mucho y él hacía quince años que no la veía. Recordó el duelo a distancia y el dolor de tanta ausencia amontonada, de tantos besos perdidos y de tanta soledad impuesta por un país destruido por la guerra” (4).

Los recuerdos bélicos tienen que ver para el autor de La tierra incomparable, con la figura paterna. En un reportaje, Antonio Dal Masetto recuerda al italiano Narciso, un hombre valiente. De él dice: “era tremendamente trabajador, tremendamente amante de su familia y tremendamente testarudo. Durante la Segunda Guerra Mundial, él trabajaba en una fábrica. Su turno terminaba a medianoche. Había toque de queda desde las siete de la tarde, y muchos se quedaban a dormir en la fábrica, por temor. Mi padre volvía a casa. Su argumento era grande como una montaña. Decía: Yo quiero dormir en casa. Tengo una casa, y nadie me lo puede prohibir. Ni Hitler, ni Mussolini...” (5).

También escapa del fascismo el padre de Roberto Raschella. El escritor narra: “Mi padre vino varias veces desde la primera preguerra, hasta que, perseguido por el fascismo, se quedó aquí para siempre en 1925. Mi madre, después de muchas dificultades para poder salir de Italia, llegó en 1929” (6).

Debieron emigrar Julián Centeya (Amleto Vergiati) y su familia: “El 15 de septiembre de 1910 nació en Borgotaro, un pueblo de la provincia de Parma, Italia, Amleto Enrique Vergiati, hijo de un periodista del diario Avanti, cuyo jefe de Redacción era Benito Mussolini, el futuro ‘Duce’. Diez años después, realizada ya la histórica marcha sobre Roma (1920), la represión sobre la izquierda se tornó violenta y obligó a muchos opositores al régimen a decidir su exilio. La familia Vergiati, integrada por Carlos, el padre, Amalia, la madre, y los tres hijos, dos mujeres y Amleto, no fue una excepción y viajó hacia la Argentina como casi la mayoría de los refugiados políticos de ese momento” (7).

Juan Fazzini recuerda que su madre los impulsó a emigrar: “Fue Rina quien alentó a la familia a dejar Italia y venirse a la Argentina para escapar de la miseria que había dejado la Segunda Guerra Mundial. ‘Es una tierra donde no hay hambre y no hay guerra’, le decía a su esposo Pedro, que era mecánico de vuelo” (8).

Blas Gurrieri nació en el pueblo de Conza, provincia de Raguna. “En la posguerra, allá por el 1948, el fantasma de la Guerra de Corea empezaba a convertirse en una amenaza peor a lo vivido y don José decidió embarcar a su familia a tierras más tranquilas” (9).

Hubo quien vino por un tiempo, y no pudo regresar. Finalmente, se estableció aquí: “Mi abuelo, un anárquico antifascista, había partido en 1926 por motivos políticos –comenta Laura Pariani, escritora italiana autora de Quando Dio ballava il tango. Estaba convencido de que el fascismo caería de un momento a otro y de que su estadía en la Argentina, fruto de la necesidad, habría de durar poco. Mi madre tenía menos de un año cuando él partió. La idea de mi abuelo era regresar, pero el fascismo no cayó. Fue así como, postergando cada año el regreso, mi abuelo construyó su nueva vida en la Argentina, donde vivió sus últimos cuarenta años” (10).

Huyendo del Mariscal Tito venían los Ranni, de Trieste. Cuenta Rodolfo: “viví muchos años con el recuerdo del rincón donde había dejado mis juguetes, cuando nos escapamos. Fue una fuga como en el cine: mi hermano y yo escondidos en el altillo de la casa de mi padrino, que era el cura del pueblo; mi mamá, en un carro tirado por caballos de un padrino de mi papá. Y como estaba por dar a luz a mi hermano, en la frontera inglesa la dejaron pasar...” (11).

La emigración aparece como una alternativa que otros italianos no aceptan, porque no pueden abandonar a sus muertos. En su novela La piel, Curzio Malaparte dice que los difuntos “no pueden pagarse un billete para América, son demasiado pobres. No sabrán jamás lo que es la riqueza, la felicidad, la libertad. Han vivido siempre en la esclavitud; han sufrido siempre el hambre y el miedo. Incluso muertos serán siempre esclavos, sufrirán hambre y miedo. Es su destino, Jimmy. Si supieses que Cristo yace entre ellos, entre estos pobres muertos, ¿Lo abandonarías?” (12).

Vino de Italia –donde había emigrado anteriormente- el abuelo de José Eduardo Abadi. El nieto relata: “El abuelo paterno era juez, en Siria, pero como tuvo que abandonar el país por razones políticas, se mudó a Milán con toda la familia. Al poco tiempo, llegó el fascismo y tuvieron que volver a emigrar... Así llegaron a la Argentina” (13). Los sirio-libaneses llegaron “dejando atrás los conflictos producidos por la invasión del Imperio Otomano, para radicarse en zonas inhóspitas del Noroeste, San Juan y la Patagonia fronteriza” (14).

El croata Miro Kovacic padeció la guerra en su país de origen. Así recuerda el efecto de la contienda en los espíritus: “Se descubren tantas cosas en este otro mundo. El de los muertos vivientes. Descubrí que el ser humano tiene una capacidad de sufrimiento sorprendente y se adapta a las situaciones más difíciles. Es más. En esos momentos en los cuales la vida no vale una moneda (mucho menos que un cigarrillo), se dan situaciones en las que se puede notar una clara certeza de la existencia del otro a nuestro lado y un ‘darse’ a él que asombra a quien se ha acostumbrado a ver el lobo del hombre comiendo al contrario, o al mundo, y aún comiéndose a sí mismo. Es notable ver cómo alguien puede pasar de un acto de crueldad extrema a otro de la más sublime bondad en el mismo día. Cada uno lleva dentro de sí ángeles y monstruos. Esa es la lucha constante con la que debemos cargar” (15).

Pedro Opeka, sacerdote en Madagascar, “tiene cincuenta y cinco años y dos padres eslovenos que se establecieron en Argentina tras huir de la Yugoslavia comunista de posguerra. Junto a ellos y sus siete hermanos se crió en Ramos Mejía, donde aún viven doña María y don Luis” (16). También emigraron los eslovenos, entre ellos, los padres de un periodista: “Alfonso Pipan y Tatiana Svajgar, prófugos de su país natal terminada la Segunda Guerra Mundial, llegaron como inmigrantes en 1948 a la Argentina” (17).

A la vienesa Hedy Crilla, “el creciente antisemitismo de los nazis en el poder las empujó, como a tantos, al exilio: primero en París –donde vivió entre 1936 y 1940 y trabajó en teatro, radio y cine- y luego en la Argentina” (18).

“En 1939, como tantos otros judíos perseguidos por las hordas de Hitler, los Hurwitz se despidieron de su casa”, en Alemania (19).

Fueron perseguidos los Flichman en su tierra, cuenta una inmigrante afincada en Mendoza. En Rojos y blancos, Ucrania, Rosalía de Flichman evoca el entorno en el que se desarrolló su infancia. Las persecuciones, la revolución, la guerra civil, las violaciones y los asesinatos –a los que se suman las inundaciones y el tifus- son el cuadro con el que Rosalía debe enfrentarse a muy corta edad: “Los blancos están en la ciudad, persiguen sin cesar a los judíos. Matan a los hombres, se apoderan de las mujeres jóvenes y hasta de las niñas. Estoy cansada de tanto horror. Y los cambios continúan. Hoy los blancos, mañana los rojos. Como somos despreciables burgueses, estos invaden la casa y nos reducen a dos habitaciones. El hambre se hace sentir, duele”.

Más adelante manifestará una preferencia, en su desgracia: “Quiero que vuelvan los rojos; cantan la ‘internacional’ y nos asustan, pero que vengan pronto. Los blancos son peores, ignorantes, desalmados, asesinos”. Afirma que ella y su familia eran perseguidos en su país de origen por dos motivos: su condición de judíos y de burgueses. Si estas dos causas motivaron la amenaza constante a la que estaban sometidos, también significaron la posibilidad de radicarse en nuestra tierra, ya que la madre se apoyó “en instituciones judías que ayudan a los emigrantes fugitivos que salen de Rusia”, y el hecho de ser pudientes les permitió una salvación que a otros estuvo negada (20).

María Arcuschín recuerda, en De Ucrania a Basavilbaso, los relatos familiares sobre la razón que los llevó a emigrar. Los antepasados “Fueron casa por casa, puerta por puerta alertando sobre el peligro del próximo pogrom y la urgencia de partir hacia América en busca de libertad y de paz” (21).

José Muchnik recuerda la tragedia de sus mayores: “Argentina es el pulso de múltiples venas en un mismo estuario…por eso somos todos argentinos… Ahí anclaron , gallegos o andaluces, sicilianos o calabreses, franceses del Béarn o del Aveyron, portugueses, japoneses, libaneses, sirios, rusos, ucranianos, serbios, croatas… judíos expulsados por los pogroms, armenios huyendo del genocidio turco …paraguayos, bolivianos o brasileros…acentuaron el sabor latino de esas tierras…y hasta millares de coreaneos aportaron hace poco su encanto oriental a esta odisea. Argentina…raíces no sólo de tierra sino también de cielo. Mi palabra, estas palabras, no artículos y adjetivos, sí sangre y silencios…mi padre dejó madre y hermano degollados en un « shteitl » ukraniano antes de ser el más criollo de los criollos con sus mates de madrugada en la ferretería de Boedo, barrio de tango, barrio de mis primeros amores…” (22).

“Nací en Córdoba, Argentina –relata Perla Suez-, pero toda mi infancia transcurrió en Basavilbaso, provincia de Entre Ríos, lugar próximo a las tierras donde se radicaron mis abuelos cuando llegaron, a finales del siglo XIX, con la primera corriente de inmigrantes judíos que escaparon de la Rusia zarista” (23).

En Minsk, en 1941, a una adolescente y a sus padres les advertían el peligro: “a Tínkele –relata Manuela Fingueret- le asombra comprobar que gran parte de esos jóvenes vestidos a la usanza gentil son los primeros en hablar de las desgracias que sobrevendrán a los judíos si no huyen a tiempo hacia Palestina o América. Los religiosos oran y esperan pasivos el destino que Dios les depara. Esto la subleva porque sus padres oscilan entre ambos y ella, naturalmente opuesta a la generalidad, intuye que los que están en contacto con el mundo exterior pueden analizar mejor el futuro. Los padres de Leie también creen que hay que emigrar, pero no les es fácil movilizarse con una familia tan grande y sin dinero” (24).

El pequeño protagonista de “Historia con tango y misterio”, de Oche Califa, pregunta por qué sus abuelos emigraron de Rusia. El padre le contesta: “Por el ejército del zar. Cada vez que aparecían por la aldea donde vivía era para llevarse a los jóvenes a pelear en alguna guerra en la otra punta del país” (25).

Emigraron, asimismo, los padres de Alejandra Pizarnik: “Flora Pizarnik –nacida en Buenos Aires en 1936, apodada Buma, convertida en Alejandra con la edición de su segundo libro- hizo su elección definitiva por la poesía. Flora (Buma en idish) era la segunda hija del matrimonio formado por los rusos Elías Pizarnik y Rosa Bromiker, que en 1934 dejaron su Rovne natal (donde algunos años despúes los nazis masacraron a sus familias), para instalarse en los suburbios soleados de Avellaneda” (26).

Max Gurovitz, su esposa Fany y su hijo David emigran de Polonia, donde “Otra vez los gritos de ‘yid’ atronaban la calle. El viaje había sido inútil. Se culpó por haberla dejado sola mientras él iba al mercado. Aún tenía el uniforme ruso de inválido, si no ya estaría hecho pedazos. Para ellos la guerra había terminado pero no su odio por los judíos. (...) el celo polaco podía dejar atrás a los alemanes si de matar judíos se trataba. (...) También de Polonia debían irse” (27).

Alejandro Kokocinski, “hijo de un polaco y una rusa, nació en Italia pero creció en la Argentina. (...) Recién a los 21 años Alejandro Kokocinski consiguió una nacionalidad, la argentina. Hasta entonces era un apátrida. ‘Yo tengo una gran pasión por la Argentina, me considero muy argentino –aclara-. Recién me dieron la doble ciudadanía italiana de grande, porque como aquí rige la ley de sangre yo no tenía una patria. Mis padres eran dos refugiados corridos por la guerra, un polaco y una judía rusa’. (...) Los dos tuvieron la gran fortuna de que descarrilara el tren que los llevaba al campo de exterminio nazi de Treblinka ‘porque si no yo no estaría aquí’. Huyeron entre mil peripecias, estuvieron un año escondidos y llegaron a un campo de refugiados en Italia. (...) ‘En ese contexto dramático yo vine al mundo en 1948’. (...) Papá Kokocinski organizó con otros soldados la liberación de su pareja. Escaparon todos. Llegaron a Génova y se escondieron. Querían ir a la Argentina. ‘El cónsul se apiadó y los dio un salvoconducto’. Una carreta del mar los trajo a Buenos Aires” (28).

Con el título ...Y elegirás la vida, “un libro de la periodista Adriana Schettini cuenta diez historias de sobrevivientes de la Shoah con quienes convivió dos años y medio, inmersa en la cotidianeidad de sus biografías. (...) Y vio en ellos ‘la encarnación del mandato bíblico: ... Y elegirás la vida’ (...) En los párrafos que siguen (29), apenas una parte de las historias que integran el libro”.

“En abril de 1943, José Rajchenberg estaba junto a los jóvenes que enfrentaron el poderío nazi con una cuantas botellas de gasolina, unas cuantas botellas de gasolina y una entereza arrolladora. ‘Los judíos, antes de tomar vino u otro alcohol, dicen Lejaim. ¿Qué significa Lejaim? Por la vida; para vivir, siempre. Después de tantas matanzas contra los judíos, después de tanta Inquisición y tanto pogrom, después de este tremendo Holocausto, aún se dice Lejaim. Así es la vida: fuerte, muy fuerte’ ".

“Auschwitz, 24 de junio de 1943. Es la hora del crepúsculo. El tren se detiene (...), dos mil cuatrocientos judíos son empujados fuera de los vagones (...). Salomón Feldberg se aferra a la mano de su madre. La memoria de las razzias le dice que en segundos perderá ese contacto protector. Pero nadie le avisa que será para siempre. ‘Yo estaba derrotado; era un esqueleto; no servía para nada y, sin embargo, ellos me asignaron un trabajo horrible: juntar cadáveres. (...) Pero, a pesar de todo, yo siempre tenía una chispita de esperanza. (...) Ninguno de los que pasamos por los campos sabemos por qué sobrevivimos, pero todos sabemos que queríamos vivir. (...) Morir no es un acto heroico. El heroísmo es luchar por conservar la vida’ ".

Relata Isak Lempert: "Pasamos Iom Kipur en prisión. Mi papá dijo las oraciones que pudo recordar de memoria y ayunó. Sí, yo vi a mi papá ayunando en la prisión de Czernovits porque era el Día del Perdón".

"A veces pienso cómo fue que después de la guerra tuvimos ganas de seguir viviendo, de pensar en ropa nueva o en ir al cine – manifiesta Elizabeth Szatmari de Marchak-. La vida sigue; la vida es muy fuerte. No sé explicar cómo ocurre, pero llega un bendito día en que uno vuelve a interesarse en una receta de cocina".

Dice Moniek Taub: " ‘­Es que a mí me gusta tanto cantar...’ Si alguien le hubiera dicho en Auschwitz que iba a sobrevivir y que además iba a tener fuerzas para cantar, seguramente no le habría creído, ¿verdad? ‘En Auschwitz... ¿cómo iba uno a poder pensar algo así en Auschwitz, si estaba al lado del crematorio y veía que todo el tiempo entraba gente y salía humo?’ ".

Moisés Borowicz recuerda: “Tuve muchos compañeros de colegio y de juegos que no eran judíos, como supongo tienen todos los chicos judíos en cualquier parte del mundo. Pero cuando Hitler subió al poder en Alemania, en Polonia surgió un enorme antisemitismo (...) No me puedo olvidar lo que me dijo un grupito de compañeros: ‘Cuando venga Hitler, los vamos a pasar por la máquina de picar carne y de ustedes vamos a hacer albóndigas’ ".

"Llegamos a Majdanek en abril de 1943 –relata Stella Knyszynska de Feigin-. Nos hicieron sacar toda la ropa. Eramos chicas jóvenes y teníamos pudor... Nos llevaron a los baños donde estaban las duchas (...) Estábamos vigiladas por kapos alemanes. Hasta el día de hoy me esfuerzo por no agobiar a los otros con mis penas. Creo que, por más que la gente te quiera, si sos intolerante, jodida y quejosa, a la larga no te pueden aguantar y te van dejando sola. Y a mí me gusta estar junto a los otros. (...) Tengo muchos problemas y llevo una enorme tristeza adentro, pero no soy una resentida".

"‘Yo te quiero contar -dijo Sarita (Chakim de Rosenberg)-. Yo quiero que se sepa’. Supuse que aludía a los crímenes cometidos por Hitler, pero me equivoqué: ‘Yo quiero que se sepa que sé hablar idish y hebreo gracias a la escuela del ghetto –precisó-. Hay que contar que en el ghetto se había organizado un coro, y que cantábamos. Sí, en el ghetto de Vilna cantábamos y estudiábamos; a pesar de los nazis. Y de esto no habla nadie’ ".

"Es increíble –afirma Julio Pitluk-:: entre tantos habitantes y con semejantes sufrimientos, casi no hubo suicidios (en el ghetto de Bialystok). La gente tenía la ambición de salvarse. La inmensa mayoría se aferraba a cualquier esperanza, por mínima que fuera, con tal de seguir vivo".

Sostiene Regina Kenigstein de Hubel: "Una vez por mes habría que hacer una lección para todos los jóvenes. Tienen que saber lo que fue Auschwitz, querida. Tienen que saberlo, para que nunca más le hagan a nadie lo que a nosotros nos hicieron ahí. (...) Hay que trabajar para que nunca nadie venga con ideas como las de Hitler, y la gente lo siga."

También escrito por Schettini, leemos “Un testimonio para la memoria Los últimos días de Auschwitz” (30), en el que entrevista a otra sobreviviente, quien le dice: “-Por favor, junto a mi nombre y apellido ponga mi número de prisionera en Auschwitz. Yo siempre firmo así, porque esa marca me la han tatuado en el brazo y en el alma. Ella es Mira Kniaziew de Stupnik, A 15538. A los 76 años, vive en el barrio porteño de Villa del Parque. Es viuda, tiene una hija, Eva, y dos nietos: "Ellos me dan la fuerza para vivir", explica. El 1° de septiembre de 1939, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, tenía once años, y Adolf Hitler la condenó a muerte por ser lo que es: judía. Pasó la adolescencia en Auschwitz, el pozo más negro de la historia de la humanidad”.

“Se conmemoran los 60 años de la liberación de Auschwitz –escribe Enrique Valiente Noailles-. Y una de las definiciones que más impresionan es aquella de la sobreviviente Eugenia Unger: ‘Gente que no estuvo en Auschwitz nunca podrá entrar. Gente que estuvo ahí nunca podrá salir’. Por poco que uno se detenga en esta expresión, por poco que uno la habite, es posible advertir que la angustia que encierra es casi insondable” (31).

La historia que nunca les conté - El Libro de Gisela (Polonia 1943-1944), fue escrito por Mariano Fiszman y Roberto Raschella. “El protagonista de este relato –afirma Rubén Chababo- es Gisela Gleis, una joven judía de nacionalidad polaca, habitante de Stanislawow, un pequeño poblado, quien durante los años de la ocupación alemana se refugia junto a una treintena de personas de su pueblo natal en un sótano. Durante casi dos años, esperando el fin de la guerra y el cese de la ocupación, este grupo resiste la más absoluta de las adversidades. La posibilidad de ese refugio les es brindada por un hombre, vecino del lugar, de religión católica, llamado Staszek, quien ante la evidencia de la deportación y el asesinato masivo de miles de judíos llevada adelante por la Gestapo, decide arriesgar su vida para que ese puñado de perseguidos se salve de una muerte segura. Una vez terminada la guerra Gisela Gleis emigra a la Argentina junto a su marido Max, también habitante del sótano, y es en nuestro país donde viven y mueren ya ancianos, él en 1990 y ella en 2001. Los escritores Roberto Raschella y Mariano Fiszman fueron tras la voz de Gisela y durante tres años la entrevistaron en su casa del barrio de Flores, tratando de obtener la mayor información posible para que esta historia no fuera olvidada” (32).

Para proteger a su hija de lo que vendría es que una madre judía quiere que la niña deje Europa. Cumpliendo la última voluntad de su esposa, el belga Divas se traslada con su hija a Ensenada “a finales de los treinta”. La moribunda había dicho: “ma fille doit arriver en Amérique avant que mon cadavre refroidisse” (33). Esta es la historia que relata Gabriel Báñez en Virgen, novela finalista en el Premio Planeta 1997.

Entrevistado por Mario Diament, dice Máximo Yagupsky: “¿Cómo han venido aquí nuestros judíos? Escapando, prácticamente, de pogroms. Los que han venido a la Argentina, sobre todo. No los movía, como a los italianos, el buscar una vida más confortable o huir de la miseria. Allá los judíos eran pobres, pero estaban acostumbrados a la pobreza. Amaban la vida en el ghetto porque significaba la vida en común, en la gran familia, a tal extremo que mi abuela murió a los noventa y tantos años y hablando de su país de origen decía siempre ‘allí, en mi casa’. A pesar de que vivían en la miseria, era su hogar” (34).

“El país de Gales, viendo comprometido su antiquísimo patrimonio cultural ante la presión ejercida por Inglaterra, decidió responder a la política inmigratoria propuesta por la República Argentina. Así fue como algunos eligieron a la Patagonia cuya condición deshabitada alentó sus ideales” (35).

La Guerra Civil fue el motivo para que muchos españoles emigraran, entre ellos, el gallego Arturo Cuadrado Moure, pasajero del Massilia, quien recuerda ese trance: “En el año 1936 sube Franco, aquella tremenda traición en donde los hombres tuvieron que matar a los hombres. Surge la famosa guerra civil que duró tres años y donde han muerto casi dos millones de españoles. Nosotros, el ejército republicano, que dominábamos Madrid, Valencia y Barcelona, no teníamos fuerzas, teníamos la canción y teníamos a América” (36).

Durante la contienda, “los dirigentes del PNV (Partido Nacionalista Vasco) se refugiaron en las colonias vascas de América latina y buscaron el respaldo logístico y económico de Estados Unidos y Gran Bretaña. En nuestro país se produjo una movilización de la comunidad para favorecer la radicación de los fugitivos vascos, tanto de los que procuraban salir de España como de los que se habían establecido momentáneamente en Francia antes de que fuera ocupada por el ejército nazi. El presidente Roberto Ortiz, un descendiente de vascos, reconoció ya en 1940 a un comité de personalidades argentinas y españolas como intermediario para la rápida entrada de los que emigraban de Europa, con la garantía de que no tuvieran antecedentes comunistas” (37).

Emigró la española María Luisa Robledo, casada con el argentino Aleandro, hijo de italianos. Recuerda la actriz Norma Aleandro: “Estaban en la compañía de De Rosas en España, se conocieron, se enamoraron. Tuvieron a mi hermana y con la guerra se vinieron para acá. Con mi abuela, la madre de mi madre, de manera que yo nací en Buenos Aires” (38).

El humorista Quino es “nieto de una comunista militante e hijo de republicanos exiliados”. Acerca de sus mayores, expresó: “Mi abuela era una militante que vendía los bonos del partido. Mi padre no quería que lo hiciera. Y se armaban unas trifulcas terribles en mi casa. Cuando era niño, escuchaba radios de Moscú y de Pekín. Pero también admiraba a Bing Crosby y estaba enamorado de Mirtha Legrand. Yo tenía diez años” (39).

Manuel García Ferré nació en Almería en 1929. “Llegó a nuestro país a los 17 años, dejando atrás los sinsabores de la Guerra Civil en su España natal” (40).

El guitarrista murciano Manolo Iglesias, en una entrevista, contó: “Primero vino mi padre solo a buscar trabajo en 1948, como inmigrante, escapado de la guerra civil en España. Al año siguiente vinimos mi madre y yo. Yo contaba sólo con dos años de edad cuando llegamos. (...) yo me crié aquí, llegué desde muy chico, tengo mi casa, mi familia, mi padre murió aquí, vivo con mi madre” (41).

Llegaban sefaradíes. En su libro La cita en Buenos Aires, Saga de una gran familia sefaradí, Vittorio Alhadeff, “oriundo de la ciudad de Rodas, hace desfilar ante el lector diversos episodios del dominio turco y de la ocupación italiana del Dodecaneso. Pero la tremenda verdad de las guerras da paso a la crueldad del fascismo y del nazismo para cerrarse con la llegada en los años 40 a Buenos Aires, donde se refugian los últimos miembros de una familia que creyó en el trabajo y en el progreso” (42).

De Esmirna viene otros sefaradíes, aterrorizados por las matanzas de griegos y armenios: “Masaltó sabía que la situación en Izmir no les ofrecería paz por mucho tiempo, que su dolor por la pérdida de Antoinette y toda esa familia armenia, le dolía por las familias armenias deportadas de Izmir, esa herida no cerraría con facilidad” (43).

“Acerca de las causas de la emigración, los armenios de la Argentina consideran que la misma fue forzada, a partir de las persecuciones políticas en el Imperio Otomano, antes de la Primera Guerra (matanzas de Adana, 1909) y durante ella (Genocidio de 1915)” (44).

En “A los que se encuentran en un pozo” (45), Gustavo Bedrossian homenajea a su abuelo: “esta es una historia real, crudamente real, maravillosamente real. La situación es la siguiente: el protagonista es un adolescente que ha perdido a su familia. Hace minutos vio cómo delante de sus narices mataron a parte de su familia a palazos. A él mismo luego de golpearlo lo arrojan a un pozo donde tiran los cadáveres de los que golpean y matan pensando que está muerto. Pero él no está muerto... Siguen matando gente y tirándola encima de este muchacho. Sangre, gritos, el propio dolor, el pánico. Un pozo... un pozo donde sólo se respira muerte. ¿Qué expectativas podemos tener de este muchacho? Quizá el más optimista puede suponer que sobreviva y termine con algún tipo de enfermedad mental. ¿Sabés cómo siguió la historia? Este chico, de nacionalidad armenia, que simuló estar muerto, por la noche, cuando se fueron los turcos, pudiendo sacarse algunos cuerpos de encima, logró escapar con otros muchachos más. Un detalle para agregar: un hermano suyo que sobrevivió prefirió quedarse en el pozo para estar con una mujer que suponía era su madre. Ese muchacho se llamó Agop Bedrossian. Fue mi abuelo”.

Décadas después llegarían más japoneses (46), a sumarse a la colectividad que ya estaba instalada aquí en tiempos del Centenario (47).

En Flores de un solo día (48), Anna Kazumi Stahl relata la historia de “Aimée y su madre, Hanako. La madre “ desde chica sufría tanto miedo a la calle. Se debía a que, japonesa de origen y nacida en 1937, había visto la Segunda Guerra Mundial hacer su tremenda carrera y terminar en derrota antes de cumplir los nueve años de edad. Peores eran sus circunstancias, porque a causa de una enfermedad infantil había quedado sin habla, con daños en el centro del habla del cerebro, y no podía entender las explicaciones que le daban la empleada doméstica y el coronel mismo, su padre”.

Con Gaijin. La aventura de emigrar a la Argentina (48), Maximiliano Matayoshi ganó el Premio Primera Novela UNAM-Alfaguara. En esa obra, relata un adolescente, poco antes de dejar Okinawa: “Quiero que vayamos todos juntos, dije. Mamá me miró y me tomó de las manos. No podemos ir todos, no tenemos el dinero, además Yumie es chica para viajar y yo debo quedarme a cuidarla. Irás solo. Si tu papá estuviera sería diferente, dijo”.

Notas

1 Díaz, Leopoldo: “Tierra prometida”, en Cantan los pueblos americanos. Selección de Germán Berdiales; ilustraciones de David Cohen. Buenos Aires, Ediciones Peuser, 1957.

2 Gusberti, Martina: El laúd y la guerra. Buenos Aires, Vinciguerra, 1996.

3 Poletti, Syria: “Agua en la boca”, en Taller de imaginería. Buenos Aires, Losada, 1977.

4 De Benedictis, Ana María: “El desarraigo”, en El Tiempo, Azul, 24 de marzo de 2002.

5 Roca, Agustina: “Historia de vida”, en La Nación Revista, 12 de julio de 1978.

6 Ingberg, Pablo: “El amor a los vencidos”, en La Nación, Buenos Aires, 14 de febrero de 1999.

7 Criscuolo, Eduardo: “Un habitante ‘gris’ de Coghlan: Julián Centeya”, en El Barrio Periódico de Noticias, Buenos Aires, diciembre de 2003.

8 Barbiero, Daniel: “Confieso que he vivido”, en El Barrio Periódico de Noticias, Año 5, N° 50, Mayo de 2003.

9 Artola, Daniel: “EL ESCULTOR BLAS GURRIERI SE DEFIENDE DE LOS DICTADOS DEL MERCADO ‘El arte es sagrado’ “, en El Barrio Periódico de Noticias, Diciembre de 2005.

10 Patat, Alejandro: “El país de los sueños perdidos”, en La Nación, Buenos Aires, 28 de abril de 2002.

11 Gaffoglio, Loreley: “El teatro me contuvo”, en La Nación, Buenos Aires, 20 de diciembre de 1998.

12 Malaparte, Curzio: La piel. 1949.

13 Aubele, Luis: “A boca de jarro”, en La Nación, 23 de junio de 2002.

14 S/F: “Viaje a la tierra de uno”, en Clarín, Buenos Aires, 27 de septiembre de 1998.

15 Anzorreguy, Chuny: El ángel del Capitán. Biografía del Capitán Croata Miro Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996.

16 Savoia, Claudio: “Un milagro argentino en Africa”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 3 de agosto de 2003.

17 S/F: “Una vida dedicada a los ferrocarriles”, en El Barrio Periódico de Noticias, Buenos Aires, Noviembre de 2003.

18 Saavedra, Guillermo: “Vida en escena”, en La Nación, Buenos Aires, 28 de enero de 2001.

19 Savoia, Claudio: “El equipaje de los sueños”, en Clarín Viva, 14 de enero de 2000.

20 Flichman, Rosalía de: Rojos y blancos, Ucrania. Buenos Aires, Per Abbat, 1987.

21 Arcuschín, María: De Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar. 1986.

22 Muchnik, José: “Somos todos argentinos”, en El Damero. www.icarodigital.com.ar.

23 Suez, Perla: “Relato de Vida”, en www.perlasuez.com.ar.

24 Fingueret, Manuela: Hija del silencio. Buenos Aires, Planeta, 1999. 218 pp.

25 Califa, Oche: “Historia con tango y misterio”, en Un bandoneón vivo, Buenos Aires, Sudamericana, 2002.

26 Amuchástegui, Irene: “Poeta del insomnio”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 14 de diciembre de 2003.

27 Goldberg, Mauricio: Donde sopla la nostalgia. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1985.

28 Algañaraz, Julio: “Pintor y aventurero”, en Clarín Revista, Buenos Aires, 8 de junio de 2003.

29 S/F: “... Y elegirás la vida”. Foto: Daniel Pessah. En La Nación Revista, Buenos Aires, 27 de marzo de 2005.

30 Schettini, Adriana: “Un testimonio para la memoria. Los últimos días de Auschwitz”, en La Nación, Buenos Aires, 23 de enero de 2005.

31 Valiente Noailles, Enrique: “Auschwitz aún no fue liberado”, en La Nación, Buenos Aires, 30 de enero de 2005.

32 Chababo, Rubén: “La dimensión única del milagro de una vida”, en La Capital, Rosario, 14 de agosto de 2005.

33 Báñez, Gabriel: Virgen. Barcelona, Sudamericana, 1998.

34 Diament, Mario: Conversaciones con un judío. Buenos Aires, Fraterna, 1986.

35 S/F: Hotel Gwesty Tywi, Gaiman, Patagonia – Hostería Galesa – Welsh Colonial B&B.htm

36 S/F: “Esa magnífica legión de viejos”, en Revista Mayores, Año II, N° 11, 1994.

37 García Lupo, Rogelio: “Los espías vascos que operaron en la Argentina”, en Clarín, Buenos Aires, 19 de enero de 2003.

38 Mactas, Mario: “Norma Aleandro. Estados del corazón”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 8 de diciembre de 2002.

39 Reinoso, Susana: “Quino: ‘ Los adultos están arruinando a los chicos’ “, en La Nación, Buenos Aires, 7 de diciembre de 2003.

40 Varios autores: Enciclopedia visual de la Argentina. Buenos Aires, Clarín, 2002.

41 S/F: “Manolo Yglesias”, en Contratiempo 1° Magazine del Flamenco y la Danza Española. Año 1 N° 6. Buenos Aires, Mayo de 1998.

42 Malinow, Inés: “Testimonio familiar”, en La Nación, Buenos Aires, 4 de enero de 1998.

43 León, Luis: “Historias de Izmir. Los finiricos”, en SEFARaires, N° 3, Julio de 2002.

44 Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: Los armenios en Buenos Aires La reconstrucción de la identidad (1900-1950). Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.

45  Bedrossian, Gustavo: “A los que se encuentran en un pozo”, en www.psicorecursos.com.ar.

46  Castrillón, Ernesto G. y Casabal, Luis: “Japoneses en la Argentina. Recuerdos de la guerra”, en La Nación Revista, 27 de septiembre de 1998.

47  Fainsod, Jéssica: “La infancia de la ciudad”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 4 de abril de 1999.

48  Kazumi Stahl, Anna: Flores de un solo día. Buenos Aires, Seix Barral, 2002.

49  Matayoshi, Maximiliano: Gaijin. Buenos Aires, Alfaguara, 2002.

En la Argentina

Nélida Boulgourdjian-Toufeksian destaca la labor de la prensa argentina, con respecto a la comunidad armenia: “Mientras el Genocidio armenio tuvo lugar en Turquía, numerosos escritos (testimonios de testigos oculares, informes de funcionarios de potencias europeas) salían a la luz para dar cuenta de un crimen que habría de constituirse en el antecedente de otros que sembraron de horror el siglo. La prensa europea y la americana plasmaron en sus páginas las noticias de hechos y situaciones patéticas que superaban con creces lo que el simple lector podía imaginar como posible. La prensa argentina no fue ajena a ello ya que desde el siglo XIX las matanzas de los armenios en el Imperio otomano de 1894-1896 fueron ampliamente documentadas, poniendo de manifiesto desde entonces la preocupación y la sensibilidad de los argentinos frente a hechos aberrantes que afectaron a un pueblo del cual poco o nada sabían. La frecuencia y el caudal de la información –noticias del día, editoriales y notas de fondo- así lo demuestran” (1).

Durante la primera guerra mundial, en Mendoza, “En San Rafael, que contaba con una colectividad italiana bastante representativa, se produjeron escenas de verdadero patriotismo. Especialmente los italianos de la alta Italia, oriundos de zonas fronterizas, salieron a la calle portando banderas de su país y realizaron desfiles en los que iban cantando viejas canciones guerreras. (...) El gobierno de Italia lanzó una proclama solicitando la inmediata incorporación de todos aquellos compatriotas que quisieran presentarse como voluntarios, quienes deberían regresar a su país cuanto antes. Muchos fueron los que lo hicieron, sobre todo aquellos que ostentaban un grado importante como reservas del ejército italiano” (2).

Los avatares de las contiendas se vivían con gran tristeza Lo recuerda María Trepicchio de Danna, a los 101 años: “Ah, la Primera Guerra se sufrió mucho porque todos los inmigrantes tenían a sus familiares en Europa”. La ayuda a los damnificados no se hizo esperar: “Con el Círculo de Damas Francesas tejí para los soldados partidarios de De Gaulle”. Cuando la guerra llega a su fin, también en la Argentina festejan: “la paz se celebró con locura, en casa entonamos La Marsellesa aquel día, con la bandera desplegada en el living” (3).

Las privaciones pasadas en el país de origen durante la guerra marcan a quienes emigraron. Una calabresa, llegada a la Argentina en 1933, acostumbra a sus nietos a aprovechar el alimento del que se puede disponer en la nueva tierra. Lo cuenta una nieta, Griselda García, en un poema: “mi abuela obligándonos a terminar el plato,/ haciendo bocaditos fritos con las sobras porque/ ‘ustedes por suerte no conocen lo que es la guerra, el hambre...’ “ (4).

En un poema de Marcos Silber se evoca la amargura de los que, en la nueva tierra, sabían que los suyos eran víctimas de la persecución. Desde la Argentina, quienes emigraron observan impotentes el genocidio. La angustia y la desolación son presentadas por medio de imágenes de los adultos, a los que un niño comprende desde su infinita sabiduría: “Mamá llorándole toda la cabeza al pequeño. Regándole/ el sueño, todo el juego. Mamá que regresa con papeles./ Cartas, papeles de adiós y tormento. Avisos de nuevos/ silencios. 1940” (5).

A un suceso de la infancia de Marcos Aguinis, se refiere Jorge Fernández Díaz: “El pibe tenía siete años y estaba parado junto a la puerta del dormitorio de sus padres escuchando exclamaciones y ruidos sordos. Había llegado por correo una carta desde Europa, y aquellos dos inmigrantes taciturnos se habían encerrado bajo llave a leerla en secreto. El hijo no entendía, en ese momento, por qué lo habían dejado afuera, donde permanecía con el aliento contenido. En esa vigilia y en ese desconcierto estaba cuando el padre salió despacio, doblado por el dolor, y entonces el hijo lo vio llorar por primera vez en toda su vida. La carta narraba sin eufemismos la suerte que habían corrido su abuelo y las dos tías que Marcos jamás llegaría a conocer, en la lejana República de Moldavia, donde los nazis arreaban judíos para hacinarlos en los campos de concentración o asesinarlos en los hornos de exterminio” (6).

Un episodio igualmente aciago relata Mito Sela en Babilonia chica: “Un día papá se encerró en su dormitorio ‘¿Por qué?’, le pregunté a mamá., ‘La carta de Palestina’, me respondió. La carta informaba a mi padre lo acontecido con su familia en los campos de exterminio en Europa. Pocos quedaron con vida. Mi madre y yo nos sentamos afuera y dejamos a papá llorar. Cuando salió, aún con lágrimas en los ojos, nos abrazó. Y yo sentí su cuerpo envejecido. Quise consolarlo, pero no pude. Quise llorar, pero no pude. Quise gritar, pero no pude. Nunca más lo vi llorar” (7).

Norma Manzur afirma: “Aunque en ese entonces lo ignoré, fueron años de mucho dolor y tristeza en nuestra familia. Las cosas importantes, serias y sobre todo la tristes se hablaban en idish, idioma que nunca aprendí. La guerra en Europa mataba a los judíos y los padres, hermanos y otros parientes de mamá y papá no escaparon a ese destino. Sólo después que Gerardo viajó a Polonia al 50 aniversario del Levantamiento del Ghetto de Varsovia, supe que mis abuelos maternos murieron en el campo de concentración de Treblinka. Qué pasó con el resto de la familia, mi abuela paterna y mis dos tías y otros parientes cuyo registro nunca tuve, no lo sé” (8).

“La shoá, el hecho traumático primigenio, es nuestro contexto presente desde el comienzo de nuestra vida -señala Diana Wang-. Lo hemos incorporado con la primera inhalación de aire, con el lenguaje corporal de los silencios, los vacíos, los llantos, los temores, las angustias, las prevenciones, los arrebatos, climas para o pre verbales preñados de pesos y signos amenazantes y oscuros. Más tarde, cuando las hubo, llegaron las palabras” (9).

Escribe Mauricio Goldberg que en una familia de inmigrantes judíos, “para el sábado era reservada esa única posibilidad en la semana de encontrarse todos alrededor de la mesa compartiendo la comida. Cualquier intento por modificar esa costumbre hallaba la cerrada oposición del padre y sus recuerdos que flotaban durante los almuerzos en la casa del abuelo. Ese abuelo que Mario no había conocido a resultas de la guerra, la misma que de una u otra forma se las arreglaba para hacerse presente entre ellos” (10).

Mónica Sifrim escribe: “No señor. En mis antepasados no hay diabéticos, hipertensos,/ cardíacos ¿Cómo explicarle? De cada diez antepasados míos,/ uno moría en las revoluciones, otro en las cámaras de gas/ y cuatro o cinco de melancolía” (11).

Los inmigrantes padecen las secuelas de la guerra. En un cuento de Sebastián Jorgi, un hombre dice a su mujer: “A la semana de vivir juntos, mamá Freda se largaba a llorar todas las noches en la habitación contigua. Vos me explicaste que estuvo en el Ghetto de Varsovia y no quiere dormir sola porque tiene mucho miedo de sólo pensar que los nazis la llevarán a la casona del fondo del campo” (12).

Los padres de Daniel Goldman, “ambos polacos, fueron sobrevivientes del Holocausto. Su padre fue un partisano (guerrilla que luchaba contra el nazismo en la Segunda Guerra Mundial) y su madre vivió tres años en un sótano después de escapar de un gueto. Se conocieron en Polonia y en 1948 emigraron juntos a un país que parecía sinónimo de una nueva vida. Pero en las valijas se trajeron todo el miedo, el espanto ante cualquier autoritarismo y un sentido profundo de que la vida es un tesoro a resguardar. Así es que en el hogar de los Goldman casi no se dormía: por las noches su madre visitaba los cuartos para asegurarse de que él y su hermana estuvieran bien, y a las 4 de la mañana todos estaban desayunando. De día, las pesadillas se contrarrestaban con una educación amiga del idealismo” (13).

Acerca del Deutscher Klub, o Club Alemán de Buenos Aires, afirma Willy G. Bouillon: “Los dos conflictos bélicos mundiales del siglo XX fueron de efecto muy negativo para el DK. Durante el primero de ellos, el hundimiento de un buque argentino fue atribuido al ataque de un submarino alemán. La entidad sufrió un atentado y debió permanecer cerrada varios años, hasta 1921. En el segundo, la alineación argentina en contra del Eje provocó que se le retirara la personería jurídica y se confiscó la sede. En el 51 se dio marcha atrás con lo primero, pero no se restituyó el edificio social. Hubo entonces un nuevo traslado, esta vez a un petit hotel, en Arroyo 1034” (14).

En su novela Hotel Edén, escribe Luis Gusmán: “En el frente del edificio, el águila imperial había dominado el valle hasta que a comienzos del 45 Argentina declaró la guerra a Alemania. Seguramente todo el pueblo asistió a la demolición del águila, símbolo de un poder que se extinguía en el mundo. Posiblemente también ese mismo día destruyeron la antena de onda corta que estaba en la torre y permitía que se comunicaran clandestinamente con Alemania. (...) Observó el hueco que el águila había dejado y después localizó la fecha borrosa de la fundación del Edén. De inmediato vino a su mente el nombre de los primeros propietarios sobre los que caía, desde tiempos remotos, una leyenda negra” (15).

Señala Luis León: “El holocausto que impactó de lleno en todas las comunidades ashkenazíes de Europa, golpeó también a los sefaradíes de Grecia y los Balcanes. Por eso las noticias de los antecedentes que concluyeron con la declaración de la independencia del Estado de Israel, movilizó a los djidiós en igual magnitud que a las otras comunidades judías de Buenos Aires. Un gran acto en el cine Villa Crespo de Corrientes al 5500, reunió a centenares d personas, aunque el acto central fue organizado en el estadio Luna Park.. En esa ocasión, un número importante de djidiós de Villa Crespo concurrieron al acto en bañaderas, desde las que exteriorizaba su entusiasmo. Desde temprano, se formó una columna en que se destacaban los jóvenes, reunidos alrededor del mástil que en esa época se alzaba en el encuentro de las avenidas Corrientes y Canning, recuerda ‘L’. ‘Desde el balcón del quinto piso de uno de los escasos edificios de altura de esa época, mi abuela, gritaba alentando a la muchedumbre sin reflexionar si era o no escuchada por ellos. Yo que tenía seis años, iba y venía sobre mi triciclo haciendo sonar el timbre del manubrio, por simple entusiasmo de ver a mi abuela en esa actitud. Cuando la columna fue numerosa y comenzó a marchar hacia el centro, ella corrió hacia el ropero, extrajo una gran bolsa de confites de almendra y los arrojó hacia abajo a la gente, fina y cara costumbre que reservaba exclusivamente para los grandes acontecimientos, especialmente los nacimientos’ ” (16).

Afirma Carlos Szwarcer: “Pasaron los años y el Café lzmir se consolidó como referente de la colectividad. La Segunda Guerra Mundial agitaba los ánimos de sus habitués y sus paredes pintadas con arabescos —dibujos de palmeras y siluetas orientales que simulaban las Mil y una Noches—, eran parcialmente cubiertas por banderas de los países vencedores de la contienda” (17).

Con respecto a lo que acontecía en España -relata Ema Wolf-, en América, las opiniones estaban divididas: “En 1896 se creó la Asociación Patriótica Española. Organizó una bolsa de trabajo, se ocupó de repatriar a los que carecían de medios para hacerlo y colocó comisarios en los barcos para que controlaran las condiciones en que se hacían las travesías. Pero el motivo de su fundación fue la guerra entre España y Cuba”.

“A mediados de la década del ’90 la nutrida colonia hispana se conmovió al saber que cobraba fuerza en Cuba la lucha por la independencia, debido a la acción de José Martí y los grupos de patriotas. La Asociación promovió colectas para ayudar a la nación en guerra y a los soldados que se batían lejos de la patria. Las opiniones, sin embargo, no eran unánimes. Dentro de la colectividad había quienes apoyaban la causa cubana. A los gritos de ‘¡Viva España!’ y ‘¡Viva Martí!’ se trenzaban los dos bandos en las veredas de la Avenida de Mayo, y en una oportunidad volaron como proyectiles las sillas y mesas del café Tortoni. Cuarenta años más tarde, cuando la Guerra Civil partió a España en dos, se enfrentaron en el mismo escenario franquistas y republicanos. Nada de lo que sucedía allá resultaba indiferente a esta especie de sucursal de la península”.

“Al ser bombardeado en la bahía de La Habana el acorazado Maine, de la marina de los Estados Unidos, esta potencia encontró un pretexto para intervenir en Cuba e iniciar acciones contra España que, debilitada, ya no pudo defenderse. Los españoles en la Argentina manifestaron su indignación en mítines callejeros agitando banderas amarillas y rojas. Con festivales y suscripciones, la Asociación Patriótica logró reunir fondos para adquirir un buque de guerra, el crucero Río de la Plata, que donó a la armada de su país. Pero el enemigo ya era otro y muy dispares las fuerzas. España resignó su colonia, que no hizo sino cambiar de mano” (18).

Los españoles inmigrantes se organizaron para ayudar a sus compatriotas en guerra. Lo cuenta Manuel Castro: “Durante los años de la guerra civil, Dopazo y sus músicos, entre los que se encontraban sus hijos, eran llamados para recaudar fondos para la Madre Patria. Los del bando nacional lo hacían por medio de Lola Membrives en el Teatro Avenida y los republicanos en el Luna Park” (19).

Helvio Botana escribe en sus memorias: “mi padre convirtió la guerra española en problema argentino, pues así se lo tomó... Por influjo de Crítica nuestra población tomó partido a favor o en contra de Franco. Así fue, en toda la República una beligerancia polémica nos invadió. Y como en toda guerra, hubo hechos notables y ridículos, abnegados y aprovechados. El ‘no te metás’ desapareció. La Argentina vibró y se vivió pasionalmente un suceso que fue nuestro” (20).

Rodolfo Alonso recuerda que en el medio en el que él vivía “se hablaba de lo que ocurría en el mundo –y en el mundo ocurrían nada menos que la guerra civil española y el nazismo- o en nuestro propio país, este último vivido más bien a nivel de realidad cotidiana, y no sin reflejos del anterior” (21).

Gladys Onega evoca en Cuando el tiempo era otro, un conflicto bélico relacionado con la vida cotidiana de los inmigrantes y sus hijos: “nunca he dudado de que la Guerra Civil también se libró en mi casa. El día del cumpleaños de mi hermana Chichita, el 17 de julio de 1936, Franco declaró el estado de guerra en las Canarias y ésa fue la señal para que el 18 se extendiera a toda España. El 1° de abril de 1939, a los veinte días de mudarnos a Rosario, terminó. En esos tres años, mientras yo estaba viva en Acebal, la mitad de España moría, muerta por la otra mitad. No sabíamos que había comenzado la matanza y ese día, como siempre, mis hermanos, mis primos y los chicos tomamos chocolate. Cuando hubo pasado tres años, Bebo, Chichita y yo supimos el día final porque entró Justo Vega y llorando lo dijo, ya no en mi casa natal sino en el departamento alquilado de Rosario donde vivíamos y yo, la niña que era entonces y hoy evoco, sé que sentí dolor por las lágrimas de Justo, por el silencio de mi padre y porque no pude aliviarlo con juegos en las calles del pueblo, que ya no estaban, y todavía yo no tenía con quién jugar” (22).

Llorarían asimismo los padres de María Rosa Lojo, autora de Canción perdida en Buenos Aires al Oeste -novela premiada por el Fondo Nacional de las Artes en 1986-, quien se define como “la primera generación argentina nacida de una pareja de exiliados durante la Guerra Civil” (23).

“En 1936, cuando en España comenzaba la Guerra Civil –relata Miguel Schapire-, mi padre creó la Editorial Schapire, (...) Mi padre solía decir que los exiliados eran hombres que habían perdido el barco, y ese barco era la República, es decir, la patria, sus ideales y esperanzas, y que él trataba de ayudarlos como podía, editando sus obras. Con casi todos ellos nos encontrábamos los veranos, en un hotelucho de la vieja Punta del Este, en la Punta punta, donde al anochecer se cantaba, se recitaba, se dibujaba, se interpretaban fragmentos de piezas teatrales a medida que se iban escribiendo. Era una especie de taller fabuloso. Yo era muy chico, pero todo eso me marcó” (24).

Antonio Gonzalo Soto Canalejo es recordado como el líder de la Patagonia Rebelde. “En 1936 cuando se declara la guerra civil en España Soto intenta ir a pelear por la República, pero su salud no se lo permite” (25).

En 1982, la guerra, que parecía tan lejana, tan europea, llegó a la Argentina. En “La noche de la cruz de plata”, Jorge Torres Zavaleta evoca otra contienda. En este cuento se narra la historia de una familia inglesa que vive en nuestro país. Tan argentino se siente el hijo que, cuando se declara la guerra de las Malvinas, se alista para combatir a los ingleses. Muere en el combate, luchando contra los soldados de la nación de sus padres. Miss Lucy, al enterarse de la muerte del joven, “pensó que de lejos, sin advertirlo, sus compatriotas la habían mutilado” (26).

En Latas de cerveza en el Río de la Plata –novela de Jorge Stamadianos distinguida con el Premio Emecé 1994/95- aparece un padre gallego que oculta a su hijo, desertor en la Guerra de las Malvinas. Relata el protagonista: “Aunque no podía verle la cara al gallego porque me había quedado esperando en la planta baja, oía su voz retumbando a través de la escalera y me imaginaba la vena saltándole en la frente como una lombriz que no quiere subirse al anzuelo” (27).

El festejo del inicio de la Guerra de las Malvinas irrita a un italiano. En “16 de Junio de 1982”, escribe Marili Flores: “Esas idas a la Pza. Ramírez con la gurisada del barrio en mi Citroen en manifestaciones multitudinarias con vinchas y banderitas celestes y blancas se convertían ese atardecer en la violada utilería de una puesta de teatro del absurdo y nosotros, actores que grotescamente festejábamos un conflicto bélico. Esos bocinazos me aturdían, ahora. Esos con los que, estertóreamente expresábamos en patrioterismo de mundial de fútbol la dramaturgia horrorosa de una guerra. Lo que me impidió entenderlo al Nonno Juan, cuando en el asado de aquel domingo me preguntaba en su cocoliche, “ma caraco que festeca?! Una guera?” y pensé, cincuenta años en este país, pero no es argentino, no entiende . Esa tarde sentí al Nonno, creciendo otra vez desde su sabiduría, desde mi dolor” (28).

Notas

1 Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: EL GENOCIDIO ARMENIO en la prensa argentina. Tomo II 1901-1915. 350 pp. Buenos Aires, Unión General Armenia de Beneficencia, 2005.

2 Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante. Santiago de Chile, Edición del autor, 1987.

3 Muzi, Carolina: “El siglo que yo vi”, en Clarín Viva, 26 de septiembre de 1999.

4 García, Griselda. Poema inédito.

5 Silber, Marcos: Doloratas. Buenos Aires, Milá, 2001. (en colaboración con Carlos Levy).

6 Fernández Díaz, Jorge: “Marcos Aguinis. Un hombre del Renacimiento”, Fotos: Daniel Merle, en La Nación Revista, Buenos Aires, 6 de junio de 2004.

7 Sela, Mito: Babilonia chica.Buenos Aires, Milá, 2006. 112 pp. (Imaginaria)

8 Manzur, Norma: Lazos y Nudos. Cuentos, Buenos Aires, Editorial Milá, 2003.

9 Wang, Diana: “La segunda generación de sobrevivientes. Su lugar en el escenario del genocidio”, en Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida; Toufeksian, Juan Carlos y Alemian, Carlos (eds.): Análisis de prácticas genocidas Actas del IV Encuentro sobre Genocidio. Buenos Aires, Fundación Siranoush y Boghos Arzoumanian, 2004.

10 Goldberg, Mauricio: op. cit..

11 Sifrim, Mónica: Novela familiar. Buenos Aires, Ultimo Reino, 1990.

12 Jorgi, Sebastián: “Tardes del Lorraine”, en Tardes del Lorraine. Buenos Aires, Ediciones del Valle, 1996.

13  Fondevila, Fabiana: “Los personajes del año”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 8 de diciembre de 2002.

14  Bouillon, Willy G.: “A 150 años de su creación El Club Alemán de Buenos Aires, en plena apertura a la comunidad”, en La Nación, Buenos Aires, 23 de octubre de 2005.

15  Gusmán, Luis: Hotel Edén. Buenos Aires, Norma, 1999. 246 pp.

16  León, Luis: “Recuerdos de la partición”, en SEFARaires, N° 13, Mayo de 2003.

17  Szwarcer, Carlos: “El café Izmir”, en Todo es historia, N° 422, Septiembre de 2002.

18  Wolf, Ema y Patriarca, Cristina: La gran inmigración. Buenos Aires, Sudamericana, 1991.

19  Castro, Manuel: “Manuel Dopazo”, en Viajero Celta, Buenos Aires, Año I N° 9, Julio de 1996.

20  Botana, Helvio: Memorias. Tras los dientes del perro. Buenos Aires, 1977.

21  Alonso, Rodolfo: Entrevista en Historia de la literatura argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980. Vol. VI (Capítulo).

22  Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Buenos Aires, Grijalbo-Mondadori, 1999.

23  Lojo, María Rosa: Canción perdida en Buenos Aires al oeste. Buenos Aires, Torres Agüero, 1987.

24  Aubele, Luis: “A boca de jarro Miguel Schapire ‘Los porteños nos parecemos a los griegos’ “, en La Nación, Buenos Aires, 31 de julio de 2005.

25  S/F: “Antonio "Gallego" Soto Líder de la Patagonia Rebelde”, Información tomada del folleto distribuido en Buenos Aires, Santa Cruz y Punta Arenas, durante los homenajes a Antonio "Gallego" Soto con motivo del centenario de su nacimiento en octubre de 1997. Ferrol 1897 - Punta Arenas 1963. Versión galega: “O “gallego” Antonio Soto, líder da Patagonia Rebelde” - Lois Pérez Leira - Actualidade CGI Outubro 1/1999. Incluido en www.discepolo.org.ar.

26  Torres Zavaleta, Jorge: El palacio de verano. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1997.

27  Stamadianos, Jorge: Latas de cerveza en el Río de la Plata. Buenos Aires, Emecé, 1995. 229 pp.

28  Flores, Marili: “16 de Junio de 1982”, en www.elmuro.com

El reclutamiento

“Principalmente los que tenían hijos varones necesitaban huir del largo e interminable servicio militar, que atrapaba a los adolescentes sin liberarlos antes de cinco años” (1), escribe Arcuschín.

Bajo el reinado del zar Alejandro II (1855-1881), “causó gran impacto entre los colonos alemanes la noticia de que el zar había resuelto dejar sin efecto la promesa formal de Catalina II que los eximía del servicio militar a ellos y a sus descendientes. Dicho servicio era particularmente temido puesto que duraba entre cinco y siete años –más nueve en la reserva- y se efectuaba en lugares muy alejados del Volga. Juan Denzel, que vino a la Argentina en 1914, recuerda que el principal motivo de descontento seguía siendo ése, tanto en su época como en la de su padre. Les resultaba intolerable e injusto ‘salir jóvenes de las colonias y volver con canas’. Por ello, muchos desertaban durante sus meses de licencia quedando así fuera de la ley y sin otra alternativa que la emigración. Desde luego que aquellos que permanecieron en Rusia hasta esa fecha siendo adultos, sumaban al temor de la milicia el de las guerras; primero la ruso-japonesa (1904-1905) y luego la primera guerra mundial, con la paralela situación de revolución interna” (2).

Luciano Méndez Muslera menciona como motivo de emigración de los asturianos la evasión del reclutamiento militar: “el sistema de reclutamiento era de tiempos de Carlos III y consistía en tomar a un mozo de cada cinco de reemplazo (de ahí que se les defina con la palabra ‘quintos’ a los reclutas) quedando así vinculado a la tropa por un período de ocho años, aunque por diversas causas económicas del estado español en aquellos tiempos, se llegaron a conceder licencias temporales (preferentemente durante las cosechas)”.

Los españoles no estaban de acuerdo con esa reglamentación: “El sistema de ‘quintos’ fue muy contestado (motín 1773 Barcelona) y también fue rechazado por algunas localidades como Madrid, así como también por profesiones como licenciados, clérigos, maestros de escuela, etc”. Como en todo reglamento, siempre había excepciones: “el sorteo no se hacía con rigor y el quinto sorteado era sustituido por un pobre o vagabundo, si el médico no lo declaraba incapacitado. Esto dio lugar a que los más desamparados o sin influencia alguna fuesen al servicio militar”. Además, “en 1837 quedó establecido que se podía sustituir la obligación militar por una cantidad de dinero, (...) estas cantidades estaban muy por encima de las posibilidades de los campesinos asturianos”.

El período de reclutamiento, ya largo, se extendió décadas más tarde: “En el año 1885 se estableció también que la duración del servicio militar se fijara en doce años, desde la entrada en la caja de reclutas hasta el término de la segunda reserva”. Y se agrega una nueva alternativa: “También se crea la figura del sustituto, otra de las posibilidades de librarse del servicio militar; los quintos destinados en ultramar podían buscarse un sustituto, que debería ser de la misma zona, soltero o viudo sin hijos y sin sobrepasar los treinta y cinco años. Esto dio lugar a que los dueños de las caserías llegaran a amenazar a sus inquilinos con perder la casería que tenían en régimen de alquiler si uno de sus hijos no hacía el servicio militar en sustitución de un hijo del dueño de las fincas”. Recién en la segunda década del siglo XX deja de llevarse a cabo esa práctica: “Estas reglamentaciones siguieron en vigor hasta 1912 en que se suprimieron y aparecieron otras formas de servicio militar”.

No sólo la posibilidad de ser reclutados alarmaba a los jóvenes: “Esta larga duración era suficiente para animar a la emigración, pero a esto se añadían las guerras (Cuba, Filipinas, carlistas en España y otras guerras coloniales, sobre todo la de Marruecos que fue la que más alto grado de emigración produjo)” (3).

El gallego Francisco Coira llegó a la Argentina en 1925, “como vienen todos los inmigrantes, para buscar algo mejor... y en realidad, escapando del servicio militar, que se hacía en Africa...(...) lo que significaba, con las pestes, la guerra y todo, casi ir a morirse...” (4).

Por la misma razón vinieron los tres hermanos asturianos Fernández Montes, enviados por su madre, quien quedó en España con sus otros hijos (5).

Encontramos en una novela una alusión a esta realidad. En Un dandy en la corte del rey Alfonso, María Esther de Miguel refiere a propósito de unas monedas, el motivo que llevó a su padre a emigrar y la situación económica en la que debió hacerlo: “todas habían pertenecido a mi papá, quien vino de España por no hacer la conscripción en Marruecos. Llegó con una mano atrás y otra adelante, en su maleta un mantón de mi abuela y... Y nada más. ¡Ah, sí: las monedas!” (6).

Sin embargo, para un personaje de Rubén Benítez, hay un destino peor que el reclutamiento. En La pradera de los asfódelos, un hombre que se marchó cuando llamaron a su quinta, escribe a una madre española: “Cuando el muchacho crezca, mándamelo. Hay campos inmensos sin labrar que pueden dar dos o más cosechas al año. Los animales, que no se cuentan sino de tanto en tanto, andan sueltos. Aquí hará fortuna. Cuando convoquen a su quinta mándalo. Y si quieres venir tú con él, vente. No te arrepentirás. Sobra lugar y faltan manos”. La madre exclama: “No, hermano. Prefiero que lo manden a Marruecos antes de que escape a la Patagonia. De Marruecos regresan todos, de la Patagonia no vuelve ninguno” (7).

Luis León transcribe el testimonio de Arouj de Bembasat: “ Mi padre un día en Izmir, se encontró con un conocido que le dijo que lo buscaban para que fuera a hacer l´askierlik, el servicio militar obligatorio en Turquía, muy temido por lo prolongado y riesgoso. Sin dudarlo, pidió que avisara a su madre, y sin regresar a tomar siquiera un poco de ropa se subió al primer barco que estaba en el puerto, ignorando a dónde lo llevaría. Así llegó a Buenos Aires, allá por 1902 ó 1903.. (...) Trabajó muy fuerte y le fue muy bien” (8).

Notas

1 Arcuschín, María: De Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar, 1986.

2  Weyne, Olga: El Ultimo Puerto. Del Rhin al Volga y del Volga al Plata. Buenos Aires, Editorial Tesis/Instituto Torcuato Di Tella, 1986.

3  Méndez Muslera, Luciano: op.cit.

4  Ceratto, Virginia: “Gris de ausencia. Volver a empezar en un mundo nuevo”, en La Capital, Mar del Plata, 26 de noviembre de 2000.

5  Ceratto, Virginia: op. cit.

6  Miguel, María Esther de: Un dandy en la corte del rey Alfonso. Buenos Aires, Planeta, 1999.

7  Benítez, Rubén: La pradera de los asfódelos. Bahía Blanca, Siringa, 1988.

8  León, Luis: “Inmigrantes sefaradíes. Allá por la calle 25 de Mayo”, en SEFARaires N° 24, Abril de 2004.

Hacer la América

“Es de tener en cuenta también los factores económicos –dice Méndez Muslera-; con la desamortización de Mendizábal se agrava la situación de los campesinos, al elevar los propietarios las rentas de las caserías, forzando a los campesinos a emigrar, a la vez que impedía también el que los colonos pudieran acometer mejoras en la explotación. (...) También el factor poblacional es de tener en cuenta, ya que en la segunda mitad del siglo XIX las altas tasas de fertilidad alcanzadas no permitían ofrecer tierras a los hijos a través de nuevas particiones de caserías por alcanzar éstas una extensión mínima. Esto añadido a la elevación de las rentas y de los impuestos forma otro pilar fundamental como causa de emigración” (1). En otras regiones de Europa, la situación no era mejor.

Sobre los irlandeses, leemos: “Muy arraigados a su tierra, y con escasa inclinación a emigrar, es posible que la clase obrera y campesina nunca hubiese abandonado su país de no haberse producido la gran catástrofe de los años 1845 a 1849. Pero esos años fueron fatídicos y decisivos. Parecía como si de pronto todas las fuerzas de la naturaleza se hubieran confabulado para dar al traste con un pequeño país que, tras siglos de abandono y mala administración, carecía enteramente de reservas. Los verdes campos asolados por la terrible plaga de la papa; epidemias de tifus y escorbuto diezmando cruelmente a la población. En el breve período de aquellos cuatro años, dos millones aproximadamente de sus pobladores perecieron a causa del hambre o las fiebres, ya en su propia tierra, ya en el curso de los espantosos viajes a que les llevó el intento de salvarse” (2).

Mariana Gaynor Heduan relata lo sucedido a uno de sus antepasados: “¿Qué motivos lo llevaron a Thomas Gaynor a emigrar a la República Argentina? De inmediato se puede señalar uno que alcanzó a ser dominante para muchísimos irlandeses de toda esa comarca: la noticia, insistentemente difundida, que se podía alcanzar muy pronto una gran prosperidad en dicho país a través del cultivo de la oveja que comenzaba a tener entonces un gran desarrollo en la ‘pampa bonaerense’. Todos esos jóvenes eran ovejeros desde su infancia y se creían capaces de convertir la lana pampeana velozmente en oro. Parece también que después de 1840 un cierto Michael Murray (apodado en Buenos Aires ‘Spanish Mickey Murray’ por sus aptitudes como lingüista), emigró de la región a Buenos Aires estableciéndose luego en Capilla del Señor y construyendo una gran fortuna en lanares. El éxito de ‘Spanish Mickey Murray’ sirvió de imán para muchos jóvenes ovejeros. En el caso de Thomas Gaynor, había también otro motivo para emigrar. La Irlanda de mediados de siglo pasado se hallaba muy agitada; no sólo por el motivo político de la dominación británica, sino también por el desgraciado sistema agrario que se venía heredando desde siglos atrás. El irlandés medio no era propietario de la tierra que labraba, era un simple arrendatario que podía ser desposeído en cualquier momento por su propietario, que las más de las veces, poseía su título fundado en conquista bélica y solía habitar lejos de las poblaciones a él sometidas. Cualquier mejoría introducida en la propiedad del arrendatario era motivo para un aumento de alquiler; se dio inclusive el caso de un arrendatario que vio aumentada su prima porque a su mujer se le había ocurrido plantar unas flores en la puerta de su cabinita. ‘Si tienen plata para flores, tienen plata para pagar un mejor alquiler’. ¡Mentalidad no totalmente desconocida tampoco en la República Argentina!. A mediados del siglo pasado los propietarios encontraron que podían aprovechar sus tierras echando a sus inquilinos, algunos de los cuales habían habitado el mismo sitio por centenares de años y, reemplazándolos con vacunos, cuya venta redituaría un interés mayor que el alquiler hasta entonces recabado. Estas medidas puestas en práctica, provocaron grandes reacciones entre la juventud de la población agrícola; estas se manifestaron no sólo en los sectores políticos, sino también mediante la proliferación de sociedades agrarias, más o menos secretas, más o menos violentas, dedicadas a la protección de la población indefensa frente a la agresividad brutal de los terratenientes. Estas sociedades accionaban contra los propietarios y también contra los ocupantes de tierra cuyas antiguas poblaciones habían sido ‘barridas’; como las leyes y la justicia estaban al servicio de los propietarios, se entiende como la policía, la milicia y el ejército, fueron pronto movilizados contras estos defensores del pobre. Thomas Gaynor se vinculó en su juventud con algunas de estas sociedades y atrajo sobre si la atención de los guardianes del orden y creyó prudente alejarse de su país. Su ‘pecado’ no pudo haber sido muy pequeño, porque al volver a Irlanda muchos años más tarde, con la intención de radicarse allí definitivamente, y habiendo ya elegido una propiedad donde pensaba constituir su hogar, tuvo noticias, por alguna vía reservada, que la policía andaba haciendo preguntas a fondo sobre su persona, circunstancia que lo indujo a tomarse prontamente el vapor y volver a la República Argentina” (3).

Hacia América parte un hombre desde Italia. Por amor al marido emigrado tiempo antes, la madre abandona a sus hijas, llevando al hijo varón, en el cuento “El tren de medianoche” de Syria Poletti. La escritora recuerda así este episodio: “En ese instante, momento en que mi madre me dejó para reunirse con mi padre en tierras de América, nacen el drama y la rebeldía, pero también la revelación de la soledad y su misterio. Fue como si de pronto se hubiesen abierto las compuertas de la vida adulta, y, al mismo tiempo, asomara la certeza de otro llamado. Al irse, mi madre respondía a un llamado ineludible. Yo también, con el tiempo, respondería a un llamado” (4).

Santo Oficio de la Memoria es la novela de Mempo Giardinelli que obtuvo en 1993 el Premio Rómulo Gallegos. En ella narra, por boca del hijo mayor, las circunstancias en las que Antonio Domeniconelle y parte de su familia tuvieron que emigrar: “Padre y madre vinieron de Italia porque allá éramos  muy pobres. Muy pobres. Más pobres que toda la pobreza que hayas visto” (5). Veinticinco años después llegaron a la Argentina, per fare l’América, los abuelos abruzzeses de Eduardo Mignogna, escritor que mereció el Premio Emecé 1998/9 por La Fuga .(6).

En un reportaje a Antonio Dal Masetto, se señala cuál fue la razón que lo trajo a América: “Después de la Segunda Guerra Mundial, la subsistencia se puso difícil en Italia y la familia emigró en 1950 a nuestro país” (7). En otro reportaje, se narra que “Narciso Dal Masetto llegó a la Argentina en 1948 desde Intra, un pueblo alpino italiano a los pies del lago Maggiore. Huía de los estragos de la guerra. Dos años después arribaron su mujer, doña María, y sus hijos, Rita y Antonio César” (8).

En algunas regiones, los factores climáticos agravaban la situación. Afirma Celia Vernaz: “El gobernador Juan Pujol, de Corrientes, había solicitado a las casas contratistas de Basilea el envío de colonos para su provincia. Esto era posible porque en la zona del Valais, Saboya y Piamonte se había generado una corriente emigratoria hacia América. Las causas eran varias: falta de trabajo, familias numerosas, pobreza en general, a lo que se sumaban cataclismos como avalanchas e inundaciones que diezmaban a las poblaciones de la montaña” (9).

Un personaje de Joel Franz Rosell cuenta las peripecias de una anciano emigrante: “-Tú sabes que Cuba fue colonia española hasta 1898. Después de la independencia, muchos españoles continuaron yendo allí a buscar fortuna. Entre esos emigrantes estuvo tío Fermín, que se fue muy joven y sin un duro. No sabemos cómo logró hacerse con tierras, montar una fábrica de conservas y otros negocios. Llegó a tener buenos amigos en el gobierno y eso acabó por traerle la desgracia cuando la revolución de 1959...” (10).

Para los gallegos de mi familia, había dos destinos: Buenos Aires y Cuba. Mi abuelo paterno y sus hermanos emigraron a Manzanillo; desde allí, mi abuelo se trasladó a Buenos Aires, mientras que sus hermanos quedaron en la isla.

Luis Varela, octavo de catorce hijos, recuerda en De Galicia a Buenos Aires: “En aquella época las familias gallegas eran casi todas así de numerosas, y como nuestros padres sólo nos enseñaban a labrar las tierras y luego, de mayores, no alcanzaban las tierras para todos, era habitual mandar a algunos para el convento, otros para curas, uno se quedaba en la casa con los padres y los demás veníamos para América. Muchas veces yo le reproché a mi padre por tener tantos hijos, porque habiendo nacido en la casa de un gran labrador, nos dejó a todos en la ruina. Y él me contestaba que si tuviera tres o cuatro, yo no hubiera nacido y la mejor riqueza sería no tener que luchar con un truhán como yo” (11).

Aucario Pérez Cartoy afirma: “-Vine por la desesperación. Mi padre era herrero y mi madre agricultora, y la verdad es que no había comida. Las papas las sacábamos antes de que maduraran, por el hambre” (12).

José Campos Barral manifiesta: “-Yo me siento gallego, y luego, si me queda un rato libre, soy español. Pero en el ’49, en España, se pasaba mucha miseria” (13).

Jesusa Pérez Iglesias se refiere a la falta de comida: “Yo me vine a los 18, para tratar de mandar dinero. Allá se pasaba hambre. Ibamos al matadero a buscar la sangre de la vaca. La hervíamos, la cortábamos en pedazos, si había aceite se freía y si no se comía hervida” (14).

Alberto Cortez escribe, a propósito de su canción “El abuelo”, acerca de la emigración de sus mayores: "De alguna manera esta canción que viene es una historia de ida y vuelta. ¿Por qué?, pues simplemente porque mi abuelo se fue de emigrante y después de casi una vida yo, su nieto mayor recorrí el camino de regreso, ese camino que él no pudo realizar a lo largo de su larga vida, a pesar de su inmensa nostalgia. Murió a los ochenta y algunos años. (...) La Argentina en aquellos años de principio de siglo era una esperanza que ofrecía amplios horizontes para los jóvenes con ganas de trabajar y hacer fortuna. Los hermanos García habían dejado España y especialmente Galicia ya que esta “sua terriña” natal no podía ofrecerles más que una vida azarosa bastante cercana a la miseria. (...)” (15).

En su libro Los abuelos gallegos en America, escribe Alberto Sarramone: “Todos conocemos gallegos que con el hatillo al hombro y una ilusion sin limite en el pecho, llegaron mas lejos que nadie, mas lejos en la distancia y tambien mas lejos en la intensidad, sin haberse propuesto otra cosa que hacer unos modestos ahorros con los que haber comprado de regreso a su aldea, la leira de millo, el campo de maiz  que se veia desde su ventana” (16).

“Diego Corrientes” es uno de los textos que Francisco Grandmontagne escribió para su “Galería de inmigrantes”, publicada en Caras y Caretas. En esa estampa, publicada en 1899, leemos: “La falta de pan y la sobra de hijos arrojaba a Dieguillo del hogar nativo. Tenía 12 años, saludables como las vetas de joven encina; cual aguilucho, ágil y fuerte, y bello además, como engendro de dos cuerpos torneados por duro trabajo” (17).

El portugués “Joaquín Alves, (...) formó una familia numerosa como era común en aquel entonces y él fue el primero de la familia que en un contexto general de hambre en Europa se decidió a venir a probar suerte a una tierra lejana y desconocida. Así que llegó a la Argentina alrededor de 1935 y trabajó en la fábrica Loma Negra en Olavarría. Luego de unos años, después de terminada la segunda guerra, Joaquín volvió a su tierra con intenciones de quedarse pero la situación no era como él pensaba. Luego de estar alejado de su familia por casi diez años en Europa casi nada había cambiado y en Portugal incluso las cosas eran más difíciles aún porque un dictador tomaba ahora las decisiones en el gobierno. Ante tal panorama, Zulmira, ya adolescente presionaba a su padre para que regrese a la Argentina pero esta vez con toda la familia. Y así fue” (18).

En “Israel Mantel Cada inmigrante una historia”, relata José Mantel: “Mi abuelo Shemaia Chilibi Mantel falleció c. de 1912 presuntamente de fiebre tifoidea. Mi abuela  Rifka quedó  viuda con cinco hijos en la más absoluta miseria. Vivían en el ‘pasheico’, uno de los lugares más pobres y sombríos de Izmir. Como era costumbre en ese lugar y en esa época, sus hijos apenas llegaban a la adolescencia empezaban a noviar con vecinitas de la colectividad. Así, el mayor de mis tíos, Bohor por supuesto, se casó con Alegre Lereaj y nació mi primo, Felipe (se supone que es la traducción del nombre de mi abuelo) y se vinieron para Sudamérica. El segundo de los hermanos, Mordehai, le siguió los pasos, y al poco tiempo mandó a buscar a su novia Reyel, con quien se casó en Paraguay. Luego vino el tercer varón, José. En Izmir quedaba mi abuela, la única hija mujer, Yamila, que se había casado con Abraham Barsimantov, y mi padre Israel que contaba con 16 años y esperaba con ansiedad que sus hermanos le enviaran el pasaje hacia aquí. Este pasaje no era solamente el viaje a través del océano, sino el paso de la tristeza y el hambre a la alegría y la esperanza” (19).

Un informe publicado por la Asociación Caboverdeana de Ensenada – “la más antigua del mundo de todas las que nuclean a caboverdeanos en el exterior”-, destaca que “La inmigración caboverdeana llegó a principios del siglo XX, en consonancia con el resto de los inmigrantes. A diferencia de los 12 millones de africanos que llegaron a América entre los siglos XV y XVI, los caboverdeanos fueron los únicos que no llegaron como esclavos, sino en busca de trabajo y mejores horizontes para desarrollarse. A diferencia de los europeos, no llegaron empujados por guerra alguna. Por el carácter insular de Cabo Verde, sus hijos inmigrados eran expertos marineros y también habilidosos pescadores, por lo cual buscaron aquí sitios con puertos, como Ensenada y Dock Sud. Aquí, la mayoría de los caboverdeanos se empleó en la Marina Mercante y la Armada” (20).

Notas

1 Méndez Muslera, Luciano: op. cit.

2 Mac Dermott, Doreann: “Quinquenio de terror”, en Viajero Celta. Año II, N° 17. Buenos Aires, mayo de 1997.

3 Gaynor Heduan, Mariana: “Los Gaynor”, en www.irlandeses.com.ar.

4 Fornaciari, Dora: “Reportajes periodísticos a Syria Poletti”, en Taller de imaginería. Buenos Aires, Losada, 1977.

5 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.

6 Mignogna, Eduardo: “Destinos cruzados de un libro y una vida”, en Clarín, Buenos Aires, 19 de noviembre de 2000.

7 Roca, Agustina: op. cit.

8 Gaffoglio, Loreley: “¿Cómo me explico y me cuento?”, en La Nación, Buenos Aires, 9 de septiembre de 2001.

9 Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1991.

10 Rosell, Joel Franz: Mi tesoro te espera en Cuba. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.

11 Varela, Luis: De Galicia a Buenos Aires –Así es el cuento-. Buenos Aires, el autor, 1996.

12 Guerriero, Leila: “Cuentos de gallegos”, en La Nación Revista, 17 de abril de 2005. Fotos: Martín Lucesole.

13  ibídem

14  ibídem

15 Cortez, Alberto: “El abuelo”, en www.albertocortez.com.ar. Reproducido en www.galespa.com.

16 Sarramone, Alberto: Los abuelos gallegos en America, citado por Rubén Servia.

17 Grandmontagne, Francisco: “Diego Corrientes”, en Fray Mocho, Félix Lima y otros: Los costumbristas del 900. Sel. y pról. de Eduardo Romano, notas de Marta Bustos. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).

18 Da Conceiçao, Mauro; Euguaras, Mariano; Flibert; Francisco; Marino, Roberto; Sánchez, Julián: “Sabores de una historia”, en www.ciet.org.ar.

19 Mantel, José: “Israel Mantel Cada inmigrante una historia”, en SEFARaires, N° 17, Septiembre de 2003.

20 S/F: “Asociación Caboverdeana de Ensenada”.

Imitación, inculcación

Así explica Méndez Muslera uno de los motivos de emigración: “Según aumentaba el movimiento emigrador, parece que se fue rebajando la edad a la que se embarcaba, son dos los motivos principales, por un lado está la imitación del vecino del pueblo que se marcha y triunfa en América, volviendo con fortuna, por otro lado se les inculca a los niños la idea de que al llegar a los quince años tienen que partir para América, al lado de algún pariente o amigo. Este ‘echarles de casa’, que caracterizó la educación aldeana de Asturias, es el signo que encontramos con mayor imperativo entre la colonia asturiana del Uruguay. Se les decía: ‘tienes que ir a la escuela y aprender mucho para que luego te vayas a América’ ” (1).

“Venían a sobrevivir –escribe Jorge Riestra-, a intentar vivir una vida mejor, a hacer fortuna, por qué no, algo les habían contado de la generosidad de estas tierras, de la abundancia que desbordaba en las manos de quienes la trabajaban. Cuando se les hablaba del Nuevo Mundo, ellos pensaban en un mundo nuevo. Lo que les esperaba era el Hotel de Inmigrantes y luego la ciudad, las ciudades, y en las ciudades la dispersión, el enigma de las calles y de la gente, qué comerían y dónde dormirían” (2).

En La patria desconocida, Baldomero Fernández Moreno muestra a su padre como el emigrante a quien se desearía imitar. Afirma que en el español se operó una transformación completa: “de muchacho aldeano a rico y conspicuo miembro de una colectividad, fundador de clubes y protector de hospitales”. Cuando el próspero emigrante regresa a España junto con su familia, el escritor tenía seis años: “Un día del año 1892 era recibido a su entrada con alegre estrépito de cohetes, mientras que un coro de ceñidos danzantes tejía alrededor del nuevo indiano y los suyos, levantando el polvo, los típicos bailes del país. (...) Mi padre estaba de levita, muy atusado de bigote y mosca. No comprendía yo cómo, salido de la aldea tan pobre como cualquiera de aquellos rapaces que jugaban conmigo, por el hecho de haber pasado al nuevo mundo, se había transformado en un gran señor” (3).

En Su único hijo, Leopoldo Alas retrata al americano Sariegos, “el más rico de la provincia, que podría aturdir a todos los Valcárcel del mundo envolviéndolos en papel del Estado y en acciones del Banco y otras mil grandezas” (4). El mensaje era que la riqueza estaba al alcance de cualquiera, salvo que fuera como “Elizabide el vagabundo”, protagonista de un cuento de Pío Baroja, que en América “estuvo muchas veces a punto de hacer fortuna, lo que no consiguió por indiferencia”. Cuando volvió, lo recibieron con desdén, y “todo el mundo recordó que antes de salir de la aldea, ya tenía fama de fatuo, de insustancial y de vagabundo”. No obstante, al hablar de sus viajes, “tuvo suspensos de sus labios a todos” (5).

En La comida de las fieras, un personaje de Jaicnto Benavente expresa: “¿Por qué vivimos en Europa? En América el hombre significa algo; es una fuerza, una garantía...; se lucha, sí, con primitiva fiereza; cae uno y puede volver a levantarse pero en esta sociedad vieja, la posición es todo, el hombre nada..., vencido una vez, es inútil volver a luchar. Aquí la riqueza es un fin, no un medio para realizar empresas. La riqueza es el ocio; allí es la actividad. Por eso allí el dinero da triunfos... y aquí desastres... Pueblos de historia, de tradición; tierras viejas donde sólo cabe, como en las ciudades sepultadas de la antigüedad, la excavación, no las plantaciones de nueva vegetación y savia vigorosa” (6).

José Ortega y Gasset, en cambio, consideraba que “América, lejos de ser el porvenir era, en realidad, un remoto pasado, porque era primitivismo. Y también, contra lo que se cree, lo era y lo es mucho más América del Norte que la América del Sur, la hispánica” (7).

En Italia también fascinaban los relatos de quienes regresaban de América. Lo narra Edmondo D’Amicis, en La maestrita de los obreros. Al ir a dar su clase, la protagonista encuentra que “Faltaba esa noche más de una docena de alumnos. La maestra investigó las razones de la ausencia, y supo que habían ido, con muchos otros, a pasar la velada en un establo, donde un viejo aldeano, de vuelta de América, un espíritu jovial y extraño, había invitado a medio arrabal para relatarle la historia de sus aventuras” (8).

Nora Ayala relata: “El tío de Luigi había estado en América, donde había muchos italianos, todos ricos, por lo menos para el parámetro del paese y cuando volvía a Bagnasco entre un viaje y otro, encantaba a amigos y parientes con los relatos de esos mundos lejanos y maravillosos. La vida de los contadini era penosa y se trabajaba desde que salía el sol hasta que se ponía, de lunes a lunes, sin ninguna esperanza de cambio, solamente para comer” (9).

Parte de Italia el matrimonio Vairoleto con su primogénito, porque “en aquella región las posibilidades de prosperar eran muy escasas para los aldeanos pobres, y Vittorio concibió el proyecto de ir a América. Algunos emigrantes, incluso un cura que había estado en la parroquia de la villa, escribían enviando noticias favorables desde la Argentina, un país donde hacía falta mano de obra y eran bienvenidos los labriegos italianos para poblar las colonias agrícolas. Ilusionados por esas perspectivas, Vittorio y Teresa se dispusieron a marchar al nuevo continente con su bebé recién nacido” (10).

De la nueva tierra, en la que tanto ha prosperado, vuelve a Italia uno de los emigrantes, en Guido, novela de Andrés Rivera. El hombre afirma: “”Acá, nada más que mujeres... Soy un indiano que está de visita, y al que le gustan las mujeres intrépidas” (11).

Otras veces, los emigrantes prósperos no regresan, pero envían cuantiosas sumas para colaborar con el desarrollo de la región que los vio nacer. En las Aguafuertes gallegas, Roberto Arlt se refiere a don Gumersindo Busto, y los hermanos Juan y Jesús García Naveira, filántropos que hicieron obras con parte de la riqueza acumulada en América (12).

Las ilusiones tras las que se marcharon los inmigrantes también son tema literario. Aunque muchos consideraron que habían logrado “hacer la América”, otros se sintieron defraudados. Esta frustración es la que evoca Carlos de la Púa, en su poema “Los bueyes”, en el que dice: “Vinieron de Italia, tenían veinte años,/ con un bagayito por toda fortuna/ y, sin aliviadas, entre desengaños,/ llegaron a viejos sin ventaja alguna” (13).

En La pradera de los asfódelos, novela en la que un español recuerda las promesas y la realidad que le tocó vivir, escribe Rubén Benítez: “Aquí hay trabajo y riqueza para todos. Venid cuanto antes, nos decía. Y a pesar de los ruegos de las madres, nos fuimos. Durante un año trabajé muy duro en la salina, ahorrando céntimo tras céntimo, hasta que pude pagarme el regreso. Volví como había ido. Nada debo a aquella tierra. Sólo el desengaño. Aquí está nuestro pueblo, el terruño de nuestros abuelos, la finca de mi padre. Dos veces, hija, lloré en mi vida. Cuando me di cuenta de lo lejos que había quedado mi pueblo y cuando regresé a él” (14).

Recuerda Roberto Arlt: ‘Siendo reporter policial del diario Crítica en el año 1927, tuve una mañana del mes de setiembre que hacer una crónica del suicidio de una sirvienta española, soltera, de veinte años de edad que se mató arrojándose bajo las ruedas de un tranvía que pasaba frente a la puerta de la casa donde trabajaba, a las cinco de la madrugada. Llegué al lugar del hecho cuando el cuerpo despedazado había sido retirado de allí. Posiblemente no le hubiera dado ninguna importancia al suceso (en aquella época veía cadáveres casi todos los días) si investigaciones que efectué posteriormente en la casa de la suicida no me hubieran proporcionado dos detalles singulares. Me manifestó la dueña de casa que la noche en que la sirvienta maduró su suicidio, la criada no durmió. Un examen ocular de la cama de la criada permitió establecer que la sirvienta no se había acostado, suponiéndose con todo fundamento que ella pasó la noche sentada en su baúl de inmigrante (hacía un año que había llegado de España). Al salir la criada a la calle para arrojarse bajo el tranvía se olvidó de apagar la luz. La suma de estos detalles me produjo una impresión profunda. Durante meses y meses caminé teniendo ante los ojos el espectáculo de una muchacha triste, que sentada a la orilla de un baúl, en un cuartujo de paredes encaladas, piensa en su destino sin esperanza, al amarillo resplandor de una lamparita de veinticinco bujías” (15).

En su poema “Inmigrante”, Cristina Pizarro evoca la misma desolación: “Yo era el que no tenía título,/ ni un doble apellido,/ el que deseaba vivir en un chalet de dos pisos/ con jardín/ y revestimientos de piedra Mar del Plata./ Era uno de esos/ originarios de tierras/ devastadas./ Ahora/ soy/ este aire ambiguo/ este daño/ que regresa/ y este adiós/ menoscabado” (16).

Se sienten engañados los inmigrantes que evoca José Pedroni en “La invasión gringa”, incluido en Monsieur Jaquin: “¿Dónde se hallaba el oro,/ de todos alabado?/ El oro estaba en un pequeño árbol;/ el oro era un engaño:/sólo pequeñas flores/ de oro perfumado./ Aromitos floridos,/ orillas del Salado”. En el mismo poema, una mujer escribe: “-Nos casamos./ La tierra es nuestra, ¡nuestra!/ Todo lo que tocamos/ va siendo nuestro:/ el buey, el horno, el rancho.../ Nuestros todos los árboles;/ nuestro un único árbol,/ tan grande, tan coposo,/ que da gusto mirarlo./ Es una nube verde/ asentada en el campo” (17).

En “La conquista de Buenos Aires”, de Enrique Loncán, Cicerón vuelve a la vida en el siglo XX y emprende un viaje del que se arrepentirá amargamente. Estas palabras lo impulsaron a realizar la travesía: “más allá del Atlante existe una ciudad nueva, maravillosa, pletórica de esperanzas. Es la tierra prometida de los inmigrantes, la meta de los destinos fantásticos y las riquezas fabulosas. Se cuentan por millares los hijos del Lacio que en Buenos Aires hicieron fortuna... ¿Por qué no la harías tú también, Marco Tulio Cicerón, que llevas en tu sangre lo más puro de la raza latina y en tu mente todo el genio de la estirpe inmortal?” (18).

Notas

1 Méndez Muslera, Luciano: op. cit.

2 Riestra, Jorge: “Las voces de la ciudad”.

3 Fernández Moreno, Baldomero: La patria desconocida. Buenos Aires.

4 Alas, Leopoldo: Su único hijo. Barcelona, Bruguera.

5 Baroja, Pío: Cuentos. Alianza Editorial

6 Benavente, Jacinto: La comida de la fieras.

7 Ortega y Gasset, José: La rebelión de las masas.

8 D’Amicis, Edmondo: . La maestrita de los obreros. Buenos Aires, Anaconda.

9 Ayala, Nora: Mis dos abuelas. 100 años de historias. Buenos Aires, Vinciguerra, 1997.

10 Chumbita, Hugo: Ultima frontera. Vairoleto: Vida y leyenda de un bandolero. Buenos Aires, Planeta, 1999.

11 Rivera, Andrés: Guido, en Para ellos, el Paraíso. Buenos Aires, Alfaguara, 2002.

12 Arlt, Roberto: Aguafuertes gallegas. Buenos Aires, Ameghino, 1997.

13 De la Púa, Carlos: “Los bueyes”, en L. Lugones, B. Fernández Moreno, R. Molinari y otros: La poesía argentina. Buenos Aires, CEAL, 1979. Pág. 89. (Capítulo).

14 Benítez, Rubén: op. cit.

15 Arlt, Roberto, citado en Orgambide, Pedro: “Roberto Arlt, cronista de 1930”, en Arlt, Roberto: Nuevas aguafuertes porteñas. Buenos Aires, Librería Hachette S. A. 1960. (El pasado argentino, dirigida por Gregorio Weimberg).

16 Pizarro, Cristina: La voz viene de lejos. Buenos Aires, Ayala Palacio, 1996.

17 Pedroni, José: Hacecillo de Elena. Santa Fe, Colmegna, 1987.

18 Loncán, Enrique: “La conquista de Buenos Aires”, en Cuentos y esquicios.

Salida de los hidalgos segundones

“La salida de hidalgos segundones y gente acomodada cuando la emigración no era aún masiva, ha servido de apoyo a planteamientos como el que la emigración desde las provincias del norte de España excepto Galicia, no se debía a la falta de trabajo, ni a causa alguna física o económica, a diferencia de muchos levantinos que emigraban a causa de su miseria y que muchos emigrantes vascos, santanderinos y asturianos suelen llevar pequeños capitales y una formación cultural adecuada” (1). No hemos encontrado testimonios  al respecto.

Notas

1  Méndez Muslera, Luciano: op. cit.

Los “ganchos” o agentes de los armadores

“Uno de los motivos de la salida de los campesinos asturianos hacia la emigración –continúa Méndez Muslera-, era la propaganda ‘ilícita’ de los agentes o armadores por sus anuncios y reclamos notoriamente falsos. Estos agentes de los armadores, se dedicaban a hacer publicidad de los próximos viajes y también a arreglar los papeles para la salida de los campesinos. Ya avanzado este siglo esta especie de Agencias de Viajes para Ultramar pasaron a estar sometidas al control de las Inspecciones de Emigración (...), recibiendo el nombre de ‘Oficinas de Información y Despacho de Pasajes para Emigrantes’ condición que obligaba a llevar un ‘Libro de Registro’, con los datos relativos al comprador de cada uno de los pasajes y un ‘Copiador de Cartas’ con la correspondencia relativa al mismo asunto; ambos libros tenían que ser visados por la Inspección correspondiente” (1).

En 1857, Antoine Bonvin emigra desde Valais, y se queja amargamente del engaño de que ha sido víctima. Desde Buenos Aires lo trasladan en vapor al Ibicuy: “Llegamos al tercer día; se nos desembarcó en una vasta llanura que no tenía más que un poco de buen terreno; no se veían allí más que grandes pantanos o bosques, pero de madera toda espinosa. El agua era mala y llena de toda clase de insectos; un país muy malsano donde jamás nadie podía prosperar. Se tenía peligro de verse devorado por las bestias feroces, tal como el tigre, los cocodrilos y otros. Puedo decir que en este momento estábamos todos desesperados de vernos engañados de esta manera. Reclamábamos inútilmente la promesa que nos había sido hecha antes de nuestra partida: pero todo eso ya era inútil, ya no se podía más escapar, uno se creía exiliado en esta isla” (2).

Estanislao Zeballos se refiere a los agentes en La rejión del trigo, obra de 1883. Allí leemos: “La palabra de los agentes y de los contratistas está desacreditada en Europa desde el siglo pasado. No solamente es ineficaz: no es siquiera oida” (3).

Por otra parte –afirma Alejo Peyret-, los potenciales emigrantes eran tentados con ofertas de otros países: “Necesitamos poblaciones que no solamente tengan la actividad física, la laboriosidad en grado relativamente superior, sino que sean también superiores intelectualmente y exentas de las preocupaciones de la superstición y del fanatismo. Para conseguir nuestro propósito sería menester mantener agentes permanentes en Europa, que no dejemos un momento sin llamar la atención sobre estas comarcas. Sería menester acudir a los periódicos, a las publicaciones baratas, a folletos, avisos, etc. Sería menester combatir por la prensa y la propaganda oral la acción de los enganchadores que trabajan para los Estados Unidos y para Brasil” (4).

En El laúd y la guerra, Martina Gusberti evoca uno de esos engaños. Dice que Resistencia “fue fundada por un puñado de inmigrantes italianos que, remontando el Río Negro y traídos por empresas contratistas con el señuelo de poblar tierras fértiles y prósperas, hallaron en cambio terrenos ásperos, cubiertos por bosques salvajes plagados de mosquitos. Era el 2 de febrero de 1878, durante un verano abrasador. Se dice que los colonizadores estuvieron varios días en el barco sin querer aposentarse en esa tierra inhóspita. Luego, vencidos por la circunstancia, no tuvieron otra opción que desembarcar con sus familias” (5).

Juan Faccioli, pionero friulano, narra también un episodio relacionado con la colonización chaqueña: “Según Faccioli, al llegar al Hotel de Inmigrantes se enteraron de que estaban destinados al Territorio Nacional del Chaco, donde les darían tierras que estaban habitadas por aborígenes: algunos huyeron del Hotel de Inmigrantes, pero luego de vagar sin conseguir trabajo ni comida volvieron y aceptaron llegar a Reconquista y, desde allí, a una colonia que se formaría al otro lado del arroyo El Rey” (6).

También fueron engañados los judíos que evoca Ricardo Feierstein en La logia del umbral, quienes, al llegar a Santa Fe advirtieron que no tenían herramientas ni dónde guarecerse (7).

Desde Tucumán, donde sufre explotación, enfermedades, hambre y discriminación, José Wanza escribe, en 1891: “Aquí estoy sin comunicación con nadie en el mundo. Sé que las cartas que mandé a mis amigos no llegaron. Es probable que éstos nuestros patrones que nos explotan y nos tratan como a esclavos, intercepten nuestra correspondencia para que nuestras quejas no lleguen a conocerse. Vine al país halagado por las grandes promesas que nos hicieron los agentes argentinos en Viena. Estos vendedores de almas humanas sin conciencia, hacían descripciones tan brillantes de la riqueza del país y del bienestar que esperaba aquí a los trabajadores, que a mí con otros amigos nos halagaron y nos vinimos. Todo había sido mentira y engaño” (8).

A veces, los engaños no provenìan de los armadores. En Fuegia, de Eduardo Belgrano Rawson, un sacerdote afirma: “Uno llega repleto de ilusiones. Como usted dice: con la Revista del Misionero en el bolsillo. Al final nos contentábamos con que juntaran las manos y repitieran Misericordia, Jesús, varias veces. Pero no era seguro que lo recordaran al día siguiente”. Acerca de los anglicanos expresa: “Pobres diablos. ¿Cómo no van a sentirse desengañados? Ya sabemos cómo hacen para reclutarlos. ¿Acaso no les pintan todo esto como un paraíso repleto de aldeas? Me imagino las fantasías que traen. ¿Y qué encuentran a su llegada?”.

La viuda del reverendo Dobson evoca los planes que hacìan sobre la emigraciòn, alentados por noticias tendenciosas: “Despuès de pasar una tarde en la Uniòn Misionera, volvìan a casa con su marido por un sendero de gramilla perfumada. Llevaba seis meses de casada con Dobson. Hicieron un alto en el parque y abrieron un paquete de bollos. Charlaron del futuro viaje a Sudamèrica. Dobson dibujò la misiòn sobre el papel de los bollos. Habìa un grupo de canaleses entonando sus himnos y un paquebote en el horizonte. Los canaleses figuraban como ‘naturales amistosos’  en todas las publicaciones del Almirantazgo, de modo que agregò un nativo haciendo cabriolas. Su mujer le suplicò que dibujara una huerta. Dobson puso la huerta y metiò algunas ovejas. Estuvo tentado de añadir el cementerio, pero desistiò a ùltimo momento. Ella estudiò bien el dibujo y concluyò que nada faltaba. Tratò vanamente de hallarle algùn parecido con su aldea de Sussex. Pero igual le propuso: ‘Pongàmosle Abingdon’. Pensò emocionada: ‘El Señor es mi pastor’ “ (9).

Gabriel Báñez evoca otra clase de engaños. La Zwi Migdal era una organización de trata de blancas que tenía en Ensenada el centro de sus operaciones. Casi todas las pupilas “venían de Varsovia, engañadas por un correo que les prometía casamiento y fortuna en la nueva tierra y con el cual refrendaban un contrato que avalaban los padres de las jóvenes. En cuanto pisaban puerto, debían enfrentarse sin embargo con la letra chica del contrato: la prostitución o el remate” (10).

Un personaje de Vázquez-Rial explica el procedimiento: en las aldeas judías de Polonia hay “mucha hambre. Más de la que se puede aguantar. Y lo más caro de todo, lo más inútil, son las hijas. Hay que librarse de ellas: casarlas o venderlas, que viene a ser lo mismo. (...) Yo nunca llegué a saber si esos viejos que vendían a las hijas creían o no en lo que hacían, pero lo hacían, y había que seguirles la corriente. (...) Eran jóvenes hermosas, criadas con miedo a Dios y obediencia absoluta al padre que las vendía. Ruth, digamos, por ponerle un nombre, respetuosa, humilde, delgada... La metían en un barco con un tipo como yo, la bajaban en Buenos Aires, la encerraban en un sitio inmundo, para que el quilombo, después, le pareciera el cielo, y a la semana o a los quince días la mandaban a la Boca: una pieza, o dos, o las que fueran, y el patio, con veinte, treinta hombres esperando a la luz de unas velas, cualquier hombre, los más horrorosos, carreros o cirujas..., cirujas también. Yo lo sabía, pero pensaba en la guita y tragaba saliva; y repetía la escena” (11).

En El infierno prometido, de Elsa Drucaroff, un personaje habla con el padre de una joven judía polaca. “Señor Hamer, yo soy un hombre práctico –dijo sonriendo-. Busco una buena judía trabajadora que pueda manejar mi casa y criar a mis hijos. Buenos Aires es una gran ciudad, con costumbres diferentes. No es fácil encontrar chicas bien preparadas para el matrimonio en una ciudad grande. Y en el caso de su hija, precisamente por lo que ella vivió, sé que va a valorar lo que voy a darle, y me lo va a retribuir como merezco. Porque va a ser muy difícl que encuentre a otro que pueda y esté dispuesto a dar lo que yo estoy ofreciendo” (12).

Se recuerda asimismo a “las ‘niñeras’ que bajo la promesa de venir a trabajar a la casa de un rico pariente lejano y enseñarlo modales europeos a sus hijos, terminaban pasando sus días y noches en los prostíbulos” (13).

Segio Pujol se refiere a las inmigrantes engañadas que observa en el tango: “muchas de las mujeres del imaginario tanguero enfermaban al errar el camino y dejarse tentar por las luces del centro. Un imaginario de la muerte como castigo ejemplar dejaba entrever, a su vez, una gama de posiciones. Estaban las mujeres engañadas por el sistema (como las francesitas que llegaban a Buenos Aires mal informadas o las provincianas que rodaban ‘una noche en el Maipú’), pero también estaban las pecadoras por voluntad propia” (14).

Una mujer no se prostituía por ser engañada ni por propia voluntad. En Don Segundo Sombra, Ricardo Güiraldes escribe acerca de ”la desvergüenza del gringo Culasso que había vendido por veinte pesos a su hija de doce años al viejo Salomovich, dueño del prostíbulo” (15).

Notas

1 Méndez Muslera, Luciano: op. cit.

2 Vernaz, Celia: op. cit.

3 Zeballos, Estanislao: La rejión del trigo. Madrid, Hyspamérica, 1984.

4 Vernaz, Celia: op. cit.

5 Gusberti, Martina: op. cit.

6 S/F: “Friulanos sobre el Paraná”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 29 de julio de 2001.

7 Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Galerna, 2001.

8 Panettieri, José: Los trabajadores. CEAL, 1982.

9 Belgrano Rawson, Eduardo: Fuegia. Buenos Aires, Sudamericana, 1991.

10  Báñez, Gabriel: op. cit

11 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.

12 Drucaroff, Elsa: El infierno prometido Una prostituta de la Zwi Migdal. Buenos Aires, Sudamericana, 2006. 336 pp. (Narrativas históricas)

13 S/F: “Editorial: Los gringos de hoy”, en Infohuertas N° 6, Febrero de 2002. Netfirms Web Hosting.

14 Pujol Sergio: “Peligros de la vida disipada. La tragedia de las Esthercitas”, en Clarín, Buenos Aires, 31 de agosto de 2002.

15 Güiraldes, Ricardo: Don Segundo Sombra. Buenos Aires, CEAL, 1979. 216 pp. (Capítulo).

Dramas personales

Pero también hubo otros motivos que llevaron a quienes emigraron a tomar una decisión tan difícil.

El orensano Ramón Santamarina pierde, con pocas horas de diferencia, a su padre –que se suicidó- y a su madre, fallecida a causa de la trágica decisión de su marido. “Los tíos del niño Ramón –afirma Alberto Vilanova Rodríguez-, que no fueron capaces de acudir en su socorro, pero sí avergonzarse del inocente, pero pobre pariente, a pesar de que se había decidido a luchar por la vida, antes de lanzarse a la mendicidad, le agarraron y le depositaron en un orfanato, de donde muy pronto se fugó, ofreciéndose como grumete en un velero contrabandista que salía para Buenos Aires, con la decisión y energía que caracterizaron siempre su extraordinaria voluntad. En 1840, pues, ponía sus plantas en la Argentina, el país que con el correr de los años iba a ser testigo de sus virtudes y de su genio” (1).

La censura social impulsa allende el mar. En 1886 –escribe Claudio Savoia-, “zarpó el barco que sacaba de España al niño Manuel Miranda, alejado de su patra por su abuela para protegerlo –a él y a su madre- de la vergüenza de ser hijo natural” (2).

De su abuela dijo el periodista Vicente Muleiro: “Como decía Gila, mi abuela era una solterona... Tan solterona era doña Francisca Muleiro que a sus hijos les puso su apellido.(...) Murió cuando yo era un adolescente y se llevó el secreto de su infancia gallega y la íntima épica de su inmigración” (3).

En su novela Mientras la luz se va (4), Noemí Cohen relata lo sucedido a “Setti, a quien Elena conoce en el interminable viaje hacia América y que se ha embarcado para restañar la herida de haber sido repudiada por su marido y haber perdido contacto con su única hija” (5).

La protagonista del film Herencia, dirigido por Paula Hernández, “es una inmigrante italiana que llegó a la Argentina tras la Segunda Guerra Mundial. Aunque nunca pudo encontrar al hombre cuyos pasos seguía, decidió adoptar a Buenos Aires como su ciudad” (6).

Un amor imposible causa la emigración de un italiano: “El mismo día en que Enrico se hizo cargo de la sastrería, el único auto de la villa se detuvo enfrente. El chofer entró: ‘La hija del Patrón se va a casar con un doctor de Zóppola, como él ha dispuesto; y aquí te manda este dinero a cuenta del traje de novia que le vas a confeccionar’. Enrico lo entregó y se embarcó. Para no ver jamás el mar viajó tierra adentro, hasta el centro de la Argentina; hasta su huerta, en medio de la manzana del medio del pueblo” (7).

Un gallego, en Frontera sur, huye de la ira de su suegro: “Primero tuve que escapar yo. Pasé un mes en el monte. Me buscaron con perros, decididos a matarme”. Vuelve a buscar a su novia, y se casan en Cádiz. En Barcelona muere la mujer, dejando a un hijo. “Desde el momento en que la enterré –dice el viudo-, me entregué a un único propósito: ganar dinero, porque con dinero se puede todo. Quería comprar mi vida y la tuya, mi libertad y la tuya, y regresar para vengarme, empezando por tu abuelo...” (8).

En La trama del pasado (9), de Cristina Bajo, “Una joven aristócrata, Ignacia Arias de Ulloa, abandona a su marido y huye con una criada llevándose muy poco: su estuche de esgrima, y el halcón preferido de aquél. Al llegar a la casa solariega de su madre se encuentra con que ésta ha decidido regresar a las provincias del Río de la Plata, su tierra de nacimiento, para ajustar viejas cuentas. Sin pensarlo, Ignacia se embarca con ella” (10).

José, el asturiano que protagoniza la miniserie Vientos de agua, debe escapar de su pueblo porque, indignado por la muerte de su hermano en la mina, la hace volar, y es buscado. Con el dinero  y los documentos del difunto, viaja convencido de que volverá.

Un personaje de Mestizo, una de las novelas de Feierstein, relata por qué emigraron sus padres: “Moishe Búrej realmente no quería venir a la Argentina, pero ¿qué iba a hacer? Se fueron los hijos mayores y después me fui yo, luego Carlos con mi hermana. ¿Quién quedaba? Nadie, salvo Jacobo, que vino con ellos, en 1936. Cuando viajaron ya había guerra civil en España, salieron justo, justo. En Polonia quedaron otros parientes, tíos y primos: nunca más supimos algo de ellos. La zona de Lemberg fue muy castigada durante la Segunda Guerra, los alemanes entraron allí. Me contaron después que han hecho un verdadero desastre de mi pueblo. Fue una masacre en el centro, la zona de la feria, donde vivían las famlias judías. A los ucranianos no les hicieron nada, porque estaban con ellos. Pero de los nuestros no quedó ninguno vivo. Por suerte, nosotros nos fuimos antes. Dijimos ‘no va más acá, el futuro está muerto’. Y nos fuimos” (11).

La justicia por mano propia es otro de los motivos para dejar el país. En De aquí hasta el alba, novela de Eugenio Juan Zappietro, el cirujano belga Hubert Leroy debe huir de Francia pues durante una operación dio muerte intencionalmente a un ministro asesino: “Cuando Francia descubrió el crimen, Hubert Leroy estaba ya en América” (12).

Por miedo a unos acreedores que harían justicia por propia mano, es que el abuelo de Jorge Fernández Díaz llega a la Argentina: “En dos o tres aldeas, y en un pequeño municipio, mi abuelo había cobrado por anticipado trabajos que nunca terminó. Unos damnificados de pocas pulgas le habían dado un ultimátum y después habían prometido coserlo a navajazos. Vendrían de un momento a otro, y a José no le quedaba más alternativa que levantar los petates y largarse bien lejos. Consuelo, su hermana menor, había cruzado el Atlántico y llevaba una existencia decorosa en una ciudad monumental llamada Buenos Aires” (13).

En 1892, Jimmy –“nacido James Radburne”- (14) llegó a la Patagonia, “huyendo de la pobreza y los prejuicios ingleses, y pasó toda una vida improvisando oficios para sobrevivir y métodos para huir de las policías argentina y chilena”. Se dirigió a esa región pensándola  “como garantía de anonimato para pasados difíciles” (15).

Por medio de una carta, Butch Cassidy comunica su paradero a sus amigos ilegales estadounidenses. Ese manuscrito “permitió certificar su estancia en la región décadas después de su muerte”. Lo relata Francisco N. Juárez en el trabajo titulado “Una carta de Butch Cassidy” (16), en el que escribe “Aunque la carta de Cholila ahora carece de la última carilla con su rúbrica (firmaría Bob, como las demás, pero es su caligrafía) resulta una maravillosa síntesis de la nueva vida del bandido. Elegantemente alude a ‘un tío (que) murió y dejó 30.000 dólares a nuestra pequeña familia de tres miembros. Tomé mis 10.000 y partí para ver un poco más del mundo’. En realidad, se refería al asalto de un banco de Winemuca en Nevada, el 10 de septiembre de 1900. Ahora estaba solo, es cierto, pero por pocos meses, de manera que mentía ese dato. Daba cuenta de su patrimonio ganadero: ‘300 cabezas de vacunos, 1500 ovinos, 28 caballos de silla’, además de dos peones y la alusión al rancho como ‘una buena casa de cuatro habitaciones’, galpones, establo y gallinero. Se quejaba de su soledad, la falta de una cocinera y su ‘estado de amarga soltería’. Luego, agregaba otras quejas. Se hablaba español, ‘pero el país, en cambio, es excelente’. Daba cuenta de la extensa y fértil región, la distancia con Buenos Aires y esperaba fortificar las ventas de ganado a Chile, ‘nuestro gran comprador de carne vacuna’, porque de allá habían abierto un camino cordillerano (se refería al sendero de Cochamó, el que denunció Clemente Onelli como contrario al laudo arbitral que expediría la corona británica ese mismo año)”.

En “El cura y el cowboy” se recuerda a “El Norteamericano”, que vivió en Santa Cruz: a principios del siglo XX: “Por la zona había un malvado y muy conocido bandolero... era ‘El Norteamericano’, el cual hablaba inglés y un poco de castellano bastante mal, por cierto. Este era de esos que donde ponía el ojo ponía la bala y hasta la policía le tenía terror a enfrentársele. Era ‘yankee’ en serio. Era común que cuando eran buscados por la justicia del país del norte y ya no había muchas chances por allá; se subían a algún barco en la zona de California para bajar en Punta Arenas... y seguir ‘ejerciendo’ en la Patagonia. Tal era el caso de este auténtico cowboy” (17).

“Al terminar la guerra, Eichmann se ocultó en un monasterio católico en Italia. Wiesenthal decidió dedicar ‘unos años’ a buscar justicia y se enroló para trabajar con los aliados en la recolección de evidencias de crímenes de guerra. En 1947, cuando Eichmann huyó a América del Sur usando un nombre falso, Wiesenthal creó el Centro Judío de documentación en Lidz, para reunir evidencias para juicios futuros. (...) Ese año la esposa de Eichmann trató de conseguir que se declarara muerto a su marido. (...) Aunque Wiesenthal tomó contacto con la Mossad nuevamente, y también con Nahum Goldman, presidente del Congreso Judío Mundial, no pasó nada hasta 1959, cuando Israel recibió la información de Alemania de que Eichmann estaba en Buenos Aires. Se organizó una operación encubierta. Un equipo de agentes secretos de la Mossad secuestraron al ex nazi y lo llevaron a Israel. (...) fue encontrado culpable de todos los cargos, sentenciado a muerte y colgado justo después de la medianoche el 1 de junio de 1962” (18).

Notas

1 Vilanova Rodríguez, Alberto: Los gallegos en la Argentina. Buenos Aires, Ediciones Galicia, 1966. Tomo II. Pág. 760. Premio de Historia en el Concurso Extraordinario de 1957, celebrado para conmemorar el cincuentenario de la fundación del Centro Gallego de Buenos Aires. Prólogo de Claudio Sánchez-Albornoz.

2 Savoia, Claudio: op. cit.

3 Muleiro, Vicente: “El mirador”, en Clarín, Buenos Aires, 27 de septiembre de 1998.

4 Cohen, Noemí: Mientras la luz se va. Buenos Aires, Losada, 2005. 216 pp.

5 S/F: “Novela de Noemí Cohen en Losada”, en Raíces, www.revista-raíces.com. Noviembre de 2005.

6 Ormaechea, Luis: “Con ánimo de conciliar”, en www.otrocampo.com.

7 Cassini, José Luis: “El mar en los ojos”, en Rotary Club de Ramos Mejía. Comité de Cultura. 1994.

8 Vázquez-Rial, Horacio: op. cit

9  Bajo, Cristina: La trama del pasado. Buenos Aires, Sudamericana, 2006. 384 páginas (Biblioteca Cristina Bajo)

10 S/F: en www.edsudamericana.com.ar

11  Feierstein, Ricardo: Mestizo. Buenos Aires, Planeta, 1994.

12  Zappietro, Eugenio Juan: De aquí hasta el alba. Barcelona, Planeta, 1971.

13  Fernández Díaz, Jorge: Mamá. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.

14  Cella, Susana: El inglés.

15  Cristoff, María Sonia: “Inglés en fuga”, en La Nación, Buenos Aires, 19 de noviembre de 2000.

16  Juárez, Francisco N.: “Una carta de Butch Cassidy”, en La Nación, Buenos Aires, 25 de agosto de 2002.

17  S/F: “El cura y el cowboy”, en www.misionorg.com.ar.

18  Vallely, Paul: “Justicia, justicia perseguirás SIMON WIESENTHAL”, en La Nación, Buenos Aires, 25 de septiembre de 2005. Traducción: Gabriel Zadunaisky.

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Motivos no faltaron. Tristeza sobró a estos hombres y mujeres que, un día, debieron dejar su tierra y embarcarse hacia un país desconocido, en el que se establecieron y del que, quizás, nunca pudieron regresar.

II 

El viaje

El tema del viaje es un tópico reiterado en la literatura universal. El escritor y periodista Rubén Benítez, autor de la novela de inmigración La pradera de los asfódelos, nos dijo en un reportaje: “Ulises es tal vez literariamente el primer emigrante que sueña con el regreso a su entrañable tierra. Lo detienen los cantos de sirena y la magia de Circe”. Al igual que el griego, “el inmigrante europeo también partió y cayó en las mismas redes. El viaje o “nostos” griego, enlaza con la nostalgia, el dolor del regreso” (1).

En las páginas que leímos, encontramos la evocación de la travesía vista, no sólo como material literario, sino también como un momento de la vida propia o de los mayores que se desea reflejar, para dar testimonio y rendir homenaje a tantos seres que buscaron en otra tierra lo que en la suya no encontraban.

Notas

(1) Benítez, Rubén: La pradera de los asfódelos. Bahía Blanca, Siringa, 1988.

Permiso para embarcar

Marcelo Bazán Lascano señala que la Ley Avellaneda, de 1876, proporciona la definición de inmigrante. Distingue “entre los inmigrantes ‘sensu stricto’, o sea los que venían con pasaje de segunda o tercera clase por cuenta del gobierno u otras entidades, y los que entre el 25 de mayo de 1810 y el presente han arribado a nuestro territorio a su costa, como polizones o en cualquier otra forma clandestina o ilegal. Podría sostenerse, pues, que los segundos son, prima facie, definibles como inmigrantes ‘lato sensu’, aunque hubieran venido en primera clase y aunque lo hubiesen hecho con bienes de fortuna y hasta con títulos nobiliarios” (1).

Se ha señalado la diferencia entre inmigrantes y refugiados: “El inmigrante toma una decisión y asume el riesgo, aunque tenga que poner en peligro su vida. El exiliado no tiene capacidad u oportunidad para decidir. Otra de las diferencias fundamentales es la experiencia vivida antes de la partida. Muchos llegan heridos, con mutilaciones, han sido testigos de la muerte de personas conocidas y familiares. Sufrieron violaciones sexuales, (...). Luego está el trauma del desarraigo, la pérdida del punto de referencia, la destrucción de todos los bienes”.

Cuando se trata de un refugiado, por más que se esfuerce por sobreponerse, “El desarraigo golpea la salud hoy y para el resto de la vida. (...) En muchas ocasiones, el desplazado debe adaptarse a países con otro idioma, otra cultura, separado de sus seres queridos. No resulta extraño que sean frecuentes los intentos de suicidio, los conflictos conyugales, el retraimiento social, la sensación de peligro constante, la pérdida de creencias, las conductas agresivas... Un caso donde el desarraigo es especialmente doloroso es el de los ancianos, que desarrollan más cuadros depresivos que el resto. La falta de esperanza sirve para adelantar la muerte” (2).

Tomada la decisión, se emprende la travesía. Primero, por las oficinas que otorgan el permiso de embarque. No viajaba el que quería, sino el que conseguía la autorización imprescindible para embarcar. Giorgio Bortot escribe que a aquellos inmigrantes “se les exigió: 1) ser preferentemente europeo; 2) ser de sana y robusta constitución, exenta de enfermedades y malformaciones que alteren su capacidad laborativa presente o futura; 3) asegurar que no venían a practicar la mendicidad, y la mujer adulta, además, a ejercer la prostitución; 4) declarar su religión; 5) viajar en segunda o tercera clase; 6) residir en zonas determinadas; 7) al llegar, tomar otros recaudos para asegurar la defensa social”. Y agrega: “pocos se enteraron de tales restricciones. (...) El que escribe fue traído de niño y debió acatar aquello” (3).

La enfermedad, la senectud, eran muchas veces objeto de discriminaciones que separaban a las madres de sus hijos, a los hermanos entre sí. Syria Poletti lo supo bien y lo narró en su novela Gente conmigo, que fue distinguida en 1961 con el Premio Internacional de Novela convocado por la Editorial Losada. En esa obra alude a las trabas que se imponían a los disminuidos físicos para salir del país. Recuerda Nora Candiani, la protagonista: “Paso tras paso, con su carga de trabajo y el agobio de apuntalar a una familia dispersa, Bertina consiguió arrancar el permiso de embarque. (...) Mi viaje a América se resolvió así en una suerte de contrabando: yo era como un producto deteriorado que debía pasar inadvertido, entremezclado con los productos destinados a la exportación: los emigrantes aptos. Yo era el polizón que logra trepar al barco. Luego, la piedad me admitiría. De todos modos, lo importante era viajar. La vida impone las leyes y la vida enseña las trampas. Sólo que las trampas arañan” (4).

Un defecto físico impide la salida de una asturiana hacia América: “Cuando tenían todo arreglado para viajar, y ya no había retorno, el cónsul argentino se puso meticuloso con la visa. Despachaba a cientos de asturianos por hora y se daba el lujo de poner objeciones ridículas. Eran tan ridículas que parecían el cebo de alguna coima. El cónsul detectó un dedo mocho en la mano izquierda de Valentina y decretó que esa lesión la hacía inútil para el trabajo, y por lo tanto inviable para emigrar. Sin dinero, sin tiempo y sin chances, Marcial recurrió a su prima, que era cocinera del gobernador, y éste fue magnánimo y ejecutivo. El cónsul reculó y firmó los papeles a regañadientes, y el buque de carga Entre Ríos los llevó a la otra orilla del mundo” (5).

Lo mismo sucedía con quienes deseaban salir de la Argentina. El italiano Gemesio desea establecerse con su familia en la península. Durante la revisación médica, el galeno señala: “ ‘¡Esta criatura tiene fiebre! –y le sacó la gorrita, y cuando vio los granos exclamó: -¡Esta niña no puede viajar!’. Y quedó Elenita, que sólo tenía tres años, en brazos de la abuela Irene, mientras el Principessa Mafalda se alejaba de la costa, los pañuelos se agitaban en el puerto y Christina, a través de las lágrimas veía empequeñecerse las figuras familiares. Por primera vez miró a su marido con rencor” (6).

En 1891 “se abrió el comité del Barón de Hirsch. Fue una salvación para los judíos y empezó el registro de las familias. Aceptaban solamente familias con hijos varones. Los que no los tenían, se daban maña. Hacían inscribir a un soltero como hijo y la cosa marchaba” (7).

Alejo Peyret recuerda que para fundar la Colonia San José, en Entre Ríos, “Se ha aceptado apresuradamente todo cuanto se ha presentado, con la única condición de ser católico. Se han hecho adelantos de ingentes cantidades a familias desprovistas de todo, y que presentan muy pocas garantías de reembolso. Por decirlo, se ha gastado mucho dinero sin necesidad. (...) Suponiendo igual capacidad para el trabajo un colono protestante debe ser preferido al católico” (8).

En El angel del Capitán, de Chuny Anzorreguy, son políticos los motivos de discriminación a los que debe enfrentarse Miro Kovacic cuando decide exiliarse. Un amigo le sugiere dirigirse al Instituto Croata de Cirilo y Método, donde se entera de que “Un país sudamericano había puesto a disposición del Instituto diez mil visas para los croatas que la necesitaran. No a los largos trámites. No a las profundas investigaciones. No al interminable papelerío”. A fines del 47, en Trieste, se completa el viaje iniciado mucho antes: “Subimos al tren Nada, Mía y yo. Nos internábamos en la oscuridad absoluta buscando al sol” (9).

Décadas antes había sucedido algo similar a un personaje de Ana María Shua. Por ser desertor, aguardó durante un año, escondido en la casa de la novia, que algún compatriota falleciera, para poder viajar con sus documentos: “Murió Gedalia Rimetka, medianamente joven, de bigotes. Con su documento fue el abuelo al consulado de América, la verdadera, la del Norte, y le dijeron que no. No lo bastante joven murió Gedalia, no lo bastante joven como para pasar por el abuelo. En Polonia siempre hacía frío, siempre había nieve. Cuando se derretía la nieve, había mucho barro. El barro también era frío. El barro de Tomachevo cruzó el abuelo, que quería cruzar el mar. Y llegó al consulado de esta pobre América. Allí, le habían dicho, no se fijan mucho, no entienden nada, les da lo mismo. Allí también es América, aunque no tanto. Lo que vale es salir de Europa, lo que vale es cruzar el mar. Desde una América ya será posible llegar a la otra. Y no se fijaron, o no les importó, o no entendían nada, y el abuelo pudo ponerse en camino para cruzar el mar” (10).

Los rusos Gurovitz “Habían quemado todos los documentos. En sus papeles figuraban como griegos. Así lo atestiguaban la ropa, gorra y pipa entregadas poco antes” (11).

En una carta envada al diario Clarín, expresa Erwin Auspitz: “ (...) en noviembre de 1938, con casi 10 años, vivía en mi ciudad natal, Viena, con mi familia de origen, judía. Mi padre fue detenido y quedó alojado en la Gestapo, de allí lo llevarían a Dachau. El cónsul argentino en Viena, Juan Giraldes, (...) No sólo extendió las anheladas e imprescindibles visas de tránsito para mis padres, mi hermana, mi abuela materna y para mí, sino que –además- lo hizo sin tener en cuenta una carta anónima que entregó a mi madre y que conservo hasta hoy; allí se denuncia la intención de nuestra familia de permanecer ilegalmente en Buenos Aires. Conseguidas las visas, mi madre logró que la Gestapo liberara a mi padre, previo el compromiso de dejar Austria en un plazo perentorio. Llegamos a estas tierras amadas en febrero de 1939, y aquí crecí, viví mi vida y formé mi familia” (12).

En Dimitri en la tormenta (13) -novela de Perla Suez seleccionada por la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil Argentina (ALIJA) y por la Fundación de Lectura, Fundalectura, Bogotá, Colombia, entre los mejores libros para jóvenes-, relata Tania, una polaca que huye del nazismo: “Con el anillo de brillantes de mi madre compré a uno de los comandantes y escapé. Vagué por cloacas, estuve en una iglesia donde un sacerdote me ayudó. Disfrazada de mendiga, pude llegar a la bahía de Gdansk. Y logré esconderme en el barco carguero en el que llegué”.

Lajos Fehér, húngaro judío, “consiguió un pasaporte falso a nombre de Alejandro Gross con una expresa mención del obispo de la zona que la religión profesada por el portador era la católica”. Logra llegar a Italia, donde “en una desesperada búsqueda de algún medio para salir de Europa, consiguió finalmente una visa para Ecuador y un lugar en el Augustus que salía a la madrugada siguiente con ese destino. El lugar en ese barco le costó una buena parte de su dinero ya que, aún siendo reconocido como católico, no querían embarcar ciudadanos de países de Europa Central, por poner a la misma compañía marítima en actitud sospechosa” (14).

Otro documento falso permitió indirectamente la llegada al país de Pedro Roth, “el mayor cronista gráfico de la plástica argentina”, nacido en Budapest en 1938. El vivió en Hungría durante la Segunda Guerra Mundial y llegó a Buenos Aires –explica- “gracias a un negocio algo oscuro del doctor Liber, un primo segundo de Rosalía, mi madre, que le compró un pasaporte falso al cónsul argentino en Montecarlo el año de mi nacimiento. Puede que el funcionario fuese algo informal, pero le salvó la vida y nunca dejaremos de recordarlo. Bueno, Liber llegó e instaló una fábrica de jabón en San Martín. Mi madre, mi abuela Eugenia y yo llegamos en 1954 y nos establecimos en Florida” (15).

Jacques Arndt, nacido en Viena, relata: “ingresé en la Argentina a los 21 años, solito, como polizón, sin hablar una sola palabra de castellano y sin un peso. Me tuve que refugiar escapando de Viena luego de la entrada de los nazis en mi país y en una fuga y travesía casi cinematográfica. Escapando de los nazis logré llegar a Marsella y, con la anuencia de un marinero, me escondí en un barco” (16).

Juan Zorrilla de San Martín se exilia en la Argentina: “La actividad literaria emprendida por Zorrilla de San Martín y los ideales que lo animaban le habían ya impulsado a fundar, en 1878, el diario ‘El Bien Público’ (...) Las duras campañas periodísticas contra los gobiernos que no respondían a sus ideales religiosos y democráticos le atrajeron dolorosas persecuciones. En 1885, luego de sufrir el empastelamiento e incendio de su diario, amenazado hasta en el sagrado del hogar, se vio obligado a asilarse en la Legación del Brasil. Negadas las garantías que pidió la Legación para que Zorrilla de San Martín pudiera embarcarse con destino a Buenos Aires, el Ministro del Imperio lo condujo personalmente hasta una nave de guerra brasileña que lo llevó hasta aguas argentinas, en las cuales, con el fin de eludir el reclamo interpuesto por el gobierno ante la cancillería del Brasil para que el viajero fuera llevado nuevamente a Montevideo, el expatriado se trasladó en una ballenera que lo transportó a Buenos Aires. Pocos días después de este dramático episodio su esposa y sus pequeños hijos se le reunieron en el destierro” (17).

Roberto Ale se refiere a las condiciones de ingreso de los inmigrantes árabes: “Para entrar a la Argentina de esos tiempos no hacía falta pasaporte y era común que una familia traiga a otra y así practicamente aldeas enteras se trasladaron a nuestro país, esparciéndose de norte a sur y de este a oeste de estas ricas llanuras pampeanas. Tenían ventajas y privilegios sobre el mismo nativo, no tenían cargas militares, ni cívicas. Ante cualquier problema que pudiera surgir, tenían un Cónsul de su propio país que los protegía” (18).

Juan Carlos Coria señala, acerca de la inmigración africana: “las entrevistas mantenidas con africanos de distintos orígenes, permiten comprobar que, salvo casos muy excepcionales, ingresaron a la Argentina sin ningún inconveniente ni traba, salvo los ingresados como polizontes en buques de banderas europeas, que por regirse con las leyes de los respectivos países tenían la obligación de devolverlos al lugar de donde habían subido a los barcos. Por ser la Argentina de fronteras abiertas y por ello, un país de recepción casi indiscriminado, esos inmigrantes, lograron ubicarse, muchas veces precariamente, pero subsistieron, trabajando muy duro, obteniendo documentación, no siendo escasos los casos de negros africanos que se nacionalizaron. Superando la etapa de la población negra esclava y su descendencia, los nuevos negros africanos, que se fueron radicando, pueden datarse desde principios del siglo XX con continuos ingresos anuales hasta la década de 1930, en que disminuyen hasta casi desaparecer. Esa inmigración se reanuda con posterioridad a la terminación de la Segunda Guerra” (19).

Una vez logrado el permiso de embarque, el inmigrante debe dirigirse al puerto**, soportar varios días en el mar y, finalmente, arribar a Buenos Aires, donde algunos se establecerán, y desde donde otros seguirán viaje hacia el interior, a las colonias en las que quizás encuentren a algún ser querido. De este largo periplo dan cuenta muchas de las páginas que leímos.

Notas

1 Bazán Lazcano, Marcelo: “Carta de Lectores”, en La Nación, Buenos Aires, 19 de diciembre de 1999.

2 ABC: “El desarraigo golpea la salud hoy y para el resto de la vida”, en La Prensa, Buenos Aires, 9 de mayo de 1999.

3 Bortot, Giorgio: “Correo de lectores”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 23 de febrero de 2003.

4 Poletti, Syria: Gente conmigo. Buenos Aires, Losada, 1962.

5 Fernández Díaz, Jorge: Mamá. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.

6 Ayala; Nora: Mis dos abuelas. 100 años de historias. Buenos Aires, Vinciguerra, 1997.

7 Chajchir, Mauricio: “Viaje al país de la esperanza: Relato de un viajero del Pampa”, en La Opinión, 8 de agosto de 1976, reproducido en Asociación de Genealogía Judía de Argentina, Toldot # 8. Noviembre 1998.

8 Peyret, Alejo: en Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1992.

9 Anzorreguy, Chuny: El ángel del capitán. Biografía del capitán croata Miro Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996.

10 Shua, Ana María: El Libro de los Recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994.

11 Goldberg, Mauricio: Donde sopla la nostalgia. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1985.

12 Auspitz, Erwin: “Aquel cónsul argentino en Viena”, en Clarín, Buenos Aires, 26 de julio de 2005.

13 Suez, Perla: Dimitri en la tormenta. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1997. (Primera Sudamericana)

14 Weisz; José Martín: ...mientras los violines tocaban csárdás. Un viaje a Hungría. Buenos Aires, Editorial Milá, 2002.

15 Aubele, Luis: “A boca de jarro. Pedro Roth ‘Soy un testigo privilegiado’ “, en La Nación, Buenos Aires, 23 de febrero de 2003.

16 Petti, Alicia: “Jacques Arndt Evocaciones de un joven de 92”, en La Nación, Buenos Aires, 9 de julio de 2006.

17 Montero Bustamante, Raúl: “Juan Zorrilla de San Martín”, en Zorrilla de San Martín, Juan: Tabaré. Estudio preliminar y notas por Iber H. Verdugo. Buenos Aires, Editorial Kapelusz, 1965. 233 pp. (Biblioteca Grandes Obras de la Literatura Universal)

18 Ale, Roberto Mustafá: “Argentina Siglo XIX y principios del XX. La Inmigración , los árabes y aspectos de su historia, cultura y civilización”, en www.revistaarabe.com.ar, Santa Fe, Marzo de 2004.

19 Coria, Juan Carlos: Pasado y presente de los Negros en Buenos Aires, Buenos Aires, octubre de 1997, Educar, Argentina.

La partida

“Dejar la tierra propia, la de la pertenencia, puede ser una decisión personal o también una elección forzada, a veces violenta. Aunque existe el derecho de fuga, de descubrimiento, de encuentro, como dice el filósofo italiano Sandro Mezzadra, los migrantes suelen verse obligados a emprender un camino de ida en busca de un destino que no siempre es mejor que el abandonado” (1).

En El Cardedal, un pueblo de España, un anciano relata a Telma Luzzani la partida del abuelo de la periodista: “Un día de 1912, cincuenta y siete hombres se fueron para América. Yo tenía cinco años y todo el pueblo los siguió hasta la ladera entre lágrimas y buenos deseos. Entre ellos estaban mi padre y tu abuelo. Ese día comenzó la agonía del pueblo” (2).

Otro periodista, esta vez en la calle principal de Ottobiano, imagina a su abuelo: “un chico de doce años yéndose para siempre con su madre –escribe Miguel Frías. No sé lo que piensa en esa mañana de 1913 y ya no se lo puedo preguntar; tal vez, en el reencuentro con su padre, trabajador en las cosechas argentinas; tal vez, en la leña y las moras que debió robar para sobrevivir al invierno; tal vez, en la cocina del barco donde trabajará para cruzar el Atlántico” (3).

En Sobre héroes y tumbas, Ernesto Sábato evoca la partida desde la tierra de origen: Addio patre e matre,,/ addio sorelli e fratelli’ Palabras que algún inmigrante-poeta habrá dicho al lado del viejo, en aquel momento en que el barco se alejaba de las costas del Regio o de Paola, y en que aquellos hombres y mujeres, con la vista puesta sobre las montañas de lo que en un tiempo fue la Magna Grecia, miraban más que con los ojos del cuerpo (débiles, precarios y finalmente incapaces) con los ojos de su alma, esos ojos que siguen viendo aquellas montañas y aquellos castaños a través de los mares y los años: fijos e insensatos, indominables por la miseria y las vicisitudes, por la distancia y la vejez” (4).

Agata, la protagonista de Oscuramente fuerte es la vida, recuerda, muchos años después, el día en que debió dejar su tierra, para reunirse con su marido: “Hasta último momento, yo seguía formulándome preguntas que no encontraban respuesta. Teníamos lo que habíamos querido siempre: la casa, el terreno, la posibilidad de trabajar. Habíamos defendido esas cosas, las habíamos mantenido durante esos años difíciles. Ahora, cuando aparentemente todo tendía a normalizarse, ¿por qué debíamos dejarlas? Me costaba imaginar un futuro que no estuviese ligado a esas paredes, esos árboles, esas montañas y esos ríos. Había algo en mí que se resistía, que no entendía. Sentía como si una voluntad ajena me hubiese tomado por sorpresa y me estuviese arrastrando a una aventura para la cual no estaba preparada. (...) Llevaba en la mano una bolsita de tela y la llené de tierra. Me acordé de mi abuelo abonando esa tierra, de mi padre punteando, sembrando hortalizas. (...) Entré en la casa, abrí una valija y guardé la bolsita con la tierra. Recorrí las habitaciones como había recorrido el terreno. Con el brazo extendido rocé las paredes, las puertas, las ventanas. Me senté en un rincón y me quedé ahí, sin moverme, hasta que fue la hora de despertar a Elsa y Guido” (5).

También alude a ese momento la calabresa Adelina C. Cela, en el poema “Madre Patria”, imaginando el sentimiento de su tierra: “Tú clamabas por mí/ como una madre divina,/ con lágrimas derramadas/ en nostálgica partida” (6).

Roberto Cossa, en El Sur y después, incluye una canción que refleja el sentimiento de quienes  tientan suerte en otra tierra: “Allá murió la infancia: / una caricia, una canción, / una plaza, una fragancia. / Los brazos viajaron, el corazón quedó./ Pero una estrella nos llama del sur./ Y un barco de esperanzas cruza el mar./ América, la tierra del sueño azul. / Es un vaso de vino, es un trozo de pan” (7).

Los italianos que se embarcan en Génova en 1884, hacia el Río de la Plata, son descriptos por Edmondo D’Amicis en su obra En el oceano. Acerca del escritor, dijo Griselda Gambaro: “El autor de Corazón recoge, sin embargo, sus mejores frutos en la crónica. En este fresco están todos los que vinieron a América, en su mayoría obreros y campesinos, cada uno con su sueño particular. Y el sueño –y el destrozo del sueño- empieza en el Galileo, como si el barco navegara en un mar de tierra y sus pasajeros, en los múltiples tipos y pasiones, representaran a la humanidad entera” (8).

Algún gallego tendría en su mente los versos de Rosalía de Castro, la poeta que escribió: “¡Van a deixala patria!.../ Forzoso, mais supremo sacrificio./ A miseria está negra en torno deles,/ ¡ai!, i adiante está o abismo!...” (9).

María Rosa Lojo evoca la partida de su padre: “Antonio Lojo Ventoso, mi padre, era uno de esos exiliados. Para él ya había pasado lo peor: el riesgo de fusilamiento, la cárcel, la ‘redención de penas por el trabajo’. Sin embargo se despidió de los castañares centenarios y los caminos de piedra. Cedió a un hermano sus derechos sobre las fincas que le tocaban –magras por cierto, como miembro de una familia numerosa- hizo las valijas y cruzó el océano. Dejaba irremediablemente truncos los estudios que había iniciado cuando el mundo era otro, el sueño de convertirse en oficial de la Marina de la República. Dejaba negocios equivocados y proyectos irrealizables. Dejaba también (aunque de eso me enteré después de su muerte: era un hombre pudoroso) una cierta reputación juvenil de ‘mala cabeza’, y de play-boy coruñés, que fascinaba a las muchachitas y escandalizaba a sus madres. Dejaba una España que para sus ojos había retrocedido siglos en el tiempo, donde no cabía la dimensión de su deseo. El futuro estaba afuera. Había resuelto que en las nuevas tierras haría otra cosa, y sería, casi, otra persona” (10).

Quienes partían perdían, asimismo, otros afectos muy caros. Recuerda Luis Varela, en De Galicia a Buenos Aires: “Dejaba yo en España algo que inconscientemente llevaba conmigo a bordo. Aquel caballo brioso no podía despegarlo en sueños de mi cerebro. También quedaba en Galicia un perro que se llamaba Sereno, que yo había criado de cachorro y con tanta pasión que me acompañaba en mis salidas de caza. No era un pointer de pura raza, pero sí un incansable rastreador y si ni él ni yo éramos excelentes cazadores, vaya si me había dado satisfacción por los montes de la campiña gallega. Aquellos fieles amigos yo los cuidaba como si fueran mis hijos. El negocio para mi casa hubiera sido que nos fuéramos los tres juntos. ¿quién los iba a cuidar ahora? Y en la incómoda posición de la litera, soñaba más que dormía, siempre en puro sobresalto, creyendo que a mis amigos les estaba pasando algo malo” (11).

María, la gallega que deja su tierra en Como si no hubiera que cruzar el mar, novela juvenil de Cecilia Pisos, pregunta en una carta por su mascota. “¿Cómo están todos allí? ¿Madre? ¿Padre?  ¿Joel y Fernando? ¿Y Blanquita? ¿Y mi gallinita pinta?  ¿Ya se la han comido?” (12).

Un mural pintado por Carlos Salatino y Beatriz Sevilla, en un restaurante de Buenos Aires, evoca el barco que trajo a emigrantes asturianos. A esa obra se refiere el realizador: “El mural que usted vio en FAME tiene una relación indirecta con el tema de la inmigración. Los fundadores de esa empresa son inmigrantes españoles y el nombre que eligieron para denominar su primer establecimiento gastronómico en gallego significa ‘hambre’, un hambre que España, caída en una profunda decadencia, carente de recursos, atrasada industrialmente, debilitada por guerras internas y perdidas sus últimas colonias, conoció en una escala aún mayor que la que aqueja a nuestro país hoy. Los fundadores de FAME llegaron con la oleada de inmigrantes españoles que buscaron aquí lo que sus países les negaban. Cuando nos tocó realizar el mural, tuvimos en cuenta estos factores pero no fuimos en absoluto literales. El puerto pudo ser cualquier puerto, obviamente también el de Buenos Aires, el barco se llama Virgen de Covadonga porque los fundadores de FAME son, como buenos asturianos, devotos de esa Virgen. Tal vez ellos al mirar el mural hayan recordado el barco que los trajo a esta tierra, aunque se llamara de otro modo y, ciertamente, si ellos no hubieran llegado, como tantos otros, a este país, FAME -que hoy ya es una cadena de cuatro grandes establecimientos- no existiría, y el mural tampoco” (13).

Pierre Cottereau, que no era inmigrante pero nunca volviò a Francia, escribe acerca de su valija: “Sobre la proa del barco/ la abracè con fuerza/ sin embargo no sabìa/ de nuestro ùltimo destino” (14).

Nora Ayala recrea el momento en que su abuela deja Alemania, en 1891: “El puerto de Bremen se iba empequeñeciendo en la lejanìa mientras Christina, con los ojos llenos de làgrimas, abrazaba fuertemente contra su pecho la estatuita del Bremer-Staedt-Musikanten que su padre le habìa regalado al despedirse. Ya no se veìan las figuras de herr Peter con Lina, Ana y Johan, agitando los pañuelos” (15).

De Rusia parte Jacobo Fijman, a los cuatro años de edad, en 1898. Muchos tiempo después, escribiría: “¡Ah! Yo soy uno de esos caminantes/ Que aún no han encontrado su camino;/ Pero he gustado un luminoso vino/ en huertos generosos y fragantes” (16).

En El árbol de la gitana, de Alicia Dujovne Ortiz, los Dujovne “Se vistieron de negro riguroso, él con un hongo redondito en la cabeza, ella con un pañuelo y, de inmediato, se encontraron extraños. Parecían vestidos con ropa ajena. La crispación del hombro o la cadera hacía chingar la falda o la chaqueta. Se las habían puesto miles de veces, pero lo que ahora las hacía diferentes era la actitud de los cuerpos con el adiós adentro: nadie se para del mismo modo cuando parte para siempre. Al marcharse perdían su familia y su país pero también su nombre. Nadie más los llamaría Dujovne con el matiz exacto de la e, esa e tan ambigua, de origen tártaro, que se desliza entre la e y la y, mientras la lengua, casi pegada al paladar, deja pasar el aire. Lo sabían tan bien, que ya apartaban de sus rostros, como espantándose una mosca, la tentativa de explicar cómo se pronunciaba el apellido, admitiendo de entrada que Dujovnie se volviera Dujovne, con una e castellana sosa y desabrida como matse sin té” (17).

Un judío se despide de su mujer y su hija, en el cuento “Papá”, de Susana Goldemberg: “Miró a mamá. Se abrazaron fuerte, fuerte. A mí me pareció que mamá era más pequeña y más débil de lo que yo creía. Enseguida papá me alzó en sus brazos. Con torpes manos recorrió mi cara: los rulos sobre la frente, las cejas, el dibujo de mi nariz, la línea de los labios. Y pellizcó mi mentón, como siempre lo hacía cuando me daba el beso de las buenas noches. Cuando por fin me dejó en el suelo, tenía mojado mi pelo con sus lágrimas. Tomó su atadito y se lo echó a la espalda. Rodeó con el otro brazo los hombros de mamá y salieron al camino. Yo los seguí” (18).

En Tel-Aviv, el 8 de octubre de 1940, una inmigrante inicia la escritura del diario que recogerá sus impresiones durante la travesía en el “Arabia-Maru”, que arribó a Buenos Aires en diciembre de ese mismo año. Ella escribe: “A Iojanan y a mí por supuesto, nos dolía el estómago, como antes de cada situación conflictiva. Nos despedimos de la abuela y el abuelo. El taxi estaba afuera preparado, arreglamos las maletas y nos sentamos” (19).

A los ciento seis años, en Rosario, Agop Eujanián evoca “la madrugada en que a cambio de monedas de oro el enemigo les franqueó la salida. Atrás quedaba el solar paterno con sus curtiembre, ovejas y árboles. En ese grupo huían tres jóvenes, Agop y su hermano Toros, de 18 y 20 años, y el primo de ambos, Serbando, de 17. Los tres eran de Tarsus, un sitio bíblico que alude a San Pablo, situado al pie del monte Ararat, donde según el Antiguo Testamento se posó el Arca de Noé. Toda una herencia de fe y de epifanías que dejaron atrás para poder vivir. Dos años después y cuando habían juntado algunos recursos comenzaron el viaje del exilio en barcos colmados de seres doloridos que buscaban puertos, sin más certeza que eludir la muerte” (20).

A los inmigrantes “de alguna manera, los acompañaba la esperanza, aún teñida del dolor de dejar atrás pasado, historia, familia, amigos, afectos y recuerdos -escribe Silvia Fesquet. El dolor no era poco pero el equipaje*** que cargaban –liviano, muy liviano- estaba amarrado con sueños, ilusiones y mucha esperanza: la de encontrar amparo o un destino mejor, la de volver y devolverse a esa tierra que, por razones distintas, ahora los expulsaba” (21).

En su “Homenaje al inmigrante”, canta Betina Villaverde: “Sí, y fueron valientes, mares de por medio/ sus raices quedaron/ mas, no vacilaron, fijo en sus mentes un/ mapa brillaba, Argentina./ Abriéndose en abanico, ancha y hermosa/ Argentina los cobijó/ idiomas extraños, se entremezclaban, un fin/ lo mismo pedian, trabajo./ Santa palabra, paz, trabajo, hogar,/ sus norte marcaban/ su equipaje, la fe, la voluntad como arma/ la fortuna, sus manos” (22).

Notas

1 Pavón, Héctor: “Migraciones: las fatigas de un nuevo horizonte”, en XV Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno. Salamanca 2005, España. 14 y 15 de octubre. Buenos Aires, Clarín, 2005.

2 Luzzani, Telma: “El Mirador”, en Clarín, 17 de octubre de 1999.

3 Frías, Miguel: “Noticias del mundo”, en Clarín, Buenos Aires, 3 de septiembre de 2000.

4 Sábato, Ernesto: Sobre héroes y tumbas. Buenos Aires, Seix Barral, 1998.

5 Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.

6 Cela, Adelina: “Madre Patria”, en La Capital, Mar del Plata, 5 de septiembre de 1999.

7 Cossa, Roberto: El Sur y después, en Teatro 3. Buenos Aires, Ediciones de la Flor.

8 Gambaro, Griselda: “L’América: el sueño en italiano”, en Clarín, Buenos Aires, 20 de julio de 2002.

9 Castro, Rosalía de: Obra Poética. Barcelona, Biblioteca Bruguera, 1972.

10 Lojo, María Rosa: “Mínima autobiografía de una ‘exiliada hija’ “, en Sitio Al Margen Revista Digital.

11 Varela, Luis: De Galicia a Buenos Aires –Así es el cuento-. Buenos Aires, el autor, 1996.

12 Pisos, Cecilia: Como si no hubiera que cruzar el mar. Ilustraciones Eugenia Nobati. Buenos Aires, Alfaguara., 2004. 216 pp. (Serie azul).

13 González Rouco, María: Entrevista vía e-mail realizada en febrero de 2003.

14 Cottereau, Pierre M. M.: Sueños y sombras. Villa General Belgrano, Còrdoba, Ediciòn del autor, 1997.

15 Ayala, Nora: op. cit..

16 Fijman, Jacobo: “Caminante” (poema inédito) en Clarín, Buenos Aires, 14 de diciembre de 2002.

17 Dujovne Ortiz, Alicia: El árbol de la gitana. Buenos Aires, Alfaguara, 1997. 293 pp.

18 Goldemberg, Susana: “Papá”, en Cuentos de la bobe. Buenos Aires, Sudamericana.

19 Weiss, Mónica: Muestra en Hotel de Inmigrantes, 2001.

20 Carafa, Silvia: “Agop, el abuelo de 106 años que fue testigo del Genocidio Armenio”, en La Capital, Rosario, 3 de abril de 2006.

21 Fesquet, Silvia: “La tierra de uno”, en Clarín Viva, Buenos Aires 8 de julio de 2001.

22 Villaverde, Betina: poema enviado por e-mail a MGR en 2004.

Un viaje penoso

En su poema “Barco, barcos”, dice Amalia Ottonello: “esta nave tan grande/ viene de Europa./ Llegan hacinados/ con sueños de progreso,/ inmigrantes –asustados-“ (1).

En sus Memorias, Lucio V. Mansilla describe las condiciones en las que los inmigrantes realizaban el viaje hacia América: “El italiano no había comenzado aún su éxodo de inmigrante. De España, en general del Ferrol, de La Coruña, de Vigo sobre todo, sí llegaban muchos barcos de vela, rebosando de trabajadores, aprensados como sardinas (...) En cierto sentido eran como cargamento de esclavos” (2).

En su libro Los armenios en Buenos Aires, Nélida Boulgourdjián-Toufeksian expresa: “Las condiciones en que viajaban los inmigrantes no se correspondían con las descripciones de los folletos de propaganda distribuidos por el gobierno argentino. En 1907 se tomaron medidas para mejorar la travesía, disponiendo que cada pasajero tenía derecho a una superficie mínima de 1.30 metros cuadrados, a una cama de 1,80 metros de largo, a utilizar cocinas y baños a bordo así como al control médico” (3).

Cuenta un inmigrante asturiano que “Las camas consistían en unos cajones parecidos a la mitad de un ataúd que sirve de último reposo hombre y muchas veces al verme acostado venía a mi memoria el más triste de los recuerdos humanos ¡la muerte! El colchón no era otra cosa que un saco lleno de yerba seca, y por almohada teníamos unos pedazos de corcho unidos entre sí por unas cintas y cubiertos de lona, a los cuales llamaban salvavidas, además a cada persona le dieron una manta o cobertor para cubrirse” (4).

Para Valentìn Bianchi “transcurrieron muchas noches de insomnio, acostado en la estrecha cucheta del camarote, mientras pensaba en su nuevo destino y en cual serìa la suerte que le depararìa. Las incomodidades del barco carguero en el que viajaba tambièn le producìan desazòn. Tenìa que sobreponerse a las penurias del viaje y a sus interminables noches, cuando, con frecuencia, solìa sentir a las ratas correteando por sobre su cama” (5).

No faltaban pasajeros como el italiano Deyacobbi:, nacido en 1886, quien, a los dieciséis años, “se embarcó como polizón siendo descubierto a los pocos días quedando a cargo del panadero del barco que le enseñó su oficio y le dio al llegar a Buenos Aires una recomendación para la empresa Molinos Río de la Plata” (6).

“El primer recuerdo que me aparece es el viaje”, dice la protagonista de Diario de ilusiones y naufragios, novela de María Angélica Scotti que mereció el premio Emecé 1995/6. “En verdad, es más lo que me contaron que lo que vi con mis propios ojos –continúa. No sólo porque era muy pequeña sino también porque hice la travesía encerrada en un camarote muy especial: viajé oculta bajo las faldas de mamita”, porque “apenas zarpamos de Barcelona, mamita notó que yo tenía el cuerpo y las mejillas repletos de manchuelas coloradas. Ella ya había oído decir que a los enfermos los obligaban a bajar en el primer puerto, y por eso resolvió esconderme” (7).

Remey Nuez Fontanals llegó desde Barcelona a la Argentina en 1947, a los veinte años. Recuerda el terrible viaje que debió soportar: “Viajamos en la bodega del barco Cabo de Nueva Esperanza. Los hombres por un lado y las mujeres por otro, en un lugar como un pozo, en el que para respirar, había sólo un tubo de lona que subía a la cubierta. Veintitrés días así... durmiendo en literas, en catres, como los judíos en los campos de concentración...” (8).

En la bodega pasa su luna de miel el turco Víctor: “Fue un mes de viaje. Una inolvidable luna de miel junto con... su suegra. Sí, Luna dormía con su suegra en un camarote y Víctor en la bodega, con los demás hombres” (9).

Francisco Lores Mascato, Presdente de la Federación de Asociaciones Gallegas, y su esposa, “En 1952 hicieron 10.000 kilómetros juntos, desde Ogrove a Buenos Aires, pero no cruzaron palabra. Quizás fue el mareo o la diferencia de edad: cuando se bajaron del vapor Entre Ríos, en el puerto de Buenos Aires, él tenía 19 y ella 8. Siete años después, un par de gaitas en San Telmo cambiaron las cosas. Boas noites, bonita, le dijo Paco, y María del Carmen aceptó bailar un pasodoble en la Federación de Entidades Gallegas. Cuatro décadas después, Lorena, la hija de ambos, canta antiguas canciones celtas en el mismo salón” (10).

Cuando mira una foto, Elsa Carballeda imagina el viaje de su abuela “con sus tres primeros hijos en la bodega del barco (tres meses viajando en condiciones precarias y los sueños intactos)” (11).

Sin una madre que lo proteja, solo, viaja a los diez años, el padre del poeta González Carbalho. De su profunda pena dará testimonio el hijo en su lírica (12).

A los trece emigra, desde los Bajos Pirineos, Bernardo Lalanne;. él relata en sus memorias: “En el año 1873 me vine a este hermoso país, la Argentina, con otros parientes del mismo pueblo, viajando bajo el cuidado de ellos hasta Buenos Aires” (13).

A pesar de la tristeza, “La música y las danzas abundaban en el barco –escribe Scotti. Algunos tocaban el acordeón, otros la flauta, y por encima de la baraúnda, el violín diáfano de Padrazo” (14).

Hacía música el galleguito de González Carbalho: “la armónica en los labios/ hice todo el viaje” (15).

Cuando embarcó en Génova, Valentín Bianchi “portaba la vieja valija de la familia y su inseparable mandolina en la espalda” (16).

En el océano, “cuando vino con otros/ encerrado en la panza de un buque”, aprendió el italiano del tango “La Violeta”, de Nicolás Olivari, la “canzoneta de pago lejano” que cantaba en la taberna (17).

Hacer juntos semejante travesía crea lazos. Lo afirma Sergio Pujol: “Uno baila con los de su clase social, sus paisanos, los de su provincia, los de su misma edad, con los inmigrantes que llegaron con uno en el barco” (18).

Johann Bodemann, quien emigró de Valais en 1857, recuerda: “Todo cambiaba cuando mejoraba el tiempo: se bailaba, se cantaba, se jugaba. El tiempo pasaba pronto. Con nosotros viajaban jóvenes alegres, quienes cantaban muy bien, más que todo al anochecer, cuando la luna hermosa alumbraba el mar tranquilo, y la brisa agradable soplaba del océano. Hemos visto una gran variedad de animales marinos. A veces bailábamos farándulas dando vueltas por todo el barco. Hemos pasado así muchas noches sobre el puente, hasta las doce o la una de la mañana, tan era eso hermoso” (19).

También se escuchaban narraciones. Ana Padovani dice: “mi abuelo me contaba que cuando vino en barco a la Argentina, los pasajeros de la primera clase bajaban a la bodega para oír los relatos de los inmigrantes de tercera clase” (20).

Algunos viajeros traían libros. El padre de Rodolfo Alonso trajo de España un Juan Moreira, un Quijote, un Martín Fierro y un Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, “toda una significativa selección” (21); mi abuela, la Imitación de Cristo, de Kempis.

Muchos traían el manual que les ayudaría a manejarse en América: “los gobiernos preparaban manuales escritos por ‘doctores en viajes’ y no necesariamente basados en experiencias. Eran redactados para orientar a los futuros colonos y contenían precisas instrucciones acerca de lo que sería el viaje, la llegada y la posterior vida en un país extraño. Cómo sacar un boleto, cómo conseguir empleo, cómo cuidarse de los estafadores. Aconsejaban no quedarse en Buenos Aires, ya que más lejos de los centros urbanos, tendrían mayores probabilidades de hacer fortuna. Y otras curiosidades, como por ejemplo, consejos acerca de los hábitos de nuestro país y de otros, como Italia” (22).

Los que podían, traían ahorros. Cuando Lajos Fehér salió de su Hungría natal, “llevaba consigo todos los ahorros que había juntado en los últimos años, a los que había ocultado en dos partes diferentes: una mitad eran billetes cosidos dentro del forro de un inmenso sobretodo con el que acostumbraba enfrentar los rigurosísimos fríos de la Pusta Húngara, billetes de divisa internacional que habían sido acopiados lenta y cuidadosamente a través de los escasos medios para conseguirlos con que se contaba en la Europa en guerra de esos momentos. La otra mitad, eran monedas de oro que había colocado en el lugar del motorcito ausente de un gramófono portátil que formaba parte de su equipaje, motor que estaba a mano dentro de una de sus valijas, para cuando fuese necesario demostrar que el aparato musical era bueno y en funcionamiento” (23). En América, el hombre se enterará de que los billetes eran falsos. Lo habían engañado.

Rocco Capezzone viajó con una máquina de escribir: “Soy un escribidor de cartas a la gente desde hace muchos años. Lo hago a la antigua, con una vieja Remington que traje de mi lejana tierra tirolesa natal, a la que... le falta la eñe” (24).

Arturo Lezcano me escribe que la madre de José María Martín trajo desde Galicia un cuadro titulado “La abuela y el niño”, de Fernando Alvarez de Sotomayor. Pensaba procurarse con su venta algún dinero para establecerse en América.

Un armenio viajaba con un recuerdo de familia: “la palangana de cobre que, vaya uno a saber por qué, era el único utensilio que Krikor había traido a la Argentina, luego de pasar trabajosamente algunas aduanas que, entre aclaraciones y confusiones le permitieron eludir el tax, palabra que nunca pudo comprender, aunque le sonaba a crujido o a vidrios rotos, y resultaba amenazante en boca de un empleado de Aduana. Aquella palangana era como un tesoro familiar, al que su padre enaltecía cada vez que se bañaban”. Otro había traido un hammám tazé, el tazón de bronce, para el baño, parecido a un plato encasquetado. En ese recipiente cargaban el agua tibia que, partiendo desde la cabeza, servía para arrastrar todo lo que dejaba de pertenecer al cuerpo. (...) El hammám tazé era un obsequio de Aigás, ese recipiente de metal era su única pertenencia de desterrado”.

Otros traìan secuelas de la tortura. Un inmigrante relata a su hijo: “Tù sabes que los turcos nos hicieron sufrir muchas humillaciones. Entre ellas, la de clavar herraduras en los pies de algunos armenios, como si fueran animales. Durante el viaje a la Argentina, en el barco, conocì a uno de ellos. Caminaba rengueando y usaba zapatos con plataforma”.

Y la culpa. Recuerda un armenio: en el barco “a los pocos días comencé a sentirme mal. No eran solamente los mareos. Sentía sobre mí una carga aplastante que iba creciendo. Mis compañeros creían que se debía a la alimentación y hasta me daban parte de sus escasas raciones. Yo no tenía apetito. Es sorprendente comprobar cómo las desventuras nos quitan hasta las ganas de comer y qué corta es la distancia entre el bienestar y las miserias. Yo escapaba mientras los míos quizás estaban muertos o muriendo, en el momento que más se necesita la compañía de los seres queridos. Pues, allí no estaba yo. Los muertos eran mejores que yo. Me di muchas respuestas que no sirvieron para aliviarme. Nacía en mí un sentimiento de culpa, pero la peor de todas, la más difícil de soportar: la culpa de sobrevivir a una tragedia familiar. Los otros polizones también escapaban, pero ninguno con mis cargas” (25).

Alberto Luis Ponzo expresa en “Dibujos de papá”: “Seguí durante horas/ la cabeza/ que viajaba desde Italia/ dejando olas y vientos/ navegando en la piel” (26).

Ema Wolf afirma que no sólo venían personas en los barcos. Venían también extraños personajes como el Mamucca, un duende que llegó desde Sicilia: “Con toda seguridad llegó acá en un barco. Lo habrá traído algún inmigrante en su bolsillo, en la bocamanga de los pantalones o en el pliegue del sombrero. Lo habrá traído sin querer, sin darse cuenta. Porque uno puede mudarse de continente llevando hasta un ropero, pero a nadie se le ocurriría cargar a propósito con algo tan fastidioso como el Mamucca” (27).

El protagonista de Memorias de Vladimir, novela infantil de Perla Suez, trajo en el barco a su gallo, al que durmió con dos vasos de vodka (28).

Al pasar la línea del Ecuador –relata Johann Bodemann-, los pasajeros debían someterse a una costumbre marinera: “El trece de junio habíamos pasado el ecuador, y estábamos del otro lado del hemisferio. Los marineros hicieron un gran fuego para festejarlo. Al día siguiente nos hicieron saber que todos debíamos someternos al bautismo de la línea, como era la costumbre sobre todos los barcos que cruzaban la línea del ecuador. Las personas adultas tenían que sentarse sobre una silla, mientras los marineros llegaban disfrazados: uno como cura con un gran libro en las manos, otro como peluquero con una navaja de madera, seguido por tres o cuatro hombres con grandes baldes de agua, y un último con una sábana mojada que arrollaba de esta manera: el peluquero pintaba de negro el cuerpo del bautizado y lo rascaba con un cuchillo de madera. De pronto surgían detrás de él, los hombres con baldes de agua que vaciaban sobre la cabeza del bautizado. Después el cura inscribía el nombre y el apellido en el gran libro. Una vez esto cumplido, el capitán llegaba y le hacía beber aguardiente. Fue así con cada uno de los hombres, fueran presidentes de la comuna o simples ciudadanos. Después le tocó el turno a los marineros, y para terminar, al capitán. Muchos rehusaron este juego, pero fueron más maltratados que los voluntarios. En cuanto a las personas del sexo femenino se les pedía solamente descalzarse y mojarse los pies en un balde de agua fría. A los chicos no se les hizo nada. Después los marineros nos pidieron la propina, se vistieron con trajes de fiesta y se divirtieron” (29).

“Alguien le hizo una broma al napolitano –escribe Dal Masetto-: le robó un zapato. El napolitano está parado en cubierta con un pie descalzo. Anda así desde hace varios días porque no tiene otro par. Habla en voz alta, acusa, está dolorido y furioso. Los demás lo miran desde lejos, divertidos y expectantes. Por fin el napolitano se quita el zapato que le queda, lo levanta sobre su cabeza, lo muestra y después lo arroja al mar. En ese momento, venido desde alguna parte, el otro zapato cruza el aire y cae a sus pies. El napolitano lo levanta y lo tira también por encima de la borda. ‘Ahora’, grita, ‘tendré que desembarcar descalzo’ “ (30).

Los aspectos desagradables de la travesía son evocados en muchos testimonios. “Había en ese barco a la vez, mucho hacinamiento y revoltijo –narra María Angélica Scotti. Yo no me acuerdo nada de eso, pero mamita contaba que era imposible encontrar un lugar limpio para sentarse porque el piso estaba lleno de mondaduras de frutas y restos de galletas o de comidas. Contaba que muchos se mareaban por el mal de mar, y que en los dormitorios flotaban olores nauseabundos, por los vómitos y porque las criaturas orinaban en cualquier rincón” (31).

“En la cubierta del barco –escribe Alicia Dujovne Ortiz, en El árbol de la gitana-, los judíos rezaban hamacándose hacia delante y hacia atrás. El movimiento del mar les cuadruplicaba el balanceo. Una hierática madre portuguesa derramaba sus senos sobre dos criaturas ya mayores, que mamaban sin pausa. De a ratos, los tres interrumpían la tarea para vomitar sobre un talit que alguna vez fue blanco, abandonado por su dueño que, por lo menos, vomitaba de boca al mar” (32).

Los olores no llegaban a la distinguida primera clase: “En el barco –relata Henestrosa-, los brillos y perfumes de los ricos estaban confinados en un salón, bien protegidos de los vahos de la chusma que se apiñaba en la bodega” (33).

“Dicen que el aire de mar a unos les provoca náuseas y a otros unas peculiares ansias –continúa Scotti. Padrazo contaba que a él el viaje se le hizo harto breve, que no sentía las molestias ni los calores de cuando alcanzaron el Ecuador y los trópicos,” (34).

En plena travesía, una mujer dio a luz. Lo relata Johann Bodemann: “Les tengo que indicar que durante el mareo, la mujer de Heimen, de Niederwal, tuvo familia, una hermosa niña. No pudimos ayudarla porque todos estábamos enfermos, nadie podía tenerse parado, y menos, caminar. Fueron los marineros quienes tuvieron que hacer de partera. El doctor mismo estaba enfermo. Menos mal que todo pasó pronto. En todo caso, a ese doctor le importaba un comino los pasajeros. Sin nuestro buen capitán el servicio hubiera sido muy miserable”. Fue el capitán quién solucionó a Bodemann y los suyos el problema de la alimentación en el barco (35).

También el diario de un asturiano que emigra ilegalmente a la Argentina nos habla de la alimentación a bordo (36). Mal la pasó una asturiana de quince años, a quien “unas manzanas deliciosas de Río Negro (...) la mantuvieron viva, aunque perdió cerca de diez kilos en dos semanas” (37).

Viajando en esas condiciones, era fácil que se propagaran las enfermedades. Acerca de la salud de los ucranios en el mar, relata María Arcuschín: “Los niños, más pequeños, con la inestabilidad propia de su edad y desconociendo los peligros, corrían de popa a proa, perseguidos por sus hermanos mayores. Todo lo querían curiosear. Hasta que, atacados algunos por estados febriles, quedaban atrapados en sus cuchetas, sin darle descanso a los mayores, con sus llantos y quejidos. Todo se soportó estoicamente” (38).

Cuenta Isaías Leo Kremer que una mujer murió durante la travesía: “Dicen que su madre había fallecido en el barco que la traía desde Rusia y que quince familias judías se juramentaron para cuidar al niño hasta su mayoría de edad, pues no poseía parientes cercanos conocidos en la Argentina” (39).

Syria Poletti narra en Gente conmigo lo sucedido a una pareja italiana: “El llegó primero; trabajó duro y construyó la casa. Entonces se casaron por poder y ella tomó el barco. Un barco hacia América, hacia él, hacia el nuevo hogar. Durante la travesía la contagió el tracoma y no pudo desembarcar. Las prescripciones sanitarias no lo permitieron. Y él tampoco pudo subir a la nave. Debió conformarse con agitar el pañuelo desde el muelle cuando el buque zarpó de regreso a Italia”. La narradora sabe bien por qué sucedió eso a la infortunada pareja de emigrantes: “Ella había contraído el tracoma por viajar junto a algún enfermo clandestino. Un enfermo a quien alguien –un médico o un traductor- habría posibilitado el embarco eludiendo o alterando un diagnóstico” (40).

Salvador Petrella, personaje de Frontera sur, muere de fiebre amarilla en el barco. Su cuerpo fue cremado en el horno del lazareto de la Isla Martín García. La novia que lo esperaba “pone el brazo izquierdo sobre la mesa, la mano abierta, la palma arriba, y con la derecha se da un hachazo...” . Esa fue la espantosa forma en que se suicidó. (41).

A las enfermedades a bordo se refiere asimismo Claudio Savoia, quien afirma que la “fiebre inmigratoria” de 1907 fue bautizada así por los historiadores porque casi todos los pasajeros de los barcos llegaron a la Argentina con fiebre (42).

Como la inmigrante que evoca Poletti, aunque por otro motivo, a Italia vuelve también el protagonista de Guido de Andrés Rivera, a quién se le aplicó la Ley de Residencia 4144. Dice el hombre: “Estoy aquí, en un camarote o calabozo, de dos por dos y medio, tirado en una roñosa cucheta, vestido, el cigarrillo en la mano, roja la brasa del cigarrillo, y sobre mí, encendida, una lámpara que ellos rodearon con tiras de metal. Idiotas, creen que trasladan a suicidas. (...) soy un tipo que se llama Guido Fioravanti y que los patrones de este desgraciado país, envían, como un saludo, a la bestia de la Romagna” (43).

El viaje era insalubre y riesgoso. En el cuento de Luis León, “Izmir, Vísperas de Pésaj”, judíos de Esmirna preparan su viaje hacia la “Aryintina, como Ierushalám, tierra prometida de leche y miel...” (44). En “Chacarita, Vísperas de Pésaj”, del mismo autor, un hombre recuerda con pesar esos “cuarenta días en el vapor” que “no fueron menos que cuarenta años en el desierto” (45).

Interminable debe haber sido el viaje para la alemana Renate Schotellius, cuyo buque no llegó a tiempo, lo que alarmó a la adolescente: “Yo viajaría treinta y ocho días en barco y llegaría un día determinado, que mi tío sabía cuál era. El problema fue que el barco se atrasó tres días y, al llegar, era Carnaval. Me sentí muy asustada, porque pensaba que mi tío me dejaría allí y tendría que ir a los hoteles para inmigrantes. Finalmente llegó sin ningún problema, le habían avisado” (46).

Gyula Kósice dijo en una entrevista: “ ‘He viajado 28 días en barco, y lo único que veía eran las estrellas y el mar. Evidentemente, quedé influenciado por esa travesía’. Habla de su llegada a la Argentina, a los 4 años, proveniente de Kosice, un pueblo de Hungría” (47).

A Stéfano, protagonista que da el nombre a la novela de María Teresa Andruetto, le toca en suerte un viaje accidentado: “En medio de la noche los ha despertado la tormenta, el ruido del agua contra la banda de estribor. El llanto de un niño viene del camarote vecino o de otro que está más allá. Aquí donde ellos esperan, nadie grita, sólo el hombre de jaspeado dice que el mar esta noche no quiere calmarse y es todo lo que dice; habla con serenidad, pero Stéfano sabe que está asustado. Al llanto del niño se han sumado otros, pero nadie ha de tener más miedo que él, que quisiera que a este barco llegara su madre y lo apretara entre los brazos y le dijera, como cuando era pequeño y todavía no soñaba con América, duerme, ya pasará” (48).

Los descendientes de una inmigrante cuentan la forma en que ella y sus hijos salvaron la vida: “Ana Dubroff vino vía Génova, con León (hijo) y Berta. Una señora que viajaba en el mismo barco se enfermo gravemente. Ana era o se hizo muy amiga y cuando el capitán del barco decidió que la enferma debía bajar en Génova por la gravedad de su estado, Ana decidió a su vez bajar con su familia y quedarse a cuidarla. El barco siguió su viaje y naufrago, sin llegar jamas a Argentina. Eso explica por que la familia Dubroff era de las pocas que arribo a Argentina sin samovar: la mayor parte de sus cosas se hundieron con el barco” (49).

Nada tenían que ver con el clima las desventuras de los intelectuales españoles que llegaron a bordo del Massilia, el 5 de noviembre de 1939. Esta noticia apareció al día siguiente en el diario Noticias Gráficas: “Las medidas adoptadas contra el grupo de intelectuales y artistas españoles son de un rigorismo que sólo tratándose de peligrosos confinados se hubieran aceptado.... Un marinero nos informó que los españoles refugiados tenían orden de que nadie se aproximara a ellos y menos que se asomaran por los ojos de buey. Es lamentable lo que ha ocurrido. No sabemos ni nos interesa saber quién ha dado la orden terminante de que ese grupo de gente que representa de modos distintos a la cultura y el cerebro de España permanezca en la sombría situación de los delincuentes incomunicados” (50).

El escritor Rodolfo Alonso afirma, refiriéndose a los exiliados gallegos, que “si Buenos Aires –y con ella la Argentina- hacía ya mucho tiempo que estaba recibiendo a cientos de miles de inmigrantes (obligados a abandonar una Galicia feudal y sin futuro, que no podía mantenerlos ni educarlos), a partir de la injusta derrota republicana en 1939 vería llegar otra clase de viajeros: los exiliados. Eran poetas, artistas, políticos, periodistas, científicos, universitarios, sindicalistas, editores. Que, firmemente afianzados en su colectividad, entonces mayoritariamente republicana, y reunidos alrededor de una figura ejemplar: Alfonso R. Castelao, no sólo líder político sino en realidad un humanista, durante décadas convirtieron a Buenos Aires en la auténtica capital de la cultura gallega enmudecida en su tierra por el franquismo” (51).

Notas

1 Ottonello, Amalia: “Barco, barcos”, en Taller literario Museo Histórico Sarmiento: La esquina literaria Año 1996 Profesora Nenè D’Inzeo. Buenos Aires, Ediciones Tu Llave, 1996.

2 Mansilla, Lucio V.: Mis memorias

3 Boulgourdjian Toufeksian, Nélida: Los armenios en Buenos Aires. La reconstrucción de la identidad (1900-1950).. Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.

4 Méndez Muslera, Luciano: op. cit.

5 Bianchi, Alcides J.: Valentìn el inmigrante. Santiago de Chile, Ediciòn del autor, 1987.

6 S/F: “El negocio del hielo”, en La Capital, Mar del Plata, 25 de mayo de 2000.

7 Scotti, María Angélica: Diario de ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé, 1996.

8 Ceratto, Virginia: “Gris de ausencia. Volver a empezar en un mundo nuevo”, en La Capital, Mar del Plata, 26 de noviembre de 2000.

9 S/F: “Una mamá que hoy celebra sus 100 años”, en La Nación, Buenos Aires, 20 de octubre de 2002.

10  Peralta, Elena: “Clubes españoles”, en Clarín, Buenos Aires, 3 de julio de 2005.

11 Carballeda, Elsa: “El altillo de Elsa”, en Floresta y su mundo, Año 9, N° 106, Febrero 1999.

12 Requeni, Antonio: Un poeta arxentino en Galicia: González Carbalho. Separata del Boletín Galego de Literatura.

13 Lalanne, Bernardo: “Memorias”, en Archivo Histórico Alberto y Fernando Valverde, Municipalidad de Olavarría, Secretaría de Gobierno, Año 1997, Revista N°3.

14 Scotti, María Angélica: op. cit.

15 Requeni, Antonio: op. cit.

16 Bianchi, Alcides J.: op. cit.

17 Olivari, Nicolás: “La violeta”, citado por Cirigliano, Gustavo, en “Disquisiciones tangueras”, en El Tiempo, Azul, 30 de septiembre de 2001.

18 Pujol, Sergio.: “El baile, una historia de sexo, violencia y tensiones sociales”, en La Capital, Mar del Plata, 13 de febrero de 2000.

19 Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1992.

20 Itzcovich, Mabel: “De profesión, contadoras de cuentos”, en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1997.

21 Alonso, Rodolfo: en Historia de la literatura argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).

22 S/F: “Hotel museo para la memoria”, en La Voz del Interior on line, Córdoba, 24 de julio de 2002.

23 Weisz, José Martín: op. cit.

24 Capezzone, Rocco: “Tienes un e-mail (II)”, en La Nación Revista, Buenos Aire, 27 de noviembre de 2005.

25 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, Ediciòn del autor, 1998.

26 Ponzo, Alberto Luis: “Dibujos de papá”, en El Tiempo, Azul, 20 de junio de 1999.

27 Wolf, Ema: “El mamucca” en Clarín, Buenos Aires, 22 de marzo de 1998.

28 Suez, Perla: Memorias de Vladimir. Buenos Aires, Ediciones Colihue, 1993. 69 pp. (Libros del Malabarista)

29 Vernaz , Celia: op. cit.

30 Dal Masetto, Antonio: La tierra incomparable. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.

31 Scotti, María Angélica: op. cit.

32 Dujovne Ortiz, Alicia: El árbol de la gitana. Buenos Aires, Alfaguara, 1997. 293 pp.

33 Henestrosa, María Guadalupe: Las ingratas. Buenos Aires, Clarín-Alfaguara, 2002.

34 Scotti, María Angélica: op.cit.

35 Vernaz, Celia: op. cit.

36 Méndez Muslera, Luciano: op. cit.

37 Fernández Díaz, Jorge: op. cit.

38 Arcuschín, María: De Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar, 1986.

39 Kremer, Isaías Leo: “Proveeduría ‘El Progreso’ “, en Mundo Israelita, Buenos Aires, 8 de agosto de 2003.

40 Poletti, Syria: op. cit

41 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.

42 Savoia, Claudio: “El equipaje de los sueños”, en Clarín, Buenos Aires, 14 de enero de 2000.

43 Rivera, Andrés: Guido, en Para ellos, el Paraíso. Alfaguara, 2002.

44 León Luis: “Izmir, Vísperas de Pésaj”, en SEFARaires N° 1, mayo de 2002.

45 “Chacarita., Vísperas de Pésaj”, en SEFARaires N° 2, junio de 2002.

46 Schotellius, Renate, en “Bajaron de los barcos. Historia de la inmigración en Argentina”, Colegio Schönthal, www.monografias.com

47 Repar, Matías: “ENTREVISTA CON GYULA KOSICE, INVENTOR FULL TIME DEL ARTE ARGENTINO ‘El mundo no me necesita, pero para el arte contemporáneo soy inevitable’ “, en Clarín, Buenos Aires, 3 de julio de 2005.

48 Andruetto, María Teresa: Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2001.

49 Rotstein, Enrique y Fabio: “Fanny Dubroff y David Rotstein”, en www.math.bu.edu/people/ horacio/ anc-cast.htm

50 Schwarzstein, Dora: “La llegada de los republicanos españoles a la Argentina”, en Estudios Migratorios Latinoamericanos, 37. CEMLA. Buenos Aires, 1997.

51 Alonso, Rodolfo: “La Galicia del Plata”, en El Tiempo, Azul, 1° de diciembre de 2002.

En el puerto

“Mole de mundo,/ cargado de niñez, hombres y tumbos,/ arribaste”, canta Carolina de Grinbaum en “Llegaste”. (1). Por fin, se avista la tierra americana.

“Un día el barco atracó en la ribera/-dice el poema de Roberto Druetta- y dos mozalbetes bajaron de él,/ portando valijas llenas de ilusiones,/ repletas de sueños y de mucha fe” (2).

“Desde el vapor hasta la costa –relata el pionero holandés Diego Zijlstra, en Cual ovejas sin pastor- tuvimos que navegar en carro y lancha unos diez kilómetros soplando un viento de invierno que nos penetraba hasta la médula de los huesos. Ya estábamos en la tercera semana de junio... Verano en el hemisferio Norte. Pero invierno aquí...” (3).

El narrador describe, en Frontera sur, uno de los tantos desembarcos de inmigrantes, en la década del 80: “Los buques anclaban muy lejos de la costa, y viajeros, equipajes y mercancías pasaban, o eran arrojados, a una gabarra o a varios botes pequeños, que lo llevaban todo a los carros en que, finalmente, salía del agua. Si el calado no resistía una quilla, por escasa que fuese, las irregularidades del fondo lo hacían en algunos puntos excesivo par alguna de las ruedas de los vehículos, que encallaban o volcaban, arrastrando su carga al desastre. Padre e hijo presenciaron un desembarco, pendientes del bamboleo y los sobresaltos de los carros, del griterío de los que temían ahogarse en aquel tramo de su odisea, que imaginaban último, y de las voces de quienes, de pie en los pescantes, guiaban a las bestias. Ramón abandonó la contemplación de las inmundicias que las llantas arrancaban del limo y sacaban a la superficie cuando su padre fue a reunirse con un mayoral de mirada torcida” (4).

A criterio de Delfín Garasa, “Una de las más cumplidas descripciones de un heterogéneo desembarco es la que ofrece Luis Pascarella en su novela-alegato documental, El conventillo. Llega el Christoforo Colombo y primero bajan los hombres de negocio con su apoplética cerviz, con el paso resuelto de los acostumbrados a dar órdenes y ser obedecidos, los turistas ingleses con sus máquinas fotográficas y algunas señoras un tanto perplejas por no ver en el muelle indios con plumas y taparrabos. Por ese entonces, el viaje a Europa empezaba a otorgar prestigio social, y los argentinos que regresan cambian opiniones en alta voz sobre los modelos de París, el mobiliario inglés o la sinfonía escuchada en la Opera de Viena. Y, finalmente, aparecen los inmigrantes, tan fustigados en los azares de las proclamas políticas, un ‘enorme hormiguero’ que había viajado en el mayor hacinamiento. Rostros curtidos, exhaustos, azorados. En todos se presiente la pregunta: ¿Qué les deparará esta nueva tierra? De pronto, una mirada se ilumina o un brazo se agita en alto porque se ha reconocido a alguien en la muchedumbre que espera. Van bajando los hebreos de desgreñadas barbas y gastados levitones, los ‘turcos’ con sus espaldas combadas, los nórdicos enjutos, los napolitanos pequeños y retorcidos como raíces, los andaluces gárrulos, los gallegos pacientes, los holandeses esponjosos, los genoveses de músculo recio e insaciable voracidad. Una mujer besa la tierra que los acoge y tras su actitud ritual se adivina un pasado de penurias y recelos. Y agrega Pascarella: ‘La gran ciudad de calles dirigidas hacia el Oeste recibe en su seno aquella semilla que purificada en un ambiente de libertad (...) se reproducirá en su inmensidad desierta” (5).

Desembarcan los inmigrantes en Irresponsable, de M. T. Podestá: "A lo lejos empezó a divisar una caravana de hombres, mujeres y niños, que parecían acudir a alguna feria. Era una larga fila de inmigrantes que cruzaban la plaza marchando detrás de sus equipajes que ellos mismos ayudaban a transportar. Jóvenes en su mayor parte, fuertes, vigorosos, con esa robustez peculiar de los hijos de las montañas. Vestían sus mejores trajes: los hombres, sus chaquetillas lustrosas, con botones de metal, colgadas del hombro derecho, y dejando ver su camisa blanca, amplia, de hilo crudo, sujeta al cuello con un pañuelo de seda multicolor; sombrero de fieltro, en cuya cinta habían colocado algunos una pluma; el brazo izquierdo desnudo, musculoso, férreo, caras plácidas, de hombres sanos, contentos, sanguíneos; hablaban fuerte en su dialecto especial, echando tal vez sus cuentas sobre la probabilidad de una próxima fortuna. Algunos llevaban en sus brazos criaturas rollizas, rubias, con la plasticidad exuberante de la buena pasta con que estaban amasados; otros iban encorvados, cargando sobre sus espaldas cuadradas sus baúles y sus valijas, jadeantes, colorados, dejando caer gruesas gotas de sudor sobre la arena caliente y brillante del suelo. Las mujeres, con sus trajes de aldeanas, de colores vivos, con sus caderas anchas, redondeadas, sobre las que apoyaban negligentemente su mano. De facciones correctas, y algunas hasta hermosas, con sus colores de manzana madura, sus grandes ojos negros, vivos y de mirar curioso; dentadura fuerte, blanca, compacta, y un seno elevado, turgente, capaz de alimentar tres chicuelos hambrientos; cubría su cabeza un pañuelo de lanilla de fondo gris con flores estampadas, atado delante con un nudo abierto: una simple vuelta para que los dos extremos de sus puntas simétricas caigan con igual armonía sobre los hombros; la garganta descubierta, blanca, ostentando vueltas de cadenas de gruesas cuentas de oro, en cuyo centro colgaban amuletos de coral o la imagen venerada de la madona de su aldea. Iban caminando lentamente detrás del carro y sus equipajes: un gran carro, en el que se había apiñado una pirámide de baúles, de valijas, cestas nuevas, en cuyos escalones iban sentados algunos de los inmigrantes, en mangas de camisa, con el pecho descubierto, quemado por el sol, y a la sombra de grandes paraguas verdes y colorados para proteger a los niños que estaban allí prendidos al pecho de las madres recostadas cómodamente contra las valijas. Era una especie de marcha triunfal a las doce del día bajo los rayos del sol ardiente; parecía una ovación a este pedazo de la América, cuya fama corre hasta golpear las puertas de las aldeas más remotas, en busca de brazos vigorosos con la insignia de la mies y del arado. ¡Cuántos se acordarían de sus hogares y cielo, a quienes habían saludado por última vez al doblar el camino de sus queridas montañas; enviando una despedida cariñosa al campanario de su aldea que parecía asomarse empinado desde el fondo del valle para decirles una vez más: aquí los espero... ¡hasta la vuelta!” (6).

Jorge Isaac evoca, en Una ciudad junto al río, el momento en que los extranjeros arriban a la nueva tierra: “Los inmigrantes, aunque vengan en el mismo barco, llegan y descienden aquí de manera diferente según sea su origen que nosotros, con sólo mirarlos y hasta a veces sin oírlos, hemos aprendido a determinar con riesgo escaso de equivocarnos”. Seguidamente, describe el desembarco de italianos, alemanes, españoles, judíos y árabes, señalando las peculiares características de cada grupo.

Y el desembarco de un enfermo: “Llegó la segunda tanda de ‘polacos’. Uno, vino enfermo. Lo bajaron dificultosamente del barco, lo llevaron casi arrastrándolo sobre la larga planchada y luego, alzándolo en vilo, lo trasladaron hasta debajo de los árboles donde se hallaban, en varios grupos, los demás. (...) De vez en cuando retorcíase y gemía, sin abrir los ojos. (...) Media hora después, llegó la ambulancia. Un carretón tétrico, tirado por cuatro alazanes bien alimentados, muy parecido a otro que sirve de fúnebre pero del que tiran unos caballos renegridos. Casi podría decirse que la variante consiste tan sólo en el color de los animales. Lo cargaron al enfermo sin que él se diese cuenta. Mantenía los ojos cerrados y los miembros blandos, sin fuerza, exhalando de vez en cuando un gemido corto”. Un largo rato después, el narrador recibe el legado del polaco: una bolsa conteniendo una colchoneta, varios tarros ennegrecidos por el humo de las fogatas y un paquete con hierbas de varias clases (7).

En La rejión del trigo, Estanislao Zeballos imagina el estado de ánimo del inmigrante: “Mirad al colono en el muelle, pobre, desvalido, conducido hasta allí después de haber sido desembarcado á espensas del gobierno, sin relaciones, sin capital, sin rumbos ciertos, ignorante de la geografía argentina y de la lengua castellana, lleno de las zozobras y de las palpitaciones que agitan al corazón en el momento supremo en que el hombre se para frente a frente de su destino para abordar las soluciones del porvenir, con una energía amortiguada por la perplejidad que produce la falta de conocimiento del teatro que se pisa, y las rancias preocupaciones sobre nuestro carácter, el más hospitalario del mundo por redondo y el más vejado en Europa por nécias o pérfidas publicaciones. Solamente lo alientan en tan extraña situación de espíritu las aptitudes que lo adornan y la voluntad de hacerlas valer” (8).

La protagonista de Virgen, novela de Gabriel Báñez finalista en el Premio Planeta, aún anciana “podía escuchar el rolido de las aguas contra el casco del lanchón de amarre, los saludos violentos de la tripulación a lo lejos, y la mano aterrada de su padre mientras le ayudaba a bajar de la planchada. No iba a olvidarla jamás: era una mano con consistencia de pez, húmeda y avergonzada” (9).

Un pasajero es recordado por Susana Aguad, su nieta, en “Al bajar del barco”, donde escribe: “Se disipa la angustia de una travesía de dos meses que les quitó fuerza y salud. Sin embargo, a algunos se les llenan los ojos de lágrimas cuando miran por última vez al ‘Génova’ con sus dos banderas trenzando azules y verdes” (10).

La casa de Myra es la novela de Aurora Alonso de Rocha que mereció el Segundo Premio Xerox para autores inéditos, en 2001. En ella, la escritora relata qué sucedía, en el año 1874, cuando los inmigrantes descendían del barco: “Un mulato joven movía con el pie descalzo el pedal de la máquina. Con cada golpe una nube de cal pulverizada cubría la ropa, las manos, la cara, el equipaje de cada viajero” (11).

Más tarde, se utilizó otro procedimiento. En La noche lombarda, Atilio Betti recrea, al acostarse en su camarote del barco que lo lleva a Italia, el duro trance que sufrió el padre del protagonista, junto con otros pasajeros: “Un chorro de agua, un manguerazo brutal, le dio en la cara. Lo vi trastabillar, mojado. Lo vi llorar de indignación y afirmarse en los zapatos claveteados, agarrándose fuertemente del tirador negro, sobre el torso sin saco, para no caer bajo el golpe del agua. (...) En tropel, árabes y turcos aparecían y desaparecían alrededor de mi padre. Corrían, gritando, aullando, perros mojados, perros azotados a manguerazos, a refugiarse bajo mi cama mientras que papá, rascándose con furia las axilas, gritaba o gemía, o gritaba y gemía al mismo tiempo: ¡Piojosos! ¡Piojosos!” (12).

Otro escritor alude a esa práctica: “De aquella antigua inmigración que inspiró al dramaturgo Vacarezza, a la que desinfectaban con los chorros de fumigadores de animales sobre los muelles de Puerto Madero donde hoy se come con inmaculada vajilla, quedan sus jerarquizados descendientes –nosotros-, bruscamente sobresaltados”, afirma Orlando Barone (13).

Aún en América, en muchos inmigrantes el miedo persiste. El capitán croata Miro Kovacic recuerda que, cuando desembarcaron, había “un fotógrafo que se ofrecía a sacar fotos a las familias. Más de uno huía cuando lo veían aparecer porque en su gran mayoría los pasajeros no querían precisamente hacer pública su llegada, ni que su cara quedara fijada para siempre en un papel que podría ser utilizado por alguien más adelante. Todos veníamos con la intención de iniciar una nueva vida. Habíamos sufrido demasiado. Estuviéramos del lado que estuviéramos. De la guerra ningún ser humano sale indemne” (14).

En la nueva tierra, había reglamentos que cumplir. Samuel Watch, polaco, había llegado años antes; al arribar Raquel, “para poder bajar del barco se tuvieron que casar en el Hotel de Inmigrantes, casi sin conocerse” (15).

Y trámites que realizar: “Un pequeñísimo inmigrante ilegal. Así fue como arrancó su historia en este país Clorindo Testa, un bebé de tres meses que, a upa de su mamá, quedó demorado muchas horas en un barco mientras afuera, en el puerto de Buenos Aires, la discusiones en torno a su ingreso, que sí que no, arreciaban entre su padre y los funcionarios de migraciones. (...) Hijo de Juan Andrés, un médico radiólogo afincado en el país desde 1910, y de la argentina Ester García, Clorindo Testa (también Manuel José pero sólo de bautismo) nació el 10 de diciembre de 1923 en Nápoles, por designio romanticista de su papá, quien se embarcó con su mujer embarazada para que el primogénito conociera la luz en la tierra de sus mayores. ‘Pero al volver, al viejo no se le ocurrió que tenía que anotarme en el consulado argentino, pensó que si venía con ellos alcanzaría con el registro civil italiano’, explica” (16).

La ciudad que recibe al inmigrante es aquella que evoca María Rosa Lojo, en su novela Finisterre. En 1832, “Buenos Aires era entonces una ciudad blanca y baja, quizá sólo atractiva desde la lejanía. Ilusionaba los ojos a la distancia pero a medida que los barcos iban acercándose a la entrada del río ancho y playo, donde resultaba imposible fondear, cedía el encantamiento. (...) Las calles eran irregulares y sucias, pantanosas de a trechos. Animales muertos y montones de desperdicios se acumulaban en algunas esquinas” (17).

Marcos Alpersohn destaca que, en 1891, “No se veía persona alguna en las calles. Edificios dañados, puertas y ventanas protegidas por rejas de hierro. Escasos tranvías se arrastraban perezosamente por las arterias céntricas, conduciendo a muy pocos pasajeros” (18).

Baldomero Fernández Moreno, en La patria desconocida, recuerda.: “La primera impresión de mi madre, que tenía dieciocho años, y la de todos, fue formidable, ante aquel Buenos Aires chato de entonces, las veredas altísimas, las calles sin cloacas, así que cuando llovía se transformaban en verdaderos ríos y los transeúntes eran pasados a babuchas por alguien que se encargaba de ello. Las revueltas de la época, las calles empinadas en barricadas, las tropas que a todos les parecían siniestras después de los atildados soldados europeos. Aquellos días de lluvia interminables en que ni el pan ni la carne ni otro proveedor llegaban a las casas. En fin, los tranvías de caballos, con su cuarta y su corneta, y cuya dulce elegía a nadie he oído exhalar con tanta nostalgia como a mi madre” (19).

Oscar González, en “La anunciación”, brinda otra visión de la ciudad: la que tiene una mujer italiana, quien “desembarcó asombrada un día cualquiera,/ En un extraño puerto sin molinos ni cabras” (20).

Y Arcuschín, la de los judíos ucranios: “Al bajar se sorprendieron de la brillantez de la luz solar, la diafanidad del cielo y la cordialidad con que fueron recibidos. Buenos Aires hacia 1906, era una ciudad chata, de casas bajas, con un puerto pequeño y muy pocos medios de transporte. (...) Sin embargo, la primera impresión no dejó de desilusionarlos” (21).

Décadas después, el teniente coronel Walther Werner, de las fuerzas especiales nazis, intenta imaginar la ciudad en la que crece su hijo: “¿Cómo sería esa ciudad de Buenos Aires? Tengo referencias vagas, fotos vistas en un álbum de turismo. Imagino una ciudad de casas bajas, calles muy quietas, con avenidas largas y monótonas como las de ciertos barrios de Londres. Es un pueblo bastardo, pero casi blanco y amigo de Alemania”. Lo narra Abel Posse en El viajero de Agartha, novela que obtuvo el Premio Internacional de Novela Novedades y Diana 1988-1989 en México (22).

Del barco, al Registro Civil, donde se les proporcionará el documento argentino. Gabriel Báñez relata algunas anécdotas al respecto: “Las escenas más patéticas tenían lugar en el Registro Civil del puerto, sin embargo, ya que en el vértigo de las anotaciones los empleados de Inmigraciones, que no entendían ni medio, terminaban inscribiéndolos por aproximación, con traducciones bárbaras y fulminantes, así que cuando alguien decía Damianovich o Dimitropoulos, ellos copiaban Damián Vich o Demetrio Pulos. Nadie traspasaba las oficinas de documentación con el apellido indemne” (23).

Fruto de este accionar es el apellido de una familia de origen polaco. Así lo explica Ana María Shua: “ese Gedalia nunca se llamó exactamente Rimetka. El apellido Rimetka fue el producto de una combinación de la fineza auditiva y la arbitrariedad ortográfica de cierto empleado, sumadas a su particular forma de interpretar un documento escrito en una lengua desconocida, más su concepto personal sobre el apellido que debía llevar en el país un extranjero proveniente de Polonia: del empleado del registro civil que, en su momento, le tomó los datos al abuelo Gedalia para confeccionar su documento argentino. Como tantas otras familias de inmigrantes, los Rimetka tuvieron, así, un apellido intensamente nacional, un producto aborigen, mucho más auténticamente argentino que un apellido español correctamente deletreado, un apellido, Rimetka, que jamás existió en el idioma o en el lugar de origen del abuelo, que jamás existió en otro país ni en otro tiempo” (24).

“Hijo de Gerónimo, un capitán de barco yugoslavo apellidado Poklépovich, Caride llevó ese apellido hasta los 19 años, cuando harto de que lo transformaran en Lipoclepo o en Popoclopovich, se quedó con el Caride por parte de madre” (25).

En una reunión de inmigrantes armenios, “entre todos festejaron los errores de los apellidos actuales, ante la imposibilidad de los funcionarios de encontrar letras algunos sonidos del idioma armenio. No faltaban hermanos con distintos apellidos. El filoso sable del turco alcanzaba a seccionar algunos nombres. Esa primera generación llevaba nombres armenios, aunque o pasaran el riguroso examen del Registro Civil. Pero en familia se los llamaba por su nombre verdadero; el apócrifo era el de los documentos. Con las edades sucedía lo mismo. Algunos se agregaban años para poder viajar como mayores, porque no tenían ningún familiar. A otros, por falta de dinero, les quitaban años y pasaban como menores. Era cuestión de sobrevivir” (26).

Relata Carlos Prebble, descendiente de escoceses y españoles: “mi abuelo materno llegó, a principios del siglo XX, al puerto de Buenos Aires; viajaban con él muchos parientes. Cuando el empleado de Migraciones le preguntó su nombre, él dijo “Moisés José Almendra”. El empleado le contestó: “¿Cómo se van a apellidar Almendra, si son tantos?”. En el documento argentino que recibieron, todos ellos se apellidaban Almendros. Y así se apellidan sus descendientes argentinos.

En “Historia de una inmigración”, leemos: “Contaba una señora que el apellido de muchas familias tiene un origen particular: cuando comienza la inmigración, muchos no tenían siquiera un documento. Otros por cuestiones de la guerra dejaban a sus hijos a cuidados de otras familias, quienes los anotaban con el nombre de estas familias. Las familias representaban a los lugares de origen. La familia Huck, por ejemplo, era en alusión a un pueblo de nombre Huck en la zona de Rusia, Saratow” (27).

Notas

1 Grinbaum, Carolina de: “Llegaste”, en Inmolación. Buenos Aires, el grillo, 2002.

2 Druetta, Roberto Antonio: “Inmigrantes”, en Colonia Castelar. Su centenaria epopeya de trabajo y amor 1890-1990, citado en www.nalejandria.com/01/tarbut/novedad/pikudei/inmigr.htm

3 S/F: “Historia de pioneros”, en Clarín, Buenos Aires, 2 de febrero de 2002.

4 Vázquez-Rial, Horacio: op. cit.

5 Garasa, Delfín Leocadio: La otra Buenos Aires. Paseos literarios por barrios y calles de la ciudad. Buenos Aires, Sudamericana-Planeta, 1987.

6 Podestá, M. T.: Irresponsable. Buenos Aires, Editorial Minerva, 1924.

7 Isaac, Jorge E.: Una ciudad junto al río. Buenos Aires, Marymar, 1986.

8 Zeballos, Estanislao: La rejión del trigo. Madrid, Hyspamérica, 1984.

9 Báñez, Gabriel;: Virgen. Barcelona, Sudamericana, 1998.

10 Aguad, Susana: “Al bajar del barco”, en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1999.

11 Alonso de Rocha, Aurora: La casa de Myra. Buenos Aires, Fundación El Libro, 2001.

12 Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus Ultra, 1984.

13 Barone, Orlando: “El avance de la intolerancia aldeana”, en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de 2000.

14 Anzorreguy, Chuny: op. cit.

15 Watch, Ana: “Clara, una niña judeoargentina víctima del nazismo”, en www.fmh.org.ar.

16 Muzi, Carolina: “En el nombre del arte”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 22 de junio de 2003.

17 Lojo, María Rosa: Finisterre. Buenos Aires, Sudamericana, 2005. 192 pp. (Narrativas)

18 Alpersohn, Marcos: Memorias de un colono argentino, en Judaica N° 50. Tomado de Senkman, Leonardo: La colonización judía. CEAL, Historia Testimonial Argentina. Documentos vivos de nuestro pasado, 1984.

19 Fernandez Moreno, Baldomero: La patria desconocida.

20 González, Oscar: “La anunciación”, en El Tiempo, Azul, 16 de abril de 2000.

21 Arcuschín, María: De Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar, 1986.

22 Posse, Abel: El viajero de Agartha. Buenos Aires, Emecé, 1989.

23 Báñez, Gabriel: op. cit.

24 Shua, Ana María: op. cit

25 Guerriero, Leila (texto) y Lucesole, Martín (fotos): “PERSONAJES Miguel Caride El pintor olvidado”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 24 de abril de 2005.

26 Bedrossian, Eduardo: op. cit.

27 S/F, con la colaboración de Pablo Münter: “Historia de una inmigración”, en www.basoenlared.com.ar.

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Así viajaban los inmigrantes hacia la “tierra de promisión”. Tristeza, incertidumbre, enfermedades, los acompañaban, pero también la esperanza de que en la Argentina encontrarían paz, libertad y bienestar.

* Este tìtulo ha sido utilizado anteriormente por Celia Vernaz.

** En marzo de 2001 se abrió en el Palais de Glace la muestra “El tesoro de la memoria”, ambientada como un buque. Aldo Galli escribe sobre la original presentación de la misma: “Guillermo D’Aiello, el curador, la presentó como si fuese un barco cuyos ocupantes reciben un ‘pasaporte’ rosado análogo al que se daba en Italia a los emigrantes y unos canillitas distribuyen el Corriere de la SeraLa Nación, 25 de marzo de 2001.

*** Durante Casa FOA 2000, que tuvo lugar en el Desembarcadero y Hotel de Inmigrantes, las arquitectas Ellen Hendi y Emilia Rabuini expusieron baúles facilitados por los descendientes de los inmigrantes. Ellas –entrevistadas por Claudio Savoia- recuerdan que “Cuando la gente pasaba por delante de la muestra se detenía y, a los pocos minutos, muchos lloraban de emoción: los baúles habían despertado su propia historia”. Savoia, Claudio: “El equipaje de los sueños”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 14 de enero de 2000.

III 

Primeros dias

La travesía ha llegado a su fin. Los pasajeros, con su documentación argentina, se encuentran con sus familiares, amigos, o empleadores, o se remiten a las instituciones que los orientan.

Algunos inmigrantes son esperados por sus parientes, a los que conocen en el momento de arribar a la Argentina. Así sucedió a Carmina, cuyos tíos “importaron a una hija de España porque el médico que operó a Consuelo de un fibroma tuvo al final que extirparle los ovarios. (...) Pedía una niña, y prometía cuidarla y educarla hasta que mi abuela pudiera viajar”. Al llegar la asturiana, de quince años, la tía le dice: “Aquí no volverás a pasar hambre, querida”. “Le abrió una camita disimulada dentro de un mueble del comedor, y Carmen durmió, por primera vez en mucho tiempo, diez horas seguidas. Consuelo la despertó con medialunas, la bañó y despiojó, le dio ropa y zapatos nuevos (...) y la llevó a la peluquería”. También al médico: “Carmen venía con una bronquitis aguda, estaba desnutrida, mal desarrollada y probablemente raquítica. Le prescribieron jarabes, vitaminas y una dieta a base de alimentos ricos en hierro y calcio”.

Pero todo tiene su precio. “Pasados los primeros días, Marcelino envió a Consuelo con un mensaje: Carmen debía levantarse a las cinco, prepararles el desayuno y servírselos en la cama. Luego tendría que acompañarlos a la escuela, donde se dedicaría a limpiar el patio, a barrer las aulas, a cepillar los escalones, a fregar los mármoles y a encerar la dirección. Cumplida la tarea, recibiría un billete colorado y visitaría la feria de la calle Guatemala para hacer las compras, después limpiaría toda la casa y prepararía el almuerzo. Haría su tarea escolar y a las seis de la tarde entraría en la primaria para adultos que funcionaba en horas nocturnas del Fidel López”. Para colmo, “semana tras semana, en ausencia de Mino y de Consuelo, el hidalgo acosaba a su sobrina en el juego mudo, casi chaplinesco, del gato y el ratón” (1).

El padre de Gladys Onega “Llegó solito, y cuando fue a la casa de su tío Agapito Vega, hermano menor de mi terrible abuela Carmen, esa noche lo pusieron a dormir en la cochera y no en la cama más blanda, como aquella que le reservaban siempre al tío Agapito en la casa da pena de Galicia”. La escritora se pregunta: “¿El tío que lo encandiló en Galicia con la ilusión de América fue el primero que empezó la destrucción de la ilusión?” (2).

“A la Argentina –recuerda Luis Varela, en De Galicia a Buenos Aires- no se podía emigrar sin un contrato de trabajo, pero se hacía responsable de nosotros mi tío José, hermano de mi madre, que nos estaba esperando en el puerto, acompañado de la hija, mi prima Norma, que lucía un gorrito de punto muy blanco, y con una sonrisa y un beso nos levantó un poco el ánimo, sintiéndonos ya amparados en casa de nuestra familia americana, mis tíos habían emigrado hacía ya 30 años y, por supuesto, los hijos eran criollos. (...) La habitación también estaba lista para los dos huéspedes. Dos camitas plegables entre la pila de cajones de cerveza en la cocina del bar, que era además depósito de mercadería. Desfilaban las cucarachas de 5 ó 6 en fondo, pero yo ya desfilare varias veces con otros bichos, y si bien estaba familiarizado con las pulgas, había que acostumbrarse a convivir con todo bicho viviente” (3).

Cuando llegó en el “Bremen”, en 1929, mi abuela pasó en casa de unos parientes los pocos días que faltaban para su casamiento. Mi abuelo había llegado mucho tiempo antes, y vivía a unas cuadras.

“Generalmente los vascos casi no utilizaron el Hotel de Inmigrantes, del que se podía ser huésped por ocho días, ya que frecuentemente venían consignados, siendo muy jóvenes (12 0 14 años) a parientes o compadres que los estaban esperando” (4).

Acerca de su padre, sus tíos y su abuela, que dejan Turquía, relata Silvia Isjaqui Sereno: “Cuando la guerra terminó  y llegó el primer giro los embarcaron como bestias apiñadas con rumbo a América. Cualquier cosa parecía mejor que lo vivido y además la esperanza, esa mariposa volando en el medio del pecho. (...) cuando llegaron al puerto de Buenos Aires los esperaban parientes. que los llevaron a comprar ropa decente a Gath y Chaves, el brillo que entonces tenia la gran ciudad los encegueció, Elías no se reconocía en los espejos que le devolvían una imagen pulcra y graciosa” (5).

Una inmigrante armenia dijo a la investigadora Nélida Boulgourdjian: “Al llegar a Buenos Aires, en 1924, vivimos ocho días en casa de mi cuñada, en la calle Niceto Vega. Después alquilamos una casa cerca de la calle Canning. Mi marido era carpintero, ganaba bien. A los pocos meses compramos un lote en Liniers, a pagar en diez años” (6).

Los que no tienen conocidos en la nueva tierra, sufren “las penurias del desembarco en Buenos Aires, Hotel de Inmigrantes y frustrada espera de un destino” (7). Algunos se hospedan en otros hoteles. Días después, se trasladarán a un conventillo; a una vivienda más digna, o viajarán hacia el interior.

Notas

1. Fernández Díaz, Jorge: Mamá. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.

2. Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Buenos Aires, Grijalbo Mondadori, 1999.

3. Varela, Luis: De Galicia a Buenos Aires –Así es el cuento-. Buenos Aires, el autor, 1996.

4. S/F: “Características de la inmigración vasca en el Cono Sur”.

5. Sereno, Silvia Isjaqui: “Un par de zapatos”, en SEFARaires, N° 44. Buenos Aires, Diciembre de 2005.

6. Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: Los armenios en Buenos Aires. La reconstrucción de la identidad (1900-1950).. Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.

7. Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1991.

El Hotel de Inmigrantes

Quienes llegaban al Puerto podían alojarse en el Hotel (1), sólo si observaban el reglamento de la institución. El mismo figuraba en el Manual del emigrante italiano, y establecía, por ejemplo que “Después de cada comida, a la hora indicada por el reglamento, se deberán limpiar los utensilios que se le hayan entregado antes, sin lo cual no podrá ausentarse del Hotel. Por turnos, como se indicará, tendrán que limpiar las instalaciones y ocuparse del transporte de víveres. La parte destinada a los hombres, está separada de la de las mujeres; al igual que en el barco, está prohibida la promiscuidad. Con todo, se respetará el sagrado derecho de ayudar a su mujer y a sus niños. Una vez escuchado el timbre del silencio nocturno, está prohibido cualquier tipo de alboroto. Quien se sienta mal debe avisar a la dirección del establecimiento. Está permitido salir a determinadas horas, pero quien no haya regresado en el horario previamente fijado no podrá pasar la noche en el Hotel” (2).

Un pionero holandés se alojó allí: “En mayo de 1889, el vapor Leerdam trajo a los primeros inmigrantes holandeses a la Argentina. En este barco llegó, a los 10 años, Diego Zijlstra, quien en su libro, Cual ovejas sin pastor, recuerda su llegada: ‘Desde el vapor hasta la costa tuvimos que navegar en lancha y carro unos diez kilómetros soplando un viento de invierno que nos penetraba hasta la médula de los huesos. Ya estábamos en la tercera semana de junio... Verano en el hemisferio Norte. Pero invierno aquí... Engarrotados de frío y medio hambrientos pisamos por fin tierra argentina. Desde Buenos Aires, y previo paso por el Hotel de Inmigrantes, un grupo llegó en tren hasta Tres Arroyos, mientras que otros se instalaron en Cascallares, en la llamada Colonia del Castillo‘ ” (3).

El friulano Juan Faccioli fue uno de los “integrantes de aquella primera migración que dejaron testimonios escritos”: “Según Faccioli, al llegar al Hotel de Inmigrantes se enteraron de que estaban destinados al Territorio Nacional del Chaco, donde les darían tierras que estaban habitadas por aborígenes: algunos huyeron del Hotel de Inmigrantes, pero luego de vagar sin conseguir trabajo ni comida volvieron y aceptaron llegar a Reconquista y, desde allí, a una colonia que se formaría del otro lado del arroyo El Rey” (4).

Por ese entonces, “La aglomeración de gente presentaba un cuadro poco edificante. En ‘La Nación’ (N° 2355), denunciaba el mal estado del hospedaje a los extranjeros. A un pedido de aclaración del ministro Laspiur, el Comisario de Inmigración informó que: ‘el Asilo de Inmigrantes está muy distante de ser lo corresponde al objeto que se destina. V:E: lo ha reconocido así y mandó levantar planos y presupuestos de la obra que debe construirse en el terreno que al efecto fue cedido por la Municipalidad en el bajo del Retiro...’ y agrega que nunca habían tenido enfermedades infecto-contagiosas, y que en un nuevo edificio, del fondo, se destinaba a los enfermos que eran visitados dos veces por día por el médico. Luego informa el señor Dillon: ‘Los inmigrantes permanecen poco tiempo en el Asilo y cuando llegan se envían al Río que está inmediato, lavan la ropa y se asean. Cuando no están en esa operación, la pasan en la Plaza, de manera que sólo en los días de lluvia se siente algún inconveniente, cuando existe mucha aglomeración, pero basta uno o dos días buenos para que todo esté seco, pues el aire y la luz penetran por todas partes” (5)

Marcos Alpersohn, pionero en la Colonia Mauricio, provincia de Buenos Aires, llegó a la Argentina en 1891. El se refiere al Hotel en sus memorias: “Las chalupas nos condujeron hasta el Hotel de Inmigrantes, enorme edificio de madera, vetusto, mugriento, cubierto de moho y musgo y dividido en infinidad de habitaciones. Allí encontramos a otros doscientos inmigrantes judíos llegados un par de días antes en el vapor Lisboa” (6).

Alberto Gerchunoff relata que “Del Hotel de Inmigrantes, de Buenos Aires, nos llevaron a Moisés Ville en la provincia de Santa Fe. Es la primera de las colonias fundadas por el Barón Hirsch”. Habían llegado al Hotel provenientes de Tulchin, Rusia, “Una ciudad sórdida y triste, sin alumbrado ni aceras, cuyo lujo arquitectónico se reducía al palacio semiderruído de los condes de Bazá y a un edificio llamado La Buena, sitio de paseos dominicales” (7).

Al Hotel llegaron, en 1906, judíos provenientes de Ucrania. Relata Maria Arcuschin: “Si nuestros viajeros hubiesen tenido la posibilidad de alejarse de los muros grises del Hotel de Inmigrantes, habrían podido apreciar varios notables progresos que señalaban el fin de la aldea colonial con el crecimiento de una futura ciudad” (8).

En la carta que envía al periódico El Obrero, en 1891, José Wanza, un inmigrante establecido a su pesar en Tucumán, expresa: “En B. Ayres no he hallado ocupación y en el Hotel de Inmigrantes, una inmunda cueva sucia, los empleados nos trataron como si hubiésemos sido esclavos. Nos amenazaron de echarnos a la calle si no aceptábamos su oferta de ir como jornaleros para el trabajo en plantaciones a Tucumán. Prometían que se nos daría habitación, manutención y $20 al mes de salario. Ellos se empeñaron en hacernos creer que $20 equivalen a 100 francos, y cuando yo les dije que eso no era cierto, que $20 no valían más hoy en día que apenas 25 francos, me insultaron, me decían Gringo de m... y otras abominaciones por el estilo, y que si no me callara me iban hacer llevar preso por la policía”. En el Hotel de Inmigrantes tucumano no le va mucho mejor: “Al fin llegamos al hotel y pudimos tirarnos sobre el suelo. Nos dieron pan por toda comida. A nadie permitían salir de la puerta de calle. Estábamos presos y bien presos” (9).

José Arias expresó sus vivencias en el hotel de Puerto Madero, al que llegó en el 30: “Quiero dejar aquí constancia del trato y de la atención que las autoridades tenían con los inmigrantes. Nos daban comidas sanas y abundantes; para dormir, camas limpias y cómodas; en mi caso han pasado sesenta y ocho años, yo entonces tenía trece, pero nunca podré olvidar mi paso por el Hotel de Inmigrantes. Y como si esto fuera poco las autoridades de inmigración le sacaban el pasaje a destino y se lo pagaban, y hasta lo acompañaban hasta las estaciones, por lo menos en mi caso” (10).

Marta B. de Pellegrini escribe: “Llegar a un lugar donde todo era desconocido, la tierra, el idioma, la gente, predisponía en nosotros a aumentar la incertidumbre, hasta que fuimos llevados al Hotel de Inmigrantes. Era una especie de oasis, donde nos agruparon según la nacionalidad y, ya con el ánimo calmado, empezamos a mirar la realidad de esta suerte de tierra prometida. Nos mantuvimos durante dos semanas en las que el hoy llamado ‘viejo hotel’ sirvió de nexo entre lo trágico y conocido, que había quedado atrás, y lo nuevo y desconocido que teníamos por delante. No creo que haya en el mundo otro refugio semejante para recibir y albergar a los inmigrantes” (11).

En el Hotel estuvo Jacobo Rendler, judío polaco, quien recuerda que el dormitorio “era un salón enorme con cuchetas de a tres camas. Cuando vimos las camas perdimos las ganas de acostarnos. Con Melcer convinimos dormir afuera sobre unos bancos de cemento que había. (...) Al día siguiente nos levantamos muy temprano. El barco de piedra era muy duro y estábamos a la intemperie pero las camas estaban tan sucias y tenían tantos bichos que teníamos miedo de amanecer de nuevo en Polonia”.

Va a visitar a unos paisanos: “Al salir del Hotel de Inmigrantes, el bulto con mis cosas estaba en el depósito. Las personas de la Asociación de ayuda a los inmigrantes me habían anotado en un papel en castellano la dirección y el apellido de la familia que buscaba. Era una especie de volante donde estaba impreso que era un inmigrante recién llegado y se pedía a la gente que lo leyera me ayudara a llegar a esa dirección, que era en la calle Jean Jaurés de la ciudad de Buenos Aires. Me indicaron tomar el tranvía número 2 y que le mostrase el papel que llevaba al motorman para que me indicara dónde bajar”.

Encuentra a la familia que buscaba, uno de cuyos miembros le asegura el empleo y promete pasar a buscarlo al día siguiente. ”Al volver al Hotel, Meltzer me estaba esperando. Me contó que había vuelto una de las personas de la Asociación de ayuda, que a él le habían conseguido en la casa de un relojero, a otros los habían ubicado con carpinteros o sastres, cada uno según su profesión y que a todos los iban a ir a buscar al día siguiente” (12).

En su poemario Las huecos de tu cuerpo, Manuela Fingueret evoca a su madre, que se hospedó en el Hotel. La hija le dice: “Suspendida del verano/ como las/ glicinas de la calle Leiva/ ‘flor quieta y desnuda’*/ tus pies se arrastran/ en la noche/ como una alucinación/ que se desliza/ por las paredes/ del hotel de inmigrantes y/ tu cuerpo se estremece/ hija entre tantas/ en una aldea/ de Lituania” (13).

Allí nació, en 1947, Américo Fiorentini. Su hermana Aurora, afincada en Bariloche, escribe: “Ni bien llegué a la Argentina, junto a mis padres, en 1947, tuvimos que quedarnos más de un mes en el hotel de inmigrantes, cerca del puerto de Buenos Aires. Mi padre, profesor italiano en el exterior, enviado por el Gobierno italiano, tenía que presentarse en la Dante Alighieri de Santa Fe para asumir su dirección y mi madre también, como maestra. Mi madre estaba embarazada de 8 meses y a nuestra llegada resultó claro que el bebé no tenía intenciones de esperar demasiado para nacer. Trámites, mudanzas, trabajo no formaban parte de sus planes y por lo tanto ellos tuvieron que esperar a que naciera antes de retomar sus obligaciones. Mi hermano, de nombre Américo, nació 15 días después de nuestra llegada y mi madre salió en los diarios porque, como siempre, la prensa está a la caza de noticias algo extrañas. Puesto que en la Argentina está en vigor la ley de la sangre para lo que se refiere a la ciudadanía, los periodistas anunciaron que una inmigrante italiana, apenas llegada, había donado un hijo a su patria de adopción. Es de notar que el sensacionalismo no es un invento actual” (14).

En el Hotel de Puerto Madero, un panel reproducía las palabras del polaco Pablo Nowak (15). Este hombre, llegado a la Argentina en 1949 recuerda los magníficos asados que se hacían al mediodía y agradece las que califica como sus primeras buenas comidas en toda la vida. En otro panel se destaca aquello que escribió Teresa Joan en el libro de visitas: “Llegué a esta costa con 11 años, en el buque Madre Cabrini y fui hospedada aquí con mis paisanos. Recuerdo el olor a pan de trigo” (16).

Relatado por el profesor Ochoa, conocemos el testimonio de una húngara: “Es curioso algún recuerdo de una muchacha, hoy día una señora ya de edad que vino a los trece años con sus padres y contaba que en el desayuno se le servían unos enormes tazones de café con leche o mate cocido con leche –cosa que ellos no conocían, el sabor a la yerba mate- y se servían en regaderas –ése era el concepto de ella. Se refería a esas enormes cafeteras que tienen mango de costado con un pico largo, por supuesto sin la regadera, pero el pico estaba y para la mentalidad de la chica se servía con regaderas. (...) Ella estaba muy enojada cuando llegó porque no había visto las palmeras y cocoteros que imaginaba en el Puerto de Buenos Aires –era la visión europea de América- y después, como había estado en muy buena posición y habían quebrado en Hungría tuvieron que venirse acá sin nada, pero les quedaba el recuerdo de la vida de buen pasar y pensó que ella venía a un hotel de tres o cuatro estrellas actuales y se encontró con que venía a este hotel de cantidad de personas, grandes dormitorios para todos –los hombres de un lado, las mujeres y los niños de otro- y sintió desagrado, desagrado que dice que se le fue cuando empezaron a comer. Dice que nunca habían comido –ni aún en su posición buena primaria en Hungría-  como habían comido en el Hotel de Inmigrantes” (17).

En septiembre de 2000, se inauguró Casa FOA en el Hotel de Inmigrantes. El estudio de Laura Ocampo y Fabián Tanferna, que tuvo a su cargo la ambientación de uno de los dormitorios, “antes que una reconstrucción histórica, prefirió hacer un homenaje a todos aquellos que vinieron con el coraje de iniciar una nueva vida” (18). Para ello, contaron con la colaboración de algunos de los inmigrantes que se hospedaron en el Hotel, quienes narran sus historias en sendas grabaciones. Son estos hombres y mujeres los húngaros Antonieta Rubido Zichy de Eicket, Américo de Gosztonyi, Esteban Bergner y Eugenio Weisz; Ana Wasinger de Schaab, nieta de ruso alemanes, y el español José Pereira Barros.

Dora Schwarsztein presenta el testimonio de una española que llegó al Hotel. Dice la mujer: “Nos metieron en el Hotel de Inmigrantes. Salas muy limpias, pero, claro, una tristeza enorme. Nos agolpamos todas las mujeres españolas por un lado. Yo recuerdo las señoras más mayores que había, todas estaban tristes. Allí por primera vez vi un mate” (19).

El doctor Nicolás Rapoport narra sus recuerdos de la época en la que, siendo estudiante de medicina, colaboraba en la atención de los recién llegados en el hospital del Hotel. El relata: “Los que cursábamos medicina, a diario comprobábamos la angustia de los infelices, ignorantes del idioma, no entendiendo las preguntas que les dirigían los médicos en sus habituales interrogatorios. Los ojos tristes de los cuitados, las miradas despavoridas de los enfermos, nos sumían en íntima congoja y conmiseración. Todos los días los cuatro o cinco estudiantes judíos que asistíamos a los hospitales servíamos de intérpretes para llenar las historias clínicas. Era conmovedor ver cómo se iluminaban los ojos de los míseros al oír una palabra en idish o ruso. Revivían, lloraban dando escape a su dolor moral” (20).

Felipe Fistemberg Adler escribe que, al llegar a la Argentina, su madre y otros familiares se alojaron en el Hotel: “Desde Nizni Apsa, Checoslovaquia, el 30 de noviembre de 1930, llegaron a Buenos Aires, a bordo del barco ‘Massilia’, Abraham (Alter) Leibovich, su esposa Jane Adler, su hija Leique de un año de edad, y Rifke Adler, hermana de Jane. Rifke Adler era mi futura madre, que estaba por cumplir 26 años de edad. Las autoridades de la J.C.A., los alojaron inmediatamente en el entonces Hotel de Inmigrantes, donde permanecieron por una semana. Mi tío Alter venía destinado a la colonización con la promesa de obtener una parcela de tierra. El nuevo y provisorio destino, Buenos Aires, deslumbró a los varones inmigrantes, y ante el ocio de la permanencia en el humilde Hotel de Inmigrantes, un grupo se aventuró a sus calles y al regresar exhibieron el primer choque cultural: se habían afeitado sus peies y barbas, atributos distintivos de la ortodoxia de la época, en la que todos ellos habían sido educados. Ese hecho les valió la reprimenda de las mujeres, que, en especial mi madre, conservaron las leyes y costumbres religiosas hasta sus últimos días”. Los representantes de la J.C:A: los alimentaron durante esa semana “con pan, aceitunas, alguna fruta y agua” (21).

Los alemanes del Admilral Graf Spee se alojaron en el Hotel de Inmigrantes. Uno de los militares de esa nacionalidad hospedados allí escribe en su diario: “Hace calor. En el patio de la inmigración florecen las hortensias y las acacias y no podemos creer que estemos cerca de la Navidad. Esto es bueno, porque la idea de esta fiesta, la más grande para nosotros los alemanes, nos llena de tristeza sin esperanzas. Para esta fecha deberíamos estar navegando rumbo a nuestra tierra y cada uno de nosotros habíamos soñado y hecho proyectos para el año nuevo, cuando estuviéramos en casa. Y ahora estamos aquí, en la Argentina, a 8000 millas de la patria, y con miras a ser internados hasta el fin de la contienda, que recién está en sus principios. ¿Qué será de nosotros? Esta es la pregunta que llena nuestros pensamientos” (22).

Juan Carlos Marina tenía diecinueve años cuando presenció, el 17 de diciembre de 1939, el hundimiento del Graf Spee, acorazado alemán “destinado a hundir buques que llevaban alimentos de  acá para Europa”, que se encontraba en el Río de la Plata. Marina relató sus recuerdos de aquella jornada memorable; en su relato se refirió al Hotel de Inmigrantes de Puerto Madero: “a las ocho de la noche de ese día lo hundió el mismo comandante, la misma tripulación. Un capitán, que después vivió en La Falda, Córdoba, fue el encargado de ponerle tres cargas de dinamita. Sacaron la pólvora de los cartuchos de las balas, formaron tres paquetes explosivos y los pusieron uno en la popa, otro en las máquinas y otro en la proa. Después el comandante hizo bajar a toda la tripulación a los remolcadores y desde una lancha fue el que accionó la percusión de los explosivos. Todos se salvaron y fueron al Hotel de Inmigrantes de Buenos Aires”. (23).

En la biografía que escribió Chuny Anzorreguy, relata el capitán croata Miro Kovacic: “Fuimos a vivir al Hotel de Inmigrantes. Dejamos allí nuestros petates. Unos bolsos, un baúl..., y salimos a caminar. Como en Trieste. Pero la sensación era diferente. Caminábamos con alas en los pies” (24).

Valentín Bianchi, llegó a la Argentina. “Al desembarcar lo estaba esperando un paisano y amigo de la infancia: Angel Sardella. Este lo recibió eufórico saludándole en el dialecto fasanés. Estas cordiales expresiones tonificaron el ánimo de Valentín, que se sentía deprimido por el largo viaje y por las condiciones en que le había tocado realizarlo. Los recuerdos de su familia, de los amigos y el pueblo lo habían abrumado durante toda la travesía. Ahora, junto a su amigo, en cuya compañía se dirigió al hotel de inmigrantes, veía las cosas de un color muy distinto. (...) Aquella noche pernoctó en el hotel de inmigrantes y a la mañana siguiente, de acuerdo con las indicaciones que le diera Daniel, se presentó en las oficinas del Ferrocarril. Allí le informaron que debía trasladarse a la ciudad de Mendoza, la capital de esa provincia, en cuyas oficinas se desempeñaría como empleado contable” (25).

La transmisión oral tiene gran importancia en esta clase de evocaciones. En mi familia, como en tantas otras, el Hotel es recordado con gratitud. Uno de mis abuelos se hospedó en 1905 en el Hotel de Inmigrantes de La Boca. Su muerte temprana me privó de este testimonio que hubiera sido para mí el más preciado.

En novelas y cuentos encontramos testimonios acerca de la existencia de esta institución. Ellos, de diversa índole, nos hablan de la presencia del Hotel de Inmigrantes y de su importancia en la comunidad.

Aparece en páginas de Antonio Argerich, escritor acérrimo enemigo de la inmigración que vivió entre 1855 y 1940. En ¿Inocentes o culpables?, publicada por primera vez en 1884, alude al establecimiento que albergaba a los extranjeros que no tenían trabajo al desembarcar. Afirma Argerich: “Al salir del Hotel de los Inmigrantes se juntó con una manada de compañeros que seguían la vía pública por la mitad de la calle. Había hecho relación con estos sus paisanos y todos á la vez buscaban trabajo” (26). Se refiere agresivamente a quienes de allí salían, asemejándolos a animales, recurso que también utiliza Cambaceres  (27) al describir a los inmigrantes.

Los personajes de La logia del umbral (28), novela de Ricardo Feierstein  recuerdan que en el Hotel les dieron “pan y carne, en platos de lata. (...) Y algunos religiosos (...) no querían comer. Decían que la carne era treif, impura. Que no era para nosotros, judíos de fe”. ”Pero bien que extrañamos esos almuerzos cuando fuimos hacia el campo –agrega otro. Días y días casi sin masticar. Los niños enfermaban...”.

En el cuento de Luis León “Chacarita, Vísperas de Pésaj”, otro judío, esta vez un sefaradí proveniente de Esmirna, recuerda con disgusto su paso por el hotel: “Cuarenta días en el vapor   no fueron menos que cuarenta años en el desierto, y al llegar, ese hotel. Parecido a la timaraná de Chesmé, igual a ese manicomio donde murió Doudou, su madre que nunca lo abandonaba, y comenzó a dejarlo un día, de a poco, en su cerebro, poco a poco hasta olvidar quién era su único hijo, y otro día se fue entre esas paredes ajenas. Esas inmensas salas llenas de camas, donde cada uno hablaba de lo suyo y sin que nadie los entienda”. El recuerdo de ese lugar es una pesadilla para el hombre: “Así llegó la oscuridad, invitándolos a dormir, y a soñar, cuando apenas había bajado el sol. Sueños pesados, adentro la timaraná, en las salas del Hotel de Inmigrantes, con peleas en idiomas desconocidos, con camas altas casi inalcanzables y trozos de matzá pisoteados, molidos por los gruesos zapatones de inmigrantes que iban y venían sin verlos” (29).

También se hospedó en el Hotel el abuelo Gedalia Rimetka, de El libro de los recuerdos, de Ana María Shua. El inmigrante y sus “hermanos de barco” “Llegaron después a Buenos Aires, mucho más aceptablemente América. Comparable a Varsovia, Buenos Aires. Una ciudad. Durmió en el hotel de inmigrantes. Amigos lo esperaban. Hacía frío, no como en Polonia pero mucho más que ahora. Otro frío era el frío de los inmigrantes. Adentro de la ropa se ponían papeles de diario para calentarse. Los papeles de diario calientan bien, así, así, debajo de la camiseta papeles, diarios enteros” (30).

Una joven irlandesa se presenta, en Frontera sur, para un puesto de maestra. Durante la entrevista se desmaya; es que –como explica en su trabajoso castellano- había comido por última vez en el barco, ya que no había parado en el Hotel de Inmigrantes (31).

La rutina diaria de la institución es evocada en Stéfano, de María Teresa Andruetto (32). En esa obra, la autora narra: “El hotel está a pocos pasos de la dársena; tiene largos comedores y un sinfín de habitaciones. Les ha tocado un dormitorio oscuro y húmedo. En la puerta, un cartel dice: Se trata de un sacrificio que dura poco. (...) Los dormitorios de las mujeres están a la izquierda, pasando los patios. Por la tarde, después de comer y limpiar, después de averiguar en la Oficina de Trabajo el modo de conseguir algo, los hombres se encuentran con sus mujeres. Un momento nomás, para contarles si han conseguido algo. Después se entretienen jugando a la mura, a los dados o a las bochas”.

María del Carmen García es autora de los “cuentos de gringos” que se encuentran reunidos en el volumen titulado Cuentos de criollos y de gringos (33). En uno de los textos allí reunidos, la autora presenta a unos asturianos que “Se acomodaron en una pieza de pensión en La Boca, paso obligado para todo humilde recién llegado, después del Hotel de Inmigrantes y antes de alcanzar el soñado terrenito propio”.

Patricio Pron seleccionó para integrar una antología (34) un cuento en el que menciona un hotel anterior al que conocemos. El protagonista de “La espera” “era porteño. Había nacido allá por 1908 en La Boca, en el Hotel de Inmigrantes, un día de lluvias frías. Sus padres, llegados hacia días de Cataluña, le habían transmitido casi sin saberlo esa sensación de ya no pertenecer a ninguna parte, ni a Cataluña ni a Buenos Aires”.

En Memorias para no olvidar, de Eduardo Bedrossian, un armenio “En Buenos Aires, apenas pasó por el Hotel de los Inmigrantes, que era para europeos, no para asiáticos. Además los piojos, entonces brazos armados de la ley, lo echaron a empujones. Vivió en la calle durmiendo por la noche sobre los bancos de las plazas, hasta que logró albergue en uno de los galpones del Ejército de Salvación de La Boca; allí tenía asegurado el techo y algo de comida. Los salvacionistas distribuían democráticamente lo poco que tenían entre muchos desarraigados y vagabundos hacia los que nadie quería mirar” (35).

Susana Aguad, escritora, recordó al Hotel en su texto “Al bajar del barco”. En esas líneas rememora los primeros instantes americanos de su abuelo, nacido en Italia, que emigró a los diecisiete años. Escribe Aguad: “El sol es tan fuerte como en Oleggio, donde se festeja este mismo día el comienzo del verano, mientras que aquí, en el confín del mundo, hace un frío polar. Cuando suben los agentes del Commissariato dell’Emigrazione ya están todos alineados frente al desembarcadero. A la derecha de la oficina de registro se levanta el edificio blanco del Hotel de Inmigrantes. Podrán alojarse gratuitamente durante cinco días y con sus tarjetas numeradas, entrar y salir libremente. Se disipa la angustia de una travesía de dos meses que les quitó fuerza y salud. Sin embargo, a algunos se les llenan los ojos de lágrimas cuando miran por última vez al ‘Génova’ con sus dos banderas trenzando azules y verdes” (36).

Notas

1 González Rouco, María: “El Hotel de Inmigrantes”, en www.monografias.com.

2 Armus, Diego: Manual del emigrante italiano. Colección Historia testimonial argentina. Documentos vivos de nuestro pasado. Buenos Aires, CEAL, 1983.

3 S/F: “Historia de pioneros”, en Clarín, Buenos Aires, 2 de febrero de 2002.

4 S/F: “Friulanos sobre el Paraná”, en La Nación Revista, 29 de julio de 2001.

5 Cracogna, Manuel I.: Primera fundación de Avellaneda, en www.hammerprohosting.com.

6 Alpersohn, Marcos: “Memorias de un colono argentino”, en Judaica N°50. Tomado de La colonización judía. Historia Testimonial Argentina. Documentos vivos de nuestro pasado, por Leonardo Senkman, CEAL, 1984.

7 Gerchunoff, Alberto: “Autobiografía”, en Alberto Gerchunoff, judío y argentino. Selección y prólogo de Ricardo Feierstein. Buenos Aires, Milá, 2001.

8 Arcuschín, María: De Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar, 1986.

9 Panettieri, José: Los trabajadores. CEAL, 1982.

10  Arias, José: “Disqueprensa” en La Prensa, Buenos Aires, 1998.

11  Pellegrini, Marta B. de: “Carta de Lectores”, en La Prensa, 1998.

12  Rendler, Jacobo: “Mis primeros pasos en la Argentina”, en www.enplenitud.com.

13  Fingueret, Manuela: Los huecos de tu cuerpo. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1992.

14  Fiorentini, Aurora: “Recuerdos de una emigrante italiana”, en www.italy-news.net.

15  Nowak, Pablo, en un panel en Casa FOA 2000.

16  Joan, Teresa, en un panel en el Hotel de Inmigrantes, 2002.

17  Markic, Mario: “Hotel de sueños”, en En el camino, en TN, 12 de septiembre de 2002.

18  Folleto escrito por Ocampo-Tanferna, para Casa FOA 2000.

19  Schwarsztein, Dora: Entre Franco y Perón. Crítica, 2001.

20  Jankelevich, Angel: “Historia de los Hospitales de Comunidad de la Ciudad de Buenos Aires”, en www.aadhhorsogar.htm

21  Fistemberg Adler, Felipe: Moisés Ville. Recuerdos de un pibe pueblerino. Buenos Aires, Milá, 2005. 112 págs. (Testimonios). Págs. 12-13.

22  S/F: “El episodio Graf Spee”, en La Voz del Interior on line.htm, 24 de julio de 2002.

23  Urús; Mariana: “En el combate del Graf Spee el mar estaba calmo”, en El Tiempo, Azul, 3 de marzo de 2002.

24  Anzorreguy, Chuny: El ángel del capitán. Biografía del Capitán croata Miro Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996.

25  Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante. Santiago de Chile, Edición del autor, 1987.

26  Argerich, Antonio: ¿Inocentes o culpables?. Madrid, Hyspamérica, 1984.

27  Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus Ultra, 1968.

28  Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Milá, 2001.

29  León, Luis: “Chacarita. Vísperas de Pésaj”, en SEFARaires N° 2, junio 2002.

30  Shua, Ana María: El Libro de los Recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994.

31  Vázquez Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.

32  Andruetto, María Teresa: Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2001.

33  García, María del Carmen: Cuentos de criollos y de gringos, en colaboración con Fanny Fasola Castaño. Buenos Aires, Vinciguerra, 1996.

34  Pron, Patricio: “La espera”, en De manos abiertas. Buenos Aires, Tu Llave, 1992.

35  Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, 1998.

36  Aguad, Susana: “Al bajar del barco”, en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1999.

Otros hoteles

Rosalind Kildare Neira y su marido, Tomás Farrelll, personajes de la novela Finisterre, de María Rosa Lojo, llegan a Buenos Aires. Ella recuerda: “Nos alojamos al principio en un hotel español cercano al Fuerte: el Comercial, que nos habían recomendado por la calidad de la comida. Cuando mi marido cerró con llave la puerta de nuestro cuarto, me quité las botas, me aflojé el corsé, abrí el embozo de la cama y le tendí los brazos. Me parecía maravilloso estar con él a solas, tranquilos por fin sobre una tierra firme que sería la nuestra. Llegué a Buenos Aires casi recién casada. Nos habíamos elegido libremente, con el beneplácito de mi padre viudo que me entregó confiado a Tomás Farrell, doctor en medicina, como él, e hijo, como yo, de un irlandés y una gallega. (...) Tomás y yo no pensábamos afincarnos en Buenos Aires. Los médicos eran aún más apreciados en las provincias interiores que en el puerto cosmopolita, y ya nos esperaba un puesto vacante, en una villa cercana a la ciudad que se llama Córdoba, a imitación de la Córdoba española” (1).

Notas

1 Lojo, María Rosa: Finisterre. Buenos Aires, Sudamericana, 2005.

Nuevos porteños

Muchos inmigrantes se quedaron en la ciudad de Buenos Aires; vivieron en conventillos, pensiones, casas y departamentos.

María Pizzul de Russian nació en Mossa, talia, en 1901. Vive en Buenos Aires “desde 1924, cuando con su marido ‘fuimos a vivir a un conventillo de Chacarita que dejamos cuando compramos un terreno en Agronomía’, barrio que, desde entonces, nunca abandonó” (1).

“El secreto de cómo se produjo este pasaje de tanta gente de los cuartos del conventillo a una vivienda mejor reside seguramente en la comparación, durante todo el período, entre el precio medio de un cuarto en aquéllos y el nivel general de salarios en esta época de plena ocupación” (2), afirma Francis Korn.

“En El conventillo de la Paloma (1929), de Alberto Vacarezza, don Miguel, el encargado italiano -enamorado de la bella y esquiva protagonista que da nombre al conventillo y título al sainete-, dice, por ejemplo: ‘Sará carpincho, locura, amore, non só; ma giuro, per la ánema de san Genaro, que, ante de aflojare, le prendo fuego a lo conventillo’ ” (3).

El conventillo fue el escenario del sainete, como lo afirma Vacarezza en un conocido soneto: “La escena representa un conventillo./ Personajes: un grébano amarrete,/ un gallego que en todo se entromete,/ dos guapos, una paica y un vivillo.”(4). Allí “nació el lunfardo, que no es el idioma del delito, como Antonio Dellepiane tituló su libro sobre esta jerga porteña, publicado en 1894” (5).

En un conventillo vivió Carlitos Gardel, protagonista de una historia de Graciela Beatriz Cabal, quien relata que el pequeño ”se había ido por esas calles de Dios, colgado del pescante de algún carro lechero. Cuando aparecía de vuelta en el conventillo, la madre lo corría por el patio, con la chancleta en lo alto, las peinetas a medio salir y los pelos tapándole los ojos. -¿Dónde anduviste metido, desgraciado?- parece que quería decirle. Pero como estaba muy enojada se lo decía en francés (idioma rarísimo pero que era el de ella). Y entonces los vecinos, que habían sacado las sillitas a la puerta de las piezas para observar todo con detalle (sin intervenir porque una madre es una madre), se quedaban en ayunas” (6).

En su poema “En el conventillo” (7), Jevel Katz alude a las diferentes nacionalidades que lo habitaban, y su vida en común: “Mi novia Reizl vive en un conventillo/ y en Lavalle, al lado, en pleno centro,/ también yo vivo en un conventillo,/ siempre ruidoso, como una feria,/ gente y más gente”.

“Cuando los sefaradíes llegaban a Buenos Aires desde distintas partes del Imperio Otomano –señala Luis León-, el primer sitio conocido eran las inmediaciones de la calle 25 de Mayo. Enclavada en ‘el bajo’, parte vieja de la ciudad, era frecuentada por marineros en busca de alojamiento o diversión. Debido a su proximidad con el puerto, allí habitaban en pocas manzanas, numerosas familias sefaradíes que hicieron de ese sector de la ciudad, su propia ‘djudría’ ”. León transcribe el testimonio de Arouj de Bembasat, quien expresa: “Se vivía en grandes casas de múltiples habitaciones, los tradicionales conventillos, y en cada una había una familia.

Nosotros alquilábamos dos piezas que daban a patios, la de adelante, mi padre la convirtió en local, y en la otra vivíamos todos juntos, ellos y nosotros, los cinco hermanos. Recién cuando progresó, nos mudamos a una casa más amplia, separada de su local, donde le iba muy bien”.“En esa parte del barrio vivían no sólo sefaradíes, también otros inmigrantes, de los cuales algunos se destacaron. Por ejemplo la familia Alemann, dos de cuyos hijos fueron ministros de economía, “compartieron el conventillo con nosotros. Su madre los esperaba al venir del colegio para que no cruzaran solos la calle Reconquista. También Onassis, que se había hecho amigo de mi padre y vivía por allí. Papá acostumbraba tomar café en un bar muy humilde de la bajada de Viamonte donde lo atendía un mozo que apodaban ‘el griego’, que no era otro que el luego famosísimo multimillonario. Un día le regaló un barquito de marfil. ‘El griego’ contaba que iba y venía a Montevideo en bote todas las semanas haciendo negocios que nadie conocía’ ” (8).

En una “pocilga de conventillo” vivía Benito, el criado gallego presentado por Gregorio de Laferrere en ¡Jettatore! (9).

El protagonista de “Hombre de recursos”, de Fernando Sorrentino, vivía, hacia el año del Centenario, en la calle Costa Rica, “en un cuartucho de un conventillo grisáceo, nos arrinconábamos mi madre y yo. Mi madre, llamada doña Ferdinanda y siempre vestida de negro, pertenecía, simultáneamente, a tres categorías (no incompatibles), a saber: a) santa viejecita; b) viuda; c) napolitana. A pesar de lo Rica que era la Costa de nuestra calle, vivíamos en la peor de las pobrezas y no teníamos ni dónde caernos muertos” (10).

También vivían en un conventillo los personajes de “No hagan olas”, de Elsa Bornemann: “En aquel conventillo de Buenos Aires, cercano al puerto y donde vivían hace muchos años, los inquilinos argentinos tenían la costumbre de poner apodos a los extranjeros que –también- alquilaban alguna pieza allí. No eran nada originales los motes, y errados la mayoría de las veces, ya que –para inventarlos- se basaban en el supuesto país o región de procedencia de cada uno. Tan supuesto que –así, por ejemplo- don José era llamado ‘el Ruso’, aunque hubiera nacido en Ucrania... A Sabadell, Berenguer y sus esposas les decían ‘los gallegos’, si bien habían llegado de Barcelona sin siquiera pisar Galicia... Apodaban ‘los turcos’ al matrimonio de sirilibaneses; ‘los tanos’, a la pareja de jóvenes italianos de Piamonte que jamás habían conocido Nápoles e –invariablemente- ‘el Chino’, a cualquier japonés que diera en fijar allí su transitorio domicilio. Sin embargo, podríamos deducir un poco más de conocimientos geográficos, de información y hasta cierto trabajo imaginativo por parte de aquellos pensionistas argentinos, de acuerdo con los sobrenombres que les habían adjudicado a la dueña de la casona y a su hijo. Ambos eran griegos. Por lo tanto ‘la Homera’ y ‘el Homerito’, en clara alusión al autor de La Ilíada y La Odisea, el genial Homero. Por supuesto, a todas las criaturas que habitaban esa construcción tipo ‘chorizo’ (cuartos en hilera, cocina y bañitos ídem, abiertos a ambos lados de un patio), los `rebautizaban’ con los mismos motes que sus padres, sólo que en diminutivo” (11).    

Los conventillos más famosos fueron Las Catorce Provincias, El Universo y el Conventillo de la Paloma. En ellos “se compartían los baños, los lavatorios, las letrinas, la cocina y los lavaderos. En las piezas vivían familias enteras, a veces con seis o siete hijos, lo que provocaba hacinamiento y promiscuidad. (...) Para dormir, los más pobres tenían dos opciones: el sistema de “cama caliente”, en el que se alquilaba un lecho por turnos rotativos para descansar un par de horas, o la maroma, que eran sogas amuradas a la pared a la altura de los hombros. Quien optaba por ese método debía pasarse las sogas por debajo de las axilas, dejar caer el peso del cuerpo y dormir parado” (12). Esto nos da una idea del enorme sacrificio que debieron hacer muchos de los que venían en busca de un futuro mejor.

El aluvión inmigratorio tuvo que ver con las nuevas ideas sobre edificación. Lo afirma Andrés Carretero: “‘En 1887 la población total era de 404.173 habitantes, con una densidad de 89 habitantes por hectárea’, computó Carretero, pero ya el cambio comenzaba a operarse con la afluencia de la inmigración, ‘que modificó los amplios patios de las casas porteñas, que se dividieron para facilitar dos o tres pisos a las casas de bajo y aprovechar así mejor los terrenos’” (13).

“El plan del 80 naufraga –señala Sergio Pujol-: la presión de los inmigrantes y la tipología ‘degenerescente’ de la que hablan los analistas sociales se corporiza en la vida de hacinamiento de los conventillos y en la violencia nocturna, así como en las huelgas que de día suelen frenar el curso de las calles y las rutinas de un trabajo explotador” (14).

“A partir de fines del siglo XIX y para comienzos del XX –considera Francis Korn-, la proporción de los que vivían en conventillos comenzó a descender (al 18% en 1890, al 14% en 1904 y al 9% en 1919) y la proporción de conventillos sobre la edificación total también bajó de manera importante, Como es un hecho que durante todo el período considerado el conventillo fue la peor vivienda posible, puede deducirse que el problema general de la vivienda fue mejorando notablemente. Cómo se produjo esta mejora, aún sin haberla observado, puede llegar a visualizarse con cierta claridad si se considera que el ritmo de la construcción durante el período fue abrumador (entre 1904 y 1914, por ejemplo, se construyeron en la ciudad 31,66 metros cuadrados por habitante agregado por año) y que la mira de los recién llegados estaba puesta en alcanzar una mejor vivienda y, en lo posible, propia. Los que construían eran sobre todo inmigrantes: los datos muestran que entre 1887 y 1914 los propietarios de inmuebles de la ciudad crecieron proporcionalmente más que la población (un 400%); que si se compara la cantidad de propietarios con la cantidad de familias, se ve que los primeros constituían, entre 1909 y 1914, alrededor de un 60% sobre la cantidad de familias; que los extranjeros eran, durante todo el período, más del 50% de los propietarios de inmuebles y llegaron a ser el 60% en 1914; que esos propietarios extranjeros se distribuyeron por toda la ciudad, aun en las zonas de más alto valor de la tierra (como San Nicolás y el Socorro); que lo que se construía era de ladrillo en alrededor del 95%; que el financiamiento de todo esto salió fundamentalmente del bolsillo de los habitantes (el Banco Hipotecario aportó poco al financiamiento de la construcción privada, sólo el 6% en 1913, y, en general durante el período, nunca más del 10%). Una idea de por qué en tantos casos la ilusión de la mejor vivienda se convirtió en posible la puede dar la siguiente relación: si se compara el precio promedio mensual de un cuarto de conventillo con los peores salarios de la época, se ve que constituía el 22 % del salario más bajo (el de albañil) y el 15 % de los de un herrero o un carpintero. Si se piensa que no había población desocupada y que en cualquier otra actividad el porcentaje que representaba ese alquiler debía ser aún menor, se puede deducir que de esa ecuación salía parte, por lo menos, del capital empleado en la construcción de viviendas” (15).

Otros inmigrantes vivían en pensiones. Los asturianos que evoca María del Carmen García en Cuentos de criollos y de gringos, “Se acomodaron en una pieza de pensión en La Boca, paso obligado para todo humilde recién llegado, después del Hotel de Inmigrantes y antes de alcanzar el soñado terrenito propio” (16).

En una pensión vive sus primeros días porteños Silvio Gesell: “Para los argentinos el apellido Gesell es familiar, primero por la casa de venta de artículos para bebés y luego por la figura del pionero Carlos Gesell quien puso su apellido en la villa turística que fundó luego de domesticar la naturaleza de esa zona de la costa atlántica. Lo que pocos saben es que la villa hace honor a la memoria del padre de Carlos Gesell, Silvio Gesell, otro pionero en el mundo de los negocios primero y en el campo de las teorías económicas después. Silvio Gesell fue un próspero comerciante alemán, radicado en Argentina en 1887. A los 25 años llegó al país acompañado solamente por un cajón de madera repleto de instrumentos odontológicos, cajón que su hermano le había confiado para intentar fortuna en América. Liquidados los trámites aduaneros y con el cajón ya en su poder alquiló una modesta pieza de pensión donde se instaló sin más muebles que un armario y una mesa que usaba para comer y sobre la cual dormía de noche. En pocas semanas consiguió ubicar la mercadería en los consultorios de los odontólogos que visitó. Al tiempo y luego de un corto viaje a Alemania para organizar mejor las entregas, el moblaje de su pieza mejoró y ya compró una cama. Con el tiempo, aparecen también otros muebles hechos del material de los cajones que recibe regularmente con artículos desde Alemania. Trabajo y ahorro son sus lemas” (17).

La catalana Remey Nuez Fontanals llegó a Buenos Aires en 1947, a los veinte años. Sus primeros tiempos en la Argentina fueron muy difíciles. Lo recuerda más de cincuenta años después: “Llegamos a Buenos Aires y como mi marido no había hecho el servicio militar, lo llevaron preso, así que me quedé hasta que todo se arregló, sola. Después fregamos pisos... hicimos de todo. Vivíamos en un cuarto de pensión, con dos cajones de manzana y una tabla para comer; el colchón era de estopa, imagínate... Yo cocinaba con carbón y hervía los ravioles en una pava... pero más que nada comíamos hígado” (18).

En Tantas voces, una historia, Eleonora María Smolensky y Vera Vigevani Jarach destacan que, cuando arribaron los judíos italianos, “Algunos amigos argentinos judíos asumieron el compromiso de mitigar las dificultades de los comienzos. Ellos se encargaron de alojar a los recién llegados en hoteles o pensiones donde, por lo general, permanecieron durante escasos días. (...) Un segundo momento, de imprevisibles consecuencias, transcurrió en las pensiones que los hospedaron durante los meses siguientes”. (19)

Construyó una casa, en 1910, el abuelo del actor Pepe Soriano. En la actualidad, allí vive el nieto famoso con su familia: “Ladrillo y barro, chapa y madera. (...) En este buen lugar, donde hoy hay una galería vidriada con fuente y enredadera, su abuelo Giuseppe armaba a mano zapatos que jamás pesaban más de 300 gramos –era su regla de oro—mientras mascaba tabaco y hablaba en un calabrés imposible con el loro que lo escoltaba sobre una percha” (20).

Trincado, un inmigrante que llega de España en 1910, construye su casa en Villa Pueyrredón: “Aquella casa era una pieza de madera y forrada por afuera de zinc, sobre una plataforma a 40 cm del piso, ya que estaba cerca del arroyo Medrano y se inundaba con frecuencia. La cocina estaba separada y el baño al fondo. Sin necesidad de televisión o radio para acostarse a dormir, bastaba con que las gallinas comenzaran a discutir dormidas desde el fondo o que, cuando empezaba a llover, las ranas se convirtieran en una orquesta sensacional para entretener a todos los ‘oyentes’. (...) Era una zona de quintas y los chicos jugaban en la calle. Aquel Pueyrredón era un gran campo con lagunas donde se cazaban ranas. Había casas bajas, con calles de tierra, cuna de tantas travesuras” (21).

En ese barrio también se establecen los Feierstein. Ricardo, uno de los hijos de los inmigrantes polacos, escribió: “un jardín lleno de flores y manzanas, un baldío con pasto hasta las rodillas y dos arcos de fútbol señalizados con ramas y latas, una calle de tierra con el hueco preparado para jugar a las bolitas, (...) y hay también casitas de tejas rojas y hogares a leñas y un estrecho zaguán de paredes encaladas que de pronto se resquebrajan por una de sus grandes grietas y derraman desde allí, desde lo alto, (...) sueños y juguetes, árboles para treparse” (22).

En “El Antonio”, cuento incluido en La manifestación, Jorge Asís escribe: “Cómo no recordarlo, cómo olvidar los picados en las calles, y de la gallega neurótica que no daba la pelota cuando caía en su casa, o la devolvía cortada, y los piedrazos que caían de noche en su techo de chapa” (23).

A un departamento, en cambio, fueron los Kovacic al salir del Hotel, en El ángel del capitán, de Chuny Anzorreguy. Cuando el propietario italiano exige un garante del alquiler, el croata le contesta: “Escúcheme. Acabamos de llegar de Europa. No conozco a nadie. No tengo nada. Nada más que mi honor, que para mí es mucho. Usted alquíleme el departamento y yo le aseguro que a fin de mes va a recibir el pago, aunque tenga que matarme para conseguirlo. Crea en mí” (24).

Por la Avenida de Mayo caminaban los inmigrantes. Lo recuerda Alvaro Yunque, quien escribe: “Rumbo al oeste, por la Avenida/ esta ruda familia de italianos: A la cabeza el padre, un hombrachote/ que lleva un chiquitiño entre sus brazos;/ atrás de él dos muchachas, dos gringuitas/ de trenzas rubias y de ojos garzos;/ detrás la madre cuyo vientre elévase/ con la promesa de algún nuevo vástago;/ y aún detrás cansadamente marchan/ dos chicuelos cogidos de la mano;/ y golpean los rudos zapatones/ y exhiben los vestidos aldeanos/ aquellos inmigrantes que contemplan/ todo con grandes ojos asombrados” (25). Leonie J. Fournier evoca a los hispanos: “andaluces, madrileños/ que la Avenida de Mayo/ es como la casa de ellos” (26).

Notas

1 Márquez, Enrique: “Ya pasaron los 100 años y siguen lo más campantes”, en Clarín, Buenos Aires, 3 de noviembre de 2003.

2 Korn, Francis: “Buenos Aires siglo XX/ Los conventillos. Un sistema que reproducía a la sociedad en miniatura”, en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de 1999.

3 Sorrentino, Fernando: “ EL TRUJAMÁN Cocoliche italiano y cocoliche argentino (I)”, en Centro Virtual Cervantes, 27 de septiembre de 2005.

4 Vacarezza, Alberto: “Un sainete en un soneto”, en Cantos de la vida y de la tierra. 1944.

5 Elguera, Alberto y Boaglio, Carlos: La vida porteña en los años veinte. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1997.

6 Cabal, Graciela Beatriz y Contarbio, Delia: Carlitos Gardel. Buenos Aires, Libros del Quirquincho, 1991.

7 Katz, Jevel: “En el conventillo”, en Weinstein, Ana E. y Toker, Eliahu: “La rama argentina de la literatura ídish, y rama ídish de la liteatura argentina”, en Weinstein, Ana E. y Toker, Eliahu: La letra ídish en tierra argentina Bío-bibliografía de sus autores literarios. Buenos Aires, Milá, 2004.

8 León, Luis: “Allá por la calle 25 de Mayo”, en SEFARaires N° 24, Abril de 2004.

9 Laferrere, Gregorio de: ¡Jettatore!, en Laferrere, Gregorio de: ¡Jettatore! Las de Barranco. Buenos Aires, CEAL, 1968.

10  Sorrentino, Fernando: “Hombre de recursos”, en La venganza del muerto y otros cuentos con astucias. Buenos Aires, Alfaguara, 2003.

11 Bornemann, Elsa:  No hagan olas (Segundo pavotario ilustrado. 12 cuentos). Ilustraciones: O´Kif. Buenos Aires, Alfaguara, 1998.

12 S/F: “Todo comenzó en los conventillos”, en La Nación, Buenos Aires, 14 de mayo de 2000.

13 S/F: “De la Gran Aldea a la aldea global”, en La Prensa, 3 de diciembre de 2000.

14 Pujol, Sergio: Historia del baile. Buenos Aires, Emecé, 1999. 440 pp. (Biografías y memorias)

15 Korn, Francis: Buenos Aires, mundos particulares 1870- 1895- 1914- 1945. Buenos Aires, Sudamericana, 2004. 192 pp- (Ensayo).

16 García, María del Carmen: op cit

17 Ambrosini, Cristina: “Una mirada filosófica Lugares: Villa Gesell, en homenaje al economista Silvio Gesell. Un profeta entre Marx y Keynes”, en La Unión Digital, www.launion.com.ar, Edición Número 2539, Miércoles 28 de Enero de 2004.

18 Ceratto, Virginia: “Gris de ausencia. Volver a empezar en un mundo nuevo”, en La Capital, Mar del Plata, 26 de noviembre de 2000.

19 Vigevani Jarach, Vera y Smolensky, Eleonora M.: Tantas voces, una historia. Buenos Aires, Editorial Temas, 1999.

20 Artusa Marina: “El Nono”, en Clarín Viva, 26 de octubre de 2003.

21 Quirney Aguirre, Carla: “Don Elías Trincado”, en El Barrio Villa Pueyrredón, Buenos Aires, Septiembre de 2003.

22 Feierstein, Ricardo: “El barco hundido (Necochea, 1977)”, en Postales imaginarias. Viajes alrededor de la Tierra antes de Internet. Buenos Aires, Editorial Milá, 2002. (Colección Escrituras).

23 Asís, Jorge: “El Antonio”, en El cuento argentino 1959-1970* antología A. Castillo, D. Sáenz, H. Conti y otros. Seminario Crítica Literaria Raúl Scalabrini Ortiz (sel., prólogo y notas). Buenos Aires, CEAL, 1981 (Capítulo).

24 Anzorreguy, Chuny: op cit

25 Yunque, Alvaro: “Una familia de inmigrantes por la Avenida”, en Versos de la calle. Buenos Aires, Editorial Claridad, 1924.

26 Fournier, Leonie J.: Mi Argentina.

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Con esfuerzo, con nostalgia, vivieron los inmigrantes sus primeros días en nuestra tierra. Algunos volvieron a sus patrias, pero muchos se quedaron en esta nación de la que hoy emigran sus nietos.

* Este tìtulo ha sido utilizado anteriormente por Celia Vernaz.

IV 
Hacia el interior

La travesía ha llegado a su fin. Los pasajeros, con su documentación argentina, se encuentran con sus familiares, amigos, o empleadores, o se remiten a las instituciones que los orientan. Los que no tienen conocidos en la nueva tierra, sufren “las penurias del desembarco en Buenos Aires, Hotel de Inmigrantes y frustrada espera de un destino” (1). Días después, muchos viajarán hacia el interior. Hubo, también, quienes siguieron hacia los provincias sin bajar del barco en el que habían cruzado el mar.

En “La formación de una raza argentina”, José Ingenieros –nacido en Italia- se alegra de la adaptación al medio geográfico que se verifica en los inmigrantes: “Las variedades de la raza europea aquí trasplantadas sienten ya, en sus hijos argentinos, los efectos de la adaptación a otro medio físico, que engendra otras costumbres sociales. Los Andes, la Pampa, el Litoral, el Atlántico, la Selva, el Iguazú, son cosas nuestras, y solamente nuestras. Viviendo junto a ellas, las razas blancas inmigradas adquieren hábitos e ideas nuevas, hasta engendrar una variedad, distinta de las originarias” (2).

Notas

1 Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1991.

2 Ingenieros, José: “Ensayo de identidad”, en Clarín, Buenos Aires, 27 de febrero de 2000.

Gran Buenos Aires

En Barrio Gris, Joaquín Gómez Bas presenta a una española que vende leche en Sarandí: “El agua cubre ya la mitad de la calle. La gente comienza a utilizar el puente esquinero para atravesarla. Es un artefacto endeble y cimbreante que se yergue a más de cinco metros sobre el nivel del camino ordinario. Representa una hazaña ascender la escalera de carcomidos peldaños de madera, recorrer su piso de tablas inseguras y bajar por el extremo opuesto aferrándose a la barandilla resquebrajada por el sol y las lluvias. (...) Doña Micaela sube trabajosamente la escalera del puente acarreando un tarro de leche en cada mano. Trastabilla en los tramos y acompaña el peligroso tambaleo con imprecaciones más sucias que su indumentaria. Es grotesca como una vaca que bailara sobre sus patas traseras” (1).

Un personaje de esa novela encuentra una horrible muerte en la Argentina. Dice una noticia publicada en un diario: “Avellaneda. En el hospital municipal de esta ciudad falleció esta madrugada el obrero Martín Otero, español, de 23 años... La víctima, mientras trabajaba en  los establecimientos de La Sulfúrica, perdió pie y cayó a un estanque de ácidos... siendo infructuosos los auxilios que le prestaron sus compañeros... Intervino la comisaría...” (2).

En Avellaneda vivieron los Pizarnik: “Flora Pizarnik –nacida en Buenos Aires en 1936, apodada Buma, convertida en Alejandra con la edición de su segundo libro- hizo su elección definitiva por la poesía. Flora (Buma en idish) era la segunda hija del matrimonio formado por los rusos Elías Pizarnik y Rosa Bromiker, que en 1934 dejaron su Rovne natal (donde algunos años despúes los nazis masacraron a sus familias), para instalarse en los suburbios soleados de Avellaneda” (3).

"Para encontrar a Francisco Rapanaro hay que largarse hasta Lanús Este. Allí vive este artesano, de setenta años, con su familia. Ya jubilado, de su taller salen reproducciones metálicas de autos y carruajes a tracción a sangre a escalas casi perfectas. Nació en Grassano, en la región italiana de Basilicata, y a los diecinueve años llegó a la Argentina” (4).

En Temperley vivió el primero de los escoceses Prebble que pisó suelo argentino. Carlos Prebble resume la historia de sus antepasados: “Mi tatarabuelo Charles Prebble vino a la Argentina en el siglo XIX  para trabajar en el ferrocarril. Le fue tan bien, que cuando volvió a Escocia hizo edificar una mansión a la que llamó ‘Temperley’, en homenaje al barrio en el que había vivido”.

En “Historia popular de Burzaco”, escribe Daniel Alberto Chiarenza: “A don Ignacio Irigoyen lo reemplazó el coronel José Inocencio Arias, quien asumió (como era costumbre) el 1º de mayo de 1910, siendo su vicegobernador Don Ezequiel de la Serna. Durante su gobierno se creó la Escuela Práctica de Fruticultura y Chacra Experimental de Agricultura en Dolores. Tal vez el último comentario esté relacionado con la llegada de los primeros colonos japoneses que establecieron granjas o se dedicaron a la floricultura, precisamente, en la zona de Burzaco. (...) Burzaco es una ciudad que cuenta con una numerosa colonia de inmigrantes japoneses. Tal es así que la Asociación Japonesa de la Argentina, desde 1940, tiene su campo de deportes en Roca y Monteverde” (5).

En Quilmes, La Plata y Berisso, “se desarrolló, durante la década de 1920, una importante concentración de armenios gracias a las fuentes de trabajo en los frigoríficos de la zona. En la localidad de Berisso estaba el frigorífico Armour La Plata S.A. que inició sus operaciones en 1915. Entre dicho año y 1930, el 60% de su población obrera estaba constituida por hombres y mujeres provenientes de Europa y Asia. Los armenios compartieron con los italianos, españoles, rusos y árabes, las pesadas tareas en desfavorables condiciones de trabajo” (6).

Pedro Opeka, sacerdote en Madagascar, “tiene cincuenta y cinco años y dos padres eslovenos que se establecieron en Argentina tras huir de la Yugoslavia comunista de posguerra. Junto a ellos y sus siete hermanos se crió en Ramos Mejía, donde aún viven doña María y don Luis” (7)

Un griego es el propietario del copetín al paso Acrópolis. Relata el hijo –protagonista de Latas de cerveza en el Río de la Plata, novela de Jorge Stamadianos que fue distinguida con el Premio Emecé 1994/95-: “El Acrópolis está ubicado sobre el andén de una estación de la zona norte del Gran Buenos Aires que años atrás, en la década del 50, había conocido su época de esplendor. El lugar había crecido rápidamente en esos años dando origen a una calle principal donde se amontonaron todo tipo de comercios. (...) Mi viejo había hecho pintar el Partenón sobre los vidrios como un símbolo triunfal de su país, pero el paso del tiempo descascaró el dibujo, metamorfoseando esa imagen idílica –pintada de dorado- en la actual del monumento en ruinas” (8).

En el Tigre, la pequeña protagonista de Secretos de familia, de Graciela Beatriz Cabal, conoce a un alemán: “Doña Lola, que es la madre de mi novio, tiene anteojos azules y un diente negro. Don Oscar, que es el padre de mi novio, es alto y colorado. ‘Porque es alemán’, dice mi mamá. Pero éste no es maldito como los alemanes de Punta Mogotes y los que hacen la guerra: es alemán nomás, y arregla los barcos que se rompen” (9).

Mito Sela recuerda su infancia en San Martín, en la década del 30: “Crecí y me desarrollé en un barrio fuera de la Capital, ya provincia, sólo cruzando la Av. Gral. Paz. Este barrio –otro mundo- reunía en sus calles fábricas y galpones de la industria textil, que funcionaban sin descanso 24 horas diarias durante seis días a la semana. Junto a la industria se desarrolló un proletariado textil, formado por italianos, españoles y judíos, fervientes sindicalistas, que en su mayoría se identificaban con los distintos matices de la izquierda hasta la llegada del peronismo. En esos años agitados, de ruidos de telares y de efervescencia social, transcurrió mi niñez. La ubico entre los 6 y los 13 años” (10).

Entre los africanos –afirma Juan Carlos Coria-, “Las ocupaciones son muy variadas, pues van desde personal de a bordo, de distintas flotas comerciales o mercantes, hasta empleados en la administración pública, pasando por obreros, comerciantes al menudeo y muy pocos los que se han internado en las provincias, o se han dedicado a la agricultura ya como patrones o peones. (...) El asentamiento geográfico de la población de origen africano y de su descendencia, se concentra mayoritariamente en el Gran Buenos Aires, siendo muy pocos los que viven en la ciudad de Buenos Aires o en provincias del interior” (11).

Notas

1. Gómez Bas, Joaquín: Barrio Gris. Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora, 1963.

2. Gómez Bas, Joaquín: op. cit.

3. Amuchástegui, Irene: “Poeta del insomnio”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 14 de diciembre de 2003.

4. Marchetti, Ricardo: “Tres locos lindos”, en Clarín, Buenos Aires, 7 de octubre de 2002.

5. Chiarenza, Daniel Alberto: “Historia popular de Burzaco”, en  www.guiaburzaco.com.ar

6. Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: Los armenios en Buenos Aires. La búsqueda de la identidad 1900-1950. Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.

7. Savoia, Claudio: “Un milagro argentino en Africa”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 3 de agosto de 2003.

8. Stamadianos, Jorge: Latas de cerveza en el Río de la Plata. Buenos Aires, Emecé, 1995.

9. Cabal, Graciela Beatriz: Secretos de familia. Buenos Aires, Sudamericana, 2003. 280 pp.

10. Sela, Mito: Babilonia chica.Buenos Aires, Milá, 2006. 112 pp. (Imaginaria)

11. Coria, Juan Carlos: Pasado y presente de los Negros en Buenos Aires. Buenos Aires, octubre de 1997, Educar – Argentina.

Buenos Aires

En Miramar vivió el pampista Mauricio Chajchir. En sus memorias, el relata que en 1891 “se abrió el comité del Barón de Hirsch. Fue una salvación para los judíos y empezó el registro de las familias. Aceptaban solamente familias con hijos varones. Los que no los tenían, se daban maña. Hacían inscribir a un soltero como hijo y la cosa marchaba”. Cuando llegaron fueron alojados en el Hotel de Inmigrantes: "No sé de dónde surgió la versión que los cocineros y el personal eran judíos españoles y por consiguiente todo era kosher. Y ¡ah! Por primera vez durante todo el viaje, todo el pasaje disfrutó de una buena cena. Al día siguiente una comisión de mujeres fue a investigar a la cocina para ver si salaban la carne y se encontraron con una cabeza de cerdo sobre la mesa. Volvieron amargadas y tratando de vomitar lo que habían comido la noche anterior”. De Buenos Aires viajaron a Miramar y fueron hospedados en el Hotel Atlántico, donde permanecieron hasta que se inició el traslado a Entre Ríos. Chajchir escribe en sus memorias: “Lo que recuerdo de allí y lo conservo aún hoy día, es el gusto del té recocido y endulzado con azúcar negra, la que no era refinada y que hoy la llaman azúcar rubia. Ah! Hasta me parece que siento el gusto y el olor del té recocido con azúcar negra”. Recuerda en otro pasaje: “Nos habían dado matze para cuatro días, por lo que una delegación viajó a Villaguay y regresó al otro día en el tren con 5 bolsas de harina. De inmediato, al primer día hábil de la semana de Pésaj, jal-amoed, o mejor dicho la noche antes, calentaron y amasaron con palos improvisados. Una espuela de bota que se quitó un peón sirvió para cortar las hojas”. Cuenta una travesura que hizo con otros compañeros: “Yo sí que tomé clandestinamente un vaso de leche. Un día nos juntamos tres muchachos y fuimos por una senda a una casita, de la que habíamos oído que convidaban con leche a los visitantes. Fuimos repitiendo todo el camino la palabra leche para no olvidarnos. Llegamos, el más grande de nosotros dijo –leche-, largaron una carcajada y nos dieron un vaso de leche a cada uno. Como no sabíamos cómo decir gracias, hicimos una reverencia en señal de agradecimiento. Y hubo más carcajadas” (1).

Muchos italianos fueron pescadores, en Mar del Plata. Un descendiente se refiere a la vida cotidiana de uno de estos inmigrantes: “A Juan Carlos D’Amico lo llaman Chupete. (...) A Chupete le gusta su profesión, la misma de su padre y de sus dos abuelos italianos. Para ellos, toda la vida giró en torno a la pesca. ‘Mi abuelo llegaba a la casa, se lavaba y preparaba el chupín. Mientras se cocinaba, tejía la red. Todos los días un poquito. Terminaba de coser, comía, y se iba a dormir hasta el otro día, que volvía a pescar. Esa era la vida de él” (2).

José Navarro y Humberto Sánchez fundaron en Mar del Plata la tienda “Los gallegos”: “Con poca mercadería y muchas ganas de ganar dinero, los dos gallegos dormirían muchas noches sobre los dos únicos mostradores de la tienda vencidos por el cansancio de largas horas de trabajo y temerosos que un desborde del arroyo se llevara rápidamente las ganancias del mes”. A ellos se sumaron más tarde los empleados Enrique Martínez y José Vicario. “Recuerda doña ‘Conce’, la esposa de José Vicario que ‘cuando ellos (Vicario, Martínez y Navarro) iban al campo a hacer propaganda y vender, nosotras las mujeres, preparábamos las viandas. Es que estaban afuera varios días y debían llevar la comida. Sí, claro que con la señora de Martínez tratábamos de ayudar. Hubo épocas muy malas, como aquella de la crisis del 30... bueno, nosotras confeccionábamos ropa interior, camisetas y todas esas prendas para ser vendidas en la tienda...” (3).

En Mar del Plata, viven también los valencianos. Ellos realizan, año tras año, la Falla que sus mayores trajeron de España. Una noticia publicada en el diario La Capital en marzo de 2004 informa: “Desde ayer y hasta el sábado próximo se desarrolla en la ciudad de Mar del Plata la 50º edición de la Semana Fallera. La celebración es organizada por la Unión Regional Valenciana y se realiza en la céntrica plaza Colón. Todas las noches se ofrecen delicias gastronómicas y suben al escenario agrupaciones de música y baile de distintos puntos del país. (...) La celebración, con epicentro en la ciudad española de Valencia, alcanzará el máximo esplendor el sábado próximo cuando a partir de las 21 se realice un espectáculo de fuegos artificiales y luego, desde las 22, se proceda a la crema del monumento principal de la Falla 2004. La asistencia se estima entre 80 y 100 mil personas. (...) Este año la estructura del monumento principal instalado en la plaza Colón consiste en enormes castillos que simbolizan al Fondo Monetario Internacional y un galeón, que representa a nuestro país, que intenta alejarse del lugar. Entre los muñecos que forman parte de la escena se destaca la réplica del presidente Néstor Kirchner. La instalación tiene una altura de 31 metros y está confeccionada con madera y cartón. Precisamente el ritual de la "crema" consiste en prender fuego la obra de arte, que por lo general está inspirada en algún hecho saliente de la escena nacional o internacional” (4).

Hay gitanos en Mar del Plata. Algunas de sus composiciones han sido recopiladas por Perla Miguelí y transcriptas musicalmente por Pedro Leguizamón. Escribe Miguelí: “las canciones nuestras están basadas siempre en hechos reales, en acontecimientos que han pasado. Son anécdotas cantadas, inspiradas por el protagonista o por algún antepasado que transmitió el caso como canción. Pequeñas historias que pueden haber parecido importantes sólo para el grupo, en el momento de componerse, pero que con el paso de las generaciones adquieren una grandeza especial, una ternura, una bella sencillez, una frescura que nos cautivan a los que tenemos en nuestros oídos mucho más material de música (por discos, cassettes, compactos, radio, televisión, etc) que los que se podrían tener en otras épocas. Muy ocasionalmente, hoy en día en alguna fiesta o reunión se entonan canciones gitanas, para sorpresa y deleite de los presentes” (5).

En Villa Gesell vive Valeria Rodziewicz, “una encantadora ex enfermera polaca, sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial”. La anciana “nació en Wilno (Vilna hoy), Lituania, el 27 de diciembre de 1913. Por entonces, el territorio lituano pertenecía a la Rusia zarista”. Recuerda la guerra. En Polonia, en 1939, “La comida escaseaba, sólo teníamos arroz y la carne de los caballos muertos esparcidos por las calles. Cuando los alemanes llegaron al hospital, me echaron, con el pretexto de que no figuraba como enfermera estable. De golpe me quedé sin trabajo y me instalé en un albergue para estudiantes. Para poder comer tenía que vender mi sangre para las transfusiones” (6).

En Villa Gesell se estableció “el matrimonio que formaban la princesa María Windesgraetz y el conde Esteban Károlyi, de la nobleza húngara. Como tantos europeos de la posguerra, los Károlyi eligieron Villa Gesell para vivir y para ofrecer a turistas y amigos la mejor atención personal de la familia” (7).

En Necochea vive Amy Stirling –que “había sido inglesa, linda y joven”-, en un texto de María Esther de Miguel: “Cuando llegó a Necochea, no fue casualidad quedarse: cierto matiz del puerto le recordó suburbios de su ciudad. Yo la conocí una noche en Quequén: vieja, borracha y sentimental. Parecía un clown, exageradamente maquillada, propensa al disparate. Me informaron: está loca. Pero no lo creí” (8).

María M. Bjerg es la autora de Entre Sofie y Tovelille Una historia de los inmigrantes daneses en la Argentina (1848-1930), “una versión revisada y abreviada” de su tesis doctoral, dirigida por Fernando Devoto. En esa obra, ella evoca a su abuela dinamarquesa, que vivía en Necochea: “Entre mis recuerdos infantiles guardaré para siempre aquellos viajes familiares que hacíamos desde Juan N. Fernández a Necochea para pasar el día en lo de la abuela Frida. Los ochenta kilómetros que separaban esos dos lugares resumían el tránsito imaginario a un mundo mucho más distante por el que yo sentía una profunda fascinación. En el porche de la casa los visitantes éramos recibidos por un elocuente anfitrión: un zueco rojo de madera que la abuela había traído de Dinamarca. Aquel zueco, que colgaba a un costado de la puerta principal y en el que nadie parecía reparar, me señalaba la entrada al mundo de Frida. Un mundo en el que esa mujer –por momentos inescrutable, que no hablaba bien el castellano y que se dirigía a mi padre casi siempre en danés- había recreado una parte de su pasado y de su tierra a la que ya sólo la unía la nostalgia y la certeza de que el retorno al lugar de nuestros orígenes nos condena a movernos en un paisaje de imágenes y sensaciones que ya no podemos reconocer” (9).

Cerca de Médanos abrieron la Proveeduría “El Progreso” los hermanos Martínez y la esposa de uno de ellos. “Tanto Paco como Pepe –relata Isaías Leo Kremer- eran medio duros de entendederas, pro nunca dejaron de pagar sus cuentas, ni de tener preparados los billetes para los proveedores, cuando estos presentaban sus facturas. (...) Los gallegos, no sólo eran muy trabajadores, sino que hacían todo solos, no contrataban personal alguno; esto, unido a una vida austera, hizo que pronto cimentaran su posición” (10).

El pionero holandés Diego Zijlstra relata en Cual ovejas sin pastor: “Desde Buenos Aires, y previo paso por el Hotel de Inmigrantes, un grupo llegó en tren hasta Tres Arroyos, mientras que otros se instalaron en Cascallares, en la llamada Colonia del Castillo” (11).

El ensayo “La construcción de nuestra identidad”, de Angela Mónica Waksman, fue distinguido con una Mención de Honor en el Concurso AMIA 2004 Juana y Julio Kolonsky. En ese texto, ella relata que en Tres Arroyos vivieron sus antepasados: “Me pusieron ese nombre porque la tía mayor de papá había muerto tres meses antes de que yo naciera. Ese era mi nombre en castellano que, seguramente, mi bisabuela, pobre, copió de alguna vecina de Tres Arroyos. Allí había ido a vivir con sus hijos pequeños cuando mi bisabuelo, apenas llegado a tierras de Sudamérica, decidió buscar su propio ‘El Dorado’ en el norte del continente, abandonando a mi bisabuela, la bobe Berta. Para su empresa conquistadora se llevó a sus hijos varones mayores y dejó a esa mujer fuerte, siempre vestida de negro y con un rodete encanecido y muy prolijo” (12).

En el Buenos Aires Herald, Michael John Geraghty relata que en 1889 arribó el SS City of Dresden con alrededor de dos mil pasajeros. Se dirigieron a Napostá, cerca de Bahía Blanca, desde donde, en 1891, quinientos veinte colonos regresaron a Buenos Aires, “broken in spirit, uterly destituted” (13).

Go west! Esa era la consigna del padre Antonio Fahy, uno de los personajes más emblemáticos de la comunidad irlandesa en el país. ‘Entre 1840 y 1850, Fahy recibía a los irlandeses en el puerto de Buenos Aires y los convencía de que se fueran al campo, al Oeste, a criar ovejas. Después los visitaba y los iba casando entre ellos’, cuenta Teresa Deane” (14).

“ ‘A mi abuelo Gaynor lo cargaron los ingleses en un barco a los 19 años, por rebelde, en 1857. Los últimos quince días antes de embarcarse lo único que comió fueron ortigas hervidas, porque no había ni para pan. A su hermano lo mandaron a Tasmania, donde se convirtió en un bandolero legendario. Eran barcos de vela, los cargaban para que se hundieran en el mar, y si llegaban a algún lado era por obra de Dios. La gente venía desnutrida y muchos morían durante el viaje. Mi abuelo fue a dar al Hotel de Inmigrantes, con apenas 45 centavos en el bolsillo’. Mateo Kelly –botas y bombachas de gaucho- ofrece un mate en su casa de San Antonio de Areco. Tiene 86 años, una memoria prodigiosa y cientos de historias. ‘Los criollos les daban a los irlandeses mil ovejas y un pedazo de campo –sigue-. Exigían el 66 por ciento de los corderos y la lana. Los irlandeses se quedaban con el tercio restante y así, en ocho o diez años, salían a flote. Era una vida dura. Vivían en taperas, ranchos de adoba, con puertas de cuero de oveja y en la frontera con el indio. Pero así mi abuelo Gaynor, que llegó sin nada, pudo comprar campo en San Andrés de Giles” (15).

En 1878, ocho familias y tres solteros volguenses fundaron Kaminka, un pueblo que más tarde cambiaría su nombre: “Cuando los colonos llegaron a Hinojo ya contaban con casillas provisorias instaladas y, cumpliendo con lo prometido, el gobierno les cedió animales y un arado como así también medios para su manutención por un año” (16).

Los volguenses que fundaron Colonia San Miguel “de las bodegas del antiguo trasatlántico pasan a los incómodos asientos de un vetusto coche ferroviario de la empresa inglesa de ferrocarril que los traslada hasta su estación terminal, Azul, pues hasta allí llegaba. Para completar los treinta y cinco kilómetros que les faltaba para llegar a su destino definitivo, abordaron una tradicional carreta, cuyos pesados bueyes los conducen hasta un paraje denominado San Jacinto, en el partido de Olavarría (...) Dos años en ese lugar, en contínuos sobresaltos por la lucha contra los malones indígenas, con armas que ellos mismos implementaban, bastaron para determinar la búsqueda de un sector más propicio. Encontrando, algo más al este, tierras más aptas y más alejadas de los peligros del indio. (...) Por mayoría deciden establecer allí su definitivo asentamiento, que debía llevar el nombre de uno de los tres patriarcas de mayor edad: Juan Ruppel, Pedro Kessler y Miguel Stoessel. Echada fue la suerte y don Miguel Stoessel fue el favorecido para transmitir su nombre a la nueva colonia. De ahí en más se denominaría ‘Colonia San Miguel’ ” (17).

El bisabuelo de Zahira Juana Ketzelman llegó a Azul con su familia, pero, molesto por la actitud de los lugareños para con sus hijas casaderas, se fue de esa localidad (18). Otros, se quedaron: “Las diferentes expediciones realizadas con el fin de ensanchar los límites de la frontera eran complementadas por los gobiernos mediante el dictado de las leyes de enfiteusis. De esta manera atraían al colono y al extranjero. En virtud de ellas, legiones de inmigrantes vascos, franceses e italianos se introdujeron en el desierto a fin de explotar esas tierras que se les proporcionaba. Esos pobladores como don Pablo Acosta, don Miguel Rodríguez Machado se trasladaron a estas regiones y en virtud de salvaguardar sus vidas, su hacienda y, a fin de favorecer el comercio interno, se creó la línea de frontera del Arroyo Azul” (19).

A fines del siglo XIX, en la frontera vive un flamenco, personaje creado por Eugenio Juan Zappietro en De aquí hasta el alba. Roger Bary era “mercader en aquella esquina del infierno” y entra en tratativas con los indígenas, aún a costa de las vidas de sus hijas, sólo para salvar el pellejo”. En esa misma novela, el desierto alberga los restos de un estadounidense: “Un hombre delgado y macilento que era ingeniero del ejèrcito, habìa llegado para estudiar la posibilidad de trasladar el asiento de las tropas un poco màs hacia el mar. Se habìa llamado Jewison y era un americano de Tejas, muy golpeado por la enfermedad que habìa contraido al atravesar la Florida. Jewison tenìa treinta y cinco años y un Colt Forntier a la cintura; vestìa levitòn Prìncipe Alberto y fumaba cigarrillos muy suaves, ambarinos, de Virginia”. Una noche, “quedò con los ojos abiertos, mirando el techo de paja trenzada, inmòvil como una piedra. Habìa muerto sonriendo, cara a un cielo extraño, tal vez muy semejante al de las interminables noches de su Tejas natal” (20).

Décadas después, Mario, protagonista de Hermana y sombra, de Bernardo Verbitsky, recuerda al español que les vendía leche: “Dejamos en Bahía Blanca varias cuentas impagas, pero la que realmente nos preocupaba era la del lechero, un español bajito y menudo, a quien se le formaban unas arruguitas alrededor de los ojos al sonreír, lo que hacía con frecuencia. Vestía algo parecido a un chaleco oscuro, sin magas, usaba faja, y un chambergo negro echado ligeramente hacia la nuca. Teóricamente, lepagábamos mensualmente los cinco litros que nos dejaba cada día pero siempre fue tolerante para el cobro, aceptando los pretextos con que explicábamos nuestra condición de deudores morosos. En los últimos meses no pudimos darle un centavo sin que él suspendiera el suministro de nuestro principal alimento. Nuestra convicción, reafirmada más de una vez por mamá, era que a ese pequeño español bondadoso debíamos el no haber muerto de hambre, sobre todo nuestra hermanita a quien no le faltaron nunca varias mamaderas diarias para suplir los pechos casi secos de mamá” (21).

En 1844, llegó a la Argentina el danés Juan Fugl, pionero que se estableció en Tandil cuando los indios habitaban la región. El “relató que después del sitio indígena de Tandil en el mes de noviembre de 1855, ‘Al fin de cuentas, los soldados que llegaron no habían resultado mucho mejor que los salvajes, pues en las casas abandonadas que encontraron, robaron todo lo que pudieron y les fuera útil’. Resultaba notorio que la Guardia Nacional por lo general llegaba después de que los indios habían hecho los peores destrozos” (22).

Señala John Lynch que “Los pioneros, en muchos casos, fueron los colonos inmigrantes y desde el comienzo de la década de 1880 la cría de ovejas también llegaría a Tandil. (...) Los inmigrantes también podían convertirse en víctimas de la especulación con la tierra; cuando los especuladores compraban tierras a bajo costo y las vendían a los recién llegados a precios más altos o cuando se subdividían o arrendaban las grandes propiedades” (23)

En esa localidad, a fines del siglo XIX, se establecieron mis bisabuelos, el matrimonio integrado por Guillermo Paggi y Lucía Silvani, procedente de Lombardía.

Otro lombardo afincado en Tandil, Martín Illia –quien más tarde sería padre del presidente-, logró “salvarse de un malón que arrasó con los pobladores de la zona” y regresó a Italia. Corría 1872, el año de la “masacre” –en la que no tuvieron que ver los indios- que costó la vida a muchos extranjeros. “En 1876, volvió solo al país, trabajando como jornalero en la construcción de ferrocarriles” (24).

Hugo Nario describió la dura vida de los picapedreros en Tandil: “Despeñarse, quedar aplastado por el desprendimiento de piedras o cascajo, perder un ojo reventado por una escalla o por un pinchote mal templado, morir destrozado por una voladura imprevista, caer bajo las ruedas de las zorras que bajaban cargadas de material desde lo alto de la pendiente, o carros cuyo control de descenso se perdía, y volcando arrastraban por el precipicio a caballos y conductor. Y en todo tiempo, el arresto, el allanamiento, las redadas, días y meses de encierro, la amenaza de la deportación, a veces sin proceso” (25).

Sobre Colonia Urquiza, escribe Gabriela Bovcon: “En sus comienzos, los primeros en ocupar estas tierras fueron: Guillermo Décker, de origen holandés, seguido por el inglés John Mhay, dueños originarios del territorio. A partir de la ley de Nacionalización de grandes latifundios, durante el gobierno de Juan Domingo Perón, estos terratenientes deciden negociar sus tierras La colonia fue pensada por el Consejo Agrario Nacional como resultado del segundo plan quinquenal para que, grupos de diversas nacionalidades europeas se instalaran y desempeñaran la actividad agrícola. Es así que las primeras familias en llegar al lugar fueron de origen italiano, entre ellas: la familia Di Carlo, Petíx, Fanara y Parrillo. (...) los italianos ingresaron a la colonia para trabajar la tierra, porque se les proporcionaba un territorio, en donde veían muchas posibilidades de progreso para ellos” (26).

“Baradero se convirtió en asiento de una de las primeras colonias, fundada por familias suizas, el 4 de febrero de 1856” (27). En noviembre de 2000 se llevó a cabo, en el Salón Azul del Honorable Congreso de la Nación, la muestra “De los Alpes a las pampas  Un  siglo y medio de presencia suiza en Baradero” (28). La organizaron la Bibliotheque Cantonale et Universitaire de Fribourg, la Association Baradero-Fribourg (Suiza), la Sociedad Suiza de Baradero (Depto. Historia) y el Honorable Senado de la Nación”.

En el discurso pronunciado con ocasión de otorgársele la ciudadanía italiana y la Medalla de Oro a la Cultura Italiana en la Argentina, dijo Ernesto Sábato: “En el siglo pasado, mis padres llegaron a estas playas con la esperanza de fecundar una tierra de promisión. Se instalaron en la ciudad de Rojas, donde tuvieron un pequeño molino harinero” (29).

En su poema “La Condra”, Fulvio Milano canta: “Así la llamaba el abuelo italiano. No sé/ qué significa este nombre. Condra,/ la yegua blanca que atábamos al sulky./ ¿Qué voy a hacer, Dios mío, con este/ nombre raro/ a través de la gente, a través del olvido?/ La Condra, impredecible de caprichos en/ los caminos rurales,/ batía al aire los remos nerviosos, disparaba/ por fantásticos ríos/ tronaba el abuelo, y yo veía palidecer/ en tambaleante escorzo el angustioso sueño/ de la llanura” (30).

Aurora Alonso de Rocha se refiere a los editores de periódicos de Olavarría, localidad bonaerense: “Los españoles, dueños de un buen idioma hablado y, seguramente, monopolizadores del español escrito en un país babélico, eran los editores obligados” (31).

En “José Balbino, el portugués” (32), Maria Elena Massa de Larregle relata la historia de este inmigrante. “El había nacido en Portugal el 9 de marzo de 1900. Casado con Ana Brígida Ferreyra y padre de una niña (María, hoy señora de Elbey), pasó con ellas a Francia por un breve tiempo, y desde allí vinieron todos a la Argentina en 1930. Su lugar de radicación fue una cantera próxima a Villa Mónica, llamada según referencias Cerro del Aguila, donde trabajó como picapedrero. Era ése un oficio duro pero muy requerido en tiempos en que continuaba avanzando el empedrado en ciudades del interior (recién después del año 1938 fue desplazado por el asfalto, llegando esa tarea de recambio a Olavarría, hasta tiempos de la intendencia de Alfieri, en los años setenta”. Por participar en una huelga de obreros, se quedó sin empleo. “Una circunstancia fortuita lo constituyó en dueño de un colectivo marca Chevrolet: fue la forma de poder cobrar una suma que le adeudaban por salarios. Y con ese vehículo, tuvo la posibilidad de iniciar lo que sería su ocupación de allí en más: conducir el UNICO medio para viajar entre Bolívar y Olavarría en forma directa y en colectivo”. Años más tarde, la muerte se le anunció estando al volante: “Continuó en Olavarría un tiempo más en viajes particulares para CORPI, para escuelas de educación especial. En una de estas tareas de transporte, llevando en su viejo colectivo chicos de una Escuela Diferenciada (como se llamaban entonces) lo alcanzó el invisible rayo de su destino. Sintiéndose mal, tuvo lucidez y un último gesto de responsabilidad, por las vidas que transportaba, para quitar el pie del acelerador y llevar con suavidad la marcha hacia el borde de la vereda. Y dejó que el infarto hiciera su obra. Falleció a los cuatro días, el 30 de enero de 1968. Preguntó por ‘los chicos’ –los escolares- y cerró los ojos. Se había cumplido un ciclo en una vida”.

Antonio Dal Masetto llegó a Salto a los doce años, donde –afirma en una entrevista- “Empezó el duro aprendizaje, la transculturación. Cansado de que lo cargasen por su forma de hablar, decidió esforzarse para aprender el castellano. Para eso recurrió al arte. Su padre se asoció con su tío en una carnicería. Dal Masetto empezó a seleccionar las revistas que llegaban para envolver y, entre los globitos y el dibujo de las historietas, empezó a adentrarse en el idioma” (33).

En “Pleamar”, Oscar González evoca al capitán Griffith George, quien, tras naufragar en 1883, se radicó en la estancia “Los Yngleses”, en el Partido de General Lavalle (34).

Marcos Alpersohn fue pionero en la colonia Mauricio, en la provincia de Buenos Aires, y primer cronista de un asentamiento judío en la Argentina. “Dejó escrito su interesante testimonio sobre la llegada al país, en 1891”, en el que  manifiesta: “Nadie nos recibió en la estación: ningún empleado de la empresa colonizadora del Barón nos aguardaba. El jefe de la estación de Casares, un morocho alto, de tupida cabellera encrespada, salía a cada rato de su oficina y sonreía zalameramente a nuestras hermosas mujercitas; pero al ver que ninguna de ellas le prestaba la menor atención, irritóse, al parecer, sacudió su melena, se encerró en su oficina y no volvió a salir. Aquellos de nosotros que conservaban aún en sus hatillos un pedazo de pan, hicieron uso de él. Poco a poco los niños fueron sintiendo hambre y nos dispersamos por los almacenes en busca de pan, pero ese artículo no se encontraba en ninguna parte. Los ojos se nos salían de impaciencia mirando en todas las direcciones, por si llegaba alguien para conducirnos hacia "nuestras" chacras. Así pasaron horas tras horas, sin que apareciera nadie. La gente empezó a irritarse, cundió el descontento, primero quedamente y luego con fuerza cada vez mayor. Grupitos de los nuestros se ubicaron al lado de los rieles y peroraban gesticulando con las manos y los pies. Lentamente el desaliento y la desesperación fueron penetrando en los corazones, creciendo de instante en instante. Los ojos de todos se fijaron en los yuyales: "íAhí vienen!", parecían decir. Algunos lanzaron, a cuenta de los negligentes funcionarios colonizadores, ciertos improperios en lengua rusa. Otros se diseminaron por los senderos de la maleza, pero al rato volvieron, jadeantes, sudorosos, cubiertos de abrojos. Así transcurrió el día hasta las dos de la tarde. Súbitamente se dejó oír el chasquido de un látigo y de entre los yuyos apareció una carreta de ruedas altísimas, uncida a una decena de caballos. Detrás de ella venía otra y otra, hasta completar ocho, todas sobre dos extrañas ruedas y se colocaron en fila, a lo largo de la vía férrea. Un joven rubio, montado en un caballo arisco, llegó al instante y ordenó algo a los negros que manejaban las carretas y acto seguido cada uno de ellos desparramó desde arriba, directamente sobre la hierba, una montaña de galletas secas. Otro señor, joven, blanco como la leche, de rasgos finos y delicados movimientos, llegó en un caballo lindamente enjaezado, nos saludó en alemán y se presentó como nuestro administrador, el señor Gerbil. El que tenga hambre, que coma de estas galletas -nos dijo. Debido a que nuestro pudor había quedado quebrantado en la frontera alemana, al primer bocado de misericordia que nos arrojaran los judíos tudescos, y debido también, en parte, al hambre que nos venía apretando, no demostramos ninguna resistencia ahora; sin dejarnos rogar nos lanzamos como salvajes sobre los panecillos de la mendicidad, disputándonoslos. Los rostros broncíneos de los argentinos, al ver esta escena, se contrajeron de espasmo; agitaron fuertemente las manos y viendo que las criaturas hambrientas no podían romper con sus tiernos dientes las galletas petrificadas, bajaron de las carretas y nos enseñaron cómo proceder con aquel manjar; golpearon las galletas contra las llantas de las ruedas y las quebraron como pedazos de vidrio; luego metieron los trozos en agua, y se los lanzaron a los chicos, hambrientos, murmurando: "íPobres niños! íPobres inmigrantes!" (...)” (35).

Mario Goloboff rercuerda su infancia en Carlos Casares: “fui un bilingüe auditivo de nacimiento. Lamentablemente, no hablé el idish, pero sin duda fue la primera lengua que oí y escuché en mi infancia. Y entre los dolores y terrores de la infancia y de la guerra (en aquel momento, en su esplendor), y en un pueblo como Carlos Casares (uno de las colonias judías más importantes que hubo en la provincia de Buenos Aires), me tocó vivir desde muy chico los temores familiares y las pocas esperanzas de que las cosas terminaran bien. Creo que esto, junto a la lengua, es lo que me ha marcado más profundamente” (36).

Nissin Mayo entrevistó a Salvador Cohen, quien relató: “Mi papá, Mair Cohen y mamá, Raquel Cohen (no eran parientes)  se conocían de Magnasía (hoy Manisa), un pueblo cercano a Esmirna, Turquía. Papá llegó a la Argentina alrededor de 1910 y ella  por 1921. Se casaron en Buenos Aires,  donde yo nací  el 31 de julio de 1923. (...) A su llegada a la Argentina él se instala en Gral. Villegas, Pcia. de Buenos Aires, con un negocio de zapatillas, telas y ropas. Lo ayudaban mi tío Aarón, (hermano de mamá que llegó de Turquía por 1910) y  mamá, que también hacía los trabajos de la casa. Los miércoles, papá salía a vender en el pueblo. (...) Mi tío Aarón, que vivía con nosotros, rezaba las oraciones en hebreo todas las mañanas, poniéndose en la cabeza una carpetita en forma de kipá (gorrita) con la cual a veces salía, sin darse cuenta,  a la calle. Mi tío hablaba cinco idiomas, entre otros el djudeo español .  El negocio sólo cerraba en Iom Kipur (día del Ayuno y el  Perdón Divino) y un cartelito anunciaba: ‘cerrado por balance’. (...) En Villegas cursé la escuela  primaria. En el segundo grado nos pegaba la maestra, Srita. Balán. Usábamos gorra de vasco, que debíamos sacárnosla cuando saludábamos a las mujeres; si no lo hacíamos nos tiraban de las orejas hasta dejárnoslas rojas. En 1933, recuerdo, hubo una gran invasión de langostas; las paredes se pusieron negras y tuvieron que eliminarlas con aplanadoras. En una ocasión, un zapatero italiano, cuando yo jugaba con su hijo a la pelota, agarró su cuchillo de zapatero y me dijo jugando: ‘ te corto, te corto’, y me hizo un corte en la pierna izquierda. Todavía tengo la marca. En Villegas me recibí de tenedor de libros en 1934. Mi hermana Victoria, debió estudiar obligatoriamente, en el Colegio, religión católica”. El entrevistado recuerda a General Villegas “como un pueblo agrícola-ganadero, de casas bajas, con dos cines, simpático y económicamente progresista. Había muchos ingleses,  exposiciones y ventas de ganado, con la intervención casi permanente del martillero Bullrich. Allí tenía amigos. Jugábamos a la pelota y con el trompo y las bolitas. Con ellos y mi familia,  pasé una infancia y adolescencia  feliz” (37).

En San Vicente vivió la viuda de Oskar Schindler. “El libro Yo, Oskar Schindler (38), una recopilación de documentos fidedignos y originales, según su autora, Erika Rosenberg, intenta reivindicar la imagen de Schindler frente a la que presentó Steven Spielberg en su película sobre este empresario alemán salvador de miles de judíos. La escritora argentina, quien presentó en Budapest la versión húngara de este libro escrito originalmente en alemán y presentado el año pasado en la Feria Internacional del Libro de Frankfurt, recalcó que siente ‘una obligación moral, como amiga de la viuda de Schindler, de borrar esa imagen de 'don Juan' y especulador que ofreció Spielberg en La Lista de Schindler'. Rosemberg señaló que ‘quizás ésta sea una de las mejores formas de recordar la memoria de Oscar Schindler, fallecido en Alemania en 1974, y de la viuda de Schindler, Emilie, quien falleció hace una semana, a los 93 años de edad, en Brandemburgo’. Schindler, junto a su esposa, salvó la vida de más de 1.300 judíos al darles trabajo en su fábrica y protegerles así de la deportación, recalcó la autora del libro y biógrafa de Emilie Schindler. El industrial alemán, además, repartió más de dos millones de marcos entre los judíos a quienes salvó, según atestiguan los documentos, explicó Rosenberg. ‘Yo nunca vi que los estadounidenses hayan puesto en una película las buenas actuaciones de un alemán, así que Spielberg no podía hacer otra cosa que lo que hizo», señaló Rosenberg. ‘Una película nacida de un sentimiento estadounidense, dirigida por un director estadounidense y escrita por un australiano presentado al público como americano, no pudo tener otro resultado que La lista de Schindler’, comentó la escritora argentina. ‘Es cierto que Spielberg no pudo utilizar la documentación que aparece en mi libro porque no sabía de su existencia, ya que la misma apareció en el año 1998, pero mi pregunta es que por qué no utilizó a la viuda’, recalcó Rosenberg. Agregó que, ‘según la carta que tengo en mi poder, Spielberg invitó a Emilie Schindler a Jerusalén para rodar las últimas imágenes de su película, como una sobreviviente y nada más’ “ (39).

Oskar Schindler “Después de la guerra, dirigió un rancho en Argentina (1949-1957), quebró y regresó a Alemania. En 1961 fue invitado a Israel, donde recibió la Cruz del Mérito en 1966 y una pensión del Estado en 1968. La novela de Thomas Keneally, El arca de Schindler (1982), fue llevada al cine con el título de La lista de Schindler, en 1994 por el director Steven Spielberg, y obtuvo los premios Oscar más importantes, entre otros al mejor director y a la mejor película en ese año, dando a conocer las actividades de este héroe de guerra a un público mucho más numeroso” (40).

En Matanzas se afincó el gringo Sardetti, a quien Juan Moreira mata por haber negado la deuda que tenía con el gaucho. “Concluyamos que es tarde –dijo levantándose de pronto-. Amigo Sardetti, vengo a que me pague los diez mil pesos o a cumplir mi palabra empeñada. El pulpero vaciló, miró con espanto a Moreira, y dirigiendo una mirada de suprema súplica al paisano que había tratado de disuadir a aquel terrible acreedor, respondió de una manera humilde y quejumbrosa:  -Yo no tengo plata, amigo Moreira; espérese unos días, y le juro por Dios que le he de pagar hasta el último peso. -No espero más –contestó el paisano con suprema altivez-; vengan los diez mil pesos o te abro diez bocas en el cuerpo, para que por ellas puedas contar que Juan Moreira cumple lo que promete, aunque lo lleve el diablo.   Y con la mano segura desnudó su daga, que brilló con un fulgor siniestro.    Los paisanos habían quedado helados; Sardetti estaba más muerto que vivo, y Moreira, arrogante y altivo, con la daga en la mano y la manta de vicuña volcada sobre el brazo izquierdo, estaba allí como el ángel del exterminio.  -O pagas sobre el acto –dijo imperiosamente Moreira-, o te abro como un peludo. -No tengo plata –balbuceó el pulpero en una especie de estertor, mientras el paisano que desde un principio había tratado de evitar el lance, se cruzaba delante de la daga de Moreira, diciéndole:  -No te pierdas, hermano; el gringo no vale la pena y vas a tener que huir del pago”  (41).

En Don Segundo Sombra, Ricardo Güiraldes escribe acerca de ”la desvergüenza del gringo Culasso que había vendido por veinte pesos a su hija de doce años al viejo Salomovich, dueño del prostíbulo” (42).

En San Nicolás vivió Frances Armstrong de Bessler, que había nacido en Elma, Estado de Nueva York, en 1862. Llegó a la Argentina en 1879. “Había cursado estudios en la escuela secundaria de Buffalo y se graduó como profesora en la escuela normal de Winona. Fue destinada a la Escuela Normal de Catamarca, donde actuó como secretaria y profesora. Luego de seis años de eficaz desempeño, en 1884 el gobierno le encargó la organización de la Escuela Normal de Córdoba, de donde pasó a San Nicolás para cumplir igual cometido. Permaneció veinticinco años al frente de este establecimiento, hasta que se retiró. Había contraido enlace con el doctor John Alfred Bessler y durante su permanencia en San Nicolás conquistó el cariño de discípulos y amistades. Lo mismo que su hermana Minnie, poseía condiciones naturales para la música. Cantó y tocó el órgano en una iglesia de Buenos Aires hasta que la parálisis atacó sus manos. Falleció en esta ciudad el 6 de mayo de 1928” (43).

Elena Guimil es la autora de “Mi búho” (44), uno de los seis relatos del Premio La Nación 1999 de Cuento Infantil. En ese relato, que transcurre en Pellegrini, la escritora recuerda la oportunidad en que su padre, “un gallego fornido” le trajo un pichón. Acerca del texto premiado, afirma la autora: “Este cuento nació en un momento muy especial de mi vida, donde los recuerdos de la niñez se hacen vívidos, provocados por un hecho sutil: encontrarme de frente con los grandes ojos amarillos de un pichón de lechucita, parado en un alambre de un camino de tierra rumbo a un campo”.

En la provincia de Buenos Aires vive Francisco Sainz, “Hombre solo, siempre. De recién cumplidos 85 y costumbres rudas como el campo. Hijo de un español de Santander, el primero de la familia en meter la mano en esas tierras, hace cien años. La casa está en lo alto del terreno y todo alrededor es horizonte limpio. Un patrimonio de cuatro mil hectáreas compradas de a pedacitos, en las entrañas de Buratovich” (45).

En esa misma provincia se afinca el protagonista de un cuento de Arturo M. García: “Don Javier Echegaray y Tarragona, oriundo de San Sebastián en el país vasco y como su nación, fuerte de temperamento, férrea voluntad, constante en el trabajo y perseverante en sus ideas había llegado a la Argentina a los doce años con unas ansias inconmensurables de hacerse la América. Recaló en Buenos Aires, pero la ciudad que crecía no le brindaba muchas ilusiones y esperanzas, eran los resabios de la generación del 80 con su crisis económica, financiera y social y Javier evocando las praderas vascuences y las montañas pirenaicas, solo, se exilió de nuevo. Viajaba como linyera en trenes de carga hacia el Sur, comenzó a admirar las extensas pampas, se asombraba contemplando la cantidad de ganado pastando a la vera de los rieles del ferrocarril, asentándose por fin  como peón en las regiones de Pigüé, Coronel Suárez y Saavedra. Trabajó mucho y fuerte, ahorró dinero y junto con las pocas pesetas que le mandaban los tíos desde la patria, fue haciendo un capital que le permitió comprar primero unas pocas hectáreas, luego más terrenos, una granja después y por fin una estancia en la zona de Tornquist” (46).

Arturo M. García relata, en “Ella eligió así”, lo sucedido a Raquel Amanda Olascoaga, hija de vascos tomada cautiva por Biguá, con quien pidió contraer matrimonio cristiano, rehusando volver a la sociedad. Cuando la llevaron los indios, ella era una “mujer de treinta años de edad, dama de recio temple y extraordinaria hermosura, hija única de un matrimonio de origen vasco, que después de haber habitado muchos años en el Río de la Plata, donde cosecharon una ingente fortuna a través de negocios de importación de bebidas espirituosas, traídas de Europa, se volvieron a su país natal, dejando a su hija ya madura, al frente de sus casas en Buenos Aires y Montevideo” (47).

La casa de Myra (48), de Aurora Alonso de Rocha, fue distinguida en 2001 con el Segundo Premio para Autores Inéditos, en el “Concurso organizado por la Fundación El Libro, en el marco de la 27ª Exposición Feria Internacional de Buenos Aires ‘El libro del Autor al Lector’ ”. En esa obra, protagonizada por una gallega tomada cautiva por los indígenas, narra un personaje: “En unos meses se le puso la piel del color del cuero sobado, se le hicieron unos manchones del solazo debajo de los ojos y como no los tiene oscuros como las otras se ven como gemas transparentes. En lo que se ve del descote es pura mancha y peca y tiene el pelo cerdoso, enrulado y reseco de tanta agua e intemperie. Igual que las chinas va mezclada de cristiana y de india: le cuelgan unas ajorcas pesadas, se ata las clinas con seda trenzada y las botas son las de media caña, de pata de potro pero finísima, muy retobada (¡Que las quisiera para mí!), con lazos de colorines y bordados. Por arriba usa un vestidito de percal que ha de ser el que traía cuando la encontré en el puerto, según recuerdo, así que va medio disfrazada pero tan cargada de lazos y joyas como una princesa”.

Jorge Luis Borges – a quien María Rosa Lojo volvió personaje de ficción, en Las libres del Sur-, relata: “Sin contar los muchos relatos de la Conquista española, entre nosotros ya Sarmiento hablaba de un mayor Navarro –todo un dandy- que se casó con la hija de un cacique, y bebía la sangre ‘en la degolladera de los caballos’. Mansilla cuenta otros tantos episodios, y mi propia abuela, que era inglesa, conoció uno muy de cerca. Estaban en Junín con el abuelo Borges, que era jefe militar de la frontera, y una tarde se presentó en el pueblo una mujer rubia, vestida de india. Venía a abastecerse de ‘vicios’ (yerba mate, azúcar, aguardiente) y traía pieles, tejidos y plumas de avestruz para canjear en las pulperías. Mi abuela pidió hablar con ella, y la otra le contó su historia en un inglés rústico, que parecía un instrumento oxidado. Era una inglesa, cautivada por un malón cuando chica. No quiso saber nada de volver son los cristianos, aunque la abuela le ofreció todas las seguridades, para ella y para los hijos que tenía con un cacique. Tiempo después, volvió a encontrársela. Estaban en un bañado, degollando una oveja, y la india inglesa cruzó a caballo, y se tiró al suelo y bebió la sangre caliente...” (49)

En “Flandria, la ciudad-fábrica cuyo espíritu vive en una banda”, Jorge Iglesias se refiere al belga Julio Steverlynck; presenta, además, el testimonio de personas que estuvieron vinculadas a la Algodonera Flandria. Iglesias escribe: “Por cierto, en la Argentina de finales de los veinte, encontrar un obrero textil calificado era tarea de cíclopes. Así, Steverlynck le abrió las puertas de la fábrica a gran cantidad de inmigrantes españoles e italianos. Toda gente que había dejado sus raíces. Gente que venía a ‘hacer la América’. Mejor, ¿por qué no?: a hacer la Flandria... Pero, como la gente trabajando se hace, de los telares no sólo salieron telas, como se verá, también salieron ‘hombres de Flandria’ “ (50).

La decisión de María (51) es el libro que escribieron María Carmen Merbilhaa del Frate y Amalia María Calandra Merbilhaa. “Las autoras, al encontrar las cartas de su abuela, hija de inmigrantes bearneses que se establecieron en el campo a mediados del siglo XIX, descubren interesantes testimonios de vida en el pueblo de General Belgrano y en la ciudad de La Plata a principios del siglo XX. Ellas agregan comentarios y anécdotas propias o transferidas por sus familiares. Pretenden homenajear a su querida abuela y contar a sus descendientes, con un toque de humor, vivencias de la infancia que compartieron” (52).

La portuguesa Zulmira Rosa Alves recuerda a sus vecinos húngaros. Ella llegó a la Argentina en 1950 y se afincó en Villa Elisa. “Villa Elisa es una localidad de cerca de 50000 habitantes cercana a la ciudad de La Plata. Este es su hogar ahora, aquí tuvo su familia y vivió toda su vida desde vino a este país. Llegó cuando al regreso de su padre a la Argentina no pudo volver a trabajar en Loma Negra. Las tierras de Pereyra Iraola habían sido expropiadas en gran parte y esos terrenos eran alquilados a familias de inmigrantes que trabajaban la tierra. En una de esas tierras se instalaría su familia para comenzar a pelear en esta Argentina. Los primeros tiempos fueron difíciles, se encontraron en medio de una comunidad húngara con la que se hacía muy complicado comunicarse. Existía un importante asentamiento de portugueses que se dedicaban a la floricultura pero se encontraban del lado oeste de las vías del Ferrocarril Roca y no tenían contacto con los quinteros (húngaros)" (53).

Nacido en Berisso, Esteban Peicovich, hijo de dálmatas, recuerda la localidad como “una sociedad compuesta por treinta y siete etnias diversas que, en medio de la crisis, hacía de la vida vecinal un acto religioso. No piqueteaban. Se defendían con el trueque, la huerta y la mano pronta al caído en desgracia mayor. Una red de asistencia que permitía preservar la costumbre traída: mantener lo genuino y sostener a los hijos en medio de la adversidad” (54).

En “Canción a Berisso”, Matilde Alba Swann recuerda las escuelas de esa localidad: “Yo le canto a tus niñas saliendo de la escuela:/ alemanas, rusitas, italianas, armenias,/ distintas lenguas todas e idéntico candor;/ y canto a las pequeñas hijas de mi tierra/ "made in argentina" levadura extrajera,/ raíces que se prenden a un destino mejor.// Le canto al influjo de tus academias/ alimentando el sueño de tu adolescencia/ por salir del hollín;/ y canto a tus escuelas nocturnas para adultos/ donde padres y abuelos aprenden a escribir” (55).

Gabriel Báñez es el autor de Virgen (56), novela finalista del Concurso Editorial Planeta 1997, en la que evoca la inmigración del belga Divas y su hija, Sara. La inmigrante, décadas después, recuerda: “Había llegado a Ensenada a finales de los treinta, con apenas nueve años y un padre belga que, además de venir huyéndole al antisemitismo, tenía la abstracta pretensión de vender sombreros en una tierra en que los hombres apenas si se cubrían las ideas con el sudor y los sueros del frigorífico inglés que se sostenía junto a las charcas del puerto. Todavía podía escuchar el rolido de las aguas contra el casco del lanchón de amarre, los saludos violentos de la tripulación a lo lejos, y la mano aterrada de su padre mientras le ayudaba a bajar de la planchada. No iba a olvidarla jamás: era una mano con consistencia de pez, húmeda y avergonzada. Desde ese día Sara Divas sintió la exacta revelación de qué cosa eran los hombres: personitas indefensas y minúsculas a las que había que proteger, pero en las que nunca se podía confiar. También conservaba una foto percudida y oxigenada de la casa natal, en Bruselas, y algunos moldes de cabezas humanas que su padre había ido descartando a medida que el país se le hacía carne o corned beef y se alejaba de los moldes ideales del pensamiento”.

Un informe publicado por la Asociación Caboverdeana de Ensenada – “la más antigua del mundo de todas las que nuclean a caboverdeanos en el exterior”-, destaca que “La inmigración caboverdeana llegó a principios del siglo XX, en consonancia con el resto de los inmigrantes. A diferencia de los 12 millones de africanos que llegaron a América entre los siglos XV y XVI, los caboverdeanos fueron los únicos que no llegaron como esclavos, sino en busca de trabajo y mejores horizontes para desarrollarse. A diferencia de los europeos, no llegaron empujados por guerra alguna. Por el carácter insular de Cabo Verde, sus hijos inmigrados eran expertos marineros y también habilidosos pescadores, por lo cual buscaron aquí sitios con puertos, como Ensenada y Dock Sud. Aquí, la mayoría de los caboverdeanos se empleó en la Marina Mercante y la Armada” (57).

Notas

1 Chajchir, Mauricio: “Viaje al país de la esperanza. Relato de un viajero del Pampa”, en La Opinión, Buenos Aires, 8 de agosto de 1976, reproducido en Asociación de Genealogía Judía de Argentina, Toldot #8. Noviembre de 1998.

2  Zárate, Francisco de: “A la pesca”, en Clarín Viva, 23 de mayo de 2004. Fotos: Andrés Hax.

3  S/F: “El baratillo”, en La Capital, Mar del Plata, 25 de mayo de 2000.

4 S/F: “Mar del Plata: Fallas criollas”, en La Capital, Mar del Plata, 21 de marzo de 2004, www.lacapital.com.ar.

5  Miguelí, Perla: “Introducción”, en Miguelí, Perla y Leguizamón, Pedro: Primer cancionero gitano de la Argentina. Recopilación y notación musical. Mar del Plata, 1995.

6  Castrillón, Ernesto y Casabal, Luis: “El día que fue arrasada Varsovia”, en La Nación, Buenos Aires, 1° de septiembre de 2002.

7 S/F: “Centro Cultural Pipach”, en el folleto de la institución. Villa Gesell, 2004. www.villagesell.gov.ar.

8  Miguel, María Esther de: “Amy Stirling”, en el grillo, Buenos Aires, Marzo-Abril de 2003, Año 12, N° 34.

9  Bjerg, María M.: Entre Sofie y Tovelille Una historia de los inmigrantes daneses en la Argentina (1848-1930). Buenos Aires, Editorial Biblos, 2001. 191 pp. (La Argentina plural).

10 Kremer, Isaías Leo: “Proveeduría ‘El Progreso’ “, en Mundo Israelita. Buenos Aires, 8 de agosto de 2003.

11 S/F: “Historia de pioneros”, en Clarín, Buenos Aires, 2 de febrero de 2002.

12  Waksman, Angela Mónica: “La construcción de nuestra identidad”, en Hupert, Pablo, et al: Qué significa ser judío hoy Ensayos premiados del Concurso AMIA 2004 Juana y Julio Kolonsky. Buenos Aires, Milá, 2005. 180 pp.

13 Geraghty, Michael John: “Lands, lambs and churches”, en Buenos Aires Herald.

14 Guyot, Héctor M.: “Sociedad. Irlandeses en la Argentina. Una verde pasión”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 13 de marzo de 2005. Fotos de Daniel Pessah.

15  ibídem

16  Weyne, Olga: El último puerto. Del Rhin al Volga y del Volga al Plata. Buenos Aires, Editorial Tesis / Instituto Torcuato Di Tella, 1986.

17  Chiérico, Ariel Edgardo: en La Capital de Mar del Plata.

18  Ketzelman, Zahira Juana: en el grillo, Suplemento: Gabinete de Letras y Arte. N° 9, 2000.

19 S/F: “Azul: nuestra esencia, nuestra identidad”, en El Tiempo, Azul, 15 de diciembre de 2002.

20 Zappietro, Eugenio Juan:; De aquí hasta el alba. Barcelona, Planeta, 1971.

21 Verbitsky, Bernardo: Hermana y Sombra. Buenos Aires, Editorial Planeta Argentina, 1977.

22 Lynch, John: Masacre en las pampas. La matanza de inmigrantes en Tandil, 1872. Buenos Aires, Emecé, 2001.

23 ibídem

24 Frigerio, José Oscar: Italianos en la Argentina LOS LOMBARDOS. Buenos Aires, Asociación Dante Alighieri de Buenos Aires, 1999.

25 Nario, Hugo: “Cortando piedra”, en Todo es historia, N° 178, Marzo de 1982.

26 Bovcon, Gabriela: “Inmigración Italiana y Japonesa, en Colonia Urquiza”, en www.perio.unlp.edu.ar.

27 S/F: “Las corrientes inmigratorias en Argentina, La aventura de los pioneros”, en Argentinaexplora.com, 2001.

28 S/F: “De los Alpes a las pampas”, en www.baradero.com.ar

29 Sábato, Ernesto: “La memoria de la tierra”, en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de 1999.

30 Milano, Fulvio: “La Condra”, en El Tiempo, Azul, 12 de noviembre de 2000.

31 Alonso de Rocha, Aurora: “Los gallegos en Olavarría”, en El Tiempo, Azul, 30 de octubre de 1994.

32 Massa de Larregle, María Elena: “José Balbino, el portugués”, en Revista N° 4, 2000, Dirección y coordinación: Aurora Alonso de Rocha. Archivo Histórico “Alberto y Fernando Valverde”, Municipalidad de Olavarría, Secretaría de Gobierno.

33 Roca, Agustina: “Historia de vida”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 12 de julio de 1998.

34 González, Oscar: “Pleamar”, en El Tiempo, Azul, 1° de diciembre de 1996.

35 Alpersohn, Marcos: “Memorias de un pionero”, en Clarín. Fuente: Memorias de un colono argentino, en Judaica N° 50. Tomado de Senkman, Leonardo: La colonización judía. Buenos Aires, CEAL, 1984.

36 Goloboff, Mario: “Teatro con debate: ‘Tras el paso de los grandes’ “, en Feierstein, Ricardo y Sadow, Stephen A. (comp.): Recreando la cultura judeoargentina / 2 Literatura y artes plásticas. Buenos Aires, Editorial Milá, 2004.

37 Mayo, Nissin: “De Turquía a Gral. Villegas”, en SEFARaires N° 15, Julio de 2003 (sefaraires@fibertel.com.ar).

38 Rosenberg, Erika: Las memorias de Oskar Schindler. Buenos Aires, Distal, 1998.

39 S/F: “Un matiz diferente”, en www.grupopayne.com.ar.

40 Pérez García, José Javier: “Biografía de Oskar Schindler”, en www.alipso.com.

41 Gutiérrez, Eduardo: Juan Moreira. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).

42 Güiraldes, Ricardo: Don Segundo Sombra. Buenos Aires, CEAL, 1979. 216 pp. (Capítulo).

43 Sosa de Newton, Lily: Diccionario Biográfico de Mujeres Argentinas. Buenos Aires, Plus Ultra, 1986.

44 Guimil, Elena: “Mi búho”, en El desafío. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.

45 Piotto, Alba: “Campo de batalla”, fotos de Rubén Digilio, en Clarín Viva, Buenos Aires, 21 de marzo de 2004.

46 García, Arturo M.: “El cóctel”, en el grillo, Buenos Aires, N° 22, 1999.

47 García, Arturo M.: “Ella eligió así”, en el grillo, Suplemento: Gabinete de Letras y Arte El tema es la libertad, N° 18, 2004.

48 Alonso de Rocha, Aurora: La casa de Myra. Buenos Aires, Fundación El Libro, 2001.

49 Lojo, María Rosa: Las libres del Sur. Una novela sobre Victoria Ocampo. Buenos Aires, Sudamericana, 2004.

50 Iglesias, Jorge: “Flandria, la ciudad-fábrica cuyo espíritu vive en una banda”, en La Nación, Buenos Aires, 28 de enero de 2001.

51 Marbilhaa Del Frate, María Carmen y Calandra Merbilhaa, Amalia María: La decisión de María. Buenos Aires, Dunken, 2003.

52 S/F: en Marbilhaa Del Frate, María Carmen y Calandra Merbilhaa, Amalia María: La decisión de María. Buenos Aires, Dunken, 2003.

53 Da Conceiçao, Mauro; Euguaras, Mariano; Flibert; Francisco; Marino, Roberto; Sánchez, Julián: “Sabores de una historia”, en www.ciet.org.ar.

54 Peicovich, Esteban: “Volver a Berisso”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 24 de febrero de 2002.

55 Swann, Matilde Alba: “Canción a Berisso”, en Canción y grito, 1955. Incluido en www.matildealbaswann.com.ar.

56 Báñez, Gabriel: Virgen. Buenos Aires, Sudamericana, 1998.

57 S/F: “Asociación Caboverdeana de Ensenada”.

En Córdoba vivió Gigliola Zecchin, más conocida como Canela. “Llegó al país a los diez años. Estudió Letras Modernas en la Universidad de Córdoba. En 1962 inició su carrera presentando los programas vespertinos del canal 10 de la Universidad de Córdoba. (5). " ‘Recién ahora, cincuenta años más tarde, estoy logrando indagar sobre mi propia historia y sobre la guerra que me hizo llegar a Argentina separándome de mis padres y abuelos. El exilio tiene consecuencias terribles en los niños, sentimientos de miedo, insomnio, pesadillas. De esto se trata el desarraigo, de sacar algo de raíz’, concluyó” (6).

Eran españoles los padres de Fernando de Querejazu, quien manifiesta haber escrito en su honor El pequeño obispo, evocación de la infancia en el pueblo cordobés de Canals, fundado por un naviero valenciano (7).

Ida y Walter Eichhorn, los dueños “más famosos” del Hotel Edén, de La Falda, “eran amigos personales del führer, y se sabe que no poco dinero de las arcas del Edén sirvió para solventar parte de la campaña de ascenso a la Cancillería de Hitler, en 1934”. El hotel llegó a manos de los Eichhorn en 1912: “Cuando arribaron por primera vez a La Falda desde Alemania, Walter y Bruno Eichhorn tenían 35 y 37 años. Bruno estaba casado con Gretel. Walter, con Ida, una mujer que, poco a poco, los superaría en liderazgo y se convertiría en el alma mater del hotel. Ida había llegado a la Argentina en 1909 a bordo del barco ‘Koning Friedrich August’ con una niña en sus brazos: Sigune Vitze. Tres años después se casó con Walter y opacó a sus tres socios. Se puso al frente del lugar. Y de la historia”.

Un cordobés aporta a la periodista Marta Platía su testimonio: “ ‘Doña Ida era una mujer hermosa. Hermosa y temible’, dice acariciándose su espesa cabellera blanca Héctor Montoya, un médico de 71 años. Su papá fue el primer cartero del pueblo. Montoya se recuerda a sí mismo, pequeño, de la mano de su padre y de punta en blanco para ir a saludar a ‘Tante (tía) Ida’, como todos la conocían por aquí. Era altísima, tenía unos ojos azules profundos, una cara redonda y su presencia imponía respeto. Yo la quería. Me acuerdo que me pasaba la mano por los rulos, me decía ‘Hola, negrito’ y abría un cajón de su escritorio. De allí sacaba una latita octogonal con unos bombones con los que yo soñaba día y noche. Se imagina. ¿De dónde, un chico como yo, hijo de un cartero de pueblo, podía sacar esos bombones finísimos? Mi infancia, cuando la recuerdo, tiene ese sabor’, rememora” (8).

En 1999 se publica Hotel Edén, novela de Luis Gusmán acerca de la que expresó Jorgelina Nuñez: “Hotel Edén es un libro complejo, evasivo en una primera lectura. Una promesa de silencio pesa sobre la relación con Mónica y el pasado del hotel del título -"¿Quién quiere hablar de una pesadilla?", le dirá Ochoa a su segunda mujer-, una construcción que de a poco se va resquebrajando, mostrando sucesivas capas que dejan al descubierto no la verdad de la historia sino su fondo oscuro de catástrofe, de cataclismo interior” (9).

En su novela, escribe Gusmán: “En el frente del edificio, el águila imperial había dominado el valle hasta que a comienzos del 45 Argentina declaró la guerra a Alemania. Seguramente todo el pueblo asistió a la demolición del águila, símbolo de un poder que se extinguía en el mundo. Posiblemente también ese mismo día destruyeron la antena de onda corta que estaba en la torre y permitía que se comunicaran clandestinamente con Alemania. (...) Observó el hueco que el águila había dejado y después localizó la fecha borrosa de la fundación del Edén. De inmediato vino a su mente el nombre de los primeros propietarios sobre los que caía, desde tiempos remotos, una leyenda negra” (10).

En Córdoba se establecieron algunos de los tripulantes del Admiral Graf Spee, luego de su estadía en el Hotel de Inmigrantes.

En “Breve historia de la llegada de mi abuelo a la Argentina”, relata un nieto: “Nicolas Kot, hombre de origen ruso, más precisamente polaco, ya que en esos momentos (principios de 1900) esas tierras de Rusia eran Polonia; llegó a la Argentina escapando de la guerra, creo, durante los años 1927-1929, ya que nació en 1909 y a los 18 años se despidió de su novia y demás familia que hoy viven en Bielorusia. Llegó al hotel de los Inmigrantes en Buenos Aires, en donde se alojó por unos días y después salió rumbo a Córdoba, en busca de trabajo. Ahí conoció a mi Abuela Segunda Funes (nació en 1917, Córdoba). (...) Hoy en la actualidad todos sus hermanos y los hijos de sus hermanos viven en Bielorusia, más precisamente en la ciudad de Pinsk y sus alrededores. Sus hijos, nietos, y bisnietos viven y vivieron en Argentina” (11).

A esa provincia se dirige el protagonista de un cuento de Santiago Korovsky: “Como tenía un poco de capital, pudo trasladarse a Córdoba, a probar suerte. Arrendó un campo, hizo los cálculos y pensó que en tres años iba a poder comprarlo, tener sus propios peones, y poder volver a su país con los bolsillos llenos de dinero, a encontrarse con su familia y sus amigos. Las cosas no eran tan fáciles como él esperaba, primero porque la tierra que le dieron era muy chica y poco rentable, segundo no tenía muchos animales, y tercero el clima no lo ayudó. Se dió cuenta que su proyecto no funcionaba, y que para poder tener un campo rentable iba a tener que esperar, por lo menos, diez años más. Si hubiera sido por él, se hubiera quedado, pero la plata no le daba para más” (12).

En “La comunidad sefaradí argentina en Córdoba”, escribe Luis León, a partir de escritos y documentos enviados por Maruca Rubín de Steinberg desde dicha provincia: “Córdoba fue una de las ciudades del interior preferidas por los sefaradíes llegados de las tierras del Imperio otomano como sitio de residencia definitiva. Generalmente arribaban al puerto de Buenos Aires, se alojaban provisoriamente en un sitio elegido previamente por un pariente o conocido, y en pocos días partían hacia esa ciudad con referencias previamente llegadas por carta a la ciudad turca que se disponían a dejar. No se puede precisar el número de djidiós establecidos allí en la época de mayor asentamiento, considerando también que había un ir y venir de familias principalmente con Buenos Aires, pero si se puede afirmar que se formó una comunidad muy activa y decidida a nuclearse” (13).

Notas

1. Ramos, Carmen María: “Colonia Caroya Con espíritu inmigrante”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 12 de junio de 2005. Fotos: Bibiana Fulchieri.

2. Criscuolo, Eduardo: “Un habitante ‘gris’ de Coghlan: Julián Centeya”, en El Barrio Periódico de Noticias. Buenos Aires, diciembre de 2003.

3. Varios autores: Enciclopedia Visual de la Argentina. Buenos Aires, Clarìn, 2002.

4. Andruetto, María Teresa: Benjamino. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.

5. Sosa de Newton, Lily: Diccionario Biográfico de Mujeres Argentinas. Buenos Aires, Plus Ultra, 1986.

6. Irigoyen, Pedro: “MESA REDONDA  Aquel exilio, este exilio, la misma tristeza”, en Clarín, 28 de febrero de 2002.

7. Querejazu, Fernando de: El pequeño obispo. Buenos Aires, Editorial Lumen, 1986.

8. Platía, Marta: “Los gozos y las sombras”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 26 de septiembre de 1999.

9. Gusmán, Luis: Hotel  Eden. Buenos Aires, Norma, 1999.

10. Núñez, Jorgelina: “Fantasmas del edén”. Buenos Aires, Clarín, 15 de agosto de 1999

11. S/F: “Breve historia de la llegada de mi abuelo a la Argentina”, en Breve historia del arribo de mi abuelo a la Argentina.htm.

12. Korovsky, Santiago: “Esperanza”, en “Bienvenidos al Concurso Literario 1997”. El jardín de la Esquina/ Aequalis.

13. León, Luis: “La comunidad sefaradí argentina en Córdoba”, en SEFARaires N°13, Mayo de 2003.  

Corrientes

En 1855 el médico francés Augusto Brougnes firma un contrato con el gobierno de la provincia de Corrientes, comprometiéndose a traer 1000 familias de agricultores europeos en el plazo de 10 años. Según el convenio, a cada familia correspondería una extensión de 35 hectáreas de tierra para cultivo, y se le proporcionaría harina, semillas, animales e instrumentos de labranza. En 1855 arribaron, creándose centros en Santa Ana, Yapeyú y en las proximidades de la ciudad de Corrientes” (1).

Afirma Celia Vernaz: “El gobernador Juan Pujol, de Corrientes, había solicitado a las casas contratistas de Basilea el envío de colonos para su provincia. Esto era posible porque en la zona del Valais, Saboya y Piamonte se había generado una corriente emigratoria hacia América. Las causas eran varias: falta de trabajo, familias numerosas, pobreza en general, a lo que se sumaban cataclismos como avalanchas e inundaciones que diezmaban a las poblaciones de la montaña. También debe ser considerado el sueño de hacerse ricos y la sed de aventuras en un continente todavía virgen. El proyecto mencionado estaba sustentado por Brougnes, pero al no cumplir el viaje dentro del plazo establecido, recibió la anulación del mismo cuando ya habían partido del puerto del Havre, en marzo de 1857, con más de cien familias en cuatro barcos que salieron sucesivamente, siendo el primero el Mary Mc Near. Al llegar a Buenos Aires se enteraron de que los contratos firmados no tenían ya valor. Entonces, Juan Lelong se dirigió al Presidente de la Confederación Argentina, D. Justo José de Urquiza, para que le diera una solución” (2).

Jennie E. Howard fue “una educadora venida a la Argentina para la organización de las escuelas normales. Nació en Boston, E.U.A., el 25 de julio de 1844 y realizó sus estudios en la escuela normal de profesores de Framingham, dirigida por Horace Mann, graduándose en 1866. Cuando llevaba dieciséis años de ejercicio de la docencia fue contratada por el gobierno argentino, con un grupo de colegas, y llegó a Buenos Aires en 1883. Ella y su compañera Edith Howe fueron enviadas a Paraná y posteriormente a Corrientes, para fundar la escuela normal, cuya regencia ocupó. Tras dieciséis años de tarea, la pérdida de la voz la obligó a pedir su retiro, que se le concedió, con una pensión extraordinaria, en 1908, en recompensa por su ‘inteligente y abnegada colaboración para el progreso de la enseñanza en nuestro país’. La escasez de la jubilación determinó que tuviese que dar lecciones particulares, pero un grupo de exalumnos, enterados de su situación, obtuvo del Congreso una pensión que permitió a la maestra vivir dignamente sus últimos años. En 1931 apareció su libro en inglés In distant climes and other years, traducido veinte años más tarde con el título de En otros años y climas distantes, y que condensaba su experiencia argentina. Murió en Buenos Aires el 29 de julio de 1933” (3).

En 1881, “El italiano Carlos Serravalle instala la primera fábrica de hielo de la provincia”. En 1890 “Circulan las primeras bicicletas, traidas por el italiano Pascual Fiore” (4).

Notas

1. S/F: “Las corrientes inmigratorias en Argentina”, Argentinaexplora.com, 2001.

2. Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1991.

3. Sosa de Newton, Lily: Diccionario de Mujeres Argentinas. Buenos Aires, Plus Ultra, 1986.

4. Varios autores: Mi país, la Argentina. Buenos Aires, Clarín, 1995.

Con la autora y su familia viajó una mucama. Pedro Dobrée relata: “Mucho tiempo después, en la década de 1980, en Berlín, María Brunswig de Bamberg -una de aquellas pequeñas con las cuales Berta llegó a la Argentina austral y que luego fue autora de ese muy simpático libro llamado Allá en la Patagonia, editado por Vergara - asistía a una conferencia de Osvaldo Bayer. Al finalizar le preguntó si en sus trabajos de investigación sobre la vida patagónica había tomado conocimiento de Berta Freytag. ‘Cómo no -le contestó Bayer- Berta Freytag fue amante del comisario del pueblo durante muchos años, hasta que un día éste la ultimó de dos tiros, por celos’ " (3).

“En La Patagonia rebelde (1974), Héctor Olivera dramatiza las huelgas de los trabajadores anarquistas, en el sur de la Argentina, durante 1920 y 1921, según la investigación realizada por Osvaldo Bayer en Los vengadores de la Patagonia trágica. Rodada en momentos de gran tensión política, intenta una lectura aleccionadora de la historia. Para eso, el film se constituye en un vasto flash back, que protagonizan los cabecillas Soto, Facón Grande y el alemán Schultze, seguido de la secuencia que marca el presente de la narración, con la muerte del teniente coronel Zabala (Varela, en la realidad). Completando este juego de tiempos, sobre el final, un plano detalle de la mirada desconcertada del militar, mientras le hacen oír una canción en inglés, envía al espectador a una reflexión sobre el futuro” (4).

A la Patagonia viajó en barco el asturiano Nicanor Fernández Montes, luego de un tiempo en el Hotel de Inmigrantes: “en una travesía marcada por olas de veinte metros... (...) Su primer destino fue Río Gallegos, donde no había ni veinte casas, y de ahí lo mandaron de puestero a una estancia. (...) En la Patagonia no había nada de lo que él sabía hacer, de modo que tuvo que improvisar, como todos los integrantes de una sociedad pionera. (...) Una vez, llegó a estar catorce meses solo en un puesto... catorce meses.... Desayunaba, comía, merendaba y cenaba cordero... no había otra cosa; lo notable es que le gustaba” (5).

Eduardo Morley, quien sobrevivió a treinta y cinco misiones sobre cielo alemán, “nació en Río Gallegos. Su padre era escocés y su madre inglesa. A los diez años fue a estudiar a las islas británicas y volvió con la edad justa para el servicio militar. Una vez concluido, se incorporó a la RAF. (...) Todavía conserva la libreta en la que dejó constancia de todos los vuelos y destinos” (6).

En “El cura y el cowboy” se recuerda a un bandido, que vivió en Santa Cruz: “Por la zona había un malvado y muy conocido bandolero... era ‘El Norteamericano’, el cual hablaba inglés y un poco de castellano bastante mal, por cierto. Este era de esos que donde ponía el ojo ponía la bala y hasta la policía le tenía terror a enfrentársele. Era "yankee" en serio. Era común que cuando eran buscados por la justicia del país del norte y ya no había muchas chances por allá; se subían a algún barco en la zona de California para bajar en Punta Arenas... y seguir "ejerciendo" en la Patagonia. Tal era el caso de este auténtico cowboy” (7).

María Sonia Cristoff señala que el dinamarqués Andreas Madsen “llegó a la Argentina como marinero buscavidas y a la Patagonia como parte de la Comisión de Límites que lideraba Francisco Moreno. Fue después el primero en asentarse en la zona del Lago Viedma y uno de los pocos pequeños propietarios que resistieron a las ofertas tentadoras –seguidas de estrategias amenazantes- de las grandes compañías que empezaron a adquirir enormes extensiones estratégicas de la Patagonia a partir de la primera mitad del siglo XX. Fue también uno de los propietarios de tierras que, durante los levantamientos obreros de 1921, logró acuerdos de no agresión mutua con los huelguistas, basados fundamentalmente en el conocimiento y en el respeto previo que se tenían. Volvió a Dinamarca únicamente para buscar a la novia de la infancia y defendió su decisión de radicarse en la Patagonia a pesar de las oportunidades que le ofrecían en otros lugares, con una epifanía de tinte darwiniano: ‘los desiertos campos patagónicos me llamaban con voz irresistible. La Patagonia, con sus tormentas de arena sobre las pampa desiertas en verano, y con el frío y la nieve en invierno, donde pasé tres inviernos con el mínimo de alimentación... y seis meses sin ver persona alguna, completamente solo entre los Andes. La mayoría dirá que no es gran cosa para extrañar; pero así es la naturaleza humana. A mí esa soledad me llamaba’ “ (8).

En El Calafate, alrededor del 1900, los inmigrantes llevaban una dura vida: “Las madres, por aquel entonces, no tenían otra posibilidad que dar a luz a sus hijos sobre un cuero de oveja, quizás totalmente solas, sin ningún tipo de asistencia médica. La educación de los chicos corría por cuenta de la familia, muchas veces en aislación total del resto del mundo. Cada cosa debía ser hecha con las manos con muchísimo esfuerzo y con pocas herramientas que a su vez eran caras y difíciles de obtener. (...) esta gente, no estaba en la zona sólo cuando brillaba el sol, también estaban en medio de la nieve, quizás aislados por varios meses. Por ejemplo, frutas y verduras frescas eran objeto de lujo ya que las mismas debían ser cultivadas en los meses de verano haciendo alambrados para evitar el robo de comida por los zorros u otros animales libres. Luchar contra pumas también era algo normal ya que la pérdida de un caballo por el ataque de un felino significaba un problema grandísimo! (9).

“Los inmigrantes fueron, y siguen siendo, héroes ignorados –afirma Julián Ripa-, artífices oscuros de este sur lejano” (10).

Notas

1 Brunswig de Bamberg, María: Allá en la Patagonia.  Buenos Aires, Vergara, 1995.

2 S/F: en Brunswig de Bamberg, María: Allá en la Patagonia.  Buenos Aires, Vergara, 1995.

3 Dobrée, Pedro: “La emperatriz de San Julián”, en Río Negro on line, General Roca, 19 de julio de 2003.

4 Kriger, Clara: “La Patagonia rebelde”, en Cien años de cine. Buenos Aires, La Nación Revista, Tomo II.

5 Ceratto, Virginia: “Gris de ausencia”, en La Capital, Mar del Plata.

6 Malamud, Luciana: “Para ir a combatir hay que ponerse un corazón de mármol”, en La Nación, Buenos Aires, 7 de marzo de 2004.

7 S/F: “El cura y el cowboy”, en www.mision.org.ar.

8 Cristoff, María Sonia: “Los surcos de un pionero”, en La Nación, Buenos Aires, 19 de octubre de 2003.

9 S/F: Albergue & Hostal del Glaciar.info.htm

10 Ripa, Julián: Inmigrantes en la Patagonia. Buenos Aires, Marymar, 1987.

Santa Fe

“En 1881, bajo la inspiración de Carlos Calvo, el Presidente Roca –gran benefactor de los judíos- dictó un decreto específico, designando un agente de inmigración para que alentara la venida a nuestro suelo de los israelitas radicados en el territorio del imperio ruso. Enterados de esta buena predisposición argentina, los primeros colonos llegaron en 1888, por decisión espontánea; y nuevos grupos se les sumaron en los años siguientes. El 14 de agosto de 1889, 824 inmigrantes judíos de Rusia fundaron Moisésville, en Santa Fe, primera colonia agrícola judía. Llegaban de Ucrania, asesorados en París” (1).

“De aquellos años pioneros se conservan templos de principios de siglo y las sedes de la Biblioteca Popular Barón Hirsch, fundada en 1913, y de la Sociedad Kadima (1909). El patrimonio cultural y arquitectónico que guarda la ciudad la convirtió en poblado histórico. Además, la sinagoga Brener, fundada en 1905 y aún en pie con todo su mobiliario original, fue declarada monumento histórico nacional” (2).

Mijl Hacohen Sinay vivió en esa localidad: “En 1894 la familia Sinay emigró a la Argentina por la JCA y se instaló en Moisés Ville. Allí Mijl fue maestro en la primera escuela de esa colonia. (3).

En su “Autobiografía”, Alberto Gerchunoff relata que, luego de estar unos días en el Hotel de Inmigrantes, se dirigieron a la colonia santafesina, de la que guarda un terrible recuerdo (4).

No acompañó la suerte a los personajes de La logia del umbral, de Ricardo Feierstein. Cuando fueron al campo, pasaron “Días y días sin masticar. Los niños enfermaban...”. Se refiere a Moisésville, donde se trasladaron desde el Hotel. Allí comprobaron que no tenían alimento ni dónde guarecerse. En la obra, Feierstein presenta el proyecto de cuatro generaciones de una familia, que se propone llegar a caballo desde Moisesville, provincia de Santa Fe, mediante postas de dos jinetes por vez, con una caja de madera de cerezo que contiene tierra de la primera colonia judìa en la Argentina y ‘una mezuzà, estuche de hueso con un trozo de papel escrito con letras hebreas’, hasta la Plaza de Mayo, donde la enterraràn bajo la Piràmide. Cuando el miembro màs joven de este grupo està por concretar la iniciativa de su familia y de èl mismo, al pasar frente a la AMIA, una terrible explosiòn lo “revolea por el aire. Todo se vuelve negro –rememora-, el rugido ensordecedor parece indicar que, con la oscuridad de un eclipse gigante, ha llegado el fin del mundo. En ese instante, cien años de vida familiar y comunitaria se atropellan para desfilar ante los ojos desorbitados de mi conciencia en fuga” (5).

Noé Cociovich se refiere a la historia de los pioneros que Feierstein noveló: “Los podolier (como se conoció a esos primeros extranjeros oriundos de Podolia) fueron abandonados por Palacios en un galpón de ferrocarril, sin cumplir con ninguna de sus promesas de ayuda. Fue el médico higienista Wilhelm Loewenthal –un científico que estaba de paso por el país, en una misión de estudio encargada por el gobierno nacional- el primero que se conmovió por la desesperación de esos extranjeros humillados por el hambre y las enfermedades” (6).

Jonas Kovensky, “uno de los fundadores, y por muchos años presidente, de las Escuelas Zwischo-Schólem Aléijem ”, “nació a principios de 1900 en Slónim (Bielorusia), en un hogar de judíos humildes y devotos. El padre, Itzkjok, era herrero, y la madre, Beile Résnik, se ocupaba de las tareas domésticas y de los niños. Hasta los 8 años, Ioine (Jonas) estudió en el “jéider” (escuela hebrea elemental): Torá con los comentarios de Rashi y “Guemará” (Talmud). En 1908, la familia Kovensky emigró a la Argentina, adonde años atrás había llegado el abuelo materno, Résnik, pionero de la colonia Moisés Ville, en la llanura santafecina. Precisamente allí se instalaron. (...)” (7).

Chaim Mordka Fersztenberg, padre de Felipe Fistemberg Adler y suegro de Jaime Barylko, “nacido en Wohanov, Provincia de Radum, Polonia, partió del puerto de Cherburgo, al sur de Francia. Su destino: América. Tenía apenas 17 años el 29 de octubre de 1926 cuando subió a las bodegas de Tercera Clase del barco B.M.S.P. “Arlanza” para arribar al puerto de Buenos Aires 22 días después, el 17 de noviembre del mismo año. Al descender del barco, el funcionario lo anotó como Jaime Marcos Fistenberg, y los empleados de la J:C:A:, Jewish Colonization Asociation, inmediatamente lo acoplaron a un grupo que iba a Moisés Ville con la esperanza de encontrar trabajo para su sustento. Su primer trabajo, como el de muchos inmigrantes que no estaban habilitados para ser agricultores, por edad y por ser solteros, fue en las cuadrillas de la Comuna, dedicándose a la limpieza de los canales de desagüe de las calles del pueblo. Más tarde consigue ingresar como aprendiz en una panadería y poco a poco adquiere el oficio de panadero, al que se dedicó toda su vida. Con sus ahorros contribuye a traer de Polonia a sus padres, Salomón y Sara Berta y a su hermana Lea” (8).

“Dina Dolinsky nació en Santa Fe, Argentina. Médica diplomada en la Universidad del Litoral, se especializó en psiquiatría. Residió en Chile, México, Brasil, Francia y Argelia. Desde la década del ’60 tiene su hogar permanente en Cuba. Pasó largos momentos de su infancia en Moisés Ville (la primera colonia judía del país) y en las ‘Doce Casas’, como descendiente de los primeros inmigrantes provenientes de Lituania que arribaron al país en 1893, en el marco de la experiencia colonizadora del Barón Hirsch y la JCA. Colabora desde hace tiempo con crónicas y reportajes, en revistas y periódicos de habla castellana. En 1995 publicó un primer volumen de relatos breves y humorísticos titulados Entre mates y mojitos. Tiene dos hijos y una nieta, Gabriela, quien fue el origen de la escritura de su segundo libro, Las Doce Casas, (...) ‘Rebobinando la madeja volví a las memorias de la infancia y pude escribir Las Doce Casas, historia de familias de inmigrantes en la Argentina a fines del siglo XIX’ (...)” (9).

En abril de 2001 se estrenó Un amor en Moisésville (10), film dirigido por Antonio Ottone –que también escribió el guión- y protagonizado por Víctor Laplace y Cipe Lincovsky. Sobre esa película se afirmó: “Antonio Ottone regresa al cine de la mano de una historia ambientada en tiempos en los que un contingente de la colectividad judía procedente de Europa desembarcaba a principios de siglo en la provincia de Santa Fe. Víctor Laplace y Cipe Lincovsky hacen un homenaje desde sus personajes” (11).

Mandel Krupnik llegó “desde la fría Yeckhaterinoslav a Moisés Ville, desde los trineos tirados por perros fortachones y casas con paredes dobles, a los gauchos de Gerchunoff y las semillitas de girasol, tostadas y saladas, de la tarde” (12).

En uno de los poemas reunidos en Monsieur Jaquin, José Pedroni canta, a partir del relato de una colonizadora, la muerte de Ana Esser en el litoral, al desembarcar: “Por bajar mirando al cielo/ cayóse de la planchada/ con todo el pelo rubio,/ con toda su carne blanca./ El Paraná, boca arriba,/tres días que la miraba,/ los ojos llenos de peces,/ ofreciéndole naranjas”.

A los catorce días de arribar a Colonia Esperanza, muere uno de los pioneros. Su mujer no tiene dónde enterrarlo: “No hay una caja para Peter Zimmermann/ muerto en la madrugada./ -‘Los ataúdes de Hintertiefenbach/ eran de pino y haya’-./ Anna Elisabeth Leiser/ está vaciando el arca./ Sin hablar, sus tres hijos/ míranla arrodillada./ Por el suelo la ropa, los retratos,/ la Biblia deshojada” (13).

Después de viajar durante cuatro años, los húngaros Horogh llegaron al Hotel de Inmigrantes porteño. “Por fortuna apareció allí un señor descendiente de suizos –propietario de un molino harinero- que buscaba emplear a un técnico electricista, la profesión de Béla. Así fue que de inmediato consiguió trabajo y la familia se trasladó a Estación Matilde, un pequeño pueblo del interior de la provincia de Santa Fe” (14).

A Santa Fe llegaron asimismo los italianos. Escribe Girolamo Bonesso, en Colonia Esperanza, en 1888: “Aquí, del más rico al más pobre, todos viven de carne, pan y minestra todos los días, y los días de fiesta todos beben alegremente y hasta el más pobre tiene cincuenta liras en el bolsillo. Nadie se descubre delante de los ricos y se puede hablar con cualquiera. Son muy afables y repetuosos, y tienen mejor corazón que ciertos canallas de Italia. A mi parecer, es bueno emigrar” (15).

Alfredo Coasollo “había nacido en 1875, en la provincia de Torino, comuna del Monasterio de Cantalupa. (...) A la edad de 15 años se embarcó en Génova rumbo a Buenos Aires, completamente solo, empleando 48 días en el viaje con el vapor ‘Manila’. El pasaje le costó 163 liras, y arribó al puerto de Buenos Aires con un capital de 7 liras y un inmenso entusiasmo de trabajar. El director del hotel de inmigrantes le entregó un pan de 4 kilos ya cortado y lo puso sobre el tren rumbo a estación Aurelia, en la provincia de Santa Fe” (16).

Los Vairoleto, emigrados desde el Piamonte, “siguieron hasta Rosario remontando el gran río Paraná. Al bajar en los muelles con sus bultos, mientras la sirena de la nave seguía anunciando el arribo, los emigrantes de tercera clase se encontraron con una cantidad de gente que les hablaba en piamontés, ofreciéndoles los más variados destinos y trabajos a cambio de alojamiento y comida. Todo les resultaba asombroso y no era fácil saber qué les convenía, pero tenían que hacer la prueba. Vittorio comenzó trabajando en la cosecha de esa temporada, y emprendieron un largo itinerario buscando un pedazo de tierra donde afincarse” (17).

En La gran inmigración (18), de Ema Wolf y Cristina Patriarca, se incluyen algunas “Cartas de recién venidos”. Una de ellas es la que envía Luigi Basso, desde Rosario, en 1878, en la que escribe: “He pensado en marcharme a Montevideo, y si no hay trabajo me voy al Brasil, que allí hay más trabajo y al menos tienen buena moneda, no como aquí, en la Argentina, que el billete siempre pierde más del veinte (por ciento) y no se ve ni oro ni plata”.

Guillermo House evoca, en “El mangrullo”, a un hijo de italianos: “El conscripto Colombo (un hijo de gringos de la provincia de Santa Fe) es regular tirador, pero flojazo para las penurias” (19).

Hacia América parte un hombre desde Italia. Por amor al marido emigrado tiempo antes, la madre abandona a sus hijas, llevando al hijo varón, en el cuento “El tren de medianoche” de Syria Poletti. La escritora recuerda así este episodio: “En ese instante, momento en que mi madre me dejó para reunirse con mi padre en tierras de América, nacen el drama y la rebeldía, pero también la revelación de la soledad y su misterio. Fue como si de pronto se hubiesen abierto las compuertas de la vida adulta, y, al mismo tiempo, asomara la certeza de otro llamado. Al irse, mi madre respondía a un llamado ineludible. Yo también, con el tiempo, respondería a un llamado” (20).

“Mi padre –escribe a La Nación Enrique Bieganski-, llegado circunstancialmente a estas pampas (fue tripulante del acorazado alemán Graf Spee), siempre me decía que se había enamorado de Rosario a primera vista y amaba nuestro querido Paraná” (21).

A criterio de Alberto Abriata, la historia de Rosario “nos relata los grandes esfuerzos que inmigrantes italianos, españoles, judíos, sirios, alemanes, ingleses, paraguayos y de otras nacionalidades aportaron con sus conocimientos artesanales, científicos, artísticos y humanísticos, que se evidencian hoy en la mejorada y perfectible, sin duda, calidad de vida de los rosarinos” (22).

En “Los Fernández invaden Argentina”, el español José Luis Entrala Fernández recuerda a algunos de sus antepasados, que se establecieron en Santa Fe: “Antonio Fernández Osuna nació el 25 de febrero de 1841 en Encinas Reales (...) había salido del hogar paterno, para graduarse como maestro de enseñanza primaria tras unos estudios que probablemente haría en una Escuela privada de Maestros de Antequera y revalidaría en la Escuela Normal de Magisterio de Granada, o en la de Málaga. Antonio ejerció su profesión en Antequera, pueblo grande y rico en la provincia de Málaga. No hemos conseguido, hasta ahora, saber que clase de actividad desarrolló aunque lo más corriente en aquellos años era que los maestros impartieran clases en su propia casa. Seguramente Antonio trabajó así pero no podemos descartar que fuera profesor en alguna Escuela antequerana. Lo que sí sabemos es que se casó, apenas cumplidos los 20 años, con una sevillana de Gilena conocida por Gracia Hidalgo Cisneros (...) Gracia y Antonio pusieron casa en la Antequera de 1861 (...) No hay unanimidad de criterios sobre la economía de los Fernández Hidalgo pero no podemos ignorar que los sueldos de los maestros en aquellos años apenas llegaban para ir alimentando y vistiendo a la creciente prole que llenaba la casa (...) Seguían viviendo en Antequera hasta que la menor, Carmen, cumplió los 15 años. Fue entonces cuando desde Argentina se pidieron maestros españoles para trabajar "en la campiña" de la provincia de Santa Fe, con contratos por tres años y un sueldo de 60 pesos mensuales cuyo valor adquisitivo no acierto a fijar. Pero debía ser bastante porque Antonio, que ya tenía 48 años y cinco hijos en casa (todos menos la mayor, Pepa, ya casada, y Fernando, fallecido en la infancia) no dudó en emigrar hacia el Dorado que entonces representaba la Argentina para los españoles. Antonio, Gracia y sus cinco hijos se embarcaron en el trasatlántico “Provence” seguramente en Gibraltar, aunque la travesía se había originado en Barcelona, y se marcharon para no volver jamás a la Madre Patria. (...) En Argentina hacían falta maestros para enseñar en los pueblos. La ley de Educación Común de 1884, mediante la cual el gobierno de Juárez Celman quiso elevar el nivel de la enseñanza primaria en el país,  había concluido su primera fase con la construcción de numerosas escuelas en pequeños núcleos rurales de todo el territorio argentino. Y entonces surgió un grave  problema por la falta de maestros que las regentaran. Los escasos titulados de nacionalidad argentina no querían dejar las grandes ciudades. Así que el gobernador de la provincia de Santa Fe, Manuel Gálvez, cortó por lo sano y resolvió contratar 60 maestros trayéndolos de España por razones de "idioma, raza y religión". Para ello se constituyó en Madrid una comisión encargada de buscar candidatos que, eso si, debían superar una larga serie de requisitos tales como "celo por su trabajo, cumplimiento del deber, cumplimiento de la Fe Católica y resultados comprobados de eficiencia en la labor docente”. Antonio, cumplía todos los requisitos con su larga experiencia antequerana, y fue uno de los 60 seleccionados que viajaron entre febrero y junio de 1889. Concretamente llegó a tierras argentinas el 7 de abril de 1889 para incorporarse a la escuela de San Carlos Centro, pueblo muy cercano a Santa Fe de la Vera Cruz, capital de la provincia de su nombre donde tomó posesión el 13 de abril del mismo año. En el Archivo General de la provincia de Santa Fe (página 202 del “Registro Oficial de la Provincia de Santa Fe”) se guarda el “decreto sobre varios nombramientos escolares” con la cita expresa de Antonio Fernandez Osuna como “profesor de la graduada de varones de San Carlos Centro”. Está firmado, por el gobernador Gálvez y por Juan M. Caffarata, el 7 de junio de 1889  pero con efectos retroactivos desde el anterior 13 de abril. Esto significa que Antonio comenzó a trabajar y a generar sus 60 pesos mensuales de  sueldo seis días después de su llegada a tierras de América. (...)”.

Gladys Onega evoca en Cuando el tiempo era otro, un conflicto bélico relacionado con la vida cotidiana de los inmigrantes y sus hijos: “nunca he dudado de que la Guerra Civil también se libró en mi casa. El día del cumpleaños de mi hermana Chichita, el 17 de julio de 1936, Franco declaró el estado de guerra en las Canarias y ésa fue la señal para que el 18 se extendiera a toda España. El 1° de abril de 1939, a los veinte días de mudarnos a Rosario, terminó. En esos tres años, mientras yo estaba viva en Acebal, la mitad de España moría, muerta por la otra mitad. No sabíamos que había comenzado la matanza y ese día, como siempre, mis hermanos, mis primos y los chicos tomamos chocolate. Cuando hubo pasado tres años, Bebo, Chichita y yo supimos el día final porque entró Justo Vega y llorando lo dijo, ya no en mi casa natal sino en el departamento alquilado de Rosario donde vivíamos y yo, la niña que era entonces y hoy evoco, sé que sentí dolor por las lágrimas de Justo, por el silencio de mi padre y porque no pude aliviarlo con juegos en las calles del pueblo, que ya no estaban, y todavía yo no tenía con quién jugar” (23).

El 26 de octubre del año 1855 –escribe Roberto Zehnder- abandonamos Basilea, adonde hemos llegado antes del mediodía en omnibus. (N. Del A. Probablemente sea algún tipo de diligencia que lo llevaba desde su pueblo de origen hasta una ciudad importante como lo es Basilea), y nos alojamos en una hostería de nombre "El Buey colorado". (...) La mitad de los pasajeros del "Lord Ranglan" fue trasladado en un barco a vapor chico a Santa Fé y alojados al norte de la ciudad; mientras la otra mitad abandonaba el puerto de Buenos Aires tres días antes de nosotros y llegaron al puerto de Santa Fé al mismo minuto para anclar. En el barco se encontraron Guillermo Hübeli, Ricardo Buffet, Buchard Griboldi, como viajeros del "Lord Reglan" (N. Del A.: Lord Raglan)” (24).

El belga Carlos de Mot fue el responsable de la segunda colonización de Sunchales, provincia de Santa Fe. Roxana Lusso lo evoca en un trabajo que transcribo parcialmente, en el que afirma: “El gobernador de Santa Fe, Mariano Cabal, con su obra de gobernar poblando, buscó a hombres de empresa para llevar a cabo sus proyectos, entre ellos estaba Carlos de la Mot o de Mot, de nacionalidad belga, de origen noble, a quien le encargaron la colonización de Los Sunchales. De Mot concibió la empresa de traer agricultores de Europa y afincarlos alrededor del Fuerte, en las mismas tierras de la colonización anterior. El 18 de mayo de 1868, se firmó el contrato de colonización con Carlos de Mot, y el 16 de julio de ese año se estableció la segunda colonización de Los Sunchales. Después de firmado el contrato con el gobierno de la provincia de Santa Fe, Carlos de Mot se trasladó a Europa a buscar las familias de agricultores. Después de un año, apareció con los primeros colonos, italianos, franceses, suizos, ingleses, españoles, alemanes y algunos belgas. (...)” (25).

Dennis Clifford Crisp, hijo de ingleses, relató: “Mis padres vinieron a la Argentina en 1910. Mi padre era empleado de La Forestal y se radicó en el Chaco Santafecino. Yo nací en Guillermina y mi hermano (que es veterano de la RAF) en Tartagal, así que mi primer idioma fue el guaraní” (26).

El nombre de la localidad “El Trébol” “surgió durante la construcción del ramal del Ferro Carril Central Argentino que partió de Cañada de Gómez hacia Las Yerbas, el cual fue financiado con capitales de origen británico, siendo esta empresa subsidiaria la encargada de la denominación de las estaciones que iban surgiendo. Seguramente el recuerdo de su patria natal, provocó que tres estaciones seguidas recibieran el nombre de los símbolos de la Gran Bretaña. Así surgieron "Las Rosas" por las rosas rojas y blancas del escudo de Inglaterra; "Los Cardos" en recuerdo de Escocia; y "El Trébol" en homenaje a la flor típica de Irlanda” (27).

Notas

1 S/F: Para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino. Buenos Aires, Clarín.

2 Fernández, Roxana: “Protegen lugares históricos vinculados a los inmigrantes”, en Clarín, Buenos Aires, 19 de abril de 1999.

3 Weinstein, Ana E. y Toker, Eliahu: La letra ídish en tierra argentina Bío-bibliografía de sus autores literarios. Buenos Aires, Milá, 2004.

4 Gerchunoff, Alberto: “Autobiografía”, en Alberto Gerchunoff, judío y argentino. Selección y prólogo de Ricardo Feierstein. Buenos Aires, Milá, 2001.

5 Feierstein, Ricardo: op cit

6 Cociovich, Noe: Génesis de Moisésville. Buenos Aires, Editorial Milá, 1987.

7 Korin, Moshé: “Personajes de la Historia del Scholem Aleijem DR. JONAS KOVENSKY, En el recuerdo”, en www.scholem.com.ar.

8 Fistemberg Adler, Felipe: Moisés Ville. Recuerdos de un pibe pueblerino. Buenos Aires, Milá, 2005. 112 págs. (Testimonios). Págs. 12-13.

9 S/F: en Dolinsky, Dina: Rincones.. Buenos Aires, Editorial Milá, 2004. 64 p.

10 Ottone, Antonio, dir.: Un amor en Moisés Ville. Abril de 2001.

11 S/F: “Un amor en Moisés Ville”, en Película Cinemark archivos/Cinemark-Ottone.htm

12 Frejtman, Teodoro R.: “Donde moran los ángeles”.

13 Pedroni, José: Hacecillo de Elena. Santa Fe, Colmegna, 1987.

14 Masjoan, Lía: “Nosotros. Contratiempos y alegrías de inmigrantes húngaros”, en El Litoral on line.  Santa Fe, 4 de mayo de 2002.

15 Wolf, Ema y Patriarca, Cristina: La gran inmigración. Buenos Aires, Sudamericana, 1991.

16 Britos, Orlando: “Historias de Crespo”, en Bienvenidos al mayor portal regional, www.unespacio.com.ar.

17 Chumbita, Hugo: Ultima frontera. Vairoleto: Vida y leyenda de un bandolero. Buenos Aires, Planeta, 1999.

18 Wolf, Ema y Patriarca, Cristina: La gran inmigración. Buenos Aires, Sudamericana, 1991.

19 Romano, Eduardo (Selecc. prólogo y notas): El cuento argentino 1930-1959* antología L. Gudiño Kramer, J.P. Sáenz y otros Buenos Aires, CEAL, 1981. Capítulo, pág. 83.

20 Fornaciari, Dora: “Reportajes periodísticos a Syria Poletti”, en Taller de imaginería. Buenos Aires, Losada, 1977.

21 Bieganski, Enrique: “Rosario III”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 24 de abril de 2005.

22 Abriata, Alberto: “Rosario (I)”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 24 de abril de 2005.

23 Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Una historia de infancia en la pampa gringa. Buenos Aires, Grijalbo-Mondadori, 1999.

24 Zehnder, Roberto: "Anotaciones durante mi inmigración, de Suiza a la República Argentina, por Roberto Zehnder, colonizador”, en hugozingerling@educ.ar.

25 Lusso, Roxana: “Segunda colonización de Los Sunchales”, en www.sunchanet.com.ar.

26 Castrillón, Ernesto y Casabal, Luis: “Un argentino en Birmania”, en La Nación, Buenos Aires, 6 de junio de 2004.

27 S/F:  “Origen y fundación”, en www.eltrebol.gov.ar.

“Thomas Bridges fue uno de los fundadores de la Misión evangélica anglicana en Ushuaia y su Director por muchos años, (...) ocupa lugar destacable entre lo pioneros fueguinos, establecidos en estas tierras en 1871. La estancia Harbenton fue la primera estancia de la Isla Grande de Tierra del Fuego, fundada en 1886 por Thomas Bridges, dándole dicho nombre como recuerdo del pueblo natal de su esposa, situado en Inglaterra” (7).

En Soy Roca, biografía novelada escrita por Félix Luna, el protagonista se refiere a un viaje que hizo en 1899: “Nos detuvimos en la desembocadura del río Santa Cruz, visité alguna estancias de los alrededores, casi todas de ingleses, y seguimos a Río Gallegos, donde me hospedé en la casa del gobernador. (...) Cuando íbamos llegando a Ushuaia me llamaron la atención, en cierto punto de la costa, rebaños de ovejas y construcciones muy prolijas entre macizos de flores y espacios de césped; me dijeron que era la estancia de Thomas Bridges, el pastor anglicano que anteriormente había estado a cargo de la Misión en la isla; en 1886 renunció a su puesto y se vino a Buenos Aires a solicitar tierras allí. Me lo presentó el senador Antonio Cambaceres y lo recomendaba calurosamente el perito Moreno. Tuve el gusto de promover, pocas semanas antes de dejar la presidencia, una ley concediéndole 20.000 hectáreas en propiedad en Harberton, a unas quince leguas de Ushuaia hacia el este. Bridges había fallecido meses antes pero su estancia era la mejor de la isla, superando en actividad a la que había establecido al norte, en Río Grande, el asturiano José Menéndez. Me dieron ganas de visitar Harberton y lo hice en el acorazado de río ‘Independencia’, más chico que el ‘Belgrano’. Allí fui recibido por la viuda del antiguo misionero y su familia. En el jardín tomamos el té con sandwiches y frutillas de la zona con crema. Fue una tarde gloriosa para Gramajo, que decía estar harto del rancho del ‘Belgrano’... Por un momento no me pareció encontrarme en el confín del mundo sino en una casa de Sussex, o más bien, de Devon-shire, de donde era oriundo Bridges. Después visitamos los campamentos de los indios yaganes y onas que trabajaban en el establecimiento. Al menos aquí no se los perseguía, como había hecho aquel aventurero rumano Julio Popper, que en tiempos de mi concuñado instaló un lavadero de oro en el norte de la isla, y como también lo hacían, según los rumores que había escuchado, algunos capataces de Menéndez” (8).

Carlos Pellegrini, protagonista de la novela histórica escrita por Gastón Pérez Izquierdo, recuerda a Bridges: “Un predicador inglés, Mr. Thomas Bridges, había pasado una larga temporada en la Tierra del Fuego como misionero de la Iglesia Anglicana y de paso criando lanares que había introducido desde las Islas Malvinas. Estaba en Buenos Aires preparándose para embarcar a Inglaterra –y disfrutar una temporada de sus buenos negocios- de manera que no rehusó una invitación de la Sociedad Literaria Inglesa para pronunciar una conferencia sobre su inquietante experiencia” (9).

En Tierra del Fuego vivieron el reverendo Dobson y su esposa, personajes de Fuegia (10), novela de Eduardo Belgrano Rawson. En esa obra, un sacerdote afirma acerca de los anglicanos: “Pobres diablos. ¿Cómo no van a sentirse desengañados? Ya sabemos cómo hacen para reclutarlos. ¿Acaso no les pintan todo esto como un paraíso repleto de aldeas? Me imagino las fantasías que traen. ¿Y qué encuentran a su llegada?”.

La viuda del reverendo Dobson evoca los planes que hacìan sobre la emigraciòn, alentados por noticias tendenciosas: “Despuès de pasar una tarde en la Uniòn Misionera, volvìan a casa con su marido por un sendero de gramilla perfumada. Llevaba seis meses de casada con Dobson. Hicieron un alto en el parque y abrieron un paquete de bollos. Charlaron del futuro viaje a Sudamèrica. Dobson dibujò la misiòn sobre el papel de los bollos. Habìa un grupo de canaleses entonando sus himnos y un paquebote en el horizonte. Los canaleses figuraban como ‘naturales amistosos’  en todas las publicaciones del Almirantazgo, de modo que agregò un nativo haciendo cabriolas. Su mujer le suplicò que dibujara una huerta. Dobson puso la huerta y metiò algunas ovejas. Estuvo tentado de añadir el cementerio, pero desistiò a ùltimo momento. Ella estudiò bien el dibujo y concluyò que nada faltaba. Tratò vanamente de hallarle algùn parecido con su aldea de Sussex. Pero igual le propuso: ‘Pongàmosle Abingdon’. Pensò emocionada: ‘El Señor es mi pastor’ “.

Vivieron asimismo los escoceses que se dedicaron a la cría de ganado. Leemos en un pasaje de la misma novela: “Cuando les resultó evidente que habían echado mano a los mejores campos del mundo, los criadores de toda la isla resolvieron cruzar sus mediocres ovejas con padrillos europeos. Para entonces ya nadie soñaba con transformar a los lugareños en sus pastores perfectos. En realidad, a los parrikens les sobraban condiciones para el puesto: corrían treinta kilómetros de un tirón, podían dormir al sereno en invierno y resistían sin probar bocado como el más bruto de los galeses. Pero nada aborrecían más en el mundo que el trabajo de ovejeros, de modo que los criadores olvidaron por fin el asunto y junto con los padrillos importaron pastores de Escocia, quienes trajeron hasta los perros”.

Sulko Romero Roberts es “un estanciero de 58 años, descendiente de españoles e irlandeses. Sus tierras están en Río Grande, Tierra del Fuego, cerca de la estancia Sara, de la familia Braun, dueños de setenta mil hectáreas y sesenta y dos mil ovejas“ (11).

En Tierra del Fuego vivió Julius Popper. El fotógrafo y explorador nació en Bucarest en 1857 y falleció en Buenos Aires en 1893. “Estudió Ingeniería en Minas en París y realizó múltiples viajes por el resto de Europa, Oriente Medio, América del Norte, México y Cuba. Establecido en la Argentina, en 1866 viajó a Punta Arenas, Chile y descubrió oro en la bahía de San Sebastián, sobre el océano Atlántico. En 1887 realizó una muestra con sus fotografías tomadas en Tierra del Fuego, junto a mapas, armas, utensilios indígenas y muestras de arenas auríferas. Fundó la Compañía ‘Lavaderos de Oro del Sud’ “ (12).

También a las Islas Malvinas llegaron pioneros escoceses: “En 1842 llegaron dieciocho pobladores, en 1849 treinta y en 1859 otros treinta y cinco, con sus respectivas familias. El último contingente llegó en 1867. Poco a poco colonizaron todas las islas. Estos escoceses trasladaron a las Malvinas sus costumbres, entre otras la de criar ovejas, no vacunos. Sus descendientes forman la gran mayoría de la población malvinense nativa, de la población estable actual, porque las Malvinas tienen también una población inestable, de origen no escocés sino inglés: son los funcionarios y los militares” (13).  

Notas

1 Sosa de Newton, Lily: Diccionario Biográfico de Mujeres Argentinas, Buenos Aires, Plus Ultra, 1986.

2 Messi, Virginia: “Los últimos días de la cárcel de Caseros”, en Clarín.

3 S/F: “Usted es nuestro protagonista”, en Aerolíneas Argentinas Magazine. Buenos Aires, Mayo 2004.

4 Sotelo, Sergio (texto) y Pessah, Daniel (fotos): “Estampas del fin del mundo”, en La Nación Revista, 15 de agosto de 2004.

5 S/F: Cuadernos Patagónicos – 2 El padre De Agostini y la Patagonia, en www.tecpetrol.com

6 Entraigas, Raúl Agustín; “Polidoro Segers, el primer médico de Tierra del Fuego”, en Museo del Fin del Mundo. Biblioteca Virtual,:www.Tierra del Fuego.org.ar.

7 Yess, Soledad: “Tierra del Fuego y sus topónimos”, en www.misionorg.com.ar.

8 Luna, Félix: Soy Roca. Buenos Aires, Sudamericana, 1991, pp. 322-3.

9 Pérez Izquierdo, Gastón: La última carta de Pellegrini. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1999.

10 Belgrano Rawson, Eduardo: Fuegia. Buenos Aires, Sudamericana, 1990.

11 González Toro, Alberto (texto) y González, Ricardo (fotos): “La Patagonia de Kirchner”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 2 de noviembre de 2003.

12 Varios autores: Enciclopedia Visual de la Argentina. Buenos Aires, Clarín, 2002.

13 Gallez, Pablo: “Malvineros, ingleses, escoceses y argentinos”, en La Nueva Provincia, Bahía Blanca, 18 de febrero de 1999.

Tucumán  

Amadeo Jacques (París, 1813; Buenos Aires, 1865), “En Francia, estudió en el Liceo de Borbón y en la Escuela Normal de París; dictó clases en Amiens y Versalles y, a los 24 años, obtuvo el doctorado en Letras en La Sorbona. Poco después se graduó como Licenciado en Ciencias Naturales en la Universidad de París. Luego de ejercer la docencia en otras instituciones francesas, en 1852 se trasladó a Montevideo, Uruguay, y más tarde se estableció en Entre Ríos, donde se dedicó a la daguerrotipia y a la agrimensura. En 1858 fue nombrado director del Colegio de San Miguel de Tucumán, donde desarrolló una obra renovadora de los sistemas pedagógicos. En 1860 se dedicó al periodismo, publicando proyectos de reglamentos sobre instrucción pública en diarios de la provincia de Tucumán. Por ofrecimiento del vicepresidente de la República, Marcos Paz, fue director y, años más tarde, rector del Colegio Nacional de Buenos Aires. En esa función transformó la enseñanza, introduciendo las nuevas ideas cientificistas que provenían de Europa y planeó la educación primaria, secundaria y universitaria. Fue un renovador de la enseñanza en la Argentina”. (1).

Mary E. Conway (Boston, 1848) “Era hija de James Conway y prima del escritor Hugo Conway y vino a la Argentina durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento, para cooperar en su obra en el campo del normalismo. Luego de estudiar castellano cuatro meses en Paraná, fue destinada a la Escuela Normal de Tucumán y realizó allí una meritoria labor, respaldada por su ilustración. Cuando la escuela se afianzó, hizo renuncia de su cargo y se instaló en Buenos Aires, donde fundó el prestigioso Colegio Americano. Allí dictó cátedras y pronunció numerosas conferencias, en las que desarrollaba los temas más diversos con gran facilidad de palabra. Este colegio estuvo instalado en tres edificios distintos, el último de los cuales se encontraba en Carlos Pellegrini y Juncal. Allí murió su fundadora el 3 de agosto de 1903” (2).

A Tucumán viajó, muy a su pesar, José Wanza, que escribe en 1891 una carta que envía “a la redacción de El Obrero, de un contenido tan valioso que no podemos resistir la tentación de reproducirla: "Aprovecho la ida de un amigo a la ciudad para volver a escribirles. No sé si mi anterior habrá llegado a sus manos. Aquí estoy sin comunicación con nadie en el mundo. Sé que las cartas que mandé a mis amigos no llegaron. Es probable que éstos nuestros patrones que nos explotan y nos tratan como a esclavos, intercepten nuestra correspondencia para que nuestras quejas no lleguen a conocerse. Vine al país halagado por las grandes promesas que nos hicieron los agentes argentinos en Viena. Estos vendedores de almas humanas sin conciencia, hacían descripciones tan brillantes de la riqueza del país y del bienestar que esperaba aquí a los trabajadores, que a mí con otros amigos nos halagaron y nos vinimos. Todo había sido mentira y engaño. En B. Ayres no he hallado ocupación y en el Hotel de Inmigrantes, una inmunda cueva sucia, los empleados nos trataron como si hubiésemos sido esclavos. Nos amenazaron de echarnos a la calle si no aceptábamos su oferta de ir como jornaleros para el trabajo en plantaciones a Tucumán. Prometían que se nos daría habitación, manutención y $20 al mes de salario. Ellos se empeñaron hacernos creer que $20 equivalen a 100 francos, y cuando yo les dije que eso no era cierto, que $20 no valían más hoy en día que apenas 25 francos, me insultaron, me decían Gringo de m... y otras abominaciones por el estilo, y que si no me callara me iban hacer llevar preso por la policía. Comprendí que no había más que obedecer. ¿Qué podía yo hacer? No tenía más que 2,15 francos en el bolsillo. Hacían ya diez días que andaba por estas largas calles sin fin buscando trabajo sin hallar algo y estaba cansado de esta incertidumbre. En fin resolví irme a Tucumán y con unos setenta compañeros de miseria y desgracia me embarqué en el tren que salía a las 5 p.m. El viaje duró 42 horas. Dos noches y un día y medio. Sentados y apretados como las sardinas en una caja estábamos. A cada uno nos habían dado en el Hotel de Inmigrantes un kilo de pan y una libra de carne para el viaje. Hacía mucho frío y soplaba un aire heladísimo por el carruaje. Las noches eran insufribles y los pobres niños que iban sobre las faldas de sus madres sufrían mucho. Los carneros que iban en el vagón jaula iban mucho mejor que nosotros, podían y tenían pasto de los que querían comer. Molidos a más no poder y muertos de hambre, llegamos al fin a Tucumán. Muchos iban enfermos y fue aquello un toser continuo. En Tucumán nos hicieron bajar del tren. Nos recibió un empleado de la oficina de inmigración que se daba aires y gritaba como un bajá turco. Tuvimos que cargar nuestros equipajes sobre los hombros y de ese modo en larga procesión nos obligaron a caminar al Hotel de Inmigrantes. Los buenos tucumanos se apiñaban en la calle para vernos pasar. Aquello fue una chacota y risa sin interrupción. íAh Gringo! íGringo de m...a! Los muchachos silbaban y gritaban, fue aquello una algazara endiablada. Al fin llegamos al hotel y pudimos tirarnos sobre el suelo. Nos dieron pan por toda comida. A nadie permitían salir de la puerta de calle. Estábamos presos y bien presos. A la tarde nos obligaron a subir en unos carros. Iban 24 inmigrantes parados en cada carro, apretados uno contra el otro de un modo terrible, y así nos llevaron hasta muy tarde en la noche a la chacra. Completamente entumecidos, nos bajamos de estos terribles carros y al rato nos tiramos sobre el suelo. Al fin nos dieron una media libra de carne a cada uno e hicimos fuego. Hacían 58 horas que nadie de nosotros había probado un bocado caliente. En seguida nos tiramos sobre el suelo a dormir. Llovía, una garúa muy fina. Cuando me desperté estaba mojado y me hallé en un charco. íEl otro día al trabajo! y así sigue esto desde tres meses. La manutención consiste en puchero y maíz, y no alcanza para apaciguar el hambre de un hombre que trabaja. La habitación tiene de techo la grande bóveda del firmamento con sus millares de astros, una hermosura espléndida. íAh qué miseria! Y hay que aguantar nomás. ¿Qué hacerle? "Hay tantísima gente aquí en busca de trabajo, que vejetan en miseria y hambre, que por el puchero no más se ofrecen a trabajar. Sería tontera fugarse, y luego, ¿para dónde? Y nos deben siempre un mes de salario, para tenernos atados. En la pulpería nos fían lo que necesitamos indispensablemente a precios sumamente elevados y el patrón nos descuenta lo que debemos en el día de pago. Los desgraciados que tienen mujer e hijos nunca alcanzan a recibir en dinero y siempre deben. Les ruego compañeros que publiquen esta carta, para que en Europa la prensa proletaria prevenga a los pobres que no vayan a venirse a este país. íAh, si pudiera volver hoy! "íEsto aquí es el infierno y miseria negra! Y luego hay que tener el chucho, la fiebre intermitente de que cae mucha gente aquí. Espero que llegue ésta a sus manos: Salud.a ...” (3).

El naturalista Abraham Willink (Frisia,1924 - San Miguel de Tucumán, 1998) era “licenciado en Ciencias Naturales egresado de la Universidad Nacional de la Plata en 1944, se especializó en entomología. En la Universidad de Tucumán ocupó diversos cargos: fue profesor, director de la Fundación y del Instituto ‘Miguel Lillo’ y decano de la facultad de Ciencias Naturales. También fue investigador del CONICET y presidente de la Sociedad Entomológica Argentina. Formó parte de varias instituciones científicas del país y del exterior y obtuvo numerosos premios” (4).

En 2002, Guadalupe Henestrosa mereció el V Premio Clarín de Novela por Las ingratas Novela sentimental. Una de las gallegas que presenta en esa obra, se establece en Tucumán: “Griseldo Salazar había perdido los brazos a los dieciocho años: un trapiche azucarero se los había arrancado sin ninguna dulzura. Desde entonces llevaba un poco más abajo del codo unos muñones llenos de cicatrices. Después de varios meses en el hospital entre láudano y enfermeras, los médicos lo habían puesto en las calles de San Miguel de Tucumán sin manos para llevar el atadito de ropa, lo único que tenía en el mundo. (...) Todo se hizo rápido, con un trámite civil y una bendición del padre Agapito. No hubo almuerzo de festejo porque Griseldo no comía en público: cuando estaban a solas, Socorro le colocaba una gran servilleta en el cuello y lo alimentaba como a un bebé. (...) Roca colaboró con la compra de mercaderías, y hasta Cachito dio una mano para cargarlas en la caja del camión. Unos días después de la boda el asunto estaba resuelto, y Socorro, convertida en la señora de Salazar, estaba lista para instalarse en el lejano Norte e iniciar una nueva vida entre las sierras. No podía ni siquiera pensar en el futuro: los ojos y el aliento sólo le alcanzaban para contemplar un día a la vez” (5).  

Notas

1 Varios autores: Enciclopedia Visual de la Argentina. Buenos Aires, Clarìn, 2002.

2 Sosa de Newton, Lily: Diccionario Biográfico de Mujeres Argentinas. Buenos Aires, Plus Ultra, 1986.

3 Wanza, José: “Carta de un inmigrante” (a) El Obrero; Nº 36, del 26/9/1891. Tomado de: José Panettieri, Los Trabajadores. Biblioteca argentina fundamental. Serie complementaria: Sociedad y Cultura/18. Centro Editor América Latina. 1982. Págs.101a 104. En www.clarin.com.ar.

4 Varios autores: Enciclopedia Visual de la Argentina. Buenos Aires, Clarìn, 2002.

5 Henestrosa, Guadalupe: Las ingratas Novela sentimental. Buenos Aires, Suma de Letras Argentinas, 2005. 264 pp.

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Al norte y al sur, al este y al oeste, se dirigieron los inmigrantes, en busca de un lugar donde establecerse, donde trabajar y criar a sus hijos. Muchos de sus descendientes siguen viviendo en la provincia elegida por sus ancestros, y es frecuente encontrarlos trabajando en el mismo rubro que sus antepasados, en empresas que crecieron a través de los años.     


Actitudes

En 1910, el nicaragüense Rubén Darío escribió "Canto a la Argentina", en el que expresa: "¡Argentina, región de la aurora!/ ¡Oh, tierra abierta al sediento/ de libertad y de vida,/ dinámica y creadora!" (1).

El doctor Alberto Sarramone, autor de varios libros sobre la historia de la inmigración en nuestro país –algunos de ellos traducidos al francés-, afirma que "La noción exacta y actual de emigración, en general, tiene dos referentes direccionales: emigración en un sentido estricto, cuando se busca significar la salida de personas o grupos de un país o región. Inmigración, noción relacionada con la recepción de población externa en un país o región determinado", y señala que "ambas tienen su origen en el régimen de libertad instaurado a partir de la revolución francesa, con el reconocimiento de los derechos del hombre y del ciudadano y entre ellos el de emigrar, consagrados en la constitución del 31 de octubre de 1791. Con anterioridad, no se podía hablar de las formas modernas de emigración, que requieren como notas definitorias para la existencia plena del fenómeno, estar en un marco aunque sea imperfecto de libertad" (2).

Ya hemos citado a Marcelo Bazán Lazcano, quien se refiere a la Ley Avellaneda, de 1876, la cual proporciona la definición de inmigrante (3). Pero –afirma Andrew Graham Yooll- algunos europeos no se sentían incluidos en esta definición, ya que "los británicos se negaron tenazmente a ser categorizados como inmigrantes, lo que significaba un descenso en la clase social" (4).

Félix Luna señala que "la política de inmigración que llevaron adelante los gobiernos del Régimen Conservador fue muy amplia y nada discriminatoria. No se pusieron trabas a ningún tipo de inmigración. Incluso Roca, durante su primera presidencia, nombró a un agente especial de inmigración para que intentase desviar hacia la Argentina a la corriente de judíos rusos que huían de los pogroms, generalmente a Estados Unidos. Precisamente en esos últimos años del siglo, empezaron a instalarse algunas colonias de judíos en la ciudad de Buenos Aires. La política era pues muy amplia y, aunque en algún momento hubo voces que se levantaron para protestar contra algún tipo de inmigración que aparentemente no interesaría al país, en ningún momento se sancionaron leyes restrictivas" (5).

¿Qué sucedió con los inmigrantes que llegaron a la Argentina? ¿Fueron aceptados o rechazados? La actitud que toman no será la misma, según el inmigrante sea anglosajón o italiano y español, y según la clase social a la que pertenezcan nativos y extranjeros. Aún dentro de la clase dirigente hay divergencia: mientras que Cané (6) y Cambaceres (7) alertan sobre el peligro de la inmigración, Ocantos (8) y Zeballos (9) la ven positiva. Los personajes de Fray Mocho entablan con el inmigrante una relación cordial; los criollos de Arias y Burgos lo aborrecen.

Notas

1.Darío, Rubén: "Canto a la Argentina" (fragmento), en Obras Completas. Buenos Aires, Ediciones Anaconda, 1949. 347 pp.

2.Sarramone, Alberto: Historia y sociología de la inmigración argentina.

3.Bazán Lascano, Marcelo: en La Nación, Buenos Aires, 19 de diciembre de 1999.

4. S/F: "Los ingleses en la Argentina", en Clarín, Buenos Aires, 18 de diciembre de 2000.

5.Luna, Félix: Breve historia de los argentinos. Buenos Aires, Planeta, 1995. Investigación gráfica: Graciela García Romero y Felicitas Luna. Fotografías: Graciela García Romero.

6.Cané, Miguel: Prosa ligera. Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1919.

7.Cambaceres, Eugenio: En la sangre: Buenos Aires, Plus Ultra, 1968.

8.Ocantos, Carlos María: Quilito. Madrid, Hyspamérica, 1984.

9.Zeballos, Estanislao: La rejión del trigo. Madrid, Hyspamérica, 1984.

En el siglo XIX

 En 1845, escribió Sarmiento: "¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración europea que llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos? (...) Después de la Europa, hay otro mundo cristiano civilizable y desierto que la América? ¿Hay en la América muchos pueblos que están como el argentino, llamados por lo pronto a recibir la población europea que desborda como líquido en un vaso? (...) ¡Oh! Este porvenir no se renuncia así nomás! (...) No se renuncia a un porvenir tan inmenso, a una misión tan elevada, por ese cúmulo de contradicciones y dificultades: ¡las dificultades se vencen, las contradicciones se acaban a fuerza de contradecirlas!" (1).

A criterio de Fernando Sorrentino, "Con la única excepción del gringuito cautivo / que siempre hablaba del barco (pasaje maestro de conmovedora y sobria ternura —II:853-858—), todos los gringos del Martín Fierro (I, 1872; II, 1879) son presentados en situaciones de error, de cobardía, de ridiculez. Es evidente que José Hernández (1834-1886) no sentía la menor simpatía por ellos. El mismo sentimiento muestra seis años antes Estanislao del Campo (1834-1880) en su Fausto (1866). En el diálogo con Anastasio el Pollo, don Laguna no pierde las dos oportunidades que se le presentan para verter expresiones desvalorizadoras hacia dos gringos, uno real y el otro hipotético. Al primero, remiso en pagarle una deuda, lo califica como gringo (...) de embrolla (119); al desconocido ladrón que, en el teatro, le ha robado el puñal a Anastasio, sin dudar lo identifica prejuiciosamente: —Algún gringo como luz / para la uña ha de haber sido (233-234). Estas opiniones de don Laguna, lejos de ser casuales, reflejan el desprecio que los gauchos sentían por los gringos, vocablo que genéricamente incluía a cualquier extranjero no hispanohablante (con la posible salvedad del portugués y del brasileño) y que, por simple acción de mayoritaria presencia, se refería con más frecuencia al italiano" (2).

Eduardo Gutiérrez defendió, en Juan Moreira, al gaucho, que ha quedado desempleado ya que "En la estancia, como en el puesto, prefieren al suyo el trabajo del extranjero, porque el hacendado que tiene peones del país está expuesto a quedarse sin ellos cuando se moviliza la guardia nacional, o cuando son arriados como carneros a una campaña electoral" (3).

María Esther de Miguel evoca, en Un dandy en la corte del rey Alfonso, la actitud de los hombres del 80 ante el aluvión inmigratorio. Se trataba de "una tanda de hombres intelectuales y bien pensantes que pasarían a la historia, según decían, porque se dedicaban a ser diplomáticos, escribir libros interesantes y sacar adelante el país, sobre todo por el esfuerzo de los inmigrantes que habían llegado para ‘laburar’, como decían ellos. Aunque los habían confinado en fábricas, saladeros y conventillos, los pobres se manejaban bien y sacrificadamente, y no pasaría mucho tiempo sin que la mayoría de ellos tuvieran, de acuerdo a los sueños que los habían transportado a América, ‘m’hijo el dotor’ " (4).

En "Doña Rita Material", relato de Juan Bautista Alberdi, una mujer se queja de la imparcialidad de un juez: "Mi primo, el alcalde de este barrio, con quien nos hemos criado juntos, uña y carne con Donato, mi marido, que todos los días viene a casa, y muchas veces se queda a comer, a quien no hace tres días le mandé un pastel de choclos, ha tenido alma de sentenciar en contra nuestra, en una demanda que tenemos contra un gringo, ¡y contra un gringo, vea Ud!, por unos espejos que nos vendió muy caros, y se los quisimos devolver a los seis días" (5).

Eugenio Cambaceres dejó en su novela En la sangre testimonio de su repudio a los extranjeros, a quienes veía como una fuerza poderosa y nociva para la nación. Cuando el protagonista busca ascender socialmente, el autor se indigna: "Pero cómo, siendo quien era, iba a atreverse él, con el padre que había tenido, con la madre, una italiana de lo último, una vieja lavandera!" (6).

A partir de la comparación de un pasaje de En la sangre referido al italiano y uno de Sin rumbo referido a un mestizo, afirma Gladys Onega: "Por la confrontación de ambos ejemplos deducimos que la xenofobia fue sólo una de las formas que tomó en la elite el prejuicio racial, siempre en su propia defensa; a un objeto se agregó otro, pero el desprecio por el inmigrante es el mismo que se tuvo hacia el gaucho, en cuanto ambos provocaron sucesivamente la alarma, y resulta evidente que Cambaceres no se preocupa por disimularlo con elegías" (7).

Lucio V. López relata cómo trataba a sus clientas uno de los tenderos criollos: "Si él distinguía que era vasca, francesa, italiana, extranjera, en fin, iniciaba la rebaja, el último precio, el ‘se lo doy por lo que me cuesta’, por el tratamiento de madamita. ¡Oh!, ese madamita lanzado entre 7 y 8 de la mañana, con algunas cuantas palabras de imitación de francés que él sabía balbucir, era irresistible. Durante el día, los tratamientos variaban entre hija e hijita, entre tú y usted, entre madamita y madama, según la edad de la gringa, como él la llamaba cuando la compradora no caía en sus redes" (8).

En el prólogo a su novela ¿Inocentes o culpables?, Antonio Argerich manifiesta: "me opongo franca y decididamente a la inmigración inferior europea, que reputo desastrosa para los destinos a que legítimamente puede y debe aspirar la República Argentina; (...) La intromisión de una masa considerable de inmigrantes, cada año, trae perturbaciones y desequilibra la marcha regular de la sociedad, -y en mi opinión no se consigue el resultado deseado, esto es, que se fusionen estos elementos y que se aumente la población. En efecto, si buscamos unidad, sería importante encontrarla: se habla de colonias aun aquí mismo en la Capital de la República y ya tenemos los oídos taladrados de oír hablar de la patria ausente, lo que implica un estravío moral y hasta una ingratitud, inspirada, muchas veces, por el interés que azuza un sentimiento exótico y apagado para que se ame a una madrastra hasta el fanatismo".

Argerich sostiene que "para mejorar los ganados, nuestros hacendados gastan sumas fabulosas trayendo tipos escogidos, -y para aumentar la población argentina atraemos una inmigración inferior. ¿Cómo, pues, de padres mal conformados y de frente deprimida, puede surgir una generación inteligente y apta para la libertad? Creo que la descendencia de esta inmigración inferior no es una raza fuerte para la lucha, ni dará jamás el hombre que necesita el país". Considera que "tenemos demasiada ignorancia adentro para traer todavía más de afuera" y que "es deber de los Gobiernos estimular la selección del hombre argentino impidiendo que surjan poblaciones formadas con los rezagos fisiológicos de la vieja Europa" (9).

"En la Argentina -sostiene David Viñas-, en los años 1860 y 1870, la secuencia es: paraguayos, montoneros, indios. Liquidados, la búsqueda del otro distinto y peligroso termina en el inmigrante. Desaparecidas las tolderías convencionales, aparecen las ‘tolderías rojas’: los malones ya no vienen del Sur, sino de Barracas, o de La Boca..." (10).

Félix Luna explica en un reportaje el origen de la intolerancia: "Se había soñado con una inmigración ideal: anglosajona, o franceses de clase más o menos alta, casos que fueron excepcionales. En cambio, los que vinieron fueron en su inmensa mayoría inmigrantes pobres, personas provenientes de zonas más atrasadas de Europa, de España e Italia, fundamentalmente, que huían de la miseria. Por eso, el tipo de inmigración provocó alguna resistencia y, diría, determinados rezongos en gente como Sarmiento, que en algún momento se manifestó con criterios antisemitas" (11).

En "La Argentina racista", "el escritor Pedro Orgambide analiza el costado más intolerante de los argentinos. Y describe cómo han ido cambiando a lo largo de la historia los destinatarios de la discriminación: el indio y los mestizos, primero, luego los españoles, italianos y judíos que llegaron a nuestras tierras y ahora los inmigrantes de los países limítrofes" (12).

Una Noticia de la Defensoría del Pueblo acerca de la discriminación de los extranjeros latinoamericanos en 2000, afirma que "Los argumentos son viejos. Podría decirse que comenzaron a utilizarse en los últimos años del siglo anterior, cuando se responsabilizaba a los inmigrantes de origen europeo de haber traído al país ideas disolventes. Con esa excusa se dictó la ley de residencia que autorizaba a expulsar a aquellos extranjeros que desarrollaran actividades sindicales y políticas" (13).

Bien lo dice Mempo Giardinelli, en Santo Oficio de la Memoria. El año 1896 fue terrible porque "ése fue en año en el que se habló mucho y muy mal de las mafias de italianos que llegaban al Río de la Plata, y de la molicie y peligrosidad de los inmigrantes en general. Algo que después fue una constante de este país: hablar de la inseguridad fue hablar pestes de los extranjeros" (14).

Larva acusa de xenofobia a "los grandes terratenientes ‘dueños’ de gran parte de la Patagonia y de la Pampa húmeda": "Ellos mismos son los que frenaron el aluvión de inmigrantes que a fines del siglo pasado y comienzos de éste venían al país, dos tercios de los cuales se vieron obligados a volver a la miseria de su país de origen, después de amontonarse en el Hotel de Inmigrantes. Los que se quedaron poblaron los conventillos de La Boca" (15).

La intolerancia se hizo ver en una circunstancia desgraciada: "El Aedes prolifera en zonas encharcadas, lo que hace que haya habido epidemias de fiebre amarilla inmediatamente después de inundaciones, (...) –señala Antonio Elio Brailovsky-. La que en 1871 devastó Buenos Aires, obligó a evacuarla en medio de escenas de pánico que recuerdan a las del Exodo y mató a una gran cantidad de su población, se originó en una creciente del Riachuelo, después de una primavera de lluvas excepcionales" (16). La gran epidemia de fiebre amarilla de 1870 es uno de los episodios que conserva vívidamente nuestra memoria nacional. Menos conocido es que la inmensa mayoría de las víctimas del ‘vómito negro’ y del terror subsiguiente fueron los inmigrantes" (17). "Se culpó de la epidemia a los inmigrantes italianos y se los expulsó de sus empleos. Recorrían las calles sin trabajo ni hogar; algunos, incluso, murieron en el pavimento" (18).

"Hacia 1870 –escribe Alicia Dujovne Ortiz-, en Buenos Aires se desencadenó la fiebre amarilla (...). Fue por el tiempo en que los porteños se volvieron blancos. A los indios los acababan de ultimar, y los negros, con la peste, se acabaron por sí solos" (19).

En La última carta de Pellegrini, de Gastón Pérez Izquierdo, escribe el protagonista: "La afluencia de inmigrantes seguía transformando la fisonomía física y social de la metrópoli con sus gritos, sus palabras mal pronunciadas, sus risas y sus nostalgias por la tierra dejada. En ese fragor positivista algunas pequeñas señales cada tanto advertían que éramos de carne y hueso y no estábamos en el Paraíso Terrenal. Las condiciones deficientes de alojamiento de los inmensos contingentes de extranjeros que desembarcaban pronto causaron una alarma general: un brote de cólera amenazaba con expandirse como epidemia y salirse de control. Para una ciudad que todavía guardaba en su memoria colectiva los horrores de la fiebre amarilla la noticia cayó como el anuncio de la llegada de los cuatro jinetes. El Presidente convocó de urgencia al gabinete y concurrí a la reunión para proponer medidas intrépidas, como las que se recordaban de los tiempos de la epidemia maldita" (20).

La intolerancia causó, quizás, la "Masacre de Tandil". Refiriéndose al juez de paz Figueroa, expresó en sus Memorias el pionero danés Juan Fugl: "En el fondo de su alma sentía odio a los extranjeros y al creciente agro en la zona del Tandil, tanto porque él, familiares y amigos tenían tierras y grandes estancias lindantes, y se sentían molestos por las leyes que los obligaban a pagar los daños causados por animales en las tierras sembradas, y ahora protegidas. También porque repartía tierras entre criollos o nativos, en general muy simples y sin ningún ánimo de mejorar, no a extranjeros que, aunque vivían pobres con su trabajo y amistoso relacionamiento, pronto formaban un capital y vivían holgadamente" (21).

Un asesino recurre a un insólito argumento para evitar ser sentenciado a la pena de muerte. Escribe Alvaro Abós: "Luigi Castruccio era oriundo de Rapallo, cerca de Génova, y había llegado a Buenos Aires a sus veinte años, en 1878, mezclado con miles de inmigrantes que anhelaban ‘hacer la América’. (...) Castruccio, cuya omnipotencia rayaba en la megalomanía, decidió solucionar sus problemas económicos mediante un crimen. Estaba seguro de que podría engañar al mundo y salir indemne. Publicó un anuncio en la prensa pidiendo un sirviente. Asì, reclutó a alguien que reunía todas las condiciones requeridas para su plan criminal. El criado era un mocetón francés llamado Alberto Bouchot Constantin, recién llegado a Buenos Aires y que no conocía a nadie en la ciudad. (...) Castruccio confesó. Ensayó, sin embargo, algunas líneas de defensa. Adujo, por ejemplo, que no debía ser castigado porque su víctima era un extranjero. (...) ‘Yo no he hecho nada malo. Nunca maté a un argentino’ " (22).

Ocantos no se cierra a la postura común en su época, que consistía en combatir la inmigración. El advierte los rasgos buenos en los criollos y en los inmigrantes, y también sabe ver en ambos grupos los procederes que evidencian la decadencia moral y que llevan a una existencia desgraciada o, incluso, a la muerte. En Quilito escribe que la ola de la emigración europea nos aporta periódicamente lo bueno y lo malo, afirmación que indica una amplitud de criterio que muchos de sus coetáneos no poseen (23).

Miguelín, uno de los personajes de Julián Martel, expresa algo parecido: "Es cierto que la inmigración en general nos aporta grandes beneficios, pero también lo es que todo lo que no tiene cabida en el viejo mundo, viene a guarecerse y medrar entre nosotros. El Gobierno debería ocuparse de seleccionar..." (24).

Para Estanislao Zeballos, tanto los nativos como los extranjeros se benefician con la apertura a la inmigración, ya que "un colono colocado es una fuente de riqueza privada y de renta pública". Condena "el sistema de promover y reclutar oficialmente la inmigración" y se muestra a favor de "estimular la inmigración espontánea", la que "se mueve por sí misma y paga su viaje, atraída por noticias adquiridas de las ventajas que le proporcionará nuestro teatro de trabajo, ó decidida por consejos o proposiciones y aun contratos que le brindan sus parientes y amigos establecidos felizmente en la República" (25).

Notas

1 Sarmiento, Domingo Faustino: Facundo. Buenos Aires, CEAL, 1980.

2 Sorrentino, Fernando: "El trujamán Gauchos lingüistas (II)", en Centro Virtual Cervantes, 1° de agosto de 2005.

3 Gutiérrez, Eduardo: Juan Moreira. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo)

4 Miguel, María Esther de: Un dandy en la corte del rey Alfonso. Buenos Aires, Planeta, 1999.

5 Alberdi, Juan Bautista: "Doña Rita Material", en Varios autores: 20 relatos argentinos 1838-1887. Selección y prólogo de Antonio Pagés Larraya. Ilustración en colores de Horacio Butler. Buenos Aires, Eudeba, 1961.

6 Cambaceres, Eugenio: op. cit.

7 Onega, Gladys: La inmigración en la literatura argentina (1880-1910). Rosario, Facultad de Filosofía y Letras, 1965.

8 López, Lucio V.: La gran aldea, Costumbres bonaerenses. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).

9 Argerich, Antonio: ¿Inocentes o culpables?. Madrid, Hyspamérica, 1984.

10 Prieto, Martín: "Archivo de desapariciones" (entrevista con David Viñas), en Clarín, Buenos Aires, 26 de abril de 2003.

11 Gilbert, Abel: Buenos Aires no es sólo Puerto Madero", en La Nación, Buenos Aires, 14 de febrero de 1999.

12 S/F, en Orgambide, Pedro: "La Argentina racista", en Clarín Viva, 27 de agosto de 2000.

13 Noticias de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires: "Los culpables de todo. La historia se repite", en Centenario, Buenos Aires, Junio 2000.

14 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix-Barral, 1997.

15 Larva: "Xenofobia. Denuncien al abuelo".

16 Brailovsky, Antonio Elio: La ecología en la Biblia. Buenos Aires, Milá, 2005. 202 pp. (Ensayos).

17 Zengotita, Alejandro Ulises: "Los inmigrantes", en Revista Mayores, Año II, N° 11, 1994.

18 Scenna: El día que murió Buenos Aires, citado por Zengotita.

19 Dujovne Ortiz, Alicia: El árbol de la gitana. Buenos Aires, Alfaguara, 1997. 293 pp.

20 Pérez Izquierdo, Gastón: La última carta de Pellegrini. Buenos Aires, Sudamericana, 1999.

21 Fugl, Juan: Memorias, citado en Lynch, John: Masacre en las pampas. La matanza de inmigrantes en Tandil, 1872. Buenos Aires, Emecé, 2001.

22 Abós. Alvaro: "Castruccio. Un Borgia en el Plata", fotos: Archivo Graciela García Romero, en La Nación Revista, Buenos Aires, 8 de enero de 2006..

23 Ocantos, Carlos María: op. cit.

24 Martel, Julián: La Bolsa. Buenos Aires, Huemul, 1979.

25 Zeballos, op. cit.

En el siglo XX

Aceptación

La apertura de nuestro país a la inmigración es elogiada por la chilena Gabriela Mistral, quien escribió: "La Argentina está dando a nuestros países una enseñanza que ellos no quieren oír: la de que un año de inmigración hace más por la raza que diez años de trabajo social gastado en mejorar la carne vieja. Ninguna empresa –educación popular, higiene social, etc.- acelera la evolución de un país nuevo como ésta del injerto" (1).

Leopoldo Lugones, en "la ‘Oda a los ganados y las mieses’ muestra una expansión jubilosa en la exaltación de la tierra, los hombres y los frutos, sin rehuir prosaísmos certeros de cordial resonancia. Desde el diálogo pintoresco que sitúa con felicidad en su medio al criollo o al extranjero hasta el cuadro familiar a veces íntimo y conmovido de recuerdos, Lugones hace explícita una convivencia con el mundo humano, animal o de humildad biológica que sorprende por la extrema y sutil observación. Hay ternura y gracia en el diminutivo y las imágenes justas multiplican ante el lector la hirviente variedad de ese vivo universo" (2).

En "La formación de una raza argentina", José Ingenieros se alegra de la adaptación al medio geográfico que se verifica en los inmigrantes: "Las variedades de la raza europea aquí trasplantadas sienten ya, en sus hijos argentinos, los efectos de la adaptación a otro medio físico, que engendra otras costumbres sociales. Los Andes, la Pampa, el Litoral, el Atlántico, la Selva, el Iguazú, son cosas nuestras, y solamente nuestras. Viviendo junto a ellas, las razas blancas inmigradas adquieren hábitos e ideas nuevas, hasta engendrar una variedad, distinta de las originarias" (3).

En una geografía tan vasta, se encontraban inmigrantes procedentes de diversas latitudes. "’La creencia en que la Argentina era un crisol de razas nunca tuvo el ciento por ciento de adhesión, pero fue una creencia eficaz: sirvió para que los extranjeros se sintieran argentinos’, asegura el antropólogo Pablo Semán, especialista en el tema" (4). Los niños y los jóvenes -afirma Guillermo Jaim Etcheverry- adquieren un papel dominante en la vinculación de los mayores a la nueva sociedad.. (5).

" ’Hay un justificado orgullo por la herencia cultural entre las nuevas generaciones de la comunidad’, dice Juan José Delaney, escritor y profesor universitario, autor de Tréboles del Sur y Moira Sullivan, obras de ficción sobre la inmigración irlandesa en el país. Y agrega que la transmisión de esa herencia ha convertido a la Argentina en una suerte de Arca de Noé lingüística y cultural" (6).

La integración entre argentinos y extranjeros suele lograrse armoniosamente. Lo narra Jorge Luis Borges en "El sur": "El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de una iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica" (7).

Trude Sarrasani, protagonista, heredera y directora del célebre circo, se siente a gusto en nuestro paìs: " ‘La cordialidad y el estilo independiente y divertido de la gente me hicieron sentir bien en la Argentina –afirma Trude-. Aún hoy me sorprendo sintiéndome plenamente argentina’. (...) Definitivamente radicada en la Argentina, alternó su casa de Córdoba con Buenos Aires y San Clemente del Tuyú" (8).

También se integran la protagonista de un cuento de Marta Lynch y los Stavros, una familia griega: "El mismo apellido desconcertaba de entrada. Como si vinieran de lejos con un confuso prestigio de Medio Oriente acerca del cual no había obligación de estar bien enterado o con un franco y honesto aire de inmigrante en primera generación, exudando inteligencia para abrirse paso y un límpido chusmaje que a fuerza de ser admitido dejaba de estorbar" (9).

Ante la creciente transformación que se va operando en los jóvenes, escribe Alberto Gerchunoff en Los gauchos judíos: "Bajo el alero, donde se guardan las herramientas, Rebeca se sienta, revuelto el cabello por la siesta, y saluda con voz ronca. Jacobo, cansado del caballo, afila la daga en el alambre del corral, y al oír a Rebeca, comienza a cantar como Remigio: Pensamiento mío... Vidalitá" (10).

En sus páginas autobiográficas, se describe a sí mismo vestido a la usanza de la nueva tierra: "como todos los mozos de la colonia, tenía yo aspecto de gaucho. Vestía amplia bombacha, chambergo aludo y bota con espuela sonante. Del borrén de mi silla pendía el lazo de luciente argolla y en mi cintura, junto al cuchillo, colgaban las boleadoras". En la colonia entrerriana a la que se trasladan luego de que el padre es asesinado, manifiesta un profundo gusto por el folklore: "En Rajil fue donde mi espíritu se llenó de leyendas comarcanas. La tradición del lugar, los hechos memorables del pago, las acciones ilustres de los guerreros locales llenaron mi alma a través de los relatos pintorescos y rústicos de los gauchos, rapsodas ingenuos del pasado argentino, que abrieron mi corazón a la poesía del campo y me comunicaron el gusto de lo regional, de lo autóctono, saturándome de esa libertad orgullosa, de ese amor a lo criollo, a lo nativo que debió, más tarde, fijar mi inclinación mental. En aquella naturaleza incomparable, bajo aquel cielo único, en el vasto sosiego de la campiña surcada de ríos, mi existencia se ungió de fervor, que borró mis orígenes y me hizo argentino" (11).

Máximo Yagupsky afirma que "A los colonos, no acostumbrados a la vida en esas vastas llanuras, les resultaba muy difícil soportar la soledad, lejos de los centros de civilización. El único aliento a su angustia era ver que el gaucho los acogía con beneplácito. Y se estableció una amistad con el gaucho y hasta, por momentos, un afecto casi fraternal" (12).

En su libro, María Arcuschín refleja la gratitud de los ucranios: "¡No olvides que estamos en América! –dice uno de los personajes-. Acá vivimos en paz. Nuestros hijos pudieron haber nacido allá. Pudieron haber sido esclavos. En cambio hoy son libres. Son el futuro de este país hospitalario que recibió a sus padres" (13).

En un cuento de Susana Goldemberg, dice un inmigrante al despedirse de su familia: "Argentina. El nombre raro. Otro país. Del otro lado del mar. Papá trató de explicarme: -Es un país grande, rico, generoso. Allí respetan a todos los hombres del mundo que quieran trabajar sus tierras. No importa en qué templo o en qué idioma le hablen a Dios" (14).

César Tiempo manifiesta su sentimiento en un poema: "¡Yo nací en Dniepropetrovsk!/ No me importan los desaires/ con que me trata la suerte./ ¡Argentino hasta la muerte!/ Yo nací en Dniepropetrovsk" (15).

Marcelo Mendieta me cuenta –vía e-mail, desde Washington- una anécdota que ilustra acerca del sentimiento de un inmigrante: "Afortunadamente conocí a don Angel Santilli, gracias a quien se constituyó el Día del Inmigrante en la Argentina. El fundó la Asociación Mundial de Emigrantes, pero ese emprendimiento murió con él. (...) ‘Yo soy más argentino que vos –me dijo un día-, porque vos naciste aquí pero yo elegí vivir, trabajar y crecer aquí’ ".

Darío Lamazares, representante legal del Instituto Santiago Apóstol, llegó a la Argentina a los catorce años: "Fui un autodidacta, me formé en la calle, y como la mayoría de mis compatriotas sufrí la falta de instrucción. Este país nos dio todo, los mismos derechos que sus hijos, y la escuela es una forma de pagar esa deuda" (16).

Es en la escuela donde se integran las culturas. Esto sucede, por ejemplo, en el Liceo Franco Argentino, donde, para festejar los treinta años de la institución, los alumnos "de primaria bailaron el pericón y los más grandes exhibieron sus investigaciones sobre la vida del piloto Jean Mermoz, que prestó su nombre a la escuela" (17).

Maximiliano Matayoshi, autor de la novela Gaijin considera que "Quienes tienen mezclas culturales tiene la ventaja de poder elegir qué les gusta más de cada cultura. Yo, elijo de la cultura japonesa el equilibrio, y de lo argentino, la frescura, cierto cinismo, cierta desesperanza" (18).

Los argentinos recibimos el aporte de esos inmigrantes. Lo destacó Jorge Luis Borges: "en todos aquellos años habíamos hecho muchas cosas. Habíamos hecho de este territorio perdido una gran república por obra ciertamente de la inmigración también, que ha hecho de nosotros un país que difiere de otros de este continente, por el hecho de ser un país de clase media y de población blanca, sin mucha población indígena y casi sin población africana, ya que los esclavos y los descendientes de los esclavos misteriosamente desaparecen" (19).

Lo dice Yvonne Fournery, guionista del documental periodístico "La otra tierra": "La ideología, tanto en la primera oportunidad, en los ’80, como ahora, fue la misma, o sea, no poner el acento para nada en la colectividad o comunidad, sino en la síntesis de las culturas. Es decir, hacer hincapié en el aporte que significó a nuestra identidad esa cultura. Lo cual enriquece al programa, lo hace mucho más vivo y mucho más real. De lo contrario, se transforma en una cosa... te diría que pintoresca o turística... y no es ésa la intención" (20).

Notas

1. Mistral, Gabriela, citada por Gustavo Cirigliano, en El Tiempo, Azul.

2. Ara, Guillermo: "Leopoldo Lugones", en Historia de la literatura argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.

3. Ingenieros, José: "Ensayo de identidad", en Clarín, Buenos Aires, 27 de febrero de 2000.

4. Rocco-Cuzzi, Renata: "Mitos del granero del mundo", en Clarín, Buenos Aires, 26 de marzo de 2000.

5. Jaim Etcheverry, Guillermo: "Los nuevos emigrantes", en La Nación Revista, Buenos Aires, 7 de abril de 2002.

6. Guyot, Héctor M.: "Sociedad. Irlandeses en la Argentina. Una verde pasión", en La Nación Revista, Buenos Aires, 13 de marzo de 2005. Fotos de Daniel Pessah.

7. Borges, Jorge Luis: "El sur", en Ficciones. Buenos Aires, Sur, 1944.

8. Bernstein, Jorge: "Trude Sarrasani La gran dama del espectáculo / The great lady of the show", en Aerolíneas Argentinas Magazine, Enero de 2006.

9. Lynch, Marta: Los cuentos tristes. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967.

10. Gerchunoff, Alberto: Los gauchos judíos, en Historia de la Literatura Argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.

11. Gerchunoff, Alberto: "Autobiografía", en Alberto Gerchunoff, judío y argentino. Selección y prólogo de Ricardo Feierstein. Buenos Aires, Milá, 2001.

12. Diament, Mario: Conversaciones con un judío. Buenos Aires, Fraterna, 1986.

13. Arcuschín, María: De Ucrania a Basavolbaso. Buenos Aires, Marymar, 1996.

14. Goldemberg, Susana: "Papá", en Cuentos de la Bobe, Sudamericana.

15. Koremblit, Bernardo Ezequiel: "La bohemia cultural judeoargentina en las décadas del ’30, ’40 y ‘50", en Feierstein, Ricardo y Sadow, Stephen A. (comp.): Recreando la cultura judeoargentina / 2 Literatura y artes plásticas. Buenos Aires, Editorial Milá, 2004.

16. Beltrán, Mónica: "La primera escuela gallega que enseña a chicos argentinos", en Clarín, Buenos Aires, 25 de abril de 1999.

17. Costa, Flavia: "De nombre extranjero", en Clarín, Buenos Aires, 21 de junio de 2003.

18. Beltrán, Mónica: "Un colegio con acento francés", en Clarín, Buenos Aires, 26 de septiembre de 1999.

19. Borges, Jorge Luis: "Temas del tango", en La Nación, Buenos Aires, 1° de junio de 2003.

20. Ceratto, Virginia: "Yvonne Fournery. ‘ La indiferencia, en un 94%, es falta de conocimiento’ ", en La Capital, Mar del Plata, 18 de marzo de 2001.

Intolerancia

En Aventuras de Edmund Ziller, Pedro Orgambide define al xenófobo como el "sujeto de apariencia normal que odia a los extranjeros" y que "suele creer que los judíos adoran la cabeza de chancho y que los negros son una raza inferior, y que Dios estaba pensando en su pinche país cuando creaba el Universo" (1).

En su Historia del baile, Sergio Pujol evoca al "alborotabailes": "Loco Lindo siente náusea por toda esa gente, que es mayoría. Se alarma ante la posibilidad de un futuro poblado de patas sucias y alientos desconocidos. Se siente ajeno a esa promesa de país. Cree que los inmigrantes no deben gozar de derechos civiles. Son un mal cálculo de la clase dirigente. Pero siempre la ambigüedad, la revulsión interior: Loco Lindo no puede disimular la excitación que la sola idea de un contacto con esa gente le provoca. Camina lleno de deseo rumbo al baile. Ya lo dijo Grandmontagne: Loco Lindo es el clásico ‘alborotabailes’ que exhibe descaradamente su éxito con las hembras –hembritas, decía la nota, entre paternalista y despectiva-, ante una sociedad que no sabe cómo contener las energías sexuales que enturbian los juegos de miradas insinuantes y violencias corporales. Cuando los inmigrantes danzan -¡y lo hacen casi todas las noches!-, Loco Lindo irrumpe con su salud de potro a la arena social para molestar" (2).

Uno de los líderes criollistas que Leopoldo Marechal crea en Adán Buenosayres, expresa su punto de vista acerca de las consecuencias de la inmigración: "La devoción al recuerdo de las cosas nativas –tartamudeó Del Solar, pálido como la muerte- es lo único que nos va quedando a los criollos, desde que la ola extranjera nos invadió el país. ¡Y son los mismos extranjeros los que se burlan de nuestro dolor! ¡Si es para llorar a gritos!. (...) Es verdad que la ola extranjera nos metió en la línea del progreso. En cambio, nos ha destruido la forma tradicional del país: ¡nos ha tentado y corrompido!". Adán Buenosayres, en cambio, piensa "que nuestro país es el tentador y el corruptor, que el extranjero es el tentado y el corrompido". El filósofo villacrespense Samuel Tesler, exclama: "Estoy harto de oír pavadas criollistas (...). Primero fue la exaltación de un gaucho que, según ustedes y a mí no me consta, haraganeó donde actualmente sudan los chacareros italianos" (3).

La confrontación entre extranjeros y nativos en las actividades rurales aparece en varias novelas. Abelardo Arias escribe, en Alamos talados, que don Ramón Osuna sentía un "desprecio soberano por los gringos, como él llamaba a cuantos no hablaran el castellano. Desprecio que alcanzaba a toda idea que de ellos proviniera. No quiso alambrar su estancia; sembrar era cosa de gringos y nunca el arado rompió sus tierras". La diferencia entre terratenientes e inmigrantes es señalada por uno de los personajes: "Doña Pancha aún no podía comprender cómo abuela había recibido, ‘con aire de visita’, a uno de esos gringos bodegueros, decía ella recalcando la palabra con retintín. Ella no podía entenderlo y menos disculparlo. Entre tener una viña y tener bodega para hacer vino había un abismo infranqueable. Eran dos castas distintas, y la Pancha se había constituido guardián insobornable de esa separación".

Los criollos, que se agrupan bajo la protección de la señora y sus descendientes, ven como algo degradante el trabajo en la viña, pues nacieron para domar potros y para hacer tareas que exijan valor y destreza: " ‘Los criollos no somos muy guapos pa’ estos menesteres, eso di’ andar cortando racimitos son cosas pa’ los gringos y las mujeres –había dicho Eulogio-. Ahora, lidiar con toros, jinetear potros, trenzar tientos de cuero crudo, marcar animales, ésas son cosas di’ hombre’ y hasta si se trataba de dar una manito para cargar las canecas, entonces se ajustaban el cinto y la faja, acomodaban el cuchillo en la cintura, ‘y no le hacían asco a juerciar un poco’ " (4).

Fausto Burgos, en El gringo, reitera a lo largo de la novela la acusación que los nativos hacen a los extranjeros: "’¿No son ustedes los que nos vienen a quitar la tierra y el vino y el pan y todo? Los peones blancos miran con cariño y con lástima a quien esto dice y comentan: ‘Povero nero’, ‘povero chino’, ‘é una bestia’". Para la familia del protagonista, ser inmigrante es una vergüenza que se debe ocultar, tratando de parecerse en lo posible a los nativos de clase alta: ‘Usted no es un gringo –afirma el yerno que vive a expensas del italiano-; usted ya puede llamarse criollo; ya tiene títulos para ello’. Uno de los peones asegura también que Contadini ya es criollo, pero lo hace en otro sentido: ‘De esas cubas hay que sacar el orujo pa’ llevarlo a las prensas –explica al yerno. Mire vea, ¿y quién saca el orujo?, ¿quién se mete en la cuba sabiendo que adentro de ella puede parar las patas? El peón criollo, señor; el gringo tiene miedo, el gringo no se mete a descubar ni por equivocación. Mi patrón no es gringo; mi patrón es ya criollo; él es capaz de ponerse a descubar también" (5).

En algunos de sus cuentos, Benito Lynch presenta una visión desfavorable del extranjero o sus descendientes. En "El Hombrecito" (6), escribe: "A fuerza de transpirado y jadeante, Bustingorri casi no habla, y recuerda, por su aspecto, a un gran buey cansino y sudoroso volviendo del trabajo". En "El pozo" (7), relata el narrador: "Si ‘El Gringo’ estaba en ‘La Fortuna’ a pesar de las múltiples ocupaciones que le reclamaban desde la capital: remar, nadar, levantar pesas, arrojar la bala ‘y hasta’ prepararse para dar alguna materia de ingeniería en los complementarios de febrero; era simplemente por hacer una obra de caridad...".

En Amor migrante, de Stella Maris Latorre, un empleado del Hotel de Inmigrantes agrede a un gallego. Le dice: "-Ya te oí, crees que soy sordo gallego sucio, muerto de hambre. Avelino, Manuel y todos cruzaron sus miradas: ‘Este era el recibimiento que le hacían los habitantes de ese país que prometía tanto, todos apretaron los labios y endurecieron sus puños, todos... para no responder a esa provocación; pero a todos también se les partió el corazón y quisieron estar en Galicia aunque no encontraran el oro tan prometedor, pero ya era tarde, ahora había que ser fuerte, apechugar ya estaban en el tablao, había que zapatear. Avelino tomó su pequeña valija, un bolsito pequeño también Manuel hizo lo propio, juntos lentamente recorrieron ese largo pasillo, jurando no voltear la cabeza para no ver a sus paisanos, que realmente si estaban mal presentados; pero eran honrados, y venían a trabajar, a poner la espalda para que este país al cual recién llegaban floreciera a fuerza del sacrificio de ellos, que en ese momento necesitaban; la guerra, la mala situación de su país los llevó a cruzar el mar en busca de un futuro mejor, pero en el interior de esos hombres, de esas mujeres de rostros sufridos, existía un rubí en bruto, sí, en bruto, como lo siguieron llamando y muchas veces se mofaron de ellos, haciendo bromas de mal gusto, chistes donde siempre, el tonto, el bruto era el gallego; pero si de algo no podían mofarse era de su honradez, de su fortaleza para el trabajo y la voluntad a pesar de a veces tragarse las lágrimas que estaban prestas a salir de sus pupilas, pero las sujetaban, no fueran a pensar que eran débiles, no, no lo eran, eran más fuertes que un roble" (8).

Félix Lima es el autor de "Otra vez en la milonga, trágico doblete", artículo en el que incluye su "Carta pra alá". La mujer ideada por Lima, escribe: " ‘Por aquí con a jerra, nos ponemus jordus, pues o que no suben os mayoristas, os subimus nosotros, por más que el jobiernu aprieta el torniquete a los especuladores y el hornu no está para janancias desmesuradas, pero tú sabés que aquí como en Lojroñu, en Londón como en Juacintón, en Hamburju comu en Ríu de Ganeiro, echa a ley, echa a trampa" (9).

Nora Ayala relata que su abuela criolla, que vivía en Misiones, tenía prejuicios contra los extranjeros. "Nosotros no vinimos a matarnos el hambre como los gringos –decía-, estuvimos siempre acá". La venta de la casa del Tata proporciona otra evidencia de su actitud; la vivienda "fue comprada por una familia turca, aunque Gerónima hubiera preferido que no cayera en manos extranjeras, pero ellos fueron los que pagaron y no había nada que hacer". Se rumoreaba que los compradores habían encontrado allí un cofre con monedas de oro; escuchemos a la criolla: "Teniendo en cuenta que los turcos que habían llegado al país poco tiempo antes, si bien eran gente trabajadora y honesta (a pesar de ser extranjeros) no podían tener dinero como para hacer semejante inversión, el rumor tenía visos de realidad".

Otros parientes de Ayala, inmigrantes, discriminaban a los nativos. La bisabuela italiana dice que tiene una hija "casada lamentablemente con un criollo". El abuelo de la misma nacionalidad "dijo sin vueltas que los criollos eran todos haraganes y que no quería ninguno en su familia, con lo cual Samuel quedaba automáticamente excluido". Samuel, por otra parte, se sentía discriminado en su trabajo: "al principio estuvo muy contento hasta que se dio cuenta de que los alemanes discriminaban a favor de los compatriotas en el momento de los ascensos" (10).

En el cuento "El sortilegio", de Magdalena Ruiz Guiñazú, una pareja de alemanes no ve con buenos ojos a la novia del hijo: "Digamos que aquellos germanos, los Sachs, mostraron sólo una educada indiferencia. ¿Qué podía importarles aquella criolla rioplatense, exuberante, alegre y pobre, que ni siquiera sabía hablar el alemán? Sin embargo, guardaron las apariencias con formalidad. Se cumplirían las reglas y sus amistades sólo percibirían que aquella no era la nuera esperada, pero que la vida es tal como es y que las personas inteligentes saben adaptarse a cualquier circunstancia" (11).

En Los jardines del Carmelo, novela de Ana María Guerra, Ferrario, un artista florentino que vuelve a su tierra, "embriagado, gritaba a los cuatro vientos: Questo é un paese bruto, molto bruto, tutti sono indio, baguale, sporcachone" (12).

Un personaje del cuento "Los afanes", de Adolfo Bioy Casares, menosprecia a las irlandesas: "Milena tenía el pelo castaño –lo llevaba muy corto-, la piel morena, los ojos grandes y verdes (menospreciaba los ojos azules de las Irish porteñas), las manos cubiertas de mataduras" (13).

Cuando niña, María Rosa Oliver escuchaba a las institutrices inmigrantes. A criterio de María Rosa Lojo, muestra susceptibilidad "ante otros personajes que se consideraban superiores –étnica y culturalmente- a los argentinos, aunque se encontraran muy por debajo de ellos en la escala de la sociedad. No perdía una palabra de las charlas que mantenía Lizzie, su niñera escocesa, con sus colegas british que servían en casas de las afueras, a las que iban de visita y donde tomaban el té de las cinco con scons calientes y sándwiches de berro. Nunca faltaban, en aquellas sesiones, las críticas a los, y sobre todo las natives: mujeres descuidadas y haraganas, que malcriaban a sus hijos y no se tomaban el trabajo de aprender a preparar un buen té a la inglesa" (14).

Dos personajes armenios de Bedrossian, "Krikor y Ohannés solían hablar del castí, el criollo. Los dos tenían la misma desconfianza frente a lo no armenio, mamada tempranamente como fugitivos, y después como grupo exclusivo en los orfanatorios. Existía algo en el carácter de los argentinos que les resultaba chocante: no eran previsores. (...) . También coincidían en las virtudes del castí. Entre ellas, la solidaridad frente a los necesitados, la aceptación amistosa de los extranjeros. La ‘gauchada’ era la adjetivación más típica de su carácter" (15).

Guillermo Saccomanno, autor de El buen dolor, afirma en un reportaje que "Aquellos tanos y gallegos que venían con una mano atrás y otra adelante también eran segregados" (16). Ellos, a su vez, despreciaban a los provincianos.

Cuando muere Evita, la madre de Jorge Fernández Díaz, asturiana, "llevó crespón y fue conducida en ómnibus escolar hasta el Congreso, subió las escaleras y vio de cerca el ataúd con aquella fantástica muñeca dormida. No entendía mucho, pero veía llorar a los cabecitas negras y, a pesar de los desdeñosos comentarios que se pronunciaban en el living de su casa, Carmen asociaba a esa mujer con el esplendor, y supuso que si los pobres morían de pena, ella debía acompañarlos en el sentimiento. No siempre fue así: los españoles desarrapados despreciaron a los ‘negros’ del interior en cuanto pudieron hacer pie, y los españoles que se quedaron en la madre patria despreciaron a los sudacas que osaban regresar en cuanto la economía rescató a España del quebranto. Todo es hijo del miedo, la estupidez humana también" .

El padre del narrador, asturiano como su esposa, "odiaba a los argentinos, quienes trataban despectivamente a los españoles, y también a la República Argentina, culpable de no ser Asturias. (...) Durante décadas, (...) los argentinos eran los mejores del mundo y los españoles unos muertos de hambre. Ese rencor se cocinó a fuego lento y mi padre lo tomó como un veneno homeopático. Conozco muchísimos ‘argeñoles’ envenenados por esa misma sustancia sin antídotos" (17).

Orlando Barone, en "El avance de la intolerancia aldeana", narra que algunos italianos segregaban a sus mismos compatriotas, los que, a su vez, segregaban a los provincianos: "Mucha gente antiperonista, entre ellos mi abuelo, inmigrante del sur de Italia, se refería con desdén a los ‘cabecitas negras’ venidos del interior y adictos al gobierno. Nunca entendí, después, por qué mi abuelo que para los italianos prósperos del norte era despectivamente uno de tantos africani del sur, discriminaba a los correntinos que trabajaban con él en el puerto. Al lado de su ataúd al morir, estaban sus dos amigos entrañables: uno era de su tierra y el otro era de Corrientes" (18).

En El agua, Enrique Wernicke evoca el menosprecio que un personaje evidencia por su descendencia: "Era una casa para vivir bien. Ahora que las chicas crecían, tal vez hubiese venido bien otro baño o, por lo menos, un toilette. Pero don Julio pensaba que las chicas algún día se iban a casar y además, no olvidaba, él también tendría que morir. Un baño es suficiente cuando se convive con gente bien educada... como él. O Julito. No se podía decir lo mismo de las nietas, hijas de una hija de un judío polaco, sin eso imperceptible, casi diríamos inexplicable, que se llama ‘tener sangre inglesa en las venas’. (...) El viejo, esta noche, duerme solo. Julio está en el Norte. Bertita, su nuera, y las dos nietas, han ido al centro. Se quedarán ‘donde vive la polaca’ (nunca osó decirlo en voz alta don Julio). Y lo dejarán tranquilo" (19).

A veces –y esto debía ser mucho más doloroso- la discriminación venía de los propios inmigrantes, avergonzados de su origen, como el portero asturiano que prohibía a su hermano tocar la gaita (20). O de los hijos argentinos de los inmigrantes, como relata Gloria Pampillo: "mi padre y mi tío (...) habían nacido aquí y el 12 octubre jugaban al truco. Estaba puesta la radio y el locutor hablaba de la raza. ‘Sacá esa gallegada’ le dijo mi tío a mi papá y mi abuelo se puso furioso. Esta es otra de las pocas anécdotas que recuerdo y, sin embargo, mi padre me la contó una sola vez" (21).

Gladys Onega escribe en su autobiografía: "La elle y la ye se igualaban cuando terminábamos la lección, pero era imposible confundir calle con caye porque me las dictaba en castellano y no en argentino; mi padre y mis tíos también lo hablaban, logrando para esas letras dos sonidos distintos que sólo imitábamos para reírnos por lo bajo de la gallegada" (22).

En la Semana Trágica de 1919 –cuenta uno de los personajes de Vázquez Ríal- "se desató la caza del ruso. Asi lo llamó la prensa. Eso del ruso... es un término muy amplio, que alude al judío, el polaco, el húngaro, al que se supone comerciante, o bolchevique, o terrorista, no importa lo incongruentes que parezcan estos términos... (...) los jóvenes que poco después serían organizados en la Liga Patriótica, armados, tomaron al asalto el barrio de Once, el barrio judío, identificándose con un brazalete celeste y blanco, apedreando tiendas y deteniendo a cuanto peatón con barba se les pusiera a tiro" (23).

En agosto de 1932, escribía Jorge Luis Borges acerca del antisemitismo: "Quienes recomiendan su empleo, suelen culpar a los judíos, a todos, de la crucifixión de Jesús. Olvidan que su propia fe ha declarado que la cruz operó nuestra redención. Olvidan que inculpar a los judíos equivale a inculpar a los vertebrados, o aún a los mamíferos. Olvidan que cuando Jesucristo quiso ser hombre, prefirió ser judío y que no eligió ser francés ni siquiera porteño. Ni vivir en el año 1932 después de Jesucristo para suscribirse por un año a Le Roseau d’Or. Olvidan que Jesús, ciertamente, no fue un judío converso. La basílica de Luján, para El, hubiera sido tan indescifrable espectáculo como un calentador a gas o un antisemita. Borrajeo con evidente prisa esta nota. En ella no quiero omitir, sin embargo, que instigar odios me parece una tristísima actividad y que hay proyectos edilicios mejores que la delicada reconstrucción, balazo a balazo, de nuestra Semana de Enero –aunque nos quieran sobornar con la vista de la enrojecida calle Junín, hecha una sola llama" (24).

En 1945, Gerchunoff ya no siente el optimismo de los primeros años del siglo. Escribe en "El crematorio nazi en los cines de Buenos Aires": "Yo vivo siempre en un campo de concentración, pues todo judío, por más que ame a su país y por bien que le sirva, con su corazón y con su cabeza, resulta, para una parte de los que lo pueblan y lo gobiernan a menudo, carne de sus empresas inquisitoriales" (25).

En 1963, en Córdoba, la historia se repite. Escribe Ricardo Feierstein, en "Primera sangre": "teníamos un poco de miedo, pero mezclado con sorpresa, esa sorpresa producida por algo inesperado, uno de esos hechos que escapan a la rutina y desconciertan; no entendíamos por qué gritaron "heil Hitler" cuando pasaron marchando con paso rígido por el camino, vociferaron una, dos, tres veces, cerca de nuestro grupo que conversaba y cantaba sentado en el césped. Y nos levantamos de un salto, porque esas voces recordaban una noche turbulenta, ancianos y niños marchando arracimados, aterrorizados; viejos rabinos con expresión de horror, fuego, sangre, una horrible pesadilla que habían contado nuestros mayores y que guiñaba sus ojos en las películas" (26).

En "Mujer de facón en la liga", escribe Edgardo Cozarinsky: "El nombre del viejo Kutschinski era impronunciable para nosotros; de allí derivó que a su farmacia la llamáramos la farmacia de K. y a su hija Irene K. Sabíamos que eran franceses, los habíamos oído hablar francés entre ellos, aunque otros juraban que en aquella casa hablaban una especie de dialecto alemán. Nos desorientaba la consonancia eslava del apellido. ‘Habrán venido de Francia nomás, pero para mí que son judíos’ murmuraba mi padre antes de añadir, cabizbajo, ‘están en todos lados...’ " (27).

Guiora (Jorge) Reichler expresa en un poema: "Doy gracias, Argentina/ por tu marco social, único/ pese a que de vez en cuando éramos rusos/ que en argentino era decir judíos,/" (28).

El pueblo gitano –escribe María Eugenia Ludueña- "ha soportado persecuciones. Más de 500.000 gitanos murieron en el Holocausto. Miles tuvieron que escapar de la Guerra Civil Española. En la Guerra de los Balcanes fueron una de las principales víctimas. En la Argentina, la discriminacíón existe. En su casa de Saavedra, Mara Ivanovich cuenta un clásico: cuando camina por la calle, la gente aprieta la mano de sus hijos. ‘Creen que la gitanas secuestran niños. Mentira. Además los gitanos tenemos muchos hijos, y son ellos los discriminados’ " (29).

En "La presencia africana en la Argentina", señala Miriam V. Gomes: "La presencia de población africana en la Argentina, junto con su descendencia, ha sido un dato frecuentemente soslayado en la realidad nacional. Sin embargo, el aporte afro a la cultura, a la identidad y a la sociedad ha sido constante e ininterrumpido desde los orígenes del país como nación, incluso varios siglos antes. (...) A lo largo del siglo XIX, se verifica un decrecimiento sostenido de los africanos y afrodescendientes, hasta que hacia fines de ese mismo siglo, el ingreso masivo de la inmigración "blanca" europea (propiciada por la Constitución Nacional, en su artículo 25) hará bajar drásticamente, en términos relativos, la población negra e indígena en todo el país. De esta manera, en los documentos oficiales, la gama de la población anteriormente denominada "negra", "parda", "morena", "de color", pasó a determinarse como "trigueña", vocablo ambiguo que puede aplicarse a diferentes grupos étnicos o a ninguno. El período que va de 1838 a 1887, en los registros oficiales, es crucial en este proceso que los miembros de las organizaciones afroargentinas definen como de "desaparición artificial", ya que para fines de 1887 el porcentaje oficial de negros es de 1,8%. A partir de ese período, ya no se informa sobre este dato en los censos. Es sumamente importante señalar que, si bien la disminución de la población negra es un hecho real y obedece a múltiples causas, no es legítimo hablar de la "desaparición de los negros", como lo vienen haciendo las clases dirigentes, los medios de comunicación y la sociedad en general, desde fines del siglo XIX, y durante todo el siglo XX. Ya muy tempranamente, como lo es 1845, Domingo F. Sarmiento se apresura a festejar el "bajísimo número de miembros de este grupo en la Argentina". Esta tendencia se patentiza y asume como misión de estado con la Generación del '80, integrada por Bartolomé Mitre y Julio A. Roca, entre otros. La idea era la de "blanquear " a la población como requisito par el desarrollo y el progreso del territorio, recurriendo al fomento (desde la Constitución) de la población blanca y europea, a la restricción de la población africana o asiática, y además a la negación de la propia realidad negra dentro del país. (...) Los descendientes actuales de aquellos negros merecen el reconocimiento que tantas veces se les ha negado" (30).

Poco antes de finalizar el siglo XX, sostiene Emilio Corbière: "En nuestro continente, ya nadie toma demasiado en serio aquella leyenda del crisol y la armonía de las razas. (...) Nuestra Argentina blanca y europea, concentrada en Buenos Aires y en el Litoral, aunque no incurre en actos violentos frecuentes en otros países, mantiene intactos sus prejuicios raciales" (31).

La discriminación era frecuente en las escuelas. Recuerda José Cameán Parcero: "Yo también fui gallego de m... y también colorado’, porque así es mi color de cabello. Y más de una vez tuve que escuchar a mis compañeros decir que me habían cambiado por un cuero. Pero no me molestaba, quizás porque yo al venir a los cuatro años me sentía uno más. No sabía mi conciencia la diferencia de ser gallego o argentino" (32).

Asistiendo a clase sufre una asturiana. Lo cuenta el hijo, Jorge Fernández Díaz: "En esas aulas mamá sintió por primera vez los dardos de la discriminación. Todos preguntaban en la escuela, con morbosa curiosidad, quién era esa ‘galleguita’, y sus compañeras, grandulonas y maliciosas, se divertían burlándose de su ignorancia y haciéndole la vida imposible". Entonces intervenía la maestra: "La señorita Valenzuela, una maestra cabal y de buen corazón, las retaba con el puntero en la mano y trataba por todos los medios que la campesina se integrara. Pero no era tarea fácil" (33).

También en "La noche de la cruz de plata", uno de los cuentos por los que Jorge Torres Zavaleta mereció el Premio Fortabat en 1987, se alude a la discriminación que los inmigrantes o sus hijos sufrían en la escuela. Esta se evidencia al narrar que la madre debía consolar al niño "cuando los demás alumnos se reían de su mal castellano" (34).

No sufre discriminación Edith Aron, la mujer que inspirara el personaje de La Maga, en Rayuela, de Julio Cortázar. Aron "nació en el Sarre, una región en el límite entre Francia y Alemania, (...) De familia judía, poco antes de la Segunda Guerra Mundial emigró con sus padres a la Argentina, donde ya tenían parientes. ‘Fui al Colegio Pestalozzi, a cuyos profesores les voy a estar por siempre agradecida. Me permitieron mantener una identidad alemana como la de ellos, profundamente distanciada de la política e ideología nazi" (35).

Miguel, un niño gitano, "tiene 11 años. Hizo hasta cuarto grado: ‘En la escuela los pibitos me decían: Salí de acá, gitano sucio’. Su hermana, Sabrina (de 15), agrega: ‘Hice hasta segundo grado. Los chicos no se querían juntar conmigo’. Mara recuerda que le mandaron una asistente social: ‘Por más que vuelva, ya le dije, a mis hijos no los mando a la escuela’. Sin embargo, muchos gitanos sí los mandan. Este año, Karina Miguel (de 29), una gitana de Neuquén, fue la primera en la Argentina que se recibió de abogada" (36).

Notas

1. Orgambide, Pedro: Aventuras de Edmund Ziller. Buenos Aires, Editorial Abril, 1984.

2. Pujol, Sergio: Historia del baile. Buenos Aires, Emecé, 1999. 440 pp.

3. Marechal, Leopoldo: Adán Buenosayres. Buenos Aires, Sudamericana, 1970.

4. Arias, Abelardo: Alamos talados. Buenos Aires, Sudamericana, 1990.

5. Burgos, Fausto: El gringo. Buenos Aires, Ediciones Tor, 1935.

6. Lynch, Benito: “El hombrecito”, en Lynch, Benito: Cuentos. Selección, prólogo y notas por Ana Bruzzone. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo, vol. 70).

7. Lynch, Benito: "El pozo", en Lynch, Benito: Cuentos. Selección, prólogo y notas por Ana Bruzzone. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo, vol. 70).

8. Latorre, Stella Maris: Amor migrante. Buenos Aires, De los Cuatro Vientos Editorial, 2004.

9. Lima, Félix: "Otra vez en la milonga, trágico doblete", en Caras y caretas, 1939.

10. Ayala, Nora: op. cit.

11. Ruiz Guiñazú, Magdalena: "El sortilegio", en La Nación, Buenos Aires, 20 de diciembre de 1998.

12. Guerra, Ana María: Los jardines del Carmelo. Buenos Aires, Corregidor, 2003.

13. Bioy Casares, Adolfo: "Los afanes", en Mi mejor cuento. Buenos Aires, Orión, 1973.

14. Lojo, María Rosa: "Cuando la plenitud nace de la carencia", en La Nación, Buenos Aires, 31 de agosto de 2003.

15. Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, Edición del autor, 1998.

16. Chiaravalli, Verónica: "Un corazón tomado por la memoria", en La Nación, Buenos Aires, 15 de agosto de 1999.

17. Fernández Díaz, Jorge: Mamá. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.

18. Barone, Orlando: "El avance de la intolerancia aldeana", en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de 2000.

19. Wernicke, Enrique: El agua. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).

20. Fernández Díaz, Jorge: op. cit.

21. Pampillo, Gloria: Los gallegos. Novela inédita.

22. Onega, Gladys Cuando el tiempo era otro. Buenos Aires, Grijalbo Mondadori, 1999.

23. Vázquez-Rial, Horacio: op. cit.

24. Borges, Jorge Luis, en García Lupo, Rogelio:"La violenta obscenidad del antisemitismo criollo", en Clarín, Buenos Aires, 6 de abril de 2003.

25. Gerchunoff, Alberto: "El crematorio nazi en los cines de Buenos Aires", en Alberto Gerchunoff, judío y argentino.

26. Feierstein, Ricardo: Postales imaginarias/2. Buenos Aires, Acervo Cultural Editores, 2003.

27. Cozarinsky, Edgardo: "Mujer de facón en la liga", en Tres fronteras. Buenos Aires, Emecé, 2006.

28. Reichler, Guiora: "Doy gracias, Argentina", en Reichler, Guiora: En nombre de todas las soledades. Buenos Aires, Milá, 2005. 80 pp. (Poesía).

29. Ludueña, María Eugenia: "Ser gitano", Fotos: Martín Lucesole, en La Nación Revista, Buenos Aires, 25 de enero de 2004.

30. Gomes, Miriam V.: "La presencia africana en la Argentina", en www.ensantelmo.com.ar.

31. Corbière, Emilio J.: "Discriminación y racismo Las barreras del odio", en El Arca. Buenos Aires, Año 4, Nª 14, Abril de 1995.

32. S/F: "José Cameán Parcero. Un vecino de Bembibre, Parroquia de Buxán", en El mensajero gallego, N° 2, Abril de 1998.

33. Fernández Díaz, Jorge: Mamá. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.

34. Torres Zavaleta, Jorge: "La noche de la cruz de plata", en El palacio de verano. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1987.

35. Libedinsky, Juana (texto), Atkinson, Helen (fotos): "La Maga de Julio Cortázar", en La Nación Revista, Buenos Aires, 7 de marzo de 2004.

36. Ludueña, María Eugenia: "Ser gitano", Fotos: Martín Lucesole, en La Nación Revista, Buenos Aires, 25 de enero de 2004. 

.....

La literatura ha encontrado una salida para estos planteos. En el cuento "El ancestro", Jorge Torres Zavaleta brinda un enfoque acertado de la cuestión, en el cual nativos e inmigrantes quedan hermanados por un mismo origen (1). 

Notas

1. Torres Zavaleta, Jorge: “El ancestro”, en El hombre del sexto día. Buenos Aires, Orión, 1977.

VI 
El idioma

En la Bolsa de Comercio, Julián Martel encuentra "Promiscuidad de tipos y promiscuidad de idiomas. Aquí los sonidos ásperos como escupitajos del alemán, mezclándose impíamente a las dulces notas de la lengua italiana; allí los acentos viriles del inglés haciendo dúo con los chisporroteos maliciosos de la terminología criolla; del otro lado las monerías y suavidades del francés, respondiendo al ceceo susurrante de la rancia pronunciación española" (1).

María, la gallega que llega a la Argentina en Como si no hubiera que cruzar el mar, novela juvenil de Cecilia Pisos, escribe: "Buenos Aires es muy grande. Tiene ruidos y olores extraños y las voces que se escuchan son de muchas partes, así que todos hablan pero no creo que ninguno se entienda. A mí me cuesta: dos o tres veces tengo que intentar hasta que encuentro a alguien que me hable en español y a quien yo pueda preguntar por una calle o un sitio cualquiera" (2).

Para algunos inmigrantes –los españoles- y para quienes lo habían aprendido antes de emigrar, el idioma no era un obstáculo más entre tantos que se les presentaban. Para otros, en cambio, era un problema ante el que reaccionaban de distinta manera: intentando hablarlo o negándose deliberadamente a la incorporación del mismo.

Hubo diferentes formas de aprender castellano. Nos ocuparemos de ellas. Y también de quienes no quisieron aprenderlo.

Notas

1. Martel, Julián: La Bolsa. Buenos Aires, Huemul, 1979. Prólogo de Diana Guerrero.

2. Pisos, Cecilia: Como si no hubiera que cruzar el mar. Ilustraciones: Eugenia Nobati. Buenos Aires, Alfaguara, 2004. 216 pp. (Serie azul).

El conventillo

En " Buenos Aires Siglo XX/ Los conventillos: Un sistema que reproducía a la sociedad en miniatura", Francis Korn se refiere a los conventillos como uno de los lugares en que se daba el aprendizaje: "El idioma de esta comunidad aleatoria era un castellano con miles de variaciones que, a pesar de todo sus defectos, forzaba a los recién llegados a aprender a comunicarse por su intermedio" (1).

En Aventuras de Edmund Ziller, novela de Pedro Orgambide que obtuvo una Mención en el Premio de Novela México, se evoca el habla de los inmigrantes nucleados en los conventillos. Así los ve un peculiar extranjero: "Ellos no sólo hablaban infinidad de idiomas en sus aldeas (que llamaban conventillos) sino que honraban a sus brujos llevándolos a la gran casa de la Palabra: el Congreso" (2).

Recordaría el narrador, si lo hubiera conocido, el babélico Hotel de Inmigrantes que evoca Luis León en su cuento "Chacarita, Vísperas de Pésaj" (3).

Conocer un idioma no es sólo aprender a expresarse en él, sino que entraña también una visión del mundo. Refiriéndose a quienes debían actuar como inmigrantes, dijo la actriz María Rosa Fugazot, en un reportaje: "Me crié entre actores capaces de hacer un italiano perfecto, un gallego, un turco, un judío perfecto. Actores que no imitaban un acento; sabían penetrar una psicología. Los personajes del sainete eran simples en apariencia, pero con nostalgia por su tierra y un gran amor al lugar que los había acogido. Eran seres complejos, que había que saber observar" (4).

Mariano Saba, integrante del grupo de teatro del Colegio Nacional Buenos Aires señala que, para componer un personaje: "Primero analizamos la obra y luego estudiamos la llegada del inmigrante a la Argentina. Cada uno tenía que bucear en su árbol genealógico y rescatar fotos y recuerdos. Más tardes entrevistamos y grabamos para estudiar sus tonos y encontrarnos con su nostalgia y su tristeza" (5).

Carolina de Grinbaum narra en La isla se expande, la forma en la que una niña aprende otra lengua. En un conventillo recalaron una mujer italiana y sus dos hijas, apenadas aún por una desgracia familiar: "Tenemos instalada en una habitación próxima a la gentil señora que llega al caserón un día, a acomodar su viudez ya las dos hijas casi adolescentes a un nuevo ambiente, lejos de sus tristezas que permanecían adheridas al duelo paternal. Llenaban las jóvenes sus horas y lúgubres espacios, con cantos entonados en la dulce lengua de su lugar de origen: ‘la alta Italia’. La más grata variedad de composiciones que hasta entonces había tenido Mariana la oportunidad de conocer, vibraban a diario, todas ellas deleitaban sus oídos. No disponía siquiera de un modesto aparato de radio, cuya adquisición en esos momentos en especial, resultaba inaccesible a su padre. En un acompañamiento desafinado pero voluntarioso, hizo Mariana un aprendizaje veloz de las letras y las melodías con las que pudo acceder al conocimiento de un nuevo idioma, canto y música, al mismo tiempo. De esa manera lo entendía cuando intervenía con su voz, haciendo coro" (6).

Notas

(1) Korn, Francis: "Buenos Aires Siglo XX/Los conventillos: Un sistema que reproducía a la sociedad en miniatura", en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de 1999.

(2) Orgambide, Pedro: Aventuras de Edmund Ziller. Buenos Aires, Editorial Abril, 1984.

(3) León, Luis: "Chacarita. Vísperas de Pésaj", en SEFARaires, N° 2, junio de 2002.

(4) Cosentino, Olga: "Cosecharás tu siembra", en Clarín, Buenos Aires, 18 de octubre de 2000.

(5) "Rapidísimo", en Clarín Viva, Buenos Aires, 2 de enero de 2000.

(6) Grinbaum, Carolina: La isla se expande. Buenos Aires, ig, 1992.

La escuela

Laura Pariani, escritora italiana que visita a su abuelo establecido en la Argentina, cuenta: "Mi abuelo vivía a varios kilómetros de Zapala. El hablaba cocoliche; su mujer, mapuche; sus hijos, castellano; yo, italiano" (1). Aunque no tan diversificada, así sería la comunicación hogareña de los inmigrantes.

Roberto Raschella, autor de Si hubiéramos vivido aquí, se refiere en un reportaje a la diferencia entre el idioma que se hablaba en su casa y el que hablaba en la escuela. A visitar a sus padres "Iban siempre paisanos emigrados, y ante la mesa de trabajo se hablaba, en dialecto calabrés, de las fiestas del santo del pueblo, de las comidas, de tantas familias con sus apodos, a veces ofensivos. Quizás en esas tardes larguísimas del verano empecé a descubrir la belleza de un idioma que no era el que aprendía en la escuela. Esa fue mi verdadera lengua materna. No recuerdo que mis padres hablaran nada parecido al cocoliche, y hasta diría que habían adquirido una perfecta noción del castellano, que hablaban con fluidez, pero mechando términos del dialecto y del italiano" (2).

Rosa Marafioti da algunos ejemplos del habla de ciertos inmigrantes italianos: "Pantaleón había llegado a Buenos Aires en el año 1949, después de la guerra infame que diezmó Italia y los obligó a emigrar. Pantaleón no podía decir huevos, ni hasta luego, pero no quiero extenderme sobre él, porque habría mucho que contar. Se empeñaba y porfiaba que los huevos se llamaban huovos, y se decía, hasta luogo. Mi tío Pepe quería vender cascotes, y puso un cartel en su casa: Se vendino cascotie. Mi suegro decía que en Italia se decía monga y cirola, por ciruela y monja, incantato por candado. Una paisana que quería comprar manteca, pedía burro, y el feriante le decía que no vendía burros, ella le mandaba una puteada, al uso nostro, y se iba enojada" (3).

En su trabajo "Del italiano al cocoliche" (4), Fernando Sorrentino escribe: "Juan Carlos Rizzo (5), entonces niño de nueve o diez años, testimonia el uso, hacia 1940, del cocoliche (no literario sino espontáneo) por parte de los italianos (los tanos) que jugaban a los naipes en el comercio de su padre: ‘ [Los criollos] jugaban al truco, al mus y al tres siete mezclándose con los tanos. Era gracioso escucharlos cuando imitaban los dichos de los gringos tratando de traducirlos… O cuando, a la inversa, eran ellos los que, acriollándose en una imitación muy graciosa del decir de nuestros paisanos, improvisaban sus versos. Muchas veces mi padre me llamó para que los escuchara… Io sono un criocho italiano/ que parla mal la castilla./ ¡Non se caiga de la silla,/ que tengue flor nella mano…!’. En seguida seguía el divertido contrapunto, que terminaba por transformarlos en auténticos payadores: ‘ Y yo soy criollo, no gringo,/ y atajate, que te bocho:/ ¿cómo se dice en tu lengua/ contraflor con treinta y ocho?’. Terminada esa partida, o la siguiente (porque el orden no viene al caso), uno de los truqueadores gringos respondía en tono de milonga pampeana: ‘Aquí me pongo a cantare/ co la guetarra a la mano/ e le canto ¡contraflore!/ Angárresela, paisano’.

En "Una estafa en cocoliche", escribe Fernando Sorrentino: "En la literatura abundan ejemplos del cocoliche. Para ceñirme a los autores de mayor renombre, recordaré la obra Moneda Falsa (1907), del uruguayo Florencio Sánchez (1875-1910). En complicidad con el Lungo y Batifondo, y con Carmen (la patrona), el pícaro argentino Pedrín se finge italiano y estúpido para estafar al gringo Gamberoni mediante el famoso cuento del billete de lotería. La acción transcurre en un despacho de bebidas del suburbio de Buenos Aires. Urden que Pedrín, el imbécil, ha ganado quinientos pesos a la lotería, pero, como debe indispensablemente tomar el tren para Gálvez (Santa Fe) dentro de un rato, no tiene tiempo de ir a la agencia para cobrar el premio. Entonces el Lungo y Batifondo sugieren una solución (que, con la apariencia de favorecer al tonto de Pedrín, en realidad, beneficiará a Gamberoni): que éste se quede con el billete a cambio de sólo ciento cincuenta pesos más su orologio en garantía de que, más tarde, le enviará a Pedrín el resto del dinero a la ciudad de Gálvez. Para llegar a ese momento, los tres pícaros (que se fingen comedidos y, al mismo tiempo, exacerban la codicia del estafado) construyen una hábil e ingeniosa farsa que se va deslizando «naturalmente» hacia el engaño. (...) Alguien, en apariencia muy sensatamente, podrá objetar: «¿Cómo es posible que Gamberoni, siendo italiano, no se dé cuenta de que Pedrín no lo es?». Ocurre que los inmigrantes solían ser analfabetos, desconocer el italiano y expresarse sólo en el dialecto de su región; de tal manera que, por ejemplo, un genovés y un siciliano no conversaban entre ellos en italiano ni en sus incomprensibles dialectos excluyentes, sino en la lingua franca que les brindaba la nueva tierra, y que no era otra que el español argentino, en mayor o menor medida degradado a cocoliche. Teniendo en cuenta la fluidez de su habla, podemos imaginar lícitamente que Pedrín, aunque argentino, es hijo de italianos" (6).

Renata Rocco-Cuzzi se refiere a cocoliche como la lengua que se hablaba en los conventillos: "En los mismos años 30, el hermano de ‘Discepolín’, Armando, escribe sus grotescos denunciando el primer fracaso en la Argentina del ascenso social. El fundador del grotesco ríoplatense describe cómo los inmigrantes que vinieron a ‘hacerse la América’ en realidad quedaron encerrados en los conventillos hablando en cocoliche" (7).

En 1956, Laura Devetach "tenía un segundo grado con cincuenta y seis alumnos que oscilaban entre los siete y los diecisiete años", en un pueblo del norte de Santa Fe. Un día –recuerda- "les pedí a los chicos que contaran los cuentos que sabían. Y ese contar fue glorioso porque salieron el lobizón, el zorro, el Pombero, ánimas, asesinatos varios, adulterios en la familia, canciones de Italia, refranes, oraciones" (8).

Gladys Onega también habla sobre la influencia de la instrucción pública en los hijos de los inmigrantes: "A mí lo que más me atrajo, y me metí en un trabajo muy arduo y gratificante, fue el de la escritura adulta que tiene que crear un narrador niño pero con una escritura adulta. Esta fue una gran tensión que se produjo en mí con el lenguaje; y además tratar de encontrar las voces que me rodeaban en aquel momento, ya que tenía la de mi padre que hablaba en gallego con sus parientes, pero no en mi casa porque mi madre era criolla, y también la de todos los italianos que en ese tiempo hablaban realmente el italiano. Para mí era maravilloso tener todos estos sonidos. Eran todas palabras misteriosas. Los chicos que iban al colegio en el 35 y provenían del campo hablaban en italiano, y en la escuela era donde verdaderamente se nacionalizaban. Ese fue el gran factor unificador de la escuela pública" (9).

Francis Korn coincide en esta afirmación: "Los chicos (los mayores, de la misma nacionalidad que sus padres y los menores, argentinos) concurrían a las escuelas públicas o a las religiosas de alrededor y, eso sí, entre ellos, el único idioma utilizado era el porteño" (10).

Aprendían o mejoraban su castellano, y –afirma Luis Alberto Romero- "Gracias a la prosperidad y a la educación pública, era común que los hijos ocuparan posiciones mejores que los padres" (11).

Eso era lo que anhelaba "Giusseppe el zapatero", protagonista del tango de Guillermo del Ciancio: ""E tique, tuque, taque,/ se pasa todo el día/ Guiseppe el zapatero,/ alegre remendón;/ masticando el toscano/ y haciendo economía,/ pues quiere que su hijo/ estudie de doctor" (12).

En un cuento de Horacio Vaccari, el hijo médico escribe una carta a Giuseppe. Le dice: "Cumplí con la voluntad que usted me impuso desde la cuna. Estudié Medicina, fui uno más en el montón, aunque sacaba buenas notas. Tenía que hacerme perdonar mi origen, si bien mis compañeros me respetaban porque era callado y estudioso" (13).

Décadas después, la situación cambia. En una viñeta de Fontanarrosa, referida a las perspectivas de los universitarios en la Argentina, un abuelo dice al nieto: "Vos, Cachito, tenés que aprovechar las oportunidades que ahora, te brinda el país... Yo, como vine de Italia sin nada, tuve que ir a una escuela pública... Vos, en cambio, hoy por hoy, tenés la posibilidad de ir a levantar la cosecha..." (14).

Muchos de estos hijos se dedicaron a la docencia. "Qué origen social tuvieron las primeras normalistas?", pregunta Alberto González Toro. "Clase media. Hijos de inmigrantes, como la mayoría de los docentes de fines del siglo XIX y principios del XX –explica la licenciada Roxana Perazza, flamante secretaria de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires-. Ellos valoraban la educación como una herramienta de movilidad social y como una forma de acceder a determinados bienes culturales que solamente a través de la escuela se podían conseguir" (15).

Estudió magisterio Manuel Sadosky: "Uno de los siete hijos de una pareja de inmigrantes rusos (sus padres llegaron en 1905 huyendo del creciente antisemitismo), Manuel es en cierto modo la encarnación de un país pujante y ambicioso: aunque su padre era zapatero, él y sus hermanos varones estudiaron el magisterio y se graduaron en la Universidad de Buenos Aires" (16).

González Lanuza recuerda los esfuerzos de su maestra por borrarle la pronunciación española: "En su bondadosa preocupación por su alumno me creó, sin sospecharlo, un serio problema, a sus oídos habituados a las dulzuras del decir criollo debieron molestarle las crudezas de mis acentos hispánicos, acaso el entusiasmo patriótico de aquellos años fervorosos del centenario, le inspiraron la urgencia de adaptarme de inmediato a lo argentino". Así sucedió: "Ello fue que un cierto día decidió dedicarse durante los recreos a luchar con aquella, su suavidad, tan eficaz en mí, contra una erizada prosodia santanderina, tajante de jotas, capaces de degollar a quien las pronunciara, restallante bajo el doble látigo de las elles, resbaladiza de zetas y ce, para reemplazarla por la tierna indecisión de la ce argentina, vacilante entre la ce y la ese, limar el filo despiadado de las jotas y hacerme deslizar por las blanduras del yeísmo". El alumno aprendió rápidamente: "Dócil a su reclamo, que además facilitaría mi trato con los compañeros al eludir las pullas que mi primitiva pronunciación provocaba, adelanté raudamente en el proceso de desintegración de la prosodia ibérica". Mas a los padres no les satisfizo este avance del niño: ""¡Pero ay de mí! En mi casa, mis padres opinaban de otra manera y las desacostumbradas inflexiones recién adquiridas por mi voz, eran consideradas pecado mortal, clarísimo índice de que a convertirme en un descastado. De ahí mi temprana condición de bilingüe que me hizo acomodar a modismos distintos, según que tuviera que hablar en casa o en la escuela" (17).

Algo similar cuenta María Rosa Lojo: "Más allá de la historia y de la fábula, de Rosalía de Castro y de Alfonso el Sabio, lo cierto es que en la vida cotidiana, antes de ir al colegio, yo hablaba con ‘ces’ y con ‘zetas’, de ‘tú’ y de ‘vosotros’, como si acabase de pasar por la Aduana. Extranjera en mí propia tierra, fui un objeto de fascinada curiosidad los primeros días de clase. Por supuesto, pronto me aclimaté y me convertí –linguísticamente- en una argentina más. Pero sólo de puertas afuera. En la intimidad de la casa perduraron, hasta la muerte de mis padres, el ‘tú’ y el ‘vosotros’, el léxico de la Península: ‘cerillas’ y no ‘fósforos’, ‘falda’, en vez de ‘pollera’, ‘acera’, por ‘vereda’ , ‘dentro’ y ‘fuera’, no ‘adentro’ y ‘afuera’. No fui el único caso de ‘doble identidad’ idiomática: ésa era una de las marcas habituales del ‘exiliado hijo’ " (18).

Otros descendientes de inmigrantes hablaban siempre igual, ya fuera con su familia o en la escuela. Cuando Jorge Luz fue a conocer a su abuela asturiana, la anciana le dijo: "Nin... –que quiere decir nene-. Nin, nenu, nenín, que guapín eres al hablar... me dices de vos, como a los reyes" (19).

Lolita Torres, descendiente de inmigrantes, no sabe el motivo de su acento: "No puedo explicar –dijo la actriz- el por qué del acento español. No sé, me viene de adentro, y eso que mis padres eran argentinos. Mis abuelos paternos eran navarros y los de mamá eran gallegos. Por un tiempo, todos creyeron que yo era española y eso provocó el estallido en la comunidad hispana. Cuando se enteraron de que era argentina no tuvieron el menor prejuicio y me siguieron apoyando" (20).

Gladys Onega escribe que "los que habían venido de allá" "hablaban esa fala melosa, que a nosotros no nos enseñaron por vergüenza de aldeanos" (21).

Mis abuelos paternos, gallegos de Lugo, nunca enseñaron a sus hijos ese idioma, que ellos aprendieron de tanto escucharlo. Mi abuelo materno, de La Coruña, y mi abuela materna, argentina hija de lombardos, tampoco transmitieron sus idiomas a su descendencia.

El padre del poeta Rodolfo Alonso, gallego, cursó estudios primarios siendo ya adulto (22). Otros gallegos –como Darío Lamazares, representante legal del Instituto Santiago Apóstol, que llegó a la Argentina a los catorce años-, no tuvieron acceso a la escolaridad: "Fui un autodidacta, me formé en la calle, y como la mayoría de mis compatriotas sufrí la falta de instrucción. Este país nos dio todo, los mismos derechos que sus hijos, y la escuela es una forma de pagar esa deuda" (23).

Uno de los personajes de Ana María Shua, hijo de polacos, no podía pronunciar la erre: "Cuando el mayor de los hijos de abuelo Gedalia y la babuela, el que llegaría a ser con tiempo el tío Silvestre, empezó a ir a la escuela, todavía (como suele suceder con los hijos mayores en las familias de inmigrantes pobres) no dominaba el idioma del país. Esa desventaja con respecto a sus compañeros le produjo grandes sufrimientos morales. (...) Decí regalo, le decían los otros chicos. Decí erre con erre guitarra, le decían. Decí qué rápido ruedan las ruedas, las ruedas del ferrocarril. Y cuando escribía, Silvestre confundía territorio con teritorrio y la maestra se sorprendía de esa dificultad en un alumno tan bueno, tan brillante, tan reiteradamente abanderado". La solución que se encontró fue terrible: "Silvestre llegó ese día de la escuela y sin sacarse el delantal declaró que la señorita había dado orden de que en su casa tenían que hablar solamente castellano". Y así se hizo, porque el padre del niño vio la propia conveniencia de ese cambio, y porque la madre "le tenía un poco de miedo a la maestra, que para ella era casi un funcionario de control fronterizo, alguien destacado por las autoridades de inmigración para vigilar desde adentro a las familias inmigrantes y asegurarse de que se fundieran, se disgregaran, se derritieran correctamente hasta desaparecer en el crisol de razas" (24).

No sólo a hablar castellano se aprendía en la escuela. "La Argentina en 1870 tenía 80 por ciento de analfabetos –afirma Roberto Cortés Conde- y hacia 1919 ese índice se había reducido al 30 por ciento" (25). El analfabetismo era común entre los inmigrantes. Lo menciona Lucio V. Mansilla, cuando dice de un personaje: "Este San Pío era italiano, casado, muy bonachón y cariñoso. Sus quesos de Goya, y particularmente sus chorizos, allí a la vista, tenían fama (...) No sabía leer ni escribir, ni hablaba italiano, ni español, ni genovés, ni dialecto itálico alguno, sino una media lengua suya propia" (26). Analfabetos eran los inmigrantes que llegaban desde Filetto, en Santo Oficio de la Memoria, de Mempo Giardinelli.: "Venían porque allá había mucha hambre. Eran... Todos muy pobres, analfabetos. Rústicos" (27).

Luis León transcribe el testimonio de Anouj de Bembasat, hija de un sefaradí llegado de Esmirna: "Cerca de casa estaba el Colegio José Manuel Estrada, cuyo director el Dr. Armando, iba todos los días al negocio de mi padre para aconsejarle que aprendiera a escribir, aunque él y mi madre rehusaban a hacer el esfuerzo diciéndole ¿...para que sirve?, ¡no kero!...pero con esfuerzo, logró que aprendieran a escribir su nombre y firmar" (28).

Félix Luna afirma que los analfabetos eran utilizados con fines políticos. En Soy Roca, relata lo sucedido en 1909 en una mesa electoral, cuando se presenta como austríaco un hombre al que su aspecto y su modo de hablar "lo delataban como un bachicha recién desembarcado". Roca le pregunta si es italiano; el inmigrante le responde que sí, y que no sabe lo que dice la libreta: "-Io non só niente.... ¡A mí me la datto don Gaetano ! ‘Don Gaetano’, Cayetano Ganghi era el árbitro de la elección, con sus roperos llenos de libretas falsificadas y sus huestes de inmigrantes analfabetos y de atorrantes dispuestos a votar cinco o seis veces en diferentes mesas" (29).

En la escuela se transmitían asimismo los valores que la clase dirigente quería inculcar. Miguel de Marco, Presidente de la Academia Nacional de la Historia afirma: "en el pasado, la generación de Sarmiento y Mitre quería que el país se poblara con inmigrantes que integraran un crisol de razas. Para formar y unificar a esa sociedad nueva y aluvional se difundían las vidas de determinados personajes, de bronce, que fueran verdaderos ejemplos. No se dieron cuenta de que un San Martín que no duerme no es creíble, lo mismo que un Sarmiento que nunca faltó a la escuela. En las escuelas se mostró esta especie de historia oficial con personajes sin humanidad, quienes por tenerla no pierden grandeza" (30).

"El grave problema de preservar nuestra identidad en medio de las influencias foráneas, preocupó también a la generación del 80 y a la del Centenario –escribe Lucía Gálvez-, ¿cómo hacer para que los deseados inmigrantes se sintieran argentinos? En aquellos tiempos los medios de comunicación –diarios y libros- no influían tanto a las masas. Fueron las escuelas las encargadas de dar una educación que recalcara aquellos valores que se quería enseñar y preservar" (31).

Un personaje de Frontera sur dice que a Sarmiento le parecía mal que se abrieran escuelas italianas, o alemanas, o inglesas". Otro interviene: ""Era lógico que le pareciera mal. (...) No estaba loco. (...) Un Estado. Quería un Estado, con mayúscula. Y eso se hace con la escuela pública. Esto no puede ser eternamente un centón mal cosido. La gente que llegue tiene que adaptarse, recomponerse, mezclarse para formar una raza argentina" (32).

En la colectividad armenia, "En el imaginario colectivo, la lengua fue percibida como un factor fundamental para el resguardo de la herencia cultural armenia o, al menos, para la dilación de la asimilación. (...) Esta creencia en que la difusión de la lengua reaseguraría la continuidad de los valores nacionales, indujo a los primeros inmigrantes a fundar sus escuelas" (33).

En "Canción a Berisso", Matilde Alba Swann recuerda las escuelas de esa localidad: "Yo le canto a tus niñas saliendo de la escuela:/ alemanas, rusitas, italianas, armenias,/ distintas lenguas todas e idéntico candor;/ y canto a las pequeñas hijas de mi tierra/ "made in argentina" levadura extrajera,/ raíces que se prenden a un destino mejor.// Le canto al influjo de tus academias/ alimentando el sueño de tu adolescencia/ por salir del hollín;/ y canto a tus escuelas nocturnas para adultos/ donde padres y abuelos aprenden a escribir" (34).

Santó Efendi, un judío que cursó paralelamente la escuela pública y la hebrea, dice: "Habiendo tenido la suerte de nacer en la Argentina de finales de la década del 20, y habiendo pasado por la primaria luego de la crisis económica de los años 30, solamente tengo recuerdos gratos de mis maestros y de la calidad de la enseñanza pública, regalo del gran Sarmiento, quien organizó en el siglo anterior las bases de las escuelas públicas del país" (35).

En La logia del umbral, de Ricardo Feierstein, narra uno de los personajes, que vivía en Villa Pueyrredón, a mediados del siglo pasado: "Por las mañanas, en la escuela pública donde todos concurríamos, conviví con el inglés Stanley y el italiano Badaracco, protagonistas de una pelea memorable donde vi correr sangre por primera vez; con el galleguito Pérez y un francés medio raro que se hacía dibujos en las manos con hojitas de afeitar. Los cinco judíos del colegio íbamos a clase de Moral, pero una vez que faltó el profesor decidimos entrar a la clase de Religión. La maestra de tercero, que dramatizaba el martirio de Cristo, fue tan elocuente en su descripción que yo me quedé llorando un buen rato por la impresión. Eso sí, los alumnos más destacados –con independencia del apellido- fuimos seleccionados para concurrir al velorio de Eva Perón, en representación de la escuela. Ahí lloré otra vez" (36).

Décadas después, Marcelo Birmajer evoca su experiencia en la primaria. A propósito de un hecho que está relatando, dice: "La historia transcurre en el colegio Doctor Hertzl, una institución judío-laica donde cursé hasta el cuarto grado de la escuela primaria. No pasé de cuarto grado porque el estudio simultáneo del inglés, el hebreo y el castellano, sumado a una confusa situación familiar, me dejó varado en una dislexia consistente en escribir el castellano de derecha a izquierda, como el hebreo; y el hebreo de izquierda a derecha, como el castellano. Sin duda podría haberme presentado como atracción en un circo grafológico, pero no era la habilidad más indicada para cursar regularmente el cuarto grado" (37).

David Rotstein, ucranio establecido en La Pampa, contó con la solidaridad de un amigo para poder estudiar: "En 1913 se voló el techo de la escuela primaria y ésta quedó inutilizada. Los Novick pudieron mandar a sus hijos a estudiar a otro lado pero David tuvo que abandonar. Para aportar a la familia, se conchabó para cuidar ovejas en una chacra cercana. (...) David tenia gran preocupación por no poder seguir estudiando, un sentimiento que lo persiguió hasta su vejez. Pedro Novick, que sí pudo continuar, trataba de enseñarle cada vez que era posible. Su amistad entrañable continuó el resto de sus vidas" (38).

Olga Weyne escribe, con respecto a los inmigrantes afincados en Entre Ríos: "Era visible que se iban conformando ‘islas lingüísticas’ en el ámbito rural, pero este fenómeno no fue privativo de los grupos alemanes del Volga; también se verificó entre los colonos judíos y, aunque en menor medida, en las restantes colectividades de habla no hispana. (...) Algunos funcionarios llegaron a sostener que esta resistencia de los extranjeros al aprendizaje del castellano constituía un atentado contra la nacionalidad y contra los principios de la Ley de Educación Común. (...) El inspector Manuel Antequeda afirmaba en 1909 que no debía interpretarse tan ligeramente estas reacciones de los colonos, pretendiendo encontrar sentimientos antiargentinos en toda resistencia al aprendizaje del castellano. Sugirió buscar las verdaderas causas de la misma y hacerse cargo de lo dificultoso de su estudio para los inmigrantes de habla no latina" (39).

Notas

1. Patat, Alejandro: "El país de los sueños perdidos", en La Nación, Buenos Aires, 28 de abril de 2002.

2. Ingberg, Pablo: "El amor a los vencidos", en La Nación, Buenos Aires, 14 de febrero de 1999.

3. Marafioti, Rosa: "Cómo hablaban nuestros inmigrantes", en El Barrio Villa Pueyrredón, Buenos Aires, Año V, N° 55, Noviembre de 2003.

4. Sorrentino, Fernando: "Del italiano al cocoliche", Centro Virtual Cervantes Lunes, 31 de marzo de 2003.

5. Rizzo, Juan Carlos: Las Catorce Provincias (relatos del boliche). Buenos Aires, 2002, págs. 205-206. Citado por Sorrentino.

6. Sorrentino, Fernando: "Una estafa en cocoliche", en "El trujamán", Centro Virtual Cervantes, 27 de noviembre de 2003.

7. Rocco Cuzzi, Renata: "Mitos del granero del mundo", en Clarín, Buenos Aires, 26 de marzo de 2000.

8. Devetach, Laura: "Autobiografía", en El Tiempo, Azul, 25 de agosto de 2002.

9. Duche, Walter: "Todos tenemos derecho a escribir nuestra historia", en La Prensa Buenos Aires, 18 de julio de 1999.

10. Korn, Francis: op. cit.

11. Cosentino, Olga: "La Argentina de los deseos", en Clarín, Buenos Aires, 30 de julio de 2000.

12. Azzi, María Susana: "La contribución de la inmigración italiana al tango", en Archivo Histórico Alberto y Fernando Valverde, Municipalidad de Olavarría, Secretaría de Gobierno, Año 2000, Revista N° 4.

13. Vaccari, Horacio: "Final de juego", en Cuentos elegidos. Buenos Aires, Troquel, 1978. 138 págs.

14. Fontanarrosa, Roberto: en "Qué hacer con la Universidad", en Clarín, Buenos Aires, 16 de mayo de 1999.

15. González Toro, Alberto: "Fulgor y nostalgia de la maestra normal", en Clarín, Buenos Aires, 8 de junio de 2003.

16. Bär, Nora: "Manuel Sadosky El maestro", Fotos: Martín Lucesole. Buenos Aires La Nación Revista, 16 de mayo de 2004.

17. González Lanuza, Eduardo: citado en "Bajaron de los barcos. Historia de la inmigración en Argentina", por Colegio Schönthal. www.monografias.com.

18. Lojo, María Rosa: "Mínima autobiografía de una ‘exiliada hija’ ", en Sitio al margen. Noviembre de 2002.

19. Guerriero, Leila: en La Nación Revista

20. Freire, Susana: "Lolita Torres. Una voz que le cantó a los corazones", en La Nación, Buenos Aires, 15 de septiembre de 2002.

21. Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Buenos Aires, Grijalbo Mondadori, 1999.

22. Alonso, Rodolfo: Entrevista en Historia de la Literatura Argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.

23. Beltrán, Mónica: "La primera escuela gallega que enseña a chicos argentinos", en Clarín, Buenos Aires, 25 de abril de 1999.

24. Shua, Ana María: El libro de los recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994.

25. Cosentino, Olga: "La Argentina de los deseos", en Clarín, Buenos Aires, 30 de julio de 2000.

26. Mansilla, Lucio V.: citado por Colegio Schönthal.

27. Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.

28. León, Luis: "Inmigrantes sefaradíes. Allá por la calle 25 de Mayo", en SEFARaires N°24, Abril de 2004.

29. Luna, Félix: Soy Roca. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.

30. Urien, Paula: "Revisar el futuro", en La Nación Revista, Buenos Aires, 7 de julio de 2002.

31. Gálvez, Lucía: Panel en la muestra Aquel siglo XX. Biblioteca Manuel Gálvez.

32. Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.

33. Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: "Los armenios en Buenos Aires". La reconstrucción de la identidad (1900-1950).. Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.

34. Swann, Matilde Alba: "Canción a Berisso", en Canción y grito, 1955. Incluido en www.matildealbaswann.com.ar.

35. Efendi, Santó: "Una infancia en Villa Crespo", en SEFARaires, N° 3, julio de 2002.

36. Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Galerna, 2001.

37. Birmajer, Marcelo: No es la mariposa negra. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.

38. Rotstein, Enrique y Fabio: op. cit.

39. Weyne, Olga: El último puerto. Del Rhin al Volga y del Volga al Plata. Buenos Aires, Editorial Tesis/Instituto Torcuato Di Tella, 1986.

Otros caminos

No sólo en el conventillo o en la escuela se aprendían otras lenguas. Gaetano, uno de los personajes de Santo Oficio de la Memoria, lo hace en su lugar de trabajo, el "tranguay", donde "La gente hablaba en todos los idiomas. Yo aprendí algo de inglés, de francés, de alemán. De polaco también y de yídish. La mayoría de los pasajeros eran inmigrantes. Uno tenía que saludarlos en sus lenguas. Había veinte maneras de decir buen día. Y muchas veces uno tenía que ayudarlos con el cambio, con las monedas" (1).

También completa en su trabajo el aprendizaje del castellano uno de los personajes de Vázquez-Rial, una institutriz irlandesa, que se emplea en casa de un gallego. Dice la joven: "Llego de Irlanda hace tres días y vengo aquí". Su empleador la corrige: "-Llegué –corrigió Roque, mostrando el pasado con el índice, en un lugar situado detrás de su hombro derecho-. Y vine". En esa misma obra, un porteño dice a un alemán: "Y le adelanto un consejo, gratis, si se piensa quedar a vivir: agárrese al vos, con fuerza, como hizo antes. Si habla de tú, va a ser siempre un extranjero. Eso, si no lo toman por algo peor". Y otro porteño dice a un gallego: "no se dice le acerco, sino lo acerco. Ya sé que es gallego, pero va a cambiar". El gallego le responde: "No sé si quiero cambiar. Menos lengua se les pide a los turcos o a los polacos. ¿Por qué se ocupan tanto los argentinos de los españoles?" "Es distinto –dice el porteño. Esos siempre van a ser ridículos. No tienen remedio. Ustedes sí" (2).

A un polaco –personaje de la novela Mestizo, de Ricardo Feierstein-, los paisanos le juegan una mala pasada cuando les pide que le enseñen castellano. Relata uno de los inmigrantes: "-Cuando Shmuel vino de Polonia siempre lo embromábamos. El era bruto y no aprendía el idioma. Trabajaba en un taller de sastres. No sabía ni saludar en argentino y eso lo ponía violento. Un día viene y me dice: ‘che, enseñáme a saludar en castellano, por lo menos quiero decir ‘buenos días’ a la gente cuando entro a trabajar por la mañana’. Entonces yo le dije que ‘buenos días’ se dice en castellano ‘la puta que te parió’. Este va, estudia toda la noche en la casa –porque lo llevó escrito- y al otro ía saluda así: ‘la puta que los parió a todos’. Los otros querían matarlo, pensaban que los estaba insultando" (3).

Décadas después, escribe Diego Paszkowski: "Pienso con infinita tristeza en la gente que desprecia al distinto, al extranjero, al inmigrante, que hoy se refiere a, por ejemplo, coreanos, japoneses y chinos con las mismas expresiones miserables que hace cincuenta años habrán utilizado para con mi abuelo, judío polaco. ‘Hablan en su idioma’, escuché decir de unos y de otros a modo de excusa para segregarlos, pero sé por experiencia que, sólo dos generaciones después, quien esto escribe, nieto de aquel abuelo, enseña a escribir a jóvenes futuros artistas en la mismísima Universidad de Buenos Aires" (4).

Antonio Dal Masetto aprendió nuestro idioma mediante la lectura. A los doce años llegó a Salto, donde –afirma en una entrevista- "Empezó el duro aprendizaje, la transculturación. Cansado de que lo cargasen por su forma de hablar, decidió esforzarse para aprender el castellano. Para eso recurrió al arte. Su padre se asoció con su tío en una carnicería. Dal Masetto empezó a seleccionar las revistas que llegaban para envolver y, entre los globitos y el dibujo de las historietas, empezó a adentrarse en el idioma".

De los comics, pasará a los libros. Así recuerda esa etapa: "Mi camino fue absolutamente argentino. En casa hubo un esfuerzo inmediato por adaptarse. Cuando empecé a aprender el idioma en el pueblo, frecuentaba una biblioteca. Buscaba libros. Elegía al azar. Me los devoraba, junto con la revista Leoplán, que traía novelas cortas enteras. Me alimenté mucho de esa revista, y con ella descubrí que había una literatura inmensa" (5).

Esteban Peicovich, hijo de inmigrantes dálmatas nacido en Berisso, leía: "esa infancia venía a contrapelo. Primera entrega local de inmigrantes con lengua cambiada. Párvulos doblemente perplejos pues debían traducir el exótico idioma familiar al exótico lenguaje de afuera. No había tío, abuelo o vecino que no pareciese extraído de un relato de London o Turgueniev. La gruesa variedad cultural y el incordio del idioma empujaban a huir del mundo por la ventana del libro o la historieta" (6).

Un personaje de Hermana y Sombra, de Bernardo Verbitsky, tiene dificultades con el castellano; el protagonista, un niño hijo de inmigrantes rusos, le presta un libro: "Por la calle Campana entraba regularmente un hombre gordo, Jacobo para todos, o Jacoibos para quienes le imitaban el habla, y él a su vez llamaba Doña María a todas sus clientas, que le adquirían ropa, platos, y hasta muebles, siempre en cuotas semanales, nunca muy elevadas. Salí, al notar que la conversación se prolongaba, y también intervine, pues eliminada ya la posibilidad de una venta, apreciamos la simpatía del joven. El explicó que era un judío de Rumania donde había sido estudiante, pero obligado aquí a ganarse la vida, encontró su actual ocupación de cuentenik. Deseaba perfeccionar su mal castellano, y a mí se me ocurrió una excelente idea, la de prestarle mi ejemplar del Quijote, regalo de mi padre unos meses antes. Como yo lo había leído, no tenía inconveniente en facilitárselo por un tiempo. ¿Qué mejor libro para practicar el español?" (7).

Casi todos aprendían el idioma por las suyas, ayudándose algunos con el diccionario. " ‘Mucho antes de ser diccionarios escolares, de ser llevados en la mochila, equiparados al resto de los útiles, los diccionarios eran un objeto muy valioso para las familias, un texto de consulta’, cuenta el profesor de Historia de la Educación, Rafael Gagliano. (...) También es parte de la cultura inmigrante. El diccionario les solucionaba las crisis que podían tener con su segunda lengua. Está muy conectado con los autodidactas" (8).

De uno de sus tíos dice Gladys Onega: "Claro es que Eliseo poca escuela tenía, era un autodidacta de aldea y de pueblo como todos los gallegos de mi familia, siempre tratando de pulirse con la lectura del diccionario y de los buenos diarios que a sus manos llegaban, sin desdeñar los más sensacionalistas, por eso de su afición a la grandilocuencia. (...) El Quijote y el diccionario educaron a ese autodidacta, quien los citaba con exactitud pero con exceso pues no había adquirido los moldes que impone la educación formal, por eso no calibraba el uso y abuso de los epítetos ni percibía la risa que provocaban en oyentes que no los habían leído o que ni siquiera tenían referencia de su existencia" (9).

Así como algunos aprendían castellano en el tranvía, o leyendo, un personaje de Gabriel Báñez tiene la ocurrencia de recurrir a la religión, aún siendo judío, para dominar el nuevo idioma. Al ver mujeres católicas que se confiesan, la pequeña Sara Divas, en Virgen, "imaginó que la fe era un idioma en voz muy baja y que esas mujeres aprendían las lecciones de rodillas, murmurando y repitiendo. (...) Era una buena manera de aprender el idioma que tanto atormentaba a su padre y, llegado el caso, de hablar por él". El sacerdote le da una estampita de la Virgen de Luján, "a partir de ese entonces Sarita empezó a comulgar con el castellano, porque lo aprendió a los rezos y gracias a las oraciones que venían en el reverso de las estampitas" (10).

En el siglo XIX, Pablo Lantelme, piamontés afincado en Entre Ríos, sostenía: "Para el bien general, creo y afirmo que es necesario que la predicación de la Divina Palabra se haga en lengua castellana, o por lo menos, que se predique dos domingos seguidos en castellano y uno en francés, para no cortar de un solo golpe el sistema abusivo. Los Capellanes (de San José) siendo franceses y poco acostumbrados a hablar en lengua castellana, no faltarán de alegar mil pretextos contrarios a lo que acabo de probar" (11).

José Brendel, por su parte, relata los problemas que tenía un sacerdote italiano. Olga Weyne transcribe ese testimonio: "(En 1913): ‘El tiempo de la ausencia del padre Kotulla (uno de los más recordados sacerdotes del Verbo Divino, en colonia San Miguel), fue cubierto provisoriamente por un sacerdote italiano, recién llegado, que no hablaba ni el alemán ni el castellano, pero que con su bondad y sus expresivos ademanes italianos, se hizo querer, ya que no entender, por la población. Se llamaba Juan Sciortino. Sus sermones eran un acopio pintoresco de varias lenguas, pues también hacía sus ensayos en alemán, que le enseñaban los monaguillos y que él mismo repetía después en el altar, con abundante transpiración aunque con vano intento. Los niños eran sus predilectos y para ellos siempre tenía golosinas; (...) San Miguel guarda un recuerdo cariñoso del Padre Juan y quiere que estas líneas sean un homenaje a su vocinglera bondad" (12).

El padre de Máximo Yagupsky encuentra una original forma de aprender castellano: "mi padre, que era un judío religioso, tenía gusto por la mañana, antes de que nosotros fuéramos a la escuela, de tomarnos las lecciones. Era una forma indirecta de ir aprendiendo él mismo de los libros de texto un poco de castellano y un poco de la cultura ambiente" (13).

También quería aprender el padre de María Esther de Miguel: "En mi casa se hablaba mucho de historia, porque mi padre que era un inmigrante español, era muy curioso e inteligente. Siempre quería saber la historia del lugar y se preguntaba sobre Urquiza y yo escuchaba" (14).

Notas

1 Giardinelli, Mempo: op. cit.

2 Vázquez-Rial, Horacio: op. cit

3 Feierstein, Ricardo: Mestizo. Buenos Aires, Planeta, 1994.

4 Paszkowski, Diego: "En qué pienso", en Clarín, Buenos Aires, 12 de enero de 2003.

5 Roca, Agustina: "Historia de Vida", en La Nación Revista, Buenos Aires, 12 de julio de 1998.

6 Peicovich, Esteban: "Mi escritor favorito", en La Nación Revista, Buenos Aires, 2 de noviembre de 2003.

7 Verbitsky, Bernardo: Hermana y Sombra. Buenos Aires, Editorial Planeta Argentina, 1977.

8 S/F: "De generación en generación", en Clarín, Buenos Aires, 19 de marzo de 2000.

9 Onega, Gladys: op. cit.

10 Báñez, Gabriel: Virgen. Barcelona, Sudamericana, 1998.

11 Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1992.

12 Weyne, Olga: op. cit.

13 Diament, Mario: op.cit.

14 Correa, Alejandra: "María Esther de Miguel. La novela histórica", en Magazine actual, Año 2, N° 8. Diciembre de 1997.

Opciones

Ya en el Martín Fierro encontramos referencias al inmigrante que no habla castellano: "Era un gringo tan bozal,/ Que nada se le entendía./ ¡Quién sabe de ánde sería!/ Tal vez no juera cristiano,/ Pues lo único que decía/ Es que era papolitano" (1).

Por conocer poco el idioma, Carlos Vergiati, padre de Julián Centeya, no pudo ejercer en la nueva tierra su profesión: "Llegados al país, se instalaron en San Francisco, pueblo de la provincia de Córdoba, lugar en el que el padre trabajó de carpintero, ya que su escaso conocimiento del idioma le impedía desarrollar su actividad periodística" (2).

La madre de Iris Marga utilizó su conocimiento de idiomas para ejercer la docencia. En una entrevista, le preguntaron a la actriz: "¿Es cierto que usted estuvo sentada en las rodillas del general Roca y en esa posición le recitó La avispa Teresa?". Ella respondió: "Sí, mi mamá era profesora de idiomas de la familia De Vedia y un día la acompañé a ella y dio la casualidad de que estaba Roca. Parece ser que yo era muy simpática de chica y el general me pidió que le recitara algo. Entonces me senté en sus rodillas y le recité La avispa Teresa en italiano" (3).

Ante el desconocimiento del castellano, se acobarda una adolescente inmigrante: "A los catorce años –en plena Segunda Guerra Mundial, y sin hablar una gota de español- dejó su Viena natal y se instaló con sus padres en la Argentina. Acá la enviaron al colegio Mallinckrodt, pero abandonó porque el idioma era una barrera difícil de saltar. Mercedes von Dietrichstein se casó a los diecinueve, pero a los treinta se decidió a rendir el secundario libre. Mientras criaba a sus cuatro hijos estudió Psicología en la UBA, y después trabajó en el Hospital Borda" (4).

En Diario de ilusiones y naufragios, de María Angélica Scotti, en cambio, el inmigrante intenta hacerse entender: "Padrazo chapurreaba bastante el español; lo venía practicando desde antes de embarcarse en Génova" (5).

Al parecer, saber italiano facilitaba el aprendizaje del castellano. En el libro de Chuny Anzorreguy, el capitán Kovacic recuerda lo que se planteó al llegar a la Argentina: "Primero debíamos aprender el idioma. Habiendo ya aprendido más o menos el italiano, la cosa se nos iba a hacer más fácil. Así fue. En poco tiempo podía comunicarme en un castellano bastante pasable" (6).

Como puede habla castellano el inglés que evoca Leopoldo Lugones. No obstante, ejerce una beneficiosa influencia en los ganaderos a los que aconseja: "lo cierto es que en su media lengua trajo/ Artes y ciencias que el paisano ignora./El transformó los bárbaros corrales,/ Las torpes hierras, las feroces domas,/ Y aseguró en las chacras invernizas/ que al pronto parecieron anacrónicas,/ Forraje fresco a los costosos padres, que entienden sus maneras y su idioma. Y el tronco muscular del eucalipto/ En que su duro y blanco brazo apoya,/ Se amorata de fuerza parecida/ Al levantarse desgreñado de hojas/ ‘Marido de la Pampa’ como dijo/ Sarmiento, con palabra creadora" (7).

En "La noche de la cruz de plata", uno de los cuentos por los que Jorge Torres Zavaleta mereció el Premio Fortabat en 1987, será el idioma el medio elegido por el joven para mortificar a su madre: "prefería tomarla en broma, imitar su tonada inglesa (hacía una parodia, que deleitaba a sus amigos, de Miss Lucy tomando el té en la embajada), abrazarla al ver que la entristecía" (8).

"Los británicos –afirma Andrew Graham Yooll- se negaron tenazmente a ser categorizados como inmigrantes, lo que significaba un descenso en la clase social" (9).

Para algunos, hablar más de un idioma, era testimonio de su condición de inmigrantes. Para otro, en cambio, era un sello de clase. En La noche que me quieras, Torres Zavaleta muestra el conocimiento de otras lenguas vinculado a un estamento social: "Arturo era un muchacho educado, se vestía bien, por supuesto, se la arreglaba con los idiomas. Algo te ha quedado de tantas profesoras franchutas e inglesas de cuando eras borrego" (10).

Dennis Clifford Crisp, hijo de ingleses, relató: "Mis padres vinieron a la Argentina en 1910. Mi padre era empleado de La Forestal y se radicó en el Chaco Santafecino. Yo nací en Guillermina y mi hermano (que es veterano de la RAF) en Tartagal, así que mi primer idioma fue el guaraní" (11).

"El pobre Ohannés no podía con el castellano –relata Bedrossian-, que entendía poco y hablaba defectuosamente. Lo peor eran los verbos, reducidos al presente del infinitivo y esa letra ‘pe’ que no lograba pronunciar sino como ‘be’ " (12).

Le costaba también a los árabes que vivían en el interior: "en Tucumán y en Santiago del Estero los legisladores de origen árabe llegaron a ser mayoría. Cuenta Enrique Oliva –Francois Lepot- en La vida cotidiana que en una sesión de la Cámara en una de esas provincias, un diputado expresó: ‘Bara explicar este broyecto, cedo la balabra al baisano Abraham, que habla mejor la castilla’ " (13).

¡Qué idioma tan increíble –exclama el ruso Gurovitz-, todavía más rápido que el italiano. Me equivoco siempre" (14).

Trabajando en el campo entrerriano aprendió castellano la abuela de Catalina Nasenson: "Estaban contentos, conformes con el ambiente, a tal punto que mi abuela, que no sabía una palabra de castellano, terminó hablando como los peones" (15).

Yagupsky muestra la otra cara de la moneda: "Al gaucho, en realidad, como era un elemento primitivo, de poca educación, lo imbuían de cultura judía. No sólo que muchos aprendieron y hablaban el ídish con nosotros, sino que conocían nuestras formas de vida, nuestro folklore y lo cantaban" (16).

No tuvo tanto inteligencia o tanto empeño la irlandesa que evoca, en uno de los cuentos de Tréboles del sur, Juan José Delaney: El escritor plantea la situación de una inmigrante que ve frustradas sus ambiciones, principalmente por el obstáculo que es para ella el desconocimiento del lenguaje, aunque, en lo que respecta a lo material, se muestra agradecida: "no puedo pasar por alto la buena acogida que los irlandeses todos hemos tenido en este suelo; difícilmente brazos deseosos de trabajar no encuentren recompensa", dice la mujer (17).

En Moira Sullivan, el lenguaje, tan importante como factor sociabilizador, encarna una actitud de la protagonista. Ella nunca se interesó por aprender a comunicarse en castellano y esa negativa suya determina su relación con quienes la rodean. La anciana vive en su mundo y no quiere tener contacto con quien no pertenezca a él. Rechaza evidentemente toda forma de integración, y su repudio se patentiza en el aislamiento en el que se refugia: "Lo importante era el silencio. Todas las noches lo buscaba, especialmente los domingos cuando las otras recibían visitas y ella más sentía el acoso de la soledad. En rigor, a nadie tenía pese a haber estado en la vida de muchos y a que, por esa acción secreta y persistente del arte, continuaba gravitando sobre gentes extrañas y lejanas. El silencio de ese anochecer dominical le permitiría entregarse serenamente al ensueño en el que resucitarían vivencias y pensamientos provenientes de zonas postergadas por su memoria, y también secretas conexiones que su visión de la vida, del mundo y de los hombres concertaba con cierta independencia".

Aun cuando quisieran integrarse, el idioma era un serio problema para colectividades como la irlandesa; Delaney presenta dos paliativos para la incomunicación de los extranjeros: el cine mudo (en los Estados Unidos) y el tango, por los que manifiestan gran afición: " ‘Tango es el lugar donde los inmigrantes sintieron que no son imprescindibles las palabras’, sentenció solemne Nelly Maguire", en su fonda "San Patricio", en Rojas, provincia de Buenos Aires (18).

"Los separaba el idioma – afirma Héctor M. Guyot-. Pero aquí, claro, no eran perseguidos por su catolicismo. Enseguida adoptaron las botas y se aficionaron al mate y al asado. Un paseo por los cementerios de Areco y Junín da cuenta no sólo de los muchos irlandeses que allá lejos y hace tiempo confluyeron en la zona, sino también de una curiosa simbiosis: Edward Geoghegan ("Gaucho Ted") 1874-1928 reza una lápida, entre cruces celtas y otros apellidos irlandeses como Farrell, O’Neill o Murphy" (19).

Tampoco quiso aprender castellano el belga en la novela de Gabriel Báñez, aunque sufrió cuando se enfrentó a la realidad: "el viudo de Flora Divas debió salir al nuevo mundo de buscar trabajo y fue entonces cuando cayó en la cuenta de una realidad aterradora y elemental: no sabía una sola palabra de castellano. Ese día sería inolvidable. Sarita lo vio trasponer el portón de la pensión y llegar luego hasta el fondo de la galería para deshacerse en un llanto tibio y cordial a los pies del único árbol que detestaba, la glicina. (...) Nunca antes lo había visto llorar, ni en el funeral de su madre.(...) El viudo dijo algo incomprensible: que lloraba por el castellano que no entendía". No obstante, "en su apatía vegetal jamás llegó a interesarse ni a comprender enteramente el castellano. O peor: lo padecía como un idioma oscuro y maldito" (20).

Por el contrario, los Fehér, que habían debido emigrar de Hungría, no quisieron que sus hijos aprendieran, en la Argentina, ese idioma. Durante una estadía en la nación de sus mayores, comenzó para Martín, el hijo, "su viaje hacia el pasado y la infancia. El recepcionista del hotel se había entendido en inglés con él, pero el mozo del restaurante, que apenas lo hablaba, comenzó a desarrollar un diálogo en húngaro con Luis que Martín escuchaba perplejo. Inesperadamente, lo que estaba oyendo comenzaba a remitirlo hacia su infancia, hacia las conversaciones de su Papá con sus tíos, con sus amigos húngaros, a los discos de csárdás que siempre se habían escuchado en su casa. Ese idioma era para él una especie de clave especial que se escuchaba sólo en el seno de su familia, o en alguna de las charlas de sus padres con otros húngaros. Siempre había tenido la sensación de que era un idioma que no existía realmente, como si no hubiese otra gente que lo pudiese practicar cotidianamente en alguna ciudad. Era un idioma secreto, restringido sólo a los que sus padres se lo permitían. Escuchar hablarlo abiertamente a un desconocido, era una experiencia rara y especial. Por ese odio que sus padres profesaban por los húngaros, nunca le habían querido enseñar a hablar ese idioma" (21).

Queda en el inmigrante decidir cuál será su lengua, opción que seguramente obedecerá a razones más afectivas que intelectuales. Syria Poletti, quien emigró a los veintitrés años, afirmaba: "uno, como escritor, pertenece al área en cuyo idioma se expresa. El instrumento con que yo me expreso es el idioma de los argentinos, con todo el substratum cultural que ello implica, por lo tanto soy hija del país, porque el idioma es como la sangre de un país. Los otros idiomas que me habitan –italiano y friulano- son herencias que me dejaron mis mayores. Y las herencias sirven si se hace buen uso de ellas" (22).

Distinta es la postura de Adelina C. Cela, quien canta nostálgica, en su poema "Calabreses": "Como un susurro tu lengua/ me acunó toda la vida/ y no le diste abandono/ a tu hija en lejanía" (23).

Manifiesta Silvia Plager: "nací en Argentina, mi madre nació en Lvov y se crió en Berlín, mi padre era de Tchorkow, Galitzia. Mi familia materna hablaba alemán, mi familia paterna polaco. Todos ellos mezclaban esas lenguas y el idish cuando hablaban en castellano. Mi castellano está perfumado de un mosaico de lenguas, y cuando escribo las huelo y los huelo a ellos, que habitan en mi lengua" (24).

Acerca del idioma y de la construcción verbal, afirma Mario Goloboff: "creo que es éste el terreno donde se nos marca como escritores judíos a cada uno de nosotros. En mi caso particular, fui un bilingüe auditivo de nacimiento. Lamentablemente, no hablé el idish, pero sin duda fue la primera lengua que oí y escuché en mi infancia. Y entre los dolores y terrores de la infancia y de la guerra (en aquel momento, en su esplendor), y en un pueblo como Carlos Casares (uno de las colonias judías más importantes que hubo en la provincia de Buenos Aires), me tocó vivir desde muy chico los temores familiares y las pocas esperanzas de que las cosas terminaran bien. Creo que esto, junto a la lengua, es lo que me ha marcado más profundamente" (25).

El protagonista de la novela Mestizo, de Ricardo Feierstein, recuerda la incomunicación que sufría con respecto a su abuelo polaco: "Toda mi historia está en esa foto, aunque yo sólo nacería muchos años después, de este lado del Atlántico. Esa sonrisa indefinida de Moishe Búrej se repetiría en los cuentos que, inútilmente, trataría de relatarme en un patio embaldosado de Villa del Parque. El, sentado, con su silla de inválido y un ídish de acento eslavo repleto de consonantes. Yo sin entenderlo, atrincherado en un exquisito castellano que él nunca comprendería, condenados a incomunicarnos, a no poder jamás cruzar una palabra, sólo gestos amistosos y besos de cariño. Cada uno hablando en su idioma. Nunca lo entendí y ahora lo extraño. ¿Qué habrá querido decirme mi abuelo, doctor? ¿Qué sucesos evocaría, qué lazos pudo haberme transmitido, en esa lengua inentendible? Estoy seguro de que, de haber comprendido entonces, todo me sería mucho más sencillo ahora" (26).

Moisés Mochkofsky, "nacido, según sus papeles, en Slenin, provincia de Grodne, Rusia, (...) Renunció al ruso y al idish; hablaba castellano como un cordobés de nacimiento. Con la lengua, también renunció al judaísmo" (27).

Máximo Yagupsky afirmó: "Yo leo hebreo y amo el idioma hebreo. Amo igualmente el idioma castellano, que es nuestro idioma argentino. Amo profundamente a los dos. Porque mucho es lo que me dicen. Son dos vasos comunicantes para mi espíritu. En sus alas puedo levantar vuelo y elevar mi espíritu a mundos siderales. Quiero, pues, mantenerlos vivos en mi espíritu y transmitirlos a mis hijos. Eso me enriquece. Si yo perdiera cualesquiera de estos asideros del alma, yo me habría empobrecido. Y habría empobrecido a la Argentina" (28).

Notas

1. Hernández, José: Martín Fierro. Testo originale con traduzione, commenti e note di Giovanni Meo Zilio. Buenos Aires, Asociación Dante Alighieri, 1985.

2. Criscuolo, Eduardo: "Un habitante ‘gris’ de Coghlan: Julián Centeya", en El Barrio Periódico de Noticias. Buenos Aires, diciembre de 2003.

3. S/F: "Fui actriz porque a un empresario se le ocurrió", en La Maga, 1° de abril de 1994.

4. Gambier, Marina: "Por los otros", en Clarin Viva, 9 de noviembre de 2003.

5. Scotti, María Angélica: Diario de ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé, 1996.

6. Anzorreguy, Chuny: El angel del capitán. Biografía del capitán croata Miro Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996.

7. Lugones, Leopoldo: "Oda a los ganados y las mieses", en Antología poética. Buenos Aires, Espasa, 1965.

8. Torres Zavaleta, Jorge: "La noche de la cruz de plata", en El palacio de verano. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1987.

9. S/F: "Los ingleses en la Argentina", en Clarín, Buenos Aires, 18 de diciembre de 2000.

10. Torres Zavaleta, Jorge: La noche que me quieras. Buenos Aires, Planeta, 2000.

11. Castrillón, Ernesto y Casabal, Luis: "Un argentino en Birmania", en La Nación, Buenos Aires, 6 de junio de 2004.

12. Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, Edición del autor,