La
inmigración judía: el viaje por María González Rouco |
En
este trabajo reconstruyo, a partir de textos literarios, históricos y
periodísticos, el viaje (1) que hacían los inmigrantes judíos, entre
1850 y 1950, desde sus países de origen hasta el puerto de Buenos Aires.
Aunque las condiciones no fueron las mismas a lo largo de tantos años,
preferí presentarlas juntas en un solo trabajo. En
las páginas que leímos, encontramos la evocación de la travesía vista,
no sólo como material literario, sino también como un momento de la vida
propia o de los mayores que se desea reflejar, para dar testimonio y
rendir homenaje a tantos seres que buscaron en otra tierra lo que en la
suya no encontraban. Permiso
para embarcar Marcelo
Bazán Lascano señala que la Ley Avellaneda, de 1876, proporciona la
definición de inmigrante. Distingue “entre los inmigrantes ‘sensu
stricto’, o sea los que venían con pasaje de segunda o tercera clase
por cuenta del gobierno u otras entidades, y los que entre el 25 de mayo
de 1810 y el presente han arribado a nuestro territorio a su costa, como
polizones o en cualquier otra forma clandestina o ilegal. Podría
sostenerse, pues, que los segundos son, prima facie, definibles como
inmigrantes ‘lato sensu’, aunque hubieran venido en primera clase y
aunque lo hubiesen hecho con bienes de fortuna y hasta con títulos
nobiliarios” (2). Tomada
la decisión, se emprende la travesía. Primero, por las oficinas que
otorgan el permiso de embarque. No viajaba el que quería, sino el que
conseguía la autorización imprescindible para embarcar. Giorgio Bortot
escribe que a aquellos inmigrantes “se les exigió: 1) ser
preferentemente europeo; 2) ser de sana y robusta constitución, exenta de
enfermedades y malformaciones que alteren su capacidad laborativa presente
o futura; 3) asegurar que no venían a practicar la mendicidad, y la mujer
adulta, además, a ejercer la prostitución; 4) declarar su religión; 5)
viajar en segunda o tercera clase; 6) residir en zonas determinadas; 7) al
llegar, tomar otros recaudos para asegurar la defensa
social”. Y agrega: “pocos se enteraron de tales restricciones.
(...) El que escribe fue traído de niño y debió acatar aquello” (3).
En
1891 “se abrió el comité del Barón de Hirsch. Fue una salvación para
los judíos y empezó el registro de las familias. Aceptaban solamente
familias con hijos varones. Los que no los tenían, se daban maña. Hacían
inscribir a un soltero como hijo y la cosa marchaba” (4).
Un
personaje de Ana María Shua, por ser desertor, aguardó durante un año,
escondido en la casa de la novia, que algún compatriota falleciera, para
poder viajar con sus documentos: “Murió Gedalia Rimetka, medianamente
joven, de bigotes. Con su documento fue el abuelo al consulado de América,
la verdadera, la del Norte, y le dijeron que no. No lo bastante joven murió
Gedalia, no lo bastante joven como para pasar por el abuelo. En Polonia
siempre hacía frío, siempre había nieve. Cuando se derretía la nieve,
había mucho barro. El barro también era frío. El barro de Tomachevo
cruzó el abuelo, que quería cruzar el mar. Y llegó al consulado de esta
pobre América. Allí, le habían dicho, no se fijan mucho, no entienden
nada, les da lo mismo. Allí también es América, aunque no tanto. Lo que
vale es salir de Europa, lo que vale es cruzar el mar. Desde una América
ya será posible llegar a la otra. Y no se fijaron, o no les importó, o
no entendían nada, y el abuelo pudo ponerse en camino para cruzar el
mar” (5).
Los
Gurovitz “Habían quemado todos los documentos. En sus papeles figuraban
como griegos. Así lo atestiguaban la ropa, gorra y pipa entregadas poco
antes” (6). Lajos Fehér, húngaro judío, “consiguió un pasaporte
falso a nombre de Alejandro Gross con una expresa mención del obispo de
la zona que la religión profesada por el portador era la católica”.
Logra llegar a Italia, donde “en una desesperada búsqueda de algún
medio para salir de Europa, consiguió finalmente una visa para Ecuador y
un lugar en el Augustus que salía
a la madrugada siguiente con ese destino. El lugar en ese barco le costó
una buena parte de su dinero ya que, aún siendo reconocido como católico,
no querían embarcar ciudadanos de países de Europa Central, por poner a
la misma compañía marítima en actitud sospechosa” (7).
Otro
documento falso permitió indirectamente la llegada al país de Pedro
Roth, “el mayor cronista gráfico de la plástica argentina”, nacido
en Budapest en 1938. El vivió en Hungría durante la Segunda Guerra
Mundial y llegó a Buenos Aires –explica- “gracias a un negocio algo
oscuro del doctor Liber, un primo segundo de Rosalía, mi madre, que le
compró un pasaporte falso al cónsul argentino en Montecarlo el año de
mi nacimiento. Puede que el funcionario fuese algo informal, pero le salvó
la vida y nunca dejaremos de recordarlo. Bueno, Liber llegó e instaló
una fábrica de jabón en San Martín. Mi madre, mi abuela Eugenia y yo
llegamos en 1954 y nos establecimos en Florida” (8). Una vez logrado el permiso de embarque, el inmigrante debe dirigirse al puerto, soportar varios días en el mar y, finalmente, arribar a Buenos Aires, donde algunos se establecerán, y desde donde otros seguirán viaje hacia el interior, a las colonias en las que quizás encuentren a algún ser querido. De este largo periplo dan cuenta muchas de las páginas que leímos. |
La
partida Los
Gerchunoff dejan Tulchin, “Una ciudad sórdida y triste, sin alumbrado
ni aceras, cuyo lujo arquitectónico se reducía al palacio semiderruído
de los condes de Bazá y a un edificio llamado La Buena, sitio de paseos
dominicales” (9). Tambièn de Rusia parte Jacobo Fijman, a los cuatro años
de edad, en 1898. Muchos tiempo después, escribiría: “¡Ah! Yo soy uno
de esos caminantes/ Que aún no han encontrado su camino;/ Pero he gustado
un luminoso vino/ en huertos generosos y fragantes” (10).
Un
judío se despide de su mujer y su hija, en el cuento “Papá”, de
Susana Goldemberg: “Miró a mamá. Se abrazaron fuerte, fuerte. A mí me
pareció que mamá era más pequeña y más débil de lo que yo creía.
Enseguida papá me alzó en sus brazos. Con torpes manos recorrió mi
cara: los rulos sobre la frente, las cejas, el dibujo de mi nariz, la línea
de los labios. Y pellizcó mi mentón, como siempre lo hacía cuando me
daba el beso de las buenas noches. Cuando por fin me dejó en el suelo,
tenía mojado mi pelo con sus lágrimas. Tomó su atadito y se lo echó a
la espalda. Rodeó con el otro brazo los hombros de mamá y salieron al
camino. Yo los seguí” (11).
En
Tel-Aviv, el 8 de octubre de 1940, una inmigrante inicia la escritura del
diario que recogerá sus impresiones durante la travesía en el
“Arabia-Maru”, que arribó a Buenos Aires en diciembre de ese mismo año.
Ella escribe: “A Iojanan y a mí por supuesto, nos dolía el estómago,
como antes de cada situación conflictiva. Nos despedimos de la abuela y
el abuelo. El taxi estaba afuera preparado, arreglamos las maletas y nos
sentamos” (12).
A
los inmigrantes “de alguna manera, los acompañaba la esperanza, aún teñida
del dolor de dejar atrás pasado, historia, familia, amigos, afectos y
recuerdos -escribe Silvia Fesquet. El dolor no era poco pero el equipaje
que cargaban –liviano, muy liviano- estaba amarrado con sueños,
ilusiones y mucha esperanza: la de encontrar amparo o un destino mejor, la
de volver y devolverse a esa tierra que, por razones distintas, ahora los
expulsaba” (13).
Cuando
se trata de un refugiado, por más que se esfuerce por sobreponerse, “El
desarraigo golpea la salud hoy y para el resto de la vida. (...) En muchas
ocasiones, el desplazado debe adaptarse a países con otro idioma, otra
cultura, separado de sus seres queridos. No resulta extraño que sean
frecuentes los intentos de suicidio, los conflictos conyugales, el
retraimiento social, la sensación de peligro constante, la pérdida de
creencias, las conductas agresivas... Un caso donde el desarraigo es
especialmente doloroso es el de los ancianos, que desarrollan más cuadros
depresivos que el resto. La falta de esperanza sirve para adelantar la
muerte” (14). Un
viaje penoso En
sus Memorias, Lucio V. Mansilla
describe las condiciones en las que los inmigrantes realizaban el viaje
hacia América: “El italiano no había comenzado aún su éxodo de
inmigrante. De España, en general del Ferrol, de La Coruña, de Vigo
sobre todo, sí llegaban muchos barcos de vela, rebosando de trabajadores,
aprensados como sardinas (...) En cierto sentido eran como cargamento de
esclavos” (15).
Nélida
Boulgourdjián-Toufeksian expresa al respecto: “Las condiciones en que
viajaban los inmigrantes no se correspondían con las descripciones de los
folletos de propaganda distribuidos por el gobierno argentino. En 1907 se
tomaron medidas para mejorar la travesía, disponiendo que cada pasajero
tenía derecho a una superficie mínima de 1.30 metros cuadrados, a una
cama de 1,80 metros de largo, a utilizar cocinas y baños a bordo así
como al control médico” (16).
Cuenta
un inmigrante asturiano que “Las camas consistían en unos cajones
parecidos a la mitad de un ataúd que sirve de último reposo hombre y
muchas veces al verme acostado venía a mi memoria el más triste de los
recuerdos humanos ¡la muerte! El colchón no era otra cosa que un saco
lleno de yerba seca, y por almohada teníamos unos pedazos de corcho
unidos entre sí por unas cintas y cubiertos de lona, a los cuales
llamaban salvavidas, además a cada persona le dieron una manta o cobertor
para cubrirse” (17).
Muchos
traían el manual que les ayudaría a manejarse en América: “los
gobiernos preparaban manuales escritos por ‘doctores en viajes’ y no
necesariamente basados en experiencias. Eran redactados para orientar a
los futuros colonos y contenían precisas instrucciones acerca de lo que
sería el viaje, la llegada y la posterior vida en un país extraño”
(18).
Los que podían, traían
ahorros. Cuando Lajos Fehér salió de su Hungría natal, “llevaba
consigo todos los ahorros que había juntado en los últimos años, a los
que había ocultado en dos partes diferentes: una mitad eran billetes
cosidos dentro del forro de un inmenso sobretodo con el que acostumbraba
enfrentar los rigurosísimos fríos de la Pusta Húngara, billetes de
divisa internacional que habían sido acopiados lenta y cuidadosamente a
través de los escasos medios para conseguirlos con que se contaba en la
Europa en guerra de esos momentos. La otra mitad, eran monedas de oro que
había colocado en el lugar del motorcito ausente de un gramófono portátil
que formaba parte de su equipaje, motor que estaba a mano dentro de una de
sus valijas, para cuando fuese necesario demostrar que el aparato musical
era bueno y en funcionamiento” (19). En América, el hombre se enterará
de que los billetes eran falsos. Lo habían engañado.
Durante la travesía, era fácil
que se propagaran las enfermedades. Acerca de la salud de los ucranios en
el mar, relata María Arcuschín: “Los niños, más pequeños, con la
inestabilidad propia de su edad y desconociendo los peligros, corrían de
popa a proa, perseguidos por sus hermanos mayores. Todo lo querían
curiosear. Hasta que, atacados algunos por estados febriles, quedaban
atrapados en sus cuchetas, sin darle descanso a los mayores, con sus
llantos y quejidos. Todo se soportó estoicamente” (20).
A las enfermedades a bordo
se refiere asimismo Claudio Savoia, quien afirma que la “fiebre
inmigratoria” de 1907 fue bautizada así por los historiadores porque
casi todos los pasajeros de los barcos llegaron a la Argentina con
fiebre” (21).
El
viaje era insalubre y riesgoso. En el cuento de Luis León, “Izmir,
Vísperas de Pésaj”, judíos de Esmirna preparan su viaje hacia la “Aryintina,
como Ierushalám, tierra
prometida de leche y miel...” (22). En “Chacarita, Vísperas de Pésaj”,
del mismo autor, un hombre recuerda con pesar esos “cuarenta días en el
vapor” que “no fueron menos que cuarenta años en el desierto” (23).
Corrieron
peligro los inmigrantes judíos a bordo del Galatz, buque de carga de
bandera francesa alquilado por el Barón Hirsch, en 1891. El cuarto día
“empezó la tormenta con lluvia huracanada. El buque se hamacaba cada
vez más fuerte. En la bodega el pasaje empezó a rodar mezclándose con
los bultos y fardos. Se levantaban olas de casi ocho metros de alto que
barrían la cubierta y se metían en la bodega, cubriendo con agua salada
a los niños y mayores. (...) De repente llegó una orden urgiendo a todos
los barones a subir a cubierta para rezar. Rezaron los Teilim (salmos) de
memoria, con tanto fervor como nunca más he visto en mi vida. Entre
nosotros venían tres hermanos Kaplán. El menor de ellos estaba entre los
mástiles, seguramente agarrado para no caerse, y al romperse un palo le
pegó en la cabeza y lo mató. Después de tres días cesó la tormenta y
amaneció un día de sol. Salimos a cubierta a secar las ropas, mientras
los marineros barrían y limpiaban los objetos destrozados”. Luego de un
viaje en tren, prosiguen la travesía en el vapor Pampa, el cual
“llevaba unas 5 o 6 vacas en cubierta para ser faenadas por el Shoijet y
tener carne kosher cada tanto, pero muchos no la comían pues las ollas
eran treif (impuras)" (24).
Los descendientes de una inmigrante cuentan la forma en que ella y sus hijos salvaron la vida: “Ana Dubroff vino vía Génova, con León (hijo) y Berta. Una señora que viajaba en el mismo barco se enfermo gravemente. Ana era o se hizo muy amiga y cuando el capitán del barco decidió que la enferma debía bajar en Génova por la gravedad de su estado, Ana decidió a su vez bajar con su familia y quedarse a cuidarla. El barco siguió su viaje y naufrago, sin llegar jamas a Argentina. Eso explica por que la familia Dubroff era de las pocas que arribo a Argentina sin samovar: la mayor parte de sus cosas se hundieron con el barco” (25). |
En
el puerto “Mole
de mundo,/ cargado de niñez, hombres y tumbos,/ arribaste”, canta
Carolina de Grinbaum en “Llegaste”. (26) Por fin, se avista la tierra
americana.
El
narrador describe, en Frontera sur, uno de los tantos desembarcos de inmigrantes, en la década
del 80: “Los buques anclaban muy lejos de la costa, y viajeros,
equipajes y mercancías pasaban, o eran arrojados, a una gabarra o a
varios botes pequeños, que lo llevaban todo a los carros en que,
finalmente, salía del agua. Si el calado no resistía una quilla, por
escasa que fuese, las irregularidades del fondo lo hacían en algunos
puntos excesivo par alguna de las ruedas de los vehículos, que encallaban
o volcaban, arrastrando su carga al desastre. Padre e hijo presenciaron un
desembarco, pendientes del bamboleo y los sobresaltos de los carros, del
griterío de los que temían ahogarse en aquel tramo de su odisea, que
imaginaban último, y de las voces de quienes, de pie en los pescantes,
guiaban a las bestias. Ramón abandonó la contemplación de las
inmundicias que las llantas arrancaban del limo y sacaban a la superficie
cuando su padre fue a reunirse con un mayoral de mirada torcida” (27).
Jorge
Isaac evoca, en Una ciudad junto al río, el momento en que los extranjeros arriban
a la nueva tierra: “Los inmigrantes, aunque vengan en el mismo barco,
llegan y descienden aquí de manera diferente según sea su origen que
nosotros, con sólo mirarlos y hasta a veces sin oírlos, hemos aprendido
a determinar con riesgo escaso de equivocarnos”. Seguidamente, describe
el desembarco de italianos, alemanes, españoles, judíos y árabes, señalando
las peculiares características de cada grupo.
Y
el desembarco de un enfermo: “Llegó la segunda tanda de ‘polacos’.
Uno, vino enfermo. Lo bajaron dificultosamente del barco, lo llevaron casi
arrastrándolo sobre la larga planchada y luego, alzándolo en vilo, lo
trasladaron hasta debajo de los árboles donde se hallaban, en varios
grupos, los demás. (...) De vez en cuando retorcíase y gemía, sin abrir
los ojos. (...) Media hora después, llegó la ambulancia. Un carretón tétrico,
tirado por cuatro alazanes bien alimentados, muy parecido a otro que sirve
de fúnebre pero del que tiran unos caballos renegridos. Casi podría
decirse que la variante consiste tan sólo en el color de los animales. Lo
cargaron al enfermo sin que él se diese cuenta. Mantenía los ojos
cerrados y los miembros blandos, sin fuerza, exhalando de vez en cuando un
gemido corto”. Un largo rato después, el narrador recibe el legado del
polaco: una bolsa conteniendo una colchoneta, varios tarros ennegrecidos
por el humo de las fogatas y un paquete con hierbas de varias clases (28).
En
La rejión del trigo, Estanislao
Zeballos imagina el estado de ánimo del inmigrante: “Mirad al
colono en el muelle, pobre, desvalido, conducido hasta allí después de
haber sido desembarcado á espensas del gobierno, sin relaciones, sin
capital, sin rumbos ciertos, ignorante de la geografía argentina y de la
lengua castellana, lleno de las zozobras y de las palpitaciones que agitan
al corazón en el momento supremo en que el hombre se para frente a frente
de su destino para abordar las soluciones del porvenir, con una energía
amortiguada por la perplejidad que produce la falta de conocimiento del
teatro que se pisa, y las rancias preocupaciones sobre nuestro carácter,
el más hospitalario del mundo por redondo y el más vejado en Europa por
nécias o pérfidas publicaciones. Solamente lo alientan en tan extraña
situación de espíritu las aptitudes que lo adornan y la voluntad de
hacerlas valer” (29).
Los
agobia la nostalgia. Dice Máximo Yagupsky a Mario Diament que “Ellos
extrañaban el invierno ruso, con su frío y sus nevadas. Lo extrañaban;
era natural, era su tierra de siglos” (30).
El
doctor Nicolás Rapoport, uno de los fundadores y primeros médicos del
Hospital Israelita, recuerda que en el Hotel de Inmigrantes “los que
cursábamos medicina, a diario comprobábamos la angustia de los
infelices, ignorantes del idioma, no entendiendo las preguntas que les
dirigían los médicos en sus habituales interrogatorios. Los ojos tristes
de los cuitados, las miradas despavoridas de los enfermos, nos sumían en
íntima congoja y conmiseración. Todos los días los cuatro o cinco
estudiantes judíos que asistíamos a los hospitales, servíamos de intérpretes
para llenar las historias clínicas. Era conmovedor ver cómo se
iluminaban los ojos de los míseros al oír una palabra en idish o ruso.
Revivían, lloraban dando escape a su dolor moral” (31).
La
judía que protagoniza Virgen, novela de Gabriel Báñez finalista en el Premio Planeta, aún
anciana “podía escuchar el rolido de las aguas contra el casco del
lanchón de amarre, los saludos violentos de la tripulación a lo lejos, y
la mano aterrada de su padre mientras le ayudaba a bajar de la planchada.
No iba a olvidarla jamás: era una mano con consistencia de pez, húmeda y
avergonzada” (32).
En
la nueva tierra, había reglamentos que cumplir. Samuel Watch, polaco, había
llegado años antes; al arribar Raquel, “para poder bajar del barco se
tuvieron que casar en el Hotel de Inmigrantes, casi sin conocerse” (33).
La
ciudad que recibe al inmigrante es aquella que evoca Marcos Alpersohn, en
1891: “No se veía persona alguna en las calles. Edificios dañados,
puertas y ventanas protegidas por rejas de hierro. Escasos tranvías se
arrastraban perezosamente por las arterias céntricas, conduciendo a muy
pocos pasajeros” (34).
María
Arcuschín brinda otra visión de la ciudad: la de los judíos ucranios:
“Al bajar se sorprendieron de la brillantez de la luz solar, la
diafanidad del cielo y la cordialidad con que fueron recibidos. Buenos
Aires hacia 1906, era una ciudad chata, de casas bajas, con un puerto
pequeño y muy pocos medios de transporte. (...) Sin embargo, la primera
impresión no dejó de desilusionarlos” (35).
Del
barco, al Registro Civil, donde se les proporcionará el documento
argentino. Gabriel Báñez relata algunas anécdotas al respecto: “Las
escenas más patéticas tenían lugar en el Registro Civil del puerto, sin
embargo, ya que en el vértigo de las anotaciones los empleados de
Inmigraciones, que no entendían ni medio, terminaban inscribiéndolos por
aproximación, con traducciones bárbaras y fulminantes, así que cuando
alguien decía Damianovich o Dimitropoulos, ellos copiaban Damián Vich o
Demetrio Pulos. Nadie traspasaba las oficinas de documentación con el
apellido indemne” (36).
Fruto
de este accionar es el apellido de una familia de origen polaco. Así lo
explica Ana María Shua: “ese Gedalia nunca se llamó exactamente
Rimetka. El apellido Rimetka fue el producto de una combinación de la
fineza auditiva y la arbitrariedad ortográfica de cierto empleado,
sumadas a su particular forma de interpretar un documento escrito en una
lengua desconocida, más su concepto personal sobre el apellido que debía
llevar en el país un extranjero proveniente de Polonia: del empleado del
registro civil que, en su momento, le tomó los datos al abuelo Gedalia
para confeccionar su documento argentino. Como tantas otras familias de
inmigrantes, los Rimetka tuvieron, así, un apellido intensamente
nacional, un producto aborigen, mucho más auténticamente argentino que
un apellido español correctamente deletreado, un apellido, Rimetka, que
jamás existió en el idioma o en el lugar de origen del abuelo, que jamás
existió en otro país ni en otro tiempo” (37).
Con
su documentación en regla, quienes tenían familia o paisanos que los
alojaran, seguían su camino. Otros, se trasladaban al Hotel de
Inmigrantes, al que uno de los personajes de Ricardo Feierstein describe
como un edificio “enorme, vetusto, dividido en muchas habitaciones. Con
largas mesas y bancos laterales”. Se refiere a los inmigrantes como
“cientos y cientos de bocas hambrientas. (...) sin idioma, cansados,
confundidos” (38).
El
viaje no había finalizado para muchos de ellos (39). ..... Así
viajaban los inmigrantes hacia la “tierra de promisión”. Tristeza,
incertidumbre, enfermedades, los acompañaban, pero también la esperanza
de que en la Argentina encontrarían paz, libertad y bienestar. Notas (1)
“El viaje” se titula uno de los capítulos del libro de Celia
Vernaz, La Colonia San José (Santa Fe, Colmegna, 1991). Utilizamos el mismo
título por ser el único que nos parece apropiado, y como un tributo a la
investigadora. (2)
Bazán Lazcano, Marcelo: “Carta de Lectores”, en La
Nación, Buenos Aires, 19 de diciembre de 1999. (3)
Bortot, Giorgio: “Correo de lectores”, en La
Nación Revista, Buenos Aires, 23 de febrero de 2003. (4)
Chajchir, Mauricio: “Viaje al país de la esperanza: Relato de un
viajero del Pampa”, en La Opinión,
8 de agosto de 1976, reproducido en Asociación de Genealogía Judía,
Toldot N° 8, Noviembre 1998. (5)
Shua, Ana María: El Libro de
los Recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994. (6)
Goldberg, Mauricio: Donde
sopla la nostalgia. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1995. (7)
Weisz; José Martín: ...mientras
los violines tocaban csárdás. Un viaje a Hungría. Buenos Aires,
Editorial MILA, 2002. (8)
Aubele, Luis: “A boca de jarro. Pedro Roth ‘Soy un testigo
privilegiado’ “, en La Nación,
Buenos Aires, 23 de febrero de 2003. (9)
Gerchunoff, Alberto: “Autobiografía”, en Alberto
Gerchunoff, judío y argentino. Selección y prólogo de Ricardo
Feierstein. Buenos Aires, Milá, 2001. (10)
Fijman,
Jacobo: “Caminante” (poema inédito) en Clarín,
Buenos Aires, 14 de diciembre de 2002. (11)
Goldemberg,
Susana: “Papá”, en Cuentos de
la bobe. Buenos Aires, Sudamericana, (12)
Weiss, Mónica:
Muestra en Hotel de Inmigrantes, 2001. (13)
Fesquet, Silvia: “La
tierra de uno”, en Clarín Viva,
Buenos Aires 8 de julio de 2001. (14)
ABC: “El desarraigo
golpea la salud hoy y para el resto de la vida”, en La
Prensa, Buenos Aires, 9 de mayo de 1999. (15)
Mansilla, Lucio V.: Mis
memorias (16)
Boulgourdjian
Toufeksian, Nélida: Los armenios en
Buenos Aires. Buenos Aires, Centro Armenio, 1997. (17)
Méndez Muslera,
Luciano: op. cit. (18)
S/F: en La
Voz del Interior on line, Córdoba, 24 de julio de 2002. (19)
Weisz, José Martín: op. cit. (20)
Arcuschín, María: De Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar, 1986. (21)
Savoia, Claudio: “El
equipaje de los sueños”, en Clarín,
Buenos Aires, 14 de enero de 2000. (22)
León Luis: “Izmir, Vísperas de Pésaj”, en SEFARaires
N° 1, mayo de 2002. (23)
“Chacarita.,
Vísperas de Pésaj”, en SEFARaires
N° 2, junio de 2002. (24)
Chajchir, Mauricio: op.
cit. (25)
Rotstein, Enrique y
Fabio: “Fanny Dubroff y David Rotstein”, en www.math.bu.edu/people/
horacio/ anc-cast.htm (26)
Grinbaum, Carolina de:
“Llegaste”, en Inmolación.
Buenos Aires, el grillo, 2002. (27)
Vázquez-Rial,
Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998. (28)
Isaac, Jorge E.: Una ciudad junto al río. Buenos Aires, Marymar, 1986. (29)
Zeballos, Estanislao: La rejión del trigo. Madrid, Hyspamérica, 1984. (30)
Diament,
Mario: Conversaciones con un judío.
Buenos Aires, Fraterna, 1986. (31)
Jankilevich, Angel:
“Historia de los Hospitales de Comunidad de la Ciudad de Buenos
Aires”, en www.aadhhosogar.htm. (32)
Báñez, Gabriel;: Virgen.
Barcelona, Sudamericana, 1998. (33)
Watch, Ana: Clara, una niña judeoargentina víctima del
nazismo.htm (34)
Alpersohn, Marcos: Memorias de un colono argentino, en Judaica N° 50. Tomado de Senkman, Leonardo: La colonización judía.
CEAL, Historia Testimonial Argentina. Documentos vivos de nuestro pasado,
1984. (35)
Arcuschín, María: op. Cit. (36)
Báñez, Gabriel: op.
cit. (37)
Shua, Ana María: op. cit (38)
Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Editorial Galerna, 2001. (39)
González Rouco, María:
“Inmigración y literatura”, en www.monografias.com. (Incluido en Feierstein, Ricardo / Sadow, Stephen (compiladores): Recreando la Cultura Judeoargentina/2 Literatura y Artes Plásticas. Buenos Aires, Editorial Milá, 2004 |
María
González Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista
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