El ciclo de
la Bolsa |
La
literatura suele reflejar los acontecimientos que tienen lugar en la nación
en que vive el creador. Esta clase de testimonios también se da en la
literatura argentina, en la que encontramos referencias concretas a cuanto
sucede en la época en que las páginas se gestan. Recuerde el lector, a
modo de ejemplo, El matadero, de Esteban Echeverría. Larguísima sería la lista de
títulos que puede agregarse al mencionado. Entre
estas obras testimoniales se encuentran las que reflejan la crisis de la
Bolsa de Comercio y la revolución de 1890; son novelas que aparecieron
como una manifestación de los creadores frente a una situación que sirvió
como motivo para moralizar y demostrar los peligros que se corrían si no
se cambiaba el rumbo. Andrés
Avellaneda escribe al respecto: “Hacia el 90, como una consecuencia de
la crisis que vive el país y uno de cuyos síntomas más agudos es
probablemente el crack financiero que se produce en la Bolsa para esa fecha, este
naturalismo se hace social, recoge la temática de esa crisis, y documenta
el fenómeno en una serie de novelas que, por ese mismo motivo, ha sido
llamado ‘el ciclo de la Bolsa’ “. La
atmósfera de la época es descripta por el historiador Exequiel César
Ortega, quien comenta: “Las medidas económicas y financieras oficiales,
de todo tipo, se encaminaron hacia las soluciones desesperadas. El
esfuerzo por reducir desniveles se reflejó hasta en los cambios de los
ministros de Hacienda, emisiones monetarias clandestinas, proyecto de
nuevas ventas, concesiones y empréstitos, circulación de emisiones
derogadas ya... Hasta que llegó el llamado presidencial de Juárez Celman
contra la fiebre especuladora y que
exhortaba en cambio a la cordura en inversiones, negocios, gastos y juego
de Bolsa ‘a pase y diferencia’ ”. Los
autores Irene
Ferrari realiza una valoración de las obras a las que nos referimos. Ella
escribe: “Varios de nuestros escritores buscaron comprender lo ocurrido
y dejar constancia de ello. Las once novelas de esta etapa, de escaso
valor literario, fueron llamadas posteriormente ‘el ciclo de la
Bolsa’. Entre las más representativas están Horas de fiebre, de Segundo Villafañe, y Quilito, de Carlos María Ocantos. Pero la única reconocida por la
posteridad es la de Martel”, titulada La Bolsa. Diana
Guerrero coincide con la ensayista en la valoración de las novelas: “Un
año después de la revolución y de la caída de Juárez Celman
aparecieron La Bolsa y Horas
de fiebre de Segundo Villafañe, y en Paris Quilito,
de Carlos María Ocantos. Cinco años más tarde Pedro Morante publica Grandezas.
En las páginas de estas cuatro novelas se suceden escenas de los lugares
más significativos en la vida porteña de ese momento: Palermo, el Hipódromo,
Florida, el Club del Progreso, pero particularmente describen el edificio
y la actividad de la Bolsa. Todos coinciden en censurar las costumbres y
la moral de ese momento tan convulsionado de nuestra historia. Los ecos de
la revolución y de los acontecimientos que la precedieron se prolongan en
otra novela aparecida en 1898: La
Maldonada, del periodista español Francisco Grandmontagne,
incorporado a la vida argentina. Pero posiblemente el relato que pinta más
acabadamente ese momento histórico sea La
Bolsa”. Andrés
Avellaneda señala que “dos grandes grupos de novelas filiadas en mayor
o menor grado al naturalismo, se refieren a los temas decisivos en el
momento ochentista: el inmigrante y la fiebre financiera”. Entre las
novelas protagonizadas por inmigrantes menciona En
la sangre de Cambaceres, Inocentes
o culpables de Argerich, Bianchetto
de Adolfo Saldías y Teodoro
Foronda de Francisco Grandmontagne, además de algunas de las Novelas
argentinas de Carlos María Ocantos. El
otro grupo de novelas –el que tiene que ver con la Bolsa- aparece con
celeridad: “El mismo año de la crisis se publica Abismos
de Manuel Bahamonde; al año siguiente aparecen
La Bolsa, de Julián Martel (José María Miró); Quilito,
de Carlos M. Ocantos; y Horas de
fiebre, de Segundo I. Villafañe”. No
termina aquí la producción al respecto: “El tema sigue interesando a
los novelistas a partir de 1891 –agrega-: Grandezas
(1896), de Pedro G. Morante; Quimera
(1899), de José Luis Cantilo, prolongan una línea temática que llega
hasta Roberto J. Payró, con Divertidas
aventuras del nieto de Juan Moreira (1910)”. Noe
Jitrik considera que la obra fundamental de este ciclo –la de Martel-
tiene importancia desde diversos puntos de vista, a pesar de su escaso
valor literario: La Bolsa es una obra literariamente poco importante, inmadura, pero
que así y todo expresa varias cosas de interés; en primer lugar hay,
conscientemente o no, una tentativa por trascender la literatura del 80 en
su fisonomía más exterior; en segundo lugar, muestra un escritor
desclasado, emergente del periodismo y que anticipa, por esas razones, un
nuevo tipo de escritor, el profesional; en tercer lugar, se trata de un
libro inspirado en hechos contemporáneos, ubicado en una actualidad,
comprometido polémicamente con sus interpretaciones”. Intención
moralizante El
propósito de educar mediante el arte aparece en las obras de este ciclo;
lo hemos visto en las novelas de Martel y de Ocantos. En la primera, una
mujer observa cómo su marido, estudiante brillante de otros tiempos, se
ve envuelto en la fiebre especuladora. Le advierte cuáles serán las
consecuencias de su actitud, pero “no logró convencerlo ni aquel día
en que con sus dos hijos en brazos (dos preciosuras, frutos de sus
amores)le preguntó si correría el peligro de verlos expuestos al
deshonor o a la miseria”. El
narrador también advierte al personaje que, enceguecido, no puede
escucharlo: “¡Come, come, insigne doctor, saborea despacio los manjares
que te presentan, porque los bolsistas como tú, sábelo bien, no tienen
nunca seguro el pan de mañana!...”. El narrador le habla asimismo al
lector, a quien hace partícipe de sus funestos vaticinios: “Con su
ancha cara bondadosa difuminada en una expresión de insana codicia,
oyerais hablar a aquel ministro de emisiones clandestinas, de grandes
negocios solapados que, al aumentar la fortuna de S. E., serán más tarde
la ruina y el deshonor de la patria”. Ocantos,
por su parte, pone en boca de Quilito el ideal de muchos argentinos en el
90: “él trabajaba por echar los cimientos de la fortuna de la familia,
y lo conseguiría en un dos por tres, porque además de sus operaciones de
Bolsa, tentaba al demonio de la lotería, comprando un numerito en cada
jugada”. Quilito
goza por anticipado con el supuesto resultado de sus especulaciones: “Ya
verían cuando entrara por aquellas puertas, con la gran noticia ¡el número
tantos, su número, con tantos miles y miles de premio! ¡o en tal venta
de acciones, han resultado cuántos millones de ganancia! Todo así, de la
noche a la mañana”. El
joven Aquiles Vargas da por tierra con las convicciones de los hombres de
bien: “Hacerse rico de otro modo, no tiene gracia, se desloma uno sobre
el yunque, suda el quilo, gasta su juventud, y cuando la mano tiembla y el
cuerpo no puede tenerse en pie, alcanza el fruto de su trabajo. ¿De qué
le sirve entonces?¡Para pagarse el responso y hacer gozar a los demás!
No se vería él en ese espejo”. Lo
guía una especie de carpe diem
a su manera: “Mascar mientras haya dientes, porque a boca desportillada
sabe mal el mejor bocado. Pronto iba a cumplir veinte años; pues antes,
mucho antes de cumplirlos, sería rico o por lo menos estaría en vía de
serlo”. Y
si el lector no comprendió cabalmente cuanto el escritor desea
transmitirle, una última imagen será por demás elocuente: Quilito,
abrumado por sus deudas y su deshonor, “A tientas y a gatas, perdiendo
sangre, buscó el revólver, caído en la maleza, lo cogió de nuevo, y se
disparó otro tiro, en la sien esta vez. Cayó de espaldas, los brazos en
cruz y quedó inmóvil: del horrible agujero de la frente, el hilo de
sangre corría, manchando sus cabellos rubios, y en el pecho, el líquido
rojo se coagulaba sobre la blanca camisa”. En su Teoría Literaria, los críticos Wellek y Warren afirman: “En la practica, la literatura puede sustituir evidentemente muchas cosas: a viajes, o a una estancia en países extranjeros, a la experiencia directa o sea como una vida vicariada; y puede ser utilizada por el historiador como documento social”. Las obras que nos ocupan evidencian esta condición de documento , de testimonio de unos pocos que ven cómo la sociedad se precipita a la sima y tratan de concientizar a sus compatriotas sobre un peligro que sólo algunos parecen ver”. |
María González Rouco
Lic. en Letras UNBA, Periodista
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