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Ya no quedan rastros ni trenzas morenas atadas hacia el río.
Porque parte del paisaje se ha enroscado
como un laberinto indescifrable de túneles crecidos hacia adentro.
Llegaron los hombres con pasos de hielo y caballos extraviados de fiebre
salvaje
a celebrar un holocausto de dioses que bailaban al ritmo de la luna.
Llegó el domador con mapas de sal guiando la proa
como una cenicienta fugada de su reino
y el galope salobre de un potro insaciable de claustros y clausuras.
Entonces el indio no fue indio.
Sino una sublime tradición de cantos deambulando hacia el abismo.
Luego hubieron manos con ladrillos de adobe arrastrándose hasta el cielo;
y capillas impunes al torrente de sangre que caía como gotas de sol sobre la
tierra.
Y crecieron hijos marrones como arrebatos de madera que arrastra la
corriente.
Todo fue una procesión de sonámbulos viajeros que corrían a la última
guarida.
Hoy sólo han quedado herederos que todavía se arrodillan ante una
somnolienta torre
hecha de piedra indígena y susurros.
Por eso aún busco mi origen de semejanzas dispares,
de linajes tan soberbios como la conquista.
Y ya no sé vivir entre tantos antepasados de hielo y hojarasca.
Tengo la confusión y el llanto de un aborigen exiliado. |
Patricia Díaz
Bialet, de Los
despojos del diluvio, 1990
info@patriciadiazbialet.com
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