En una clínica privada de calle Santa Rosa
al 300, rodeado por su nieto Vicente Luy Larrea y los jóvenes amigos de
éste que lo acompañan, aquel 9 de Julio de 1980 fallece en Córdoba,
Argentina -entre el bullicio patriotero de la junta militar gobernante y
el silencio de la literatura local- el poeta español Juan Larrea. Había
residido en nuestra ciudad desde agosto de 1956. Último hito de su
exilio a partir del recrudecimiento de la guerra civil española: Paris,
Méjico, New York, Córdoba. Sólo trae un gran lujo envuelto en
infortunios: sus recuerdos de Juan Gris, Pablo Picasso y Jacques
Lipchitz; de Vicente Huidobro, César Vallejo, León Felipe, Gerardo
Diego, casi todos dispersos o abatidos, por la tempestad desatada sobre
Europa, donde el árbol de Guernica resiste tanto como pueden sus ramas.
Y trae otro patrimonio, dispuesto a ofrecerlo: su pensamiento, su
erudición literaria, su pudoroso talento poético. Llega con su hija
Luciana, que fallecerá en un accidente de aviación en 1961 junto al
esposo, Gilbert Luy.
En la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de
Córdoba –adonde ha sido convocado- dicta un seminario sobre “Teleología
de la cultura”, funda y organiza el Instituto del Nuevo Mundo
(1959-1964) y después el Centro de Documentación e Investigación “César
Vallejo” (1966-1974); organiza el Simposium “César Vallejo, poeta
trascendental de Hispanoamérica” (1959) y las “Conferencias vallejianas”
(1967), participa con el crítico e historiador del arte Herbert Read en
la Bienal de Arte Latinoamericano organizada aquí por Industrias Kaiser
(1962). En la editorial universitaria publica la revista Aula Vallejo
(1961-974), que dirige y donde escribe; publica sus libros César
Vallejo o Hispanoamérica en la Cruz de su Razón (1958),
Corona incaica (1960) y el texto de las conferencias ofrecidas
por él mismo y H. R.: Pintura actual. Herbert Read: En los confines
de la pintura – Juan Larrea: Pintura y nueva cultura (1964). El
último título que publica en la UNC es Intensidad del canto
errante (1972).
Entretanto la Argentina vive entre la agonía y la resurrección. Pero
Larrea es un hombre ya castigado -desde la época de la guerra civil
española y el desarrollo de la Segunda Guerra- por las persecuciones y
por las pérdidas de seres queridos; está fatigado de bregar contra la
discordia estéril entre pares, contra las limitaciones burocráticas
académicas, la estrechez económica, la abulia intelectual que condena a
varios outsider de su tiempo. Los años sesentas y setentas en la
Argentina son contradictorios y paradójicos. Agonizar y resurgir
implican sendas tareas dificultosas. Ha dedicado esfuerzos a la obra y
la figura de su admirado César Vallejo, pero las dentelladas de Pablo
Neruda y sus congéneres pretenderán arrinconarlo con acusaciones
insostenibles, a él, uno de los que ayudó a que los españoles leyeran a
Neruda por primera vez.
Pese a todo, durante su periodo de residencia en Córdoba, su prestigio
va renovándose y extendiéndose en Europa, Estados Unidos, Méjico, Perú,
Uruguay; se edita su obra poética, Versión Celeste, en
Italia y luego en España. Comienza a estudiarse su obra (David Bary,
Robert E. Gurney, entre otros), a analizarse sus teorías, a valorarse su
labor poética y editorial. La recuperación de la democracia en su España
natal lo lleva a visitarla nuevamente en ocasión de la edición en
castellano de su Pablo Picasso. Guernica, en 1979. Pero ha
echado raíces aquí, en la provincia más mediterránea de Argentina, bien
distinta de la costa de La Coruña y de aquel cabo llamado Finisterre,
que le inspirase la imagen de la travesía entre un viejo y un nuevo
mundo. Se afinca en Córdoba hasta su último día, su última jornada, como
lo hizo Manuel De Falla en su momento, y en esta tierra dejará su vejez
y sus cenizas. También su semilla. Por eso lo recordamos con sus propios
poemas. |