El enigma de Ulises por Jorge Luis Borges
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Mi propósito es comentar, siquiera brevemente, el enigmático relato que Dante pone en boca de Ulises (Inferno, XXVI, 90 -142). No he descubierto, ni fingiré haber descubierto, una clave; de las incalculables generaciones que han leído ese canto sólo me diferencia, tal vez, un sentimiento algo más vivo de las dificultades que encierra. No explicaré el enigma; básteme denunciar su presencia. Dante y Virgilio han descendido, en su viaje espectral, al octavo foso del octavo círculo del Infierno, donde los fraudulentos arden sin fin, cada cual en su llama. Ven una llama con dos puntas; Ulises y Diómedes, adentro, plañen el artificio del caballo y el sacrílego robo del Paladión. Virgilio, instado por Dante, pide que Ulises les refiera dónde halló muerte. Como si la cansara el viento, la mayor punta de la llama oscila y murmura; después, oyen la voz de Ulises. Este refiere que después de separarse de Circe, que lo retuvo más de un año en Gaeta, ni la dulzura del hijo ni la piedad que le inspiraba Laertes ni el amor de Penélope, aplacaron en su pecho el ardor de conocer el mundo y los defectos y virtudes humanas. Con la última nave y con los pocos fieles que aun le quedaban, se lanzó al mar abierto; ya viejos, arribaron a la garganta donde Hércules fijó sus columnas. En ese término que un dios marcó a la ambición o al arrojo, instó a sus camaradas a conocer, ya que tan poco les restaba de vida, el mundo sin gente, los no usados mares antípodas. Les recordó su origen, les recordó que no habían nacido para vivir como brutos sino para alcanzar la virtud y el conocimiento. Navegaron al ocaso y después al sur y vieron todas las estrellas que cubren el hemisferio austral. Cinco meses hendieron el océano y un día divisaron una montaña, parda en el horizonte. Les pareció más alta que ninguna otra y se regocijaron sus ánimos. Esa alegría no tardó en trocarse en dolor, porque se levantó una tormenta que hizo girar tres veces la nave y a la cuarta la hundió, como plugo al Otro, y se cerró sobre ellos el mar. Tal es, en mala prosa castellana, el relato de Ulises. Cabría razonar que, en rigor, no hay misterio en el: Ulises —no el advertido rey de la Odisea, ignorado por Dante, sino el artífice de crímenes de la Eneida (II, 164) y de las Metamorfosis de Ovidio (XIII, 45)— sufre la pena de falsario en el foso de los falsarios y, además, narra la historia de su muerte. Lógicamente, esa conjetura es irreprochable, pero estéticamente es inadmisible. Vemos a un réprobo que sufre un singular castigo; después, oímos su relato; es natural imaginar que éste encierra la causa eficiente de aquél. Así, los comentarios que he interrogado (Casini, Pietrobono, Vandelli) atribuyen, al robo del Paladión y al fraude del caballo la perdición del alma de Ulises, pero así mismo culpan su viaje, que tachan de sacrílego. “La colpa di Ulisse rinnova la colpa di Adamo”, escribe Pietrobono (Inferno, 325). En efecto, la montaña entrevista por el héroe antes que lo abismaran las olas es la santa montaña del Purgatorio[1], prohibida a los mortales (Purgatorio, 1,130), y el límite violado por él no ha sido prefijado por Hércules sino por el Dios que lo creó y que lo abismará en sus infiernos y cuyo nombre no podrá pronunciar. Nos enfrentan dos interpretaciones, ambas de tipo trágico. La primera pústula una imperdonable culpa anterior que ningún acto, por insigne que sea, corregirá; la segunda, una culpa misteriosa en el viaje de Ulises[2]. Guido Vitali (Inferno, 325) entiende que su culpa es la falta de verdadera fe, la soberbia; Ulises ha renunciado a su casa y al amor de los suyos, pero de nada le valdrá el sacrificio, pues no lo ha hecho por el reino de Dios (Lucas 18:29). Acaso recupera esa conjetura las razones de Dante, pero no hay que olvidar que las razones, que son trabajo posterior a lo estético, serán menos preciosas que su intuición de un hombre infortunado y valiente que, a fuerza de palabras nobilísimas y de empresas magnánimas, labra su perdición[3]. Detrás de ese hombre nos parece entrever leyes crueles y antiguas: el Hado, que teje los destinos de los mortales con una lanzadera de hierro; la doctrina agustiniana, y tomista, de los predestinados al mal. El Ulises dantesco es misterioso; urge que siga siéndolo. Quizá Dante, al urdir su historia, pensó menos en él que en el Otro, en la divinidad cuyo nombre calla (“e la prora ¡re in giü, com'altrui piaeque”) y que es el infinito protagonista de la Comedia. Hablar de los problemas literarios de un nombre como Dante puede parecer una irreverencia, pero la general felicidad de las soluciones que éste les dio no debe cegarnos al hecho de que existieron y, alguna vez, resaltaron insuperables. Uno de esos problemas, quizá el mayor, fue la verosímil presentación de la mente divina. Milton, siglos después, creyó resolverlo, identificando esa mente con la de Milton; su fracaso fue indiscutible. Harto más hábil, Dante procuró que su Dios no se le pareciera. Optó por identificarlo con la Justicia, no con el Amor. ¿A quién no maravilla pensar que el hombre que oyó la confesión de Francesca y estuvo a punto de morir de piedad, es (de algún modo) el Juez que la condena a errar para siempre en el negro huracán del segundo círculo? Tal es la verdad, sin embargo, salvo que prefiramos decir que Dante, que es nuestro sueño ahora, soñó la pena de Francesca y soñó su lástima... La minina dualidad nos afronta en el caso de Ulises. (También en el de Farinata, en el de Ulgolino, en el de Branetto Latini). Dante, poeta, lo justifica; Dante, ministro de la divinidad, lo condena. Lo hace, porque le consta que, como espectáculo estético, un destino trágico vale más que un destino dichoso; lo hace, para que Dios sea inescrutable, para que en El perdure, intocada, como la tierra antártica prohibida a los marineros de Ulises, una zona de sombra. (De ese procedimiento hay una reductio ad absurdum en las alegorías de Kafka, donde las instituciones que representan la divinidad no sólo son inescrutables, sino insensatas). La condena de Ulises es misteriosa; también es misterioso el Juez que la dicta. Notas: [1] A propósito de la montaña del Purgatorio, el erudito comentador Francesco Torraca menciona la montada del imán, asimismo fatal a los navegantes, en las Mil y una noches. La atribuye a la historia de Simbad; realmente figura en la narración del tercer calender. Cf. Barton: Arabian Nights, I, 140. [2] Acaso. para el siglo XIII, la mera acción de navegar connotaba una culpa; algún vestigio de ese escrúpulo queda, anacrónicamente, absurdamente, en la Vida retirada de Fray Luis y en la primer página del Criticón («Oh tirano mil vecen de todo el ser humano aquel primero que, con escandalosa temeridad, fió su vida en un frágil leño al inconstante elemento. Vestido dicen que tuvo el pecho de aceros, mas yo digo que revestido de yerros... Una nave es un ataúd anticipado»). El hemisferio austral era aún el Mare Tenebrosum y no había perdido su autoridad la sentencia de Clemente de Alejandría: «No podemos llegar a los antípodas ni tampoco ellos a nosotros».
[3] Me acuerdo,
aquí, de otro capitán desdichado: Ahad, de Mobj Dick.
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Jorge Luis Borges
"Revista Escritura" Nº 3
Montevideo, marzo de 1948
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