El arte narrativo y la magia por Jorge Luis Borges
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El análisis de los procedimientos de la novela ha conocido escasa publicidad. Esa continuada reserva tiene por causa histórica la anterioridad de otros géneros y por causa fundamental la inextricable y morosa conjugación de los artificios novelescos, que es laborioso desprender de la trama. El analista de una pieza forense o de una elegía, posee un vocabulario especial y la oportunidad de exhibir párrafos que se bastan; el de una populosa novela carece de términos convenidos y no puede ilustrar lo que afirma con ejemplos inmediatamente fehacientes. Demando, en vista de eso, un quantum adicional de resignación para las verificaciones que siguen. Empezaré por considerar la faz novelesca del libro The life and death of Jason (1867) de Morris. Mi fin es literario, no histórico: de ahí que deliberadamente omita cualquier estudio, o apariencia de estudio, de la filiación helénica del poema. Básteme copiar que los antiguos — entre ellos, Apolonio de Rodas — habían versificado ya las etapas de la hazaña argonáutica, y mencionar un libro intermedio, de 1474, Les faits et prouesses du noble et vaillant chevalier Jason, impracticable en Buenos Aires naturalmente, pero que los comentadores ingleses podrían revisar. El proyecto de Morris era de casi imperceptible, íntima valentía. Era la relación auténtica de las aventuras apócrifas de Jasón, rey de Iolcos. La sorpresa lineal, recurso general de la lírica, no era posible en esa narración de más de diez mil versos. Esta necesitaba ante todo una fuerte apariencia de veracidad, si no absoluta, capaz a lo menos de producir esa espontánea suspensión de la duda, que determina para Coleridge la fe poética. Morris consigue despertar esa fe; quiero investigar cómo. Solicito un ejemplo del primer libro. Aeson, rey desposeído de Iolcos, entrega su hijo a la tutela selvática del centauro Quirón. El problema reside en la difícil verosimilitud del centauro. Morris lo resuelve insensiblemente. Empieza por mencionar esa estirpe, entreverándola con nombres de fieras que también son extrañas. Wliere bears and wolves the centaurs’ arrows find, explica sin asombro. Esa mención primera, incidental, es continuada a los treinta versos por otra, que se adelanta a la descripción. El viejo rey ordena a un esclavo que se dirija con el niño a la selva que está al pie de los montes y que sople en un cuerno de marfil para que aparezca el centauro, que será (le advierte) de grave fisonomía y robusto, y que se arrodille ante él. Siguen las órdenes, hasta parar en la tercera mención, negativa engañosamente. El rey le recomienda que no le inspire ningún temor el centauro. Después, como pesaroso del hijo que va a perder, trata de imaginar su futura vida en la selva, entre los quick-eyed centaurs — rasgo que los anima, justificado por su condición famosa de arqueros. El esclavo cabalga con el hijo y se apea al amanecer, ante un bosque. Se interna a pie entre las encinas, con el hijito cargado. Sopla en el cuerno entonces, y espera. Un mirlo está cantando en esa mañana, pero el hombre ya empieza a distinguir un ruido de cascos, y siente un poco de temor en el corazón, y se distrae del niño, que siempre forcejea por alcanzar el cuerno brillante. Aparece Quirón: nos dicen que antes fue de pelo manchado, pero en la actualidad casi blanco, no muy distinto del color de su melena humana, y con una corona de hojas de encina en la transición de bruto a persona. El esclavo cae de rodillas. (Anotemos, de paso, que Morris puede no transferir al lector su representación del centauro ni tampoco in-vitarnos a tener otra: le basta con nuestra continua fe en sus palabras, como en el mundo real.) Idéntica persuasión pero más gradual, la del episodio de las sirenas (catorceno libro). Las imágenes preparatorias son de dulzura. La cortesía del mar, la brisa de olor anaranjado, la peligrosa música reconocida primero por la hechicera Medea, su previa operación de felicidad en los rostros de los marineros que apenas tenían conciencia de oiría, el hecho verosímil de que al principio no se distinguían bien las palabras, dicho en modo indirecto: And by their faces could the queen behold How sweet it was, although no tale it told, To those wom toilers o’er the bitter sea, anteceden la aparición de esas divinidades. Estas, aunque avistadas finalmente por los remeros, siempre están a alguna distancia, implícita en la frase circunstancial: for they were near enow To see the gusty wind of evening blow Long locks of liair across these bodies white With golden spray hiding some dear delight. El último pormenor: el rocío de oro — ¿de sus violentos rizos, del mar, de ambos o de cualquiera? — ocultando alguna querida delicia, sirve otro fin, también: el de significar su atracción. Ese doble propósito se repite en una circunstancia siguiente: la neblina ansiosa de lágrimas que ofusca la visión de los hombres. (Ambos artificios son del mismo orden que el de la corona de ramas en la figuración del centauro.) Jasón, desesperado hasta la ira por las sirenas, las apoda brujas del mar y hace que cante Orfeo, el dulcísimo. Viene la tensión, y Morris tiene el maravilloso escrúpulo de advertirnos que las canciones atribuidas por él a la boca imbesada de las sirenas y a la del tracio Orfeo, no encierran más que un transfigurado recuerdo de lo cantado entonces. La misma precisión insistente de sus colores — los bordes amarillos de la playa, la dorada espuma, la roca gris — nos puede enternecer, porque parecen frágilmente salvados de ese antiguo crepúsculo. Cantan las sirenas para aducir una felicidad qu es vaga como el agua — Such bodies garlanded with gold, so faint, so fair —; canta Orfeo oponiendo las venturas firmes de la tierra. Prometen las sirenas un indolente cielo submarino, roofed over by the changeful sea, techado por el variable mar, según repetiría — ¿dos mil quinientos años después, o sólo cincuenta? — Patil Valéry. Cantan y alguna discernible contaminación de su peligrosa dulzura entra en el canto correctivo de Orfeo. Pasan los argonautas al fin, pero un alto ateniense, terminada ya la tensión y largo el surco atrás de la nave, atraviesa corriendo las filas de los remeros y se tira desde la popa al mar. Paso a una segunda ficción, el Narrative of A. Gordon Pym (1838), de Poe. El secreto argumento de esa novela es el temor y la vivificación de lo blanco. Poe finge unas tribus que habitan en la vecindad del Círculo Antártico, junto a la patria inagotable de ese color, y que de generaciones atrás han padecido la terrible visitación de los hombres y de las tempestades de la blancura. El blanco es anatema para esas tribus y puedo confesar que lo es también, cerca del último renglón del último capítulo, para los condignos lectores. Los argumentos de ese libro son dos: uno inmediato, da vicisitudes marítimas; otro infalible, sigiloso y creciente, que sólo se revela al final. Nombrar un objeto, dicen que dijo Mallarmé, es suprimir las tres cuartas partes del goce del poema, que reside en la felicidad de ir adivinando; el sueño es sugerirlo. Niego que el escrupuloso poeta haya redactado esa numérica frivolidad de las tres cuartas partes, pero la idea general le conviene y la ejecutó ilustremente en su presentación lineal de un ocaso: Victorieusement fui le suicide beau Tison de gloire, sang par écume, or, tempéte! La sugirió, sin duda, el Narrative of A. Gordon Pym. El mismo impersonal color blanco ¿no es mallarmeano? (Creo que Poe prefirió ese color, por intuiciones o razones idénticas a las declaradas luego por Melville, en el capítulo The whiteness of the ivhale de su también espléndida alucinación Moby Dick.) Imposible exhibir o analizar aquí la novela entera; básteme traducir un rasgo ejemplar, subordinado — como todos — al secreto argumento. Se trata de la oscura tribu que mencioné y de los riachuelos de su isla. Determinar que su agua era colorada o azul, hubiera sido recusar demasiado toda posibilidad de blancura. Poe resuelve ese problema así, enriqueciéndonos: Primero nos negamos a probarla, suponiéndola corrompida. Ignoro cómo dar una idea justa de su naturaleza, y no lo conseguiré sin muchas palabras. A pesar de correr con rapidez por cualquier desnivel, nunca parecía límpida, excepto al despeñarse en un salto. En casos de poco declive, era tan consistente como una infusión espesa de goma arábiga, hecha en agua común. Este, sin embargo, era el menos singular de sus caracteres. No era incolora ni era de un invariable color, ya que su fluencia proponía a los ojos todos los matices del púrpura, como los tonos de una seda cambiante. Dejamos que se fuera asentando en una vasija y comprobamos que la entera masa del líquido estaba separada en venas distintas, cada una de tono individual, y que esas venas no se mezclaban. Si se pasaba la hoja de un cuchillo a lo cuncho de las venas, el agua se cerraba inmediatamente, y al retirar la hoja desaparecían todos los rastros. En cambio, cuando la hoja era insertada con precisión entre dos de las venas, ocurría una perfecta separación, que no se rectificaba en seguida. Rectamente se induce de lo anterior que el problema central de la novelística es la causalidad. Una de las variedades del género, la morosa novela de caracteres, finge o dispone una concatenación de motivos que se proponen no diferir de los del mundo real. Su caso, sin embargo, no es el común. En la novela tumultuosa y en marcha, esa motivación es improcedente, y lo mismo en el relato de breves páginas y en la infinita novela espectacular que compone Hollywood con los plateados ídola de Joan Crawford y que las ciudades releen. Un orden muy diverso los rige, lúcido y ancestral. La primitiva claridad de la magia. Ese procedimiento o ambición de los antiguos hombres ha sido sujetado por Frazer a una conveniente ley general, la de la simpatía, que postula un vínculo inevitable entre cosas distantes, ya porque su figura es igual — magia imitativa, homeopática, — ya por el hecho de una cercanía anterior — magia contagiosa. Ilustración de la segunda era el ungüento curativo de Kenelm Digby, que se aplicaba no a la vendada herida sino al acero delincuente que la infirió — mientras aquélla, sin el rigor de bárbaras curaciones, iba cicatrizando. De la primera los ejemplos son infinitos. Los pieles rojas de Nebraska revestían cueros crujientes de bisonte con la cornamenta y la crin y machacaban día y noche sobre el desierto un baile tormentoso, para que los bisontes llegaran. Los hechiceros de la Australia Central se infieren una herida en el antebrazo que hace correr la sangre, para que el cielo imitativo o coherente se desangre en lluvia también. Los malayos de la Península suelen atormentar o denigrar una imagen de cera, para que perezca su original. Las mujeres estériles de Sumatra cuidan un niño de madera y lo adornan, para que sea fecundo su vientre. Por iguales razones de analogía, la raíz amarilla de la cúrcuma sirvió para combatir la ictericia, y la infusión de ortigas debió contrarrestar la urticaria. El catálogo entero de esos atroces o irrisorios ejemplos es de enumeración imposible; creo, sin embargo, haber alegado bastantes para demostrar que la magia es la coronación o pesadilla de lo causal, no su contradicción. El milagro no es menos forastero en ese universo que en el de los astrónomos. Todas las leyes naturales lo rigen, y otras imaginarias. Para el supersticioso, hay una necesaria conexión no sólo entre un balazo y un muerto, sino entre un muerto y una maltratada efigie de cera o la rotura profética de un espejo o la sal que se vuelca o trece comensales terribles. Esa peligrosa armonía, esa frenética y precisa causalidad, manda en la novela también. Los historiadores sarracenos, de quienes trasladó el doctor José Antonio Conde su Historia de la dominación de los árabes en España, no escriben de sus reyes y jalifas que fallecieron, sino Fue conducido a las recompensas y premios o Pasó a la misericordia del Poderoso o Esperó el destino tantos años, tantas lunas y tantos días. Ese recelo de que un hecho temible pueda ser atraído por su mención, es impertinente o inútil en el asiático desorden del mundo real, no así en una novela, que debe ser un juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades. Todo episodio, en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior. Así, en una de las fantasmagorías de Chesterton, un desconocido acomete a un desconocido para que no lo embista un camión, y esa violencia necesaria pero alarmante, prefigura su acto final de declararlo insano para que no lo puedan ejecutar por un crimen. En otra, una peligrosa y vasta conspiración integrada por un solo hombre (con socorro de barbas, de caretas y de seudónimos) es anunciada con tenebrosa exactitud en el dístico: As all stars shrivel in the single sun, The words are many, but The Word, is one
que viene a descifrarse después, con permutación de mayúsculas:
The words are many, but the word is One. En una tercera, la maquette inicial — la mención escueta de un indio que arroja su cuchillo a otro y lo mata — es el estricto reverso del argumento: un hombre apuñalado por su amigo con una flecha, en lo alto de una torre. Larga repercusión tienen las palabras. Ya señalé una vez que la sola mención preliminar de los bastidores escénicos contamina de incómoda irrealidad las figuraciones del amanecer, de la pampa, del anochecer, que ha intercalado Estanislao del Campo en el Fausto. Esa teleología de palabras y de episodios es omnipresente también en los buenos films. Al principiar A cartas vistas (The showdown), unos aventureros se juegan a los naipes una prostituta, o su turno; al terminar, uno de ellos ha jugado la posesión de la mujer que quiere. El diálogo inicial de La ley del hampa versa sobre la delación, la primer escena es un tiroteo en una avenida; esos rasgos resultan premonitorios del asunto central. En Fatalidad (Dishonored) hay temas recurrentes: la espada, el beso, el gato, la traición, las uvas, el piano. Pero la ilustración más cabal de un orbe autónomo de corroboraciones, de presagios, de monumentos, es el predestinado Ulises de Joyce. Basta el examen del libro expositivo de Gilbert o, en su defecto, de la vertiginosa novela. Procuro resumir lo anterior. He distinguido dos procesos causales: el natural, que es el resultado incesante de incontrolables e infinitas operaciones; el mágico, donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado. En la novela, pienso que la única posible honradez está con el segundo. Quede el primero para la simulación psicológica. |
por Jorge Luis Borges
Publicado, originalmente, en: Revista "Sur" verano de 1932 Año II Buenos Aires, República Argentina
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Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina
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