Últimos atardeceres en la tierra |
La
situación es ésta: B y el padre de B salen de vacaciones a Acapulco.
Parten muy temprano, a las seis de la mañana. Esa noche, B duerme en casa
de su padre. No tiene sueños o si los tiene los olvida nada más abrir
los ojos. Oye a su padre en el baño. Mira por la ventana, aún está
oscuro. B no enciende la luz y se viste. Cuando sale de su habitación su
padre está sentado a la mesa, leyendo un periódico deportivo del día
anterior, y el desayuno está hecho. Café y huevos a la ranchera. B
saluda a su padre y entra en el baño.
El
coche del padre de B es un Ford Mustang del 70. A las seis y media de la
mañana suben al coche y comienzan a salir de la ciudad. La ciudad es México
Distrito Federal, y el año en que B y su padre abandonan el DF por unas
cortas vacaciones es el año de 1975.
El
viaje es, en líneas generales, plácido. Al salir del DF, ambos, padre e
hijo, tienen frío, pero cuando abandonan el valle y comienzan a bajar en
dirección a las tierras calientes del estado de Guerrero, el calor se
impone y tienen que quitarse los suéters y abrir las ventanillas. El
paisaje, al principio, ocupa toda la atención de B, que tiende (o eso
cree él) a la melancolía, pero al cabo de las horas las montañas y los
bosques se hacen monótonos y B prefiere dedicarse a leer un libro.
Antes
de llegar a Acapulco el padre de B detiene el coche delante de un
tenderete de la carretera. En el tenderete ofrecen iguanas. ¿Las
probamos?, dice el padre de B. Las iguanas están vivas y apenas se mueven
cuando el padre de B se acerca a mirarlas. B lo observa apoyado en el
guardabarros del Mustang. Sin esperar respuesta, el padre de B pide una
ración de iguana para él y para su hijo. Sólo entonces B se mueve. Se
acerca al comedor al aire libre, cuatro mesas y un toldo que el viento
escaso apenas agita, y se sienta en la mesa más alejada de la carretera.
Para beber, el padre de B pide cervezas. Los dos llevan las camisas
arremangadas y desabotonadas. Los dos llevan camisas de colores claros. El
hombre que los atiende, por el contrario, lleva una camiseta negra de
manga larga y el calor no parece afectarlo.
¿Van
a Acapulco?, dice el hombre. El padre de B asiente. Ellos son los únicos
clientes del tenderete. Por la carretera brillante los coches pasan y no
se detienen. El padre de B se levanta y se dirige hacia la parte de atrás.
Por un momento B cree que su padre va a orinar, pero pronto se da cuenta
de que se ha metido en la cocina para observar cómo cocinan la iguana. El
hombre lo sigue en silencio. B los oye hablar. Primero habla su padre,
después la voz del hombre y por último una voz de mujer a la que B no ha
visto. B tiene la frente perlada de sudor. Sus gafas están mojadas y
sucias. Se las quita y las limpia con la punta de la camisa. Cuando vuelve
a ponerse las gafas observa a su padre que lo está mirando desde la
cocina. En realidad, sólo ve la cara de su padre y parte de su hombro, el
resto queda oculto por una cortina roja con lunares negros, una cortina
que a B, por momentos, le parece que no sólo separa la cocina del comedor
sino un tiempo de otro tiempo.
Entonces
B desvía la mirada y vuelve a su libro, que permanece abierto sobre la
mesa. Es un libro de poesía. Una antología de surrealistas franceses
traducida al español por Aldo Pellegrini, surrealista argentino. Desde
hace dos días B está leyendo este libro. Le gusta. Le gustan las fotos
de los poetas. La foto de Unik, la de Desnos, la de Artaud, la de Crevel.
El libro es voluminoso y está forrado con un plástico transparente. No
es B quien lo ha forrado (B nunca forra sus libros) sino un amigo
particularmente puntilloso. Así que B desvía la mirada, abre su libro al
azar y encuentra a Gui Rosey, la foto de Gui Rosey, sus poemas, y cuando
vuelve a levantar la mirada la cabeza de su padre ya no está.
El
calor es sofocante. De buena gana B volvería al DF, pero no va a volver,
al menos no ahora, eso lo sabe. Poco después su padre está sentado junto
a él y ambos comen iguana con salsa picante y beben más cerveza. El
hombre de la camiseta negra ha encendido una radio de transistores y ahora
una música vagamente tropical se mezcla con el ruido del bosque y con el
ruido de los coches que pasan por la carretera. La iguana sabe a pollo. Es
más correosa que el pollo, dice B no muy convencido. Es sabrosa, dice su
padre, y pide otra ración. Toman café de olla. Los platos de iguana se
los ha servido el hombre de la camiseta negra, pero el café lo trae la
mujer de la cocina. Es joven, casi tan joven como B, y va vestida con
shorts blancos y una blusa amarilla con estampado de flores blancas, unas
flores que B no reconoce y que tal vez no existen. Cuando están tomando
café B se siente descompuesto, pero no dice nada. Fuma y mira el toldo
que apenas se mueve, como si un delgado hilo de agua permaneciera allí
desde la última tormenta. Pero eso no puede ser, piensa B. ¿Qué miras?,
dice su padre. El toldo, dice B. Es como una vena. Esto último B no lo
dice, sólo lo piensa.
Al
atardecer llegan a Acapulco. Durante un rato vagan por las avenidas
cercanas al mar. Las ventanillas del coche están bajadas y la brisa les
revuelve el pelo. Se detienen en un bar y entran a beber. Esta vez el
padre de B pide tequila. B se lo piensa un momento. También pide tequila.
El bar es moderno y tiene aire acondicionado. El padre de B conversa con
el camarero, le pregunta por hoteles cercanos a la playa. Cuando vuelven
al Mustang ya se ven algunas estrellas y el padre de B parece, por primera
vez en lo que va de día, cansado. Sin embargo aún recorren un par de
hoteles que, por un motivo u otro, no les satisfacen, antes de dar con el
elegido. El hotel se llama La Brisa y es pequeño, tiene piscina y está a
cuatro pasos de la playa. Al padre de B le gusta el hotel. A B también le
gusta. Como es temporada baja, está casi vacío y los precios resultan
asequibles. La habitación que les asignan tiene dos camas individuales y
un pequeño baño con ducha; la única ventana da al patio del hotel, en
donde está la piscina, y no al mar como era el deseo del padre de B. El
aire acondicionado, no tardan en descubrirlo, no funciona. Pero la
habitación es bastante fresca y no protestan. Así que se instalan,
deshacen cada uno su maleta, meten la ropa en los armarios, B deja sus
libros sobre el velador, se cambian de camisa, el padre de B se da una
ducha de agua fría, B sólo se lava la cara y cuando han terminado salen
a cenar.
En
la recepción del hotel encuentran a un tipo bajito y con dientes de
conejo. Es joven y parece simpático, les recomienda un restaurante
cercano al hotel. El padre de B le pregunta por algún sitio animado. B
entiende a lo que se refiere su padre. El recepcionista no lo entiende. Un
sitio con acción, dice el padre de B. Un lugar donde se puedan encontrar
muchachas, dice B. Ah, dice el recepcionista. Durante un instante B y su
padre permanecen inmóviles, sin hablar. El recepcionista se agacha,
desaparece debajo del mostrador y luego vuelve a aparecer con una tarjeta
que le tiende al padre de B. Éste la mira, pregunta si el establecimiento
es de confianza, y después extrae de la billetera un billete que el
recepcionista coge al vuelo.
Pero
esa noche, después de cenar, vuelven directos al hotel.
Al
día siguiente B despierta muy temprano. Sin hacer ruido se ducha, se lava
los dientes, se pone el traje de baño y abandona la habitación. En el
comedor del hotel no hay nadie, por lo que B decide desayunar fuera. La
calle del hotel baja perpendicularmente hacia la playa. Allí sólo hay un
adolescente que alquila tablas. B le pregunta el precio por una hora. El
adolescente dice una cifra que a B le parece razonable, así que alquila
una tabla y se mete en el mar. Enfrente de la playa hay una pequeña isla
y hacia allí dirige B su embarcación. Al principio le cuesta un poco,
pero no tarda en dominarla. El mar, a esa hora, es cristalino y antes de
llegar a la isla B cree ver peces rojos bajo su tabla, peces de unos
cincuenta centímetros de longitud que se dirigen hacia la playa mientras
él rema hacia la isla.
El
trayecto entre la playa y la isla dura exactamente quince minutos. B no lo
sabe, pues no tiene reloj, y el tiempo se le alarga. La travesía entre la
playa y la isla le parece que dura una eternidad. Y justo antes de llegar
unas olas imprevistas dificultan su aproximación a la playa, una playa
que puede apreciar de arena muy distinta de la playa del hotel, pues en
aquélla la arena, tal vez por la hora (aunque B no lo cree así), era de
un color de tonos dorados y marrones y la de la isla es una arena blanca,
refulgente, tanto que hace daño mirarla mucho rato.
Entonces
B deja de remar y se queda quieto, a merced del oleaje, y las olas
comienzan a alejarlo paulatinamente de la isla. Cuando por fin reacciona
la tabla ha retrocedido y está otra vez a medio camino. Después de
calcular las distancias B opta por regresar. Esta vez el viaje transcurre
plácidamente. Al llegar a la playa el muchacho que alquila las tablas se
le acerca y le pregunta si ha tenido algún problema. Ninguno, dice B. Una
hora más tarde, sin haber desayunado, B regresa al hotel y encuentra a su
padre sentado en el comedor, con una taza de café y un plato en donde aún
quedan restos de tostadas y huevos.
Las
horas siguientes son confusas. Vagabundean, observan a la gente desde el
interior del coche, a veces bajan y se toman un refresco o un helado. Esa
tarde, en la playa, mientras su padre duerme estirado en una tumbona, B
lee otra vez los poemas de Gui Rosey y la breve historia de su vida o de
su muerte.
Un
día un grupo de surrealistas llegan al sur de Francia. Intentan obtener
el visado para viajar a los Estados Unidos. El norte y el oeste están
ocupados por los alemanes. El sur está bajo la égida de Pétain. El
consulado norteamericano dilata la decisión día tras día. En el grupo
de surrealistas está Bretón, está Tristan Tzara, está Péret, pero
también hay otros que son menos importantes. A este grupo pertenece Gui
Rosey. Su foto es la foto de un poeta menor, piensa B. Es feo, es
atildado, parece un oscuro funcionario de ministerio o un empleado de
banca. Hasta aquí, pese a las disonancias, todo normal, piensa B. El
grupo de surrealistas se reúne cada tarde en un café cerca del puerto.
Hacen planes, conversan, Rosey no falta a ninguna cita. Un día, sin
embargo (un atardecer, intuye B), Rosey desaparece. Al principio, nadie lo
echa en falta. Es un poeta menor y los poetas menores pasan
desapercibidos. Al cabo de los días, no obstante, comienzan a buscarlo.
En la pensión en donde vive no saben nada de él, sus maletas, sus
libros, están allí, nadie los ha tocado, por lo que resulta impensable
que Rosey se haya marchado sin pagar, una práctica común, por otra
parte, en ciertas pensiones de la Costa Azul. Sus amigos lo buscan.
Recorren hospitales y retenes de la gendarmería. Nadie sabe nada de él.
Una mañana llegan los visados y la mayoría de ellos coge un barco y sale
para los Estados Unidos. Los que se quedan, aquellos que nunca van a tener
visado, pronto olvidan a Rosey, olvidan su desaparición, ocupados en
ponerse a salvo a sí mismos en unos años en los que las desapariciones
masivas y los crímenes masivos son una constante.
De
noche, después de cenar en el hotel, el padre de B propone ir a visitar
un lugar en donde haya acción. B mira a su padre. Es rubio (B es moreno),
tiene los ojos grises y aún es fuerte. Parece feliz y dispuesto a pasárselo
bien. ¿Acción de qué tipo?, dice B, que sabe perfectamente a lo que se
refiere su padre. La de siempre, dice el padre de B. Trago y mujeres.
Durante un rato B permanece en silencio, como si cavilara una respuesta.
Su padre lo mira. Se diría que en esa mirada hay expectación, pero en
realidad sólo hay cariño. Finalmente B dice que no tiene ganas de hacer
el amor con nadie. No se trata de ir a echar un polvo, dice su padre, sino
de ir y mirar y tomar y departir con los amigos. ¿Con qué amigos, dice
B, si aquí no conocemos a nadie? Uno siempre hace amigos en los
picaderos, dice su padre. La palabra picadero hace que B piense en
caballos. Cuando tenía siete años su padre le compró un caballo. ¿De dónde
era mi caballo?, dice B. Su padre, que no sabe de qué habla, se
sobresalta. ¿Qué caballo?, dice. El que me compraste cuando yo era
chico, dice B, en Chile. Ah, el Zafarrancho, dice su padre, y sonríe. Era
un caballo chilote, de Chiloé, dice, y tras pensar un instante vuelve a
hablar de los burdeles. Por su manera de evocarlos, se diría que habla de
salas de baile, piensa B. Pero luego ambos se quedan callados.
Esa
noche no van a ninguna parte.
Mientras
su padre duerme, B se va a leer a la terraza del hotel, junto a la
piscina. No hay nadie más que él. La terraza está limpia y vacía.
Desde su mesa B puede observar una parte de la recepción, en donde el
recepcionista de la noche anterior lee algo o hace cuentas, de pie sobre
el mostrador. B lee a los surrealistas franceses, lee a Gui Rosey. Y la
verdad es que Rosey no le parece interesante. Le gusta Desnos, le gusta
Eluard, mucho más que Rosey, aunque al final siempre vuelve a los poemas
de éste y a contemplar su fotografía, una foto de estudio en la que
Rosey aparece como un ser sufriente y solitario, con los ojos grandes y
vidriosos, y una corbata oscura que parece estrangularlo.
Seguramente
se suicidó, piensa B. Supo que no iba a obtener jamás el visado para los
Estados Unidos o para México y decidió acabar sus días allí. Imagina o
trata de imaginar una ciudad costera del sur de Francia. B aún no ha
estado nunca en Europa. Ha recorrido casi toda Latinoamérica, pero en
Europa aún no ha puesto los pies. Así que su imagen de una ciudad
mediterránea está condicionada directamente por su imagen de Acapulco.
Calor, un hotel pequeño y barato, playas de arenas doradas y playas de
arenas blancas. Y ruidos lejanos de música. B no sabe que falta en su
imagen un ruido o un rumor determinante: el de las jarcias de las pequeñas
embarcaciones que suelen amarrar en todas las ciudades costeras. Sobre
todo en las pequeñas: el ruido de las jarcias en la noche, aunque el mar
esté liso como un plato de sopa.
De
pronto alguien más entra en la terraza. Es una silueta femenina que toma
asiento en la mesa más retirada, en una esquina, junto a dos grandes
jarrones de pie. Al poco rato, el recepcionista se acerca a la mujer con
una bebida. Después, en lugar de regresar a la recepción, el
recepcionista se aproxima a B, que está sentado al borde de la piscina, y
le pregunta qué tal lo están pasando su padre y él. Muy bien, dice B.
¿Les gusta Acapulco?, pregunta el recepcionista. Mucho, dice B. ¿Qué
tal el San Diego?, pregunta el recepcionista. B no entiende la pregunta.
¿El San Diego? Por un instante cree que le está preguntando por el
hotel, pero de inmediato recuerda que el hotel no se llama así. ¿Qué
San Diego?, dice B. El recepcionista sonríe. El club de putas, dice.
Entonces B recuerda la tarjeta que el recepcionista le dio a su padre. Aún
no hemos ido, dice. Es un sitio de confianza, dice el recepcionista. B
mueve la cabeza en un gesto que podría ser interpretado de muchas
maneras. Está en la avenida Constituyentes, dice el recepcionista. En esa
misma avenida hay otro club, el Ramada, que no es de fiar. El Ramada, dice
B, mientras observa la silueta femenina inmóvil en el rincón de la
terraza, en medio de los enormes jarrones cuyas sombras se alargan y
adelgazan hasta perderse debajo de las mesas vecinas, el vaso con la
bebida aparentemente intacto. Al Ramada es mejor que no vayan, dice el
recepcionista. ¿Por qué?, dice B por decir algo, en realidad él no
tiene intención de ir a ninguno de los dos clubes. No es de confianza,
dice el recepcionista, y sus dientes de conejo, blanquísimos, brillan en
la semipenumbra que se ha apoderado repentinamente de toda la terraza,
como si alguien desde la recepción hubiera apagado la mitad de las luces.
Cuando
el recepcionista se va B vuelve a abrir el libro de poesía, pero las
palabras ya son ilegibles, así que deja el libro abierto sobre la mesa y
cierra los ojos y no oye el rumor de las jarcias sino un ruido atmosférico,
de enormes capas de aire caliente que descienden sobre el hotel y sobre
los árboles que rodean el hotel. Tiene ganas de meterse en la piscina.
Por un instante cree que podría hacerlo.
Entonces
la mujer del rincón se levanta y comienza a caminar en dirección a las
escalinatas que unen la terraza con la recepción, aunque a medio camino
se detiene, como si se sintiera mal, una mano apoyada en un cantero en
donde ya no hay flores sino maleza.
B
la observa. La mujer lleva un vestido claro, holgado, de tela ligera, con
un amplio escote que deja desnudos sus hombros. B cree que la mujer seguirá
su camino, pero ella no se mueve, la mano fija en el cantero, la mirada
baja, y entonces B se levanta, con el libro en la mano, y se acerca. Su
primera sorpresa se produce al observar su rostro. La mujer debe de tener,
calcula B, unos sesenta años, aunque él, de lejos, no le hubiera echado
más de treinta. Es norteamericana y cuando B se le aproxima levanta la
vista y le sonríe. Buenas noches, dice ella un tanto incongruentemente.
¿Le sucede algo?, dice B. La mujer no entiende sus palabras y B tiene que
repetírselas, pero esta vez en inglés. Sólo estoy pensando, dice la
mujer sin dejar de sonreírle. B reflexiona durante unos segundos en lo
que la mujer le acaba de decir. Pensando, pensando, pensando. Y de pronto
percibe en esa declaración una amenaza. Algo que se acerca por el lado
del mar. Algo que avanza arrastrado por las nubes oscuras que cruzan
invisibles la bahía de Acapulco. Pero no se mueve ni hace el más mínimo
ademán de romper el encanto en el que se siente sujeto. Y entonces la
mujer mira el libro que cuelga de la mano izquierda de B y le pregunta qué
es lo que lee y B dice: poesía. Leo poemas. Y la mujer lo mira a los
ojos, siempre con la misma sonrisa en la cara (una sonrisa que es
reluciente y ajada al mismo tiempo, piensa B cada vez más nervioso), y le
dice que a ella, en otro tiempo, le gustaba la poesía. ¿Qué poetas?,
dice B sin mover un solo músculo. Ahora ya no los recuerdo, dice la
mujer, y parece sumirse nuevamente en la contemplación de algo que sólo
ella puede vislumbrar. Sin embargo B cree que está haciendo un esfuerzo
por recordar y espera en silencio. Al cabo de un rato vuelve a posar en él
su mirada y dice: Longfellow. Acto seguido recita un texto con una rima
pegajosa que a B le parece similar a una ronda infantil, algo, en
cualquier caso, muy lejano a los poetas que él lee. ¿Conoce usted a
Longfellow?, dice la mujer. B niega con la cabeza, aunque la verdad es que
ha leído a Longfellow. Me lo enseñaron en la escuela, dice la mujer con
la misma sonrisa invariable. Y luego añade: ¿no cree que hace demasiado
calor? Hace mucho calor, susurra B. Puede que se esté acercando una
tormenta, dice la mujer. Parece muy segura de sus palabras. En ese momento
B levanta la mirada: no ve ninguna estrella. Lo que sí ve son algunas
luces del hotel encendidas. Y en la ventana de su habitación ve una
silueta que los está mirando y que lo sobresalta como si de improviso se
hubiera desatado la lluvia tropical.
Al
principio no comprende nada.
Su
padre está allí, al otro lado de los cristales, enfundado en una bata
azul, una bata que se ha traído desde su casa y que B no conoce, en
cualquier caso no es un albornoz del hotel, y los está mirando fijamente,
aunque cuando B lo descubre se echa para atrás, retrocede como picado por
una serpiente (levanta una mano en un tímido saludo) y desaparece tras
las cortinas.
La
canción de Hiawatha, dice la mujer. B la mira. La canción de Hiawatha,
dice la mujer, el poema de Longfellow. Ah, sí, dice B.
Después
la mujer le da las buenas noches y desaparece gradualmente: primero sube
la escalinata hasta la recepción, allí se detiene unos instantes, cruza
unas palabras con alguien a quien B no puede ver y finalmente se pierde,
silenciosa, por el lobby del hotel, su figura delgada enmarcada por las
sucesivas ventanas, hasta que dobla por el pasillo de la escalera
interior.
Media
hora más tarde B entra en su habitación y encuentra a su padre dormido.
Durante unos segundos, antes de dirigirse al baño a lavarse los dientes,
B lo contempla (muy erguido, como dispuesto a sostener una pelea) desde
los pies de la cama. Buenas noches, papá, dice. Su padre no hace la menor
señal de haberlo escuchado.
Al
segundo día de estancia en Acapulco B y su padre van a ver a los
clavadistas. Tienen dos opciones: mirar el espectáculo desde una
plataforma al aire libre o entrar en el restaurante-bar del hotel que
domina La Quebrada. El padre de B pregunta los precios. La primera persona
a la que interroga no lo sabe. El padre de B insiste. Por fin, un viejo ex
clavadista que está allí sin hacer nada le dice dos cifras. Instalarse
en el mirador del hotel es seis veces más caro que hacerlo en la
plataforma al aire libre. El padre de B no lo duda: vamos al bar, dice,
estaremos más cómodos. B lo sigue. En el bar sus vestimentas desentonan
con las del resto, turistas norteamericanos o mexicanos con prendas
claramente veraniegas. La ropa de B y de su padre es la típica ropa de
los habitantes del DF, una ropa que parece salida de un sueño
interminable. Los camareros se dan cuenta. Saben que esa gente da poca
propina y no los atienden con la prontitud necesaria. El espectáculo,
para colmo, no se ve nada bien desde donde se han sentado. Hubiéramos
hecho mejor en quedarnos en la plataforma, dice el padre de B. Aunque esto
tampoco está mal, añade. B asiente. Finalizada la sesión de saltos y
tras haberse bebido dos jaiboles cada uno, salen al aire libre y comienzan
a hacer planes para el resto del día. En la plataforma casi no queda
nadie, pero el padre de B distingue, sentado en un contrafuerte, al viejo
ex clavadista y se le acerca.
El
ex clavadista es bajo y tiene las espaldas muy anchas. Está leyendo una
novela de vaqueros y no levanta la mirada hasta que B y su padre están a
su lado. Entonces los reconoce y les pregunta qué les ha parecido el
espectáculo. No ha estado mal, dice el padre de B, aunque en los deportes
de precisión es necesaria una experiencia mayor para hacerse una idea
cabal. ¿El caballero ha sido deportista? El padre de B lo estudia durante
unos segundos y luego dice: algo hemos hecho en la vida. El ex clavadista
se pone de pie con un movimiento enérgico, como si de pronto estuviera
otra vez en el borde de los acantilados. Debe de tener, piensa B, unos
cincuenta años, por lo tanto no es mucho mayor que su padre, aunque la
piel de la cara, con arrugas que parecen heridas, le proporciona un aire
de persona más vieja. ¿Los caballeros están de vacaciones?, dice el ex
clavadista. El padre de B asiente con una sonrisa. ¿Y cuál es el deporte
que el caballero ha practicado, si se puede saber? El boxeo, dice el padre
de B. Ah, caray, dice el ex clavadista, pues sería en peso pesado, ¿no?
El padre de B sonríe ampliamente y dice que sí.
Sin
saber cómo, de pronto B se encuentra caminando con su padre y con el ex
clavadista hasta llegar a donde han dejado aparcado el Mustang y luego los
tres se montan en el coche y B oye como si estuviera escuchando la radio
las instrucciones que el ex clavadista le da a su padre. El coche durante
un rato se desliza por la avenida Miguel Alemán, pero luego gira hacia el
interior y pronto el paisaje de hoteles y restaurantes dedicados al
turismo se transforma en un paisaje urbano ligeramente tropical. El coche,
sin embargo, sigue subiendo, alejándose de la herradura dorada de
Acapulco, internándose por calles mal asfaltadas o sin asfaltar, hasta
llegar a una especie de restaurante o más bien casa de comidas corridas
(aunque para ser un establecimiento de comidas corridas es demasiado
grande, piensa B) en cuya acera polvorienta se detiene. El ex clavadista y
su padre bajan de inmediato. Durante todo el trayecto no han parado de
hablar y en la acera, mientras lo esperan y hacen gestos incomprensibles,
siguen con su plática. B tarda un momento en descender del coche. Vamos a
comer, dice su padre. Es verdad, dice B.
El
interior del local es oscuro y sólo una cuarta parte está ocupada por
mesas. El resto parece una pista de baile, con un estrado para la
orquesta, enmarcada por una larga barra de madera basta. Al entrar, B no
puede ver nada por el contraste de la luz. Luego observa a un hombre, que
se parece al ex clavadista, acercarse a éste y a su padre y, tras
escuchar atentamente una presentación que B no comprende, darle la mano a
su padre y segundos después tendérsela a él. B extiende la mano y
aprieta la del desconocido. Éste dice un nombre y estrecha la mano de B
con fuerza. El gesto es amistoso, pero el apretón resulta más bien
violento. El hombre no sonríe. B decide no sonreír. El padre de B y el
ex clavadista ya están sentados a la mesa. B se sienta junto a ellos. El
tipo que se parece al ex clavadista y que resulta ser su hermano menor se
mantiene de pie, atento a las instrucciones. Aquí el caballero, dice el
ex clavadista, fue campeón de los pesos pesados de su país. ¿Extranjeros?,
dice el hombre. Chilenos, dice el padre de B. ¿Hay huachinango?, dice el
ex clavadista. Hay, dice el hombre. Pues ponnos uno, un huachinango a la
guerrerense, dice el ex clavadista. Y cervezas para todos, dice el padre
de B, para usted también. Agradecido, murmura el hombre mientras saca una
libretita del bolsillo y apunta con dificultad un pedido que, a juicio de
B, resulta un juego de niños memorizar.
Con
las cervezas, el hermano del ex clavadista les trae una botana de
galletitas saladas y tres vasos no muy grandes de ostiones. Son frescos,
dice el ex clavadista mientras les pone chile a los tres. Que curioso, ¿verdad?
Que esto se llame chile y que su país se llame Chile, dice el ex
clavadista mientras señala el frasco lleno de salsa picante de color rojo
intenso. En efecto, no deja de ser curioso, concede el padre de B. A los
chilenos, añade, esto siempre nos ha picado la curiosidad. B mira a su
padre con una incredulidad apenas perceptible. El resto de la conversación,
hasta que llega el huachinango, gira en torno a temas de boxeo y de
clavadismo.
Después
B y su padre se van del establecimiento. El tiempo ha pasado deprisa, sin
que ellos se den cuenta, y cuando suben al Mustang ya son las siete de la
tarde. El ex clavadista se sube con ellos. Por un momento, B piensa que no
se lo van a poder quitar de encima nunca, pero cuando llegan al centro de
Acapulco el ex clavadista se baja delante de un local de billares. Cuando
se quedan solos, el padre de B comenta favorablemente el trato y los
precios que han pagado por el huachinango. Si lo hubiéramos comido aquí,
dice señalando los hoteles del paseo costero, nos habría salido por un
ojo de la cara. Al llegar a su habitación B se pone el traje de baño y
se va a la playa. Nada durante un rato y luego intenta leer aprovechando
la escasa luz del crepúsculo. Lee a los poetas surrealistas y no entiende
nada. Un hombre pacífico y solitario, al borde de la muerte. Imágenes,
heridas. Eso es lo único que ve. Y de hecho las imágenes poco a poco se
van diluyendo, como el sol poniente, y sólo quedan las heridas. Un poeta
menor desaparece mientras espera un visado para el Nuevo Mundo. Un poeta
menor desaparece sin dejar rastros mientras desespera varado en un pueblo
cualquiera del Mediterráneo francés. No hay investigación. No hay cadáver.
Cuando B intenta leer a Daumal la noche ya ha caído sobre la playa,
cierra el libro y vuelve lentamente al hotel.
Después
de cenar, su padre le propone salir a divertirse. B rechaza la invitación.
Le sugiere a su padre que vaya solo, que él no está para divertirse, que
prefiere quedarse en la habitación y ver una película en la tele. Parece
mentira, dice su padre, que a tu edad te estés comportando como un viejo.
B observa a su padre, que se ha duchado y se está poniendo ropa limpia, y
se ríe.
Antes
de que su padre se marche B le dice que se cuide. Su padre lo mira desde
la puerta y le dice que sólo va a tomarse un par de tragos. Cuídate tú,
dice, y cierra suavemente.
Al
quedarse solo B se quita los zapatos, busca sus cigarrillos, enciende la
tele y vuelve a tumbarse en la cama. Sin darse cuenta, se queda dormido.
Sueña que vive (o que está de visita) en la ciudad de los titanes. En su
sueño sólo hay un deambular permanente por calles enormes y oscuras que
recuerda de otros sueños. Y hay también una actitud por su parte que en
la vigilia él sabe que no tiene. Una actitud delante de los edificios
cuyas voluminosas sombras parecen chocar entre sí, y que no es
precisamente una actitud de valor sino más bien de indiferencia.
Al
cabo de un rato, justo cuando el serial se ha acabado, B se despierta de
golpe, como impelido por una llamada, se levanta, apaga la tele y se asoma
a la ventana. En la terraza, semioculta en el mismo rincón de la noche
anterior, está la norteamericana delante de un vaso de alcohol o de zumo
de frutas. B la observa sin curiosidad y luego se aparta de la ventana, se
sienta en la cama, abre su libro de poetas surrealistas y trata de leer.
Pero no puede. Así que trata de pensar y para tal efecto se tiende en la
cama otra vez, cierra los ojos, deja los brazos estirados. Por un instante
cree que no tardará en quedarse dormido. Incluso puede ver, sesgada, una
calle de la ciudad de los sueños. No tarda, sin embargo, en comprender
que sólo está recordando el sueño y entonces abre los ojos y se queda
durante un rato contemplando el cielorraso de la habitación. Luego apaga
la luz de la mesilla de noche y vuelve a acercarse a la ventana.
La
norteamericana sigue allí, inmóvil, y las sombras de los jarrones se
alargan hasta tocar las sombras de las mesas vecinas. El agua de la
piscina recoge los reflejos de la recepción, que permanece, al contrario
que la terraza, con todas las luces encendidas. De pronto un coche se
detiene a pocos metros de la entrada del hotel. B cree que se trata del
Mustang de su padre. Pero durante un tiempo excesivamente largo nadie
aparece por la puerta del hotel y B piensa que se ha equivocado. Justo en
ese momento distingue la silueta de su padre que sube las escalinatas.
Primero la cabeza, luego los hombros anchos, después el resto del cuerpo
hasta acabar en los zapatos, unos mocasines de color blanco que a B le
disgustan profundamente pero que en ese momento le producen algo similar a
la ternura. Su padre entra en el hotel como si bailara, piensa. Su padre
hace su entrada como si viniera de un velorio, irreflexivamente feliz de
seguir vivo. Pero lo más curioso es que, tras asomarse durante un
instante a la recepción, su padre retrocede y toma el camino de la
terraza: desciende las escaleras, rodea la piscina y va a sentarse en una
mesa cercana a la de la norteamericana. Y cuando por fin aparece el tipo
de la recepción con una copa, tras pagarle y sin esperar siquiera a que
el recepcionista haya desaparecido del todo, su padre se levanta y se
acerca, con la copa en la mano, hasta la mesa de la norteamericana y
durante un rato se queda allí, de pie, hablando, gesticulando, bebiendo,
hasta que la mujer hace un gesto y su padre toma asiento a su lado.
Es
demasiado vieja para él, piensa B. Luego vuelve a la cama, se acuesta, no
tarda en darse cuenta de que todo el sueño que tenía acumulado se ha
evaporado. Pero no quiere encender la luz (aunque tiene ganas de leer), no
quiere que su padre pueda creer, ni por un segundo, que él lo está
espiando. Durante mucho rato, B se dedica a pensar. Piensa en mujeres,
piensa en viajes. Finalmente se duerme.
Durante
la noche, en dos ocasiones, se despierta sobresaltado y la cama de su
padre está vacía. A la tercera vez ya está amaneciendo y ve la espalda
de su padre, que duerme profundamente. Entonces enciende la luz y durante
un rato, sin salir de la cama, se dedica a fumar y a leer.
Esa
mañana B vuelve a la playa y alquila una tabla. Esta vez no tiene ningún
problema para llegar a la isla de enfrente. Allí toma un zumo de mango y
se baña durante un rato en un mar en donde no hay nadie. Luego vuelve a
la playa del hotel, le entrega la tabla al adolescente que lo mira con una
sonrisa y regresa dando un largo rodeo. En el restaurante del hotel
encuentra a su padre tomando café. Se sienta a su lado. Su padre está
recién afeitado y su piel despide un olor a colonia barata que a B le
gusta. En la mejilla derecha exhibe un arañazo desde la oreja hasta el
mentón. B piensa preguntarle qué ocurrió anoche, pero finalmente decide
no hacerlo.
El
resto del día transcurre como entre brumas. En algún momento B y su
padre se marchan a una playa cercana al aeropuerto. La playa es enorme y
en los lindes abundan las cabañas con techos de cañizo en donde los
pescadores guardan sus artes. El mar está revuelto: durante un rato B y
su padre contemplan las olas que se estrellan contra la bahía de Puerto
Marqués. Un pescador que está cerca les dice que no es un buen día para
bañarse. Es verdad, dice B. Su padre, sin embargo, se mete en el agua. B
se sienta en la arena, con las rodillas levantadas, y lo observa
internarse al encuentro de las olas. El pescador se lleva una mano de
visera a la frente y dice algo que B no entiende. Durante un momento la
cabeza de su padre, los brazos de su padre que nada hacia dentro
desaparecen de su campo visual. Junto al pescador hay ahora dos niños.
Todos miran hacia el mar, de pie, menos B, que sigue sentado. En el cielo
aparece, de forma por demás silenciosa, un avión de pasajeros. B deja de
mirar el mar y contempla el avión hasta que éste desaparece detrás de
una suave colina llena de vegetación. B recuerda un despertar, justo un año
atrás, en el aeropuerto de Acapulco. Él venía de Chile, solo, y el avión
hizo escala en Acapulco. Cuando B abrió los ojos, recuerda, vio una luz
anaranjada, con tonalidades rosas y azules, como una vieja película cuyos
colores estuvieran desapareciendo, y entonces supo que estaba en México y
que estaba, de alguna manera, salvado. Esto ocurrió en 1974 y B aún no
había cumplido los veintiún años. Ahora tiene veintidós y su padre
debe de andar por los cuarentainueve. B cierra los ojos. El viento hace
ininteligibles las voces de alarma del pescador y de los niños. La arena
está fría. Cuando abre los ojos ve a su padre que sale del mar. B cierra
otra vez los ojos y los vuelve a abrir sólo cuando una mano grande y
mojada se posa sobre su hombro y la voz de su padre lo invita a comer
huevos de caguama.
Hay
cosas que se pueden contar y hay cosas que no se pueden contar, piensa B
abatido. A partir de este momento él sabe que se está aproximando el
desastre.
Las
cuarentaiocho horas siguientes, no obstante, transcurren envueltas en una
suerte de placidez que el padre de B identifica con «el concepto de las
vacaciones» (y B no sabe si su padre se está riendo de él o lo dice en
serio). Van a la playa cada día, comen en el hotel o en un restaurante de
la avenida López Mateos que tiene precios económicos, una tarde ambos
alquilan una embarcación, un bote de plástico, minúsculo, y recorren el
perfil de la costa cercana a su hotel, navegando junto a los vendedores de
baratijas que se desplazan en tablas o en botes de ínfimo calado, como
funambulistas o marineros muertos, llevando sus mercaderías de playa en
playa. Al regreso, incluso, sufren un percance.
El
bote, que el padre de B lleva demasiado próximo a los roqueríos, vuelca.
El incidente, por supuesto, no tiene mayor importancia. Ambos saben nadar
bastante bien y el bote está hecho para volcar, no cuesta nada darle la
vuelta y subirse a él otra vez. Y eso es lo que hacen B y su padre. En
ningún momento ha habido el menor peligro, piensa B. Pero entonces,
cuando ambos han vuelto a subir al bote, el padre de B se da cuenta de que
ha perdido la billetera y lo anuncia. Dice, tocándose el corazón: mi
billetera, y sin dudarlo un segundo se sumerge de cabeza en el agua. A B
le da un ataque de risa, pero luego, tirado en el bote, observa el agua y
no ve señal alguna de su padre y durante un instante se lo imagina
buceando o, aún peor, cayendo a plomo, pero con los ojos abiertos, por
una fosa profunda, fosa en cuya superficie se balancea su bote y él
mismo, a mitad de camino ya de la risa y de la alarma. Entonces B se
yergue y, tras mirar hacia el otro lado del bote y no ver señales de su
padre, procede a sumergirse a su vez y sucede lo siguiente: mientras B
desciende, con los ojos abiertos, su padre asciende (y podría decirse que
casi se tocan) con los ojos abiertos y la billetera en la mano derecha; al
cruzarse ambos se miran, pero no pueden corregir, al menos no de manera
instantánea, sus trayectorias, de modo que el padre de B sigue subiendo
silenciosamente y B sigue bajando silenciosamente.
Para
los tiburones, para la mayoría de los peces (excepto para los peces
voladores), el infierno es la superficie del mar. Para B (para la mayoría
de los jóvenes de veintidós años), el infierno a veces es el fondo del
mar. Mientras baja recorriendo en sentido inverso la estela que ha dejado
su padre, piensa que precisamente ahora hay más motivos que nunca para reírse.
En el fondo del mar no encuentra arena, como su imaginación de algún
modo esperaba, sino sólo rocas, rocas que se sostienen unas en otras,
como si aquel lugar de la costa fuera una montaña sumergida y él
estuviera en la parte alta, apenas iniciado el descenso. Después sube y
desde abajo contempla el bote que por momentos parece levitar y por
momentos parece a punto de hundirse, con su padre sentado en el centro
exacto, intentando fumar un cigarrillo mojado.
Y
luego se acaba el paréntesis, se acaban las cuarentaiocho horas de gracia
en las cuales B y su padre han recorrido algunos bares de Acapulco, han
dormido tirados en la playa, han comido e incluso se han reído, y
comienza un período gélido, un período aparentemente normal pero
dominado por unos dioses helados (dioses que, por otra parte, no
interfieren en nada con el calor reinante en Acapulco), unas horas que en
otro tiempo, tal vez cuando era adolescente, B llamaría
aburrimiento,
pero que ahora de ninguna manera llamaría así, sino más bien
desastre,
un desastre peculiar, un desastre que por encima de todo
aleja a B de su padre, el precio que tienen que pagar por existir.
Todo
comienza con la aparición del ex clavadista. B se da cuenta de inmediato
de que viene a buscar a su padre y no al, llamémosle así, conjunto
familiar que conforman ambos. El padre de B invita al ex clavadista a
tomarse una copa en la terraza del hotel. El ex clavadista dice que conoce
un lugar mejor. El padre de B lo mira y sonríe y luego dice órale.
Cuando ganan la calle comienza a atardecer y por un segundo B siente una
punzada inexplicable y cree que tal vez hubiera sido mejor quedarse en el
hotel, dejar que su padre se divirtiera solo. Pero ya es demasiado tarde.
El Mustang sube por la avenida Constituyentes y el padre de B saca de un
bolsillo la tarjeta que días atrás le diera el recepcionista. El
picadero se llama San Diego, dice. El ex clavadista arguye que ese lugar
es demasiado caro. Tengo dinero, dice el padre de B, vivo en México desde
1968 y ésta es la primera vez que me doy unas vacaciones. B, que va
sentado junto a su padre, busca el rostro del ex clavadista en el espejo
retrovisor y no lo encuentra. Así que primero van al San Diego y durante
un rato beben y bailan con chicas a las que por cada baile hay que
entregar un boleto que previamente compran en la barra. El padre de B, al
principio, sólo compra tres boletos. Este sistema, le dice al ex
clavadista, tiene algo de irreal. Pero luego se entusiasma y compra un
fajo entero. B también baila. Su primera pareja es una muchacha delgada y
de rasgos aindiados. La segunda es una mujer de grandes pechos que parece
preocupada o enfurruñada por algo que B jamás sabrá. La tercera es
gorda y feliz y al poco rato de estar bailando le confiesa al oído que
está drogada. ¿Qué has tomado?, dice B. Hongos alucinantes, dice la
mujer, y B se ríe. Su padre, mientras tanto, baila con la muchacha que
parece india y B los observa de tanto en tanto. En realidad, todas las
muchachas parecen indias. La que baila con el padre de B tiene una bonita
sonrisa. Hablan (de hecho hablan sin parar) aunque B no oye lo que dicen.
Después su padre desaparece y B se acerca a la barra junto al ex
clavadista. Ellos también se ponen a hablar. De los tiempos pasados. Del
valor. De las quebradas en donde rompe el mar. De mujeres. Temas que a B
no le interesan o que, al menos, no le interesan en ese momento. Y sin
embargo hablan.
Al
cabo de media hora su padre vuelve a la barra. Su pelo rubio está mojado
y recién peinado (el padre de B se peina para atrás) y tiene la cara
enrojecida. Sonríe sin decir nada y B lo observa sin decir nada. Hora de
comer, dice. B y el ex clavadista lo siguen hasta el Mustang. Cenan
mariscos variados en un local oblongo como un ataúd. Mientras comen el
padre de B mira a B como buscando una respuesta. B sostiene su mirada.
Telepáticamente le dice: no hay respuesta porque la pregunta no es válida.
La pregunta es imbécil. Después, sin saber cómo, B sigue a su padre y
al ex clavadista (que hablan todo el rato de boxeo) hasta un local en los
suburbios de Acapulco. El edificio es de ladrillo y madera, carece de
ventanas y en el interior hay un
jukebox
con canciones de Lucha Villa y Lola Beltrán. De pronto B
siente náuseas. Sólo entonces, mientras se separa de su padre y busca un
lavabo o el patio trasero o la salida a la calle, se da cuenta de que ha
bebido demasiado. También se da cuenta de algo más: unas manos
aparentemente hospitalarias no le han permitido salir a la calle. Temen
que me escape, piensa B. Luego vomita varias veces en un patio abierto en
donde se acumulan cajas de cerveza y en donde hay un perro atado, y tras
aliviarse se pone a contemplar las estrellas. No tarda en aparecer junto a
él una mujer. Su sombra se recorta más oscura que la noche. Su vestido,
sin embargo, es blanco y eso hace que B la pueda distinguir. ¿Te hago un
guagüis?, dice. Tiene una voz joven y aguardentosa. B se la queda mirando
sin entender. La puta se arrodilla a su lado y le abre la bragueta.
Entonces B comprende y la deja hacer. Cuando acaba siente frío. La puta
se levanta y B la abraza. Juntos contemplan la noche. Cuando B dice que
quiere volver a la mesa de su padre, la mujer no lo sigue. Vamos, dice B,
tirando de su mano, pero ella se resiste. Entonces B se da cuenta de que
no ha visto apenas su rostro. Es mejor así. Sólo la he abrazado, piensa,
ni siquiera sé cómo es. Antes de volver a entrar se da vuelta y ve que
la puta se acerca al perro y lo acaricia.
En
el interior, su padre está sentado en una mesa junto al ex clavadista y
otros dos tipos. B se le acerca por la espalda y le susurra unas palabras
al oído. Vámonos. Su padre está jugando a las cartas. Voy ganando,
dice, no puedo irme. Nos van a robar todo el dinero, piensa B. Luego
contempla a las mujeres que a su vez lo contemplan a él y a su padre con
una conmiseración palpable. Ellas saben lo que nos va a pasar, piensa B.
¿Estás borracho?, le pregunta su padre mientras pide una carta. No, dice
B, ya no. ¿Estás drogado?, dice su padre. No, dice B. Entonces su padre
sonríe y pide un tequila y B se levanta y va hacia la barra y desde allí
observa con ojos de loco el escenario del crimen. En ese momento B sabe
que aquél es el último viaje que hará con su padre. Abre los ojos,
cierra los ojos. Las putas lo miran con curiosidad, una le ofrece un trago
que B rechaza con un gesto. A veces, cuando tiene los ojos cerrados, ve a
su padre con una pistola en cada mano saliendo de una puerta que está en
un lugar en donde jamás debería de haber una puerta. Sin embargo su
padre aparece por allí, de prisa, con los ojos grises brillantes y el
pelo despeinado. Nunca más volverán a viajar juntos, piensa B. Eso es
todo. Lucha Villa canta en el
jukebox
y B piensa en Gui Rosey, poeta menor desaparecido en el sur de
Francia. Su padre reparte las cartas, se ríe, cuenta historias y escucha
historias que rivalizan en sordidez. B recuerda cuando volvió de Chile,
en 1974, y fue a verlo a su casa. Su padre se había roto un pie y estaba
leyendo en la cama un periódico deportivo. Le preguntó cómo le había
ido y B le contó sus aventuras. Sucintamente: las guerras floridas
latinoamericanas. Estuvieron a punto de matarme, dijo. Su padre lo miró y
se sonrió. ¿Cuántas veces?, dijo. Por lo menos dos, respondió B. Ahora
su padre se ríe a carcajadas y B trata de pensar con claridad. Gui Rosey
se suicidó, piensa, o lo mataron, piensa. Su cadáver está en el fondo
del mar.
Un
tequila, dice B. Una mujer le pone un vaso lleno hasta la mitad. No se
emborrache otra vez, joven, dice. No, ya estoy bien, dice B perfectamente
lúcido. No tardan otras dos mujeres en acercarse a él. ¿Qué quieren
tomar?, dice B. Su papá de usted es muy simpático, dice una de ellas, la
más joven, de pelo largo y negro, tal vez la misma que me lo chupó hace
un rato, piensa B. Y recuerda (o trata de recordar) escenas en apariencia
inconexas: la primera vez que fumó en su presencia, a los catorce años,
un Viceroy, una mañana en que los dos esperaban la llegada de un tren de
carga en el interior del camión de su padre y hacía mucho frío; armas
de fuego, cuchillos; historias familiares. Las putas beben tequila con
coca-cola. ¿Cuánto rato estuve afuera vomitando?, piensa B. Parecía
moto, dice una de las putas, ¿quiere un poquito? ¿Un poquito de qué?,
dice B temblando pero con la piel fría como un témpano. Un poquito de
mota, dice la mujer, de unos treinta años, el pelo largo como su compañera,
pero teñido de rubio. ¿Golden Acapulco?, dice B dando un trago de
tequila mientras las dos mujeres se le acercan un poco más y le acarician
la espalda y las piernas. Simón, para tranquilizarse, dice la rubia. B
asiente con la cabeza y lo siguiente que recuerda es una nube de humo que
lo separa de su padre. Usted quiere mucho a su papá, dice una de las
mujeres. Pues no tanto, dice B. ¿Cómo no?, dice la morena. La que
atiende la barra se ríe. A través del humo B observa que su padre da
vuelta la cabeza y durante un instante lo mira. Me está mirando con una
seriedad de muerte, piensa. ¿Te gusta Acapulco?, dice la rubia. El local,
sólo en ese momento lo advierte, está semivacío. En una mesa hay dos
tipos que beben en silencio y en la otra está su padre, el ex clavadista
y los dos desconocidos jugando a las cartas. Todas las demás mesas están
desocupadas.
La
puerta del patio se abre y aparece una mujer con un vestido blanco. Es la
que me lo chupó, piensa B. La mujer aparenta unos veinticinco años
aunque seguramente tiene muchos menos, tal vez dieciséis o diecisiete.
Tiene el pelo largo, como casi todas, y lleva zapatos con tacones muy
altos. Cuando cruza el local (se dirige al lavabo) B estudia con
detenimiento sus zapatos: son blancos y están sucios de barro en los
lados. Su padre también levanta la mirada y la estudia durante un
momento. B mira a la puta, que abre la puerta del baño, y luego mira a su
padre. Entonces cierra los ojos y cuando los vuelve a abrir la puta ya no
está y su padre ha vuelto a concentrarse en el juego. Lo mejor sería que
se llevara a su papá de este lugar, le dice una de las mujeres al oído.
B pide otro tequila. No puedo, dice. La mujer le mete la mano por debajo
de la camisa holgada y con dibujos hawaianos. Está comprobando si voy
armado, piensa B. Los dedos de la mujer suben por su pecho y se enroscan
alrededor de su tetilla izquierda. Se la aprieta. Eh, dice B. ¿No me
crees?, dice la mujer. ¿Qué va a pasar?, dice B. Algo malo, dice la
mujer. ¿Como cuánto de malo?, dice B. No lo sé, pero yo que tú me
largaría. B sonríe y la mira a los ojos por primera vez: vente con
nosotros, le dice mientras bebe un trago de tequila. Ni que estuviera
loca, dice la mujer. B recuerda entonces una ocasión, antes de que él se
marchara para Chile, en que su padre le dijo «tú eres un artista y yo
soy un trabajador». ¿Qué quiso decir con eso?, piensa. La puerta del baño
se abre y la puta vestida de blanco vuelve a aparecer, esta vez con los
zapatos impolutos, y atraviesa el local hasta la mesa en donde juegan a
las cartas y allí se queda, de pie, junto a uno de los desconocidos. ¿Por
qué tenemos que irnos?, dice B. La mujer lo mira de reojo y no le
contesta. Hay cosas que se pueden contar, piensa B, y hay cosas que no se
pueden contar. Cierra los ojos.
Como
en sueños, regresa al patio trasero del bar. La mujer teñida de rubio lo
lleva de la mano. Esto ya lo he hecho, piensa B, estoy borracho, no saldré
jamás de aquí. Algunos gestos se repiten: la mujer se sienta en una
silla desvencijada y le abre la bragueta, la noche parece flotar como un
gas letal a la altura de las cajas de cerveza vacías. Pero faltan algunas
cosas: el perro ya no está, por ejemplo, y hacia el este ya no cuelga la
luna sino algunos filamentos de claridad que adelantan el amanecer. Cuando
acaban, atraído tal vez por los gemidos de B, aparece el perro. No
muerde, dice la mujer mientras el perro se detiene a pocos metros de ellos
y enseña los dientes. La mujer se levanta y se alisa el vestido. El lomo
del perro está erizado y por el hocico le cae una baba transparente.
Quieto, Púas, quieto, Púas, repite la mujer. Nos va a morder, piensa B
mientras retroceden hasta la puerta. Lo que sigue es caótico: en la mesa
donde juega su padre todos se han puesto de pie. Uno de los desconocidos
grita a todo pulmón. B no tarda en darse cuenta de que está insultando a
su padre. Por precaución, se acerca a la barra y pide una botella de
cerveza que bebe a grandes sorbos, ahogándose, antes de aproximarse. Su
padre parece tranquilo, piensa B. Junto a él hay una buena cantidad de
billetes que coge uno por uno y luego se guarda en el bolsillo. De aquí
no vas a salir con ese dinero, grita el desconocido. B mira al ex
clavadista. Busca en su rostro por quién va a tomar partido.
Probablemente por el desconocido, piensa B. La cerveza le resbala por el
cuello y sólo entonces se da cuenta de que está ardiendo.
El
padre de B termina de contar su dinero y mira a los tres hombres que tiene
enfrente y a la mujer vestida de blanco. Bueno, caballeros, nosotros nos
vamos, dice. Hijo, ponte a mi lado, dice. B arroja al suelo lo que queda
de cerveza y empuña la botella cogiéndola del cuello. ¿Qué haces,
hijo?, dice el padre de B. En su voz B percibe un cierto tono de reproche.
Vamos a salir tranquilamente, dice el padre de B, y luego se da vuelta y
pregunta a las mujeres cuánto se les debe. La de la barra mira un papel y
dice una cifra bastante alta. La rubia, que está de pie a medio camino
entre la mesa y la barra, dice otra cifra. El padre de B suma, saca el
dinero y se lo tiende a la rubia: lo tuyo y las consumiciones, dice. Luego
añade un par de billetes más: la propina. Ahora vamos a salir, piensa B.
Los dos desconocidos se plantan interfiriendo el paso. B no quiere
mirarla, pero la mira: la mujer de blanco se ha sentado en una de las
sillas vacías y revisa con las yemas de los dedos las cartas esparcidas
en la mesa. No me estorbes, susurra su padre, y B tarda en comprender que
le está hablando a él. El ex clavadista se mete las manos en los
bolsillos. El desconocido vuelve a insultar al padre de B, lo insta a
volver a la mesa, a volver a jugar. Ya no se juega más, dice el padre de
B. Durante un instante, mientras contempla a la mujer vestida de blanco
(que le parece, por primera vez, muy hermosa), B piensa en Gui Rosey que
desaparece del planeta sin dejar rastro, dócil como un cordero mientras
los himnos nazis suben al cielo color sangre, y se ve a sí mismo como Gui
Rosey, un Gui Rosey enterrado en algún baldío de Acapulco, desaparecido
para siempre, pero entonces oye a su padre, que le está recriminando algo
al ex clavadista, y se da cuenta de que, al contrario que Gui Rosey, él
no está solo.
Después
su padre camina un poco encorvado hacia la salida y B le concede espacio
suficiente para que se mueva a sus anchas. Mañana nos iremos, mañana
volveremos al DF, piensa B con alegría. Comienzan a pelear. |
Roberto Bolaño
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