De Verhaeren a Walt Witman

por Alberto Zum Felde

                                                                                                                                                                                      Verhaeren                                  Walt Witman

La realidad objetiva—lo que llamamos vulgarmente la realidad objetiva, hablando un lenguaje viejo—carece de interés y de sentido para el espíritu, mientras el artista no ha definido su valorización estética. La falta de esa valorización, produce una separación radical entre la realidad y el espíritu. El mundo material que nos rodea, y en el cual materialmente nos movemos, se nos presenta como algo ajeno a nuestra vida psíquica. Y por ende, como algo feo y vacío, a cuya necesidad nos sometemos con disgusto.

Tal era la situación del hombre occidental al entrar en el siglo XX. Los inventos científicos e industriales habían —durante el último tercio del siglo anterior— cambiado las condiciones físicas de la vida, especialmente en las ciudades. La electricidad y la mecánica transformaban el ambiente. Máquinas y aparatos habían creado nuevas maneras de vida, y llenado el mundo de formas nuevas. Diferentes eran, para el hombre —con los nuevos medios de producción, de comunicación y de transporte— sus relaciones físicas con lo exterior. Habían cambiado las condiciones de espacio y de tiempo.

Y el hombre se encontró con su vieja alma "fáustica” en un mundo nuevo, como un sonámbulo, pues corporalmente se movía entre la nueva realidad material, pero ajeno a ella, ya que su Mundo psíquico era un sueño retrospectívo.

Toda la nueva realidad material carecía de belleza y de sentido para el hombre que entraba en el siglo XX. Su atmósfera espiritual era distinta: ser psique proseguía viviendo en el mundo de los valores estéticos suscitados por el Arte anterior. La vida contemporánea no hablaba ya el lenguaje del arte; el arte ignoraba aún el lenguaje de la vida contemporánea.

Él hombre se adaptaba exteriormente, por necesidad práctica, a las nuevas condiciones de la vida civilizada, pero su completa inadaptación espiritual a esas condiciones, era causa de un profundo desequilibrio. Todo lo que constituía el desarrollo material de la civilización: electrodinámica, magnetismo, ferrocarriles, automóviles, tranvías, grúas, vapores, usinas, arquitectura del hierro y del cemento, cinematógrafo, radiotelegrafía —todo lo que era, en suma, el nuevo ambiente físico de su vida, sus nuevos modos de vivir, estaba desprovisto de sentido estético, y, por ende, de sentido metafísico..

Al hombre de la cultura humanista que entraba en el Novecientos, el mundo parecíale una cosa fea, prosaica, casi vil. Toda la literatura de las postrimerías del siglo pasado, expresa ese sentimiento triste del hombre obligado a moverse en un mundo de realidades antiestéticas. Y —complemento necesario — la nostalgia de las bellas edades pasadas, la evocación consoladora del Asia fabulosa, del Egipto hierático, de la Grecia eurítmica, del Medioevo enorme y delicado, del magnífico Renacimiento italiano, del siglo XVIII versallesco y galante, del claro de luna romántico de 1830...

El espíritu de la decadencia quería escapar a la realidad, no pudiendo adaptarla a su sensibilidad y a sus conceptos. Por eso, también, la poesía eglógica tuvo tan grande resurgimiento y auge hacia ese período. El Espíritu, lastimado contra la dureza del prosaísmo maquinista, aturdido y amargado, se refugiaba en la dulce tranquilidad de la naturaleza; huía de las ciudades tentaculares a la égloga virgíliana y su poesía daba a las cosas campestres suaves nombres griegos y latinos...

Para ver el mundo, el hombre de la Decadencia tuvo que ponerse gafas literarias. La literatura de esa época fue esencialmente literaria en el sentido peyorativo del término. Vivió de tradiciones, de evocaciones, de reminiscencias; era graciosamente erudita y sutilmente culterana. Vivió preferentemente del pasado histórico; ya evocando sus imágenes, ya queriendo restaurarlo en las tradiciones. Su vena creadora se había agotado, y no podía ser el intérprete de una nueva realidad vital. Estaba virtualmente unido al pasado, se alimentaba de el: era coronamiento y conclusión de una Edad. En su poesía, su pintura y su música, predominaban tonalidades violetas de crepúsculo.

Rubén Darío dijo una vez, que era, la suya, una poesía sincera, “sin comedia y sin literatura”. Sincera, si; y sin comedia, por tanto; pero, no sin literatura. Su poesía era esencialmente “literaria", aunque no lo quisiera, aunque no lo supiera. Llevaba la literatura en la sangre: vivía de cultura literaria.

Y literatura es, así mismo, -no obstante sus otros valores estéticos—, la poesía de Herrera y Reissig y de Lugones, como literaria es la poesía de la mayor parte de los más ilustres poetas simbolistas y parnasianos europeos; por cuanto la poesía no vivía ya directamente de la vida, sino indirectamente, vale decir, a través de la densa cultura elaborada, por todo el pasado, que constituía su medio.

Y además, o por ello mismo, aquel arte finisecular era un arte neurasténico. La neurastenia característica del arte decadente, proviene, en gran parte, de ese desequilibrio profundo entre el hombre y el medio, entre el arte y la vida, entre el espíritu y la realidad. Toda la generación de ese tiempo está dominada por la tristeza y el erotismo, mucho más profundamente, más orgánicamente que lo que estuvieron los románticos. En los románticos todo era apasionado e ingenuo, un poco popular... En los decadentes la tristeza erótica está intelectualizada, alambicada, pervertida. El simbolismo es una poesía aristocrática, por excelencia.

El mundo requería, en fin, un nuevo impulso original, una nueva oleada de vida, que renovara el sentido de la realidad y creara nuevos valores estéticos. Y del seno rudo de Manhatan, vino, al fatigado mundo occidental, el impulso renovador. Sopló, como un gran viento, la voz de Walt Witman.

Cierto que ya, en Europa, Verhaeren volvía su rostro al futuro. Aunque ligado por su sensibilidad y por su manera, al simbolismo finisecular, Verhaeren es el primer poeta que, en la Europa enervada y “hacia el fin de la Decadencia”, dijo la emoción de las ciudades tentaculares, la corriente tumultuosa de sus calles, los paisajes negros de las usinas, las altas chimeneas, torres de la industria, el dolor de la multitud proletaria, la cósmica palpitación de su entraña social.

Es Walt Witman, empero, —sin duda el más genial de los poetas modernos— quien aporta a la renovación estética de nuestro tiempo, la corriente de energía más definida y poderosa. Lo más vital y sustantivo del movimiento futurista y del movimiento expresionista, despertados luego en Europa, provienen de fuente witmaniana.

Es el enorme yanqui quien trae al mundo, como si fuera su advenimiento, el de un dios nuevo, —el sentido virginal y trascendente de la nueva valorización estética del mundo, la exaltación de las energías creadoras de la personalidad humana, la actitud emancipadora de toda tradición cultural,— la voluntad de renovación y la alegría del recomienzo.. Porque la alegría del recomienzo era, en Nietzche, demasiado intelectual, y además, llevaba sobre sus hombros de atleta heleno, el peso enorme, de todo el pesimismo alemán... En Walt Witman, en cambio, el júbilo es primitivo; sobre sus hombros no pesan siglos de cultura. No ha salido, como Fausto, de una biblioteca: ha nacido sobre la yerba, como los cabritos. No es erudito ni profesor de griego, sino inocente como un niño. Zarátustra anhela recomenzar y a tal fin hace un pacto con el Demonio, quien lo trueca en el Anticristo. Pero Walt Witman recomienza naturalmente...

La poesía de Verhaeren es como el “Morituri te salutant” de la vieja alma cáustica al nuevo tiempo que llega. En Verhaeren la visión del mundo es crepuscular. Su espíritu ambula entre las nuevas formas de la realidad, con la vieja tristeza intelectual de su tiempo. Sus ciudades tentaculares son monstruos grises y feroces como pulpos. Su cielo es de hierro, su suelo es de piedra, y entre la piedra y el hierro duros, el hombre de las ciudades trabaja y sufre, soñando con la dulzura de los campos alucinados.

En Walt Witman, la visión del mundo es auroral. Sobre las chimeneas y las torres civiles de las ciudades la mañana tiene la alegría de un atleta joven. El espíritu se despierta de un viejo sueño lunar, y se lanza a la calle como a una corriente viva y tumultuosa de voluntad y energía. Sus sentidos se embriagan de movimiento, de color, de olor, de ruido. Nada entre la multitud con la intrepidez segura de un nadador. Cuando sale al campo, no ve los lánguidos pastores de Virgilio, ni los dolientes campesinos de Tolstoy, sino "pionners" voluntarios y fuertes. Cuando llega la noche, el esplendor de los mundos remotos le hace esperar con alegría lo que está más allá de la muerte...

Y así como Verhaeren recorta en una alta colina su perfil pensativo y melancólico sobre el Fondo crepuscular de la Decadencia — ultimo gran poeta de su Edad!— Walt Witman se levanta, con su barba de viejo Adam mojada del rocío de la aurora, aureolado de perspectivas resplandecientes, caminando con alegría gimnástica hacia el Futuro, primer grande poeta  de un Recomienzo.

Walt Whitman: poeta de eternidad.mp4

 

Alberto Zum Felde - Alberto Zum Felde (Bahía Blanca, 30 de mayo de 1887, 1888 o 1889 - Montevideo, 6 de mayo de 1976) fue un crítico, historiador y ensayista uruguayo.
Revista "La Cruz del Sur"

 

Ver, además: Walt Whitman, por Víctor Pérez Petit

 

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