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El Ángel de los Charrúas[1] (Cuadro de Juan M. Blanes)
Antonio Seluja Cecín

 

I

Debo a nuestro querido artista nacional Juan Manuel Blanes la realización de una de mis ilusiones de rimador: la de ver una de mis ideas poéticas encarnada en el lienzo por un artista de genio.

Mi composición El Ángel de los Charrúas[2] ha dado tema a nuestro artista para trazar una figura que encarna las últimas notas de un dulcísimo acorde que se extingue, acorde virgen y salvaje, último rastro del poema desconocido de nuestras selvas primitivas.

Blanes, al anunciarme el envío de su cuadro, me decía que había seguido literalmente mi poesía.

El artista se ha equivocado, y es precisamente su equivocación lo que más me ha halagado en su inspirado lienzo.

Voy a explicarme.

Dos clases de poesía distingue Bécquer, ese insondable poeta que así busca el misterio y la filosofía en un rincón de una oscura plazoleta de Toledo, como en la ábside grandiosa de un templo arabesco o en el espíritu que infunde su imaginación enferma en una mujer de piedra.

Hay una poesía magnífica y sonora, dice; una poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana con todos las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura.

El Ángel de los Charrúas - obra de Juan Manuel Blanes

Hay otra natural, breve, seca; que brota del alma como una chispa eléctrica; que hiere el sentimiento con una palabra y huye y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía.

La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo el mundo.

La segunda carece de medida absoluta; adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona; puede llamarse la poesía de los poetas [3]

Yo, que he aspirado siempre a realizar en mis rimas este segundo género; ya que quisiera escribir una composición antes de morir que sólo me la comprendieran algunas almas y todas ellas de distinta manera; yo que creo ver en este género de poesía algo parecido a lo infinito que es todo sin ser nada individualmente; he tenido la pueril pretensión de creer que mis versos han sido para Blanes la palabra descarnada y seca que hiere el sentimiento y huye; la idea vaga e intangible que ha tenido la suerte de despertar las mil que dormían en el fondo de la fantasía del artista, dejando en su creación la huella apenas de su contacto lejano.

He aquí porqué he querido gozar en la equivocación de Blanes; he aquí porqué me halagaba el pensar que el artista, creyendo que seguía mis versos, ha seguido salo su inspiración despertada por el ligero roce de la mía.

¡Y cuánto ha ganado la obra de Blanes al beber la inspiración espontánea y subjetiva del alma que le daba vida!

 

II

Mis versos han pretendido ser una vibración arrancada a esa arpa eólica de las primitivas selvas americanas, en cuyas cuerdas duerme un poema de salvajes armonías que

Una voz, como Lázaro, espera,
Que le diga: "Levántate y anda"
[4]

Allí en aquellas selvas del Uruguay vagan y suspiran impalpables las sombras de Gualconda y de Liropeya las hermosas indias de la tristísima leyenda. Allí se levanta el recuerdo de Zapicán, que articula aún el himno de guerra:

¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed. Y la sed de las espadas se templo con sangre.

Es el himno de una raza que tiene que morir; pero que sabe morir.

Allí resuena aún el fragor de los primeros combates y el eco de los últimos amores.

Allí, bajo los añosos arbolados de aquellas selvas primitivas, tienen que explorar los poetas americanos un mundo nuevo a fuerza de ser viejo y olvidado, en el que crecen los laureles que piden liras para abrazarse a ellas.

El secreto para ser universal en las producciones artísticas es ser eminentemente nacional.

Ninguna obra más universal que EL QUIJOTE, y nada más nacional que sus tipos esencialmente españoles.

En nuestra naciente literatura uruguaya, tengo para mí que morirá más de las tres cuartas partes de lo que existe, y sin embargo vivirá El Charrúa del coronel Bermúdez, drama que, a pesar de su desaliño, tiene el gran mérito de su sabor indígena. Lo que sobre temas análogos ha escrito el Dr. Magariños Cervantes lleva en su género mismo la garantía de su perpetuidad. Su Celiar es mil veces más conocido en América que las demás obras de no escaso valer debidas a su fecunda pluma.

Abrigando estas ideas, concebí el propósito de formar una pequeña colección de poesías indígenas.

¡Vana pretensión!

Sobraba tema y faltaba poeta, y de ahí que mis rimas El Ángel de los Charrúas, que están muy distantes de pretender ser un ejemplar del género, fue lo único qué salvó, más o menos contrahecho, del naufragio de mi proyecto, y lo que ha inspirado a Blanes un cuadro admirable en el que está condensada toda una raza en una figura típica, y un poema de soledad y de misterio en un bosque del Uruguay iluminado por la luna.
 

III

 

Es tradición, no sé si fidedigna, que los charrúas adoraban a la luna. No citaré las fuentes de donde he sacado esa idea; ni quiero acordarme de las fuentes ni tengo, interés en hacer prevalecer la idea.

Después de la última y decisiva batalla librada por los charrúas, al mando de Zapicán, contra los españoles, batalla que casi aniquiló por completo a los indomables salvajes, la noche envolvió con sus sombras el campo ensangrentado del combate. (1)

La luna se levantó entonces acariciando el triste sueño de la tierra con su luz, y sus primeros rayos se condensaron en la cumbre de una loma y encarnaron la figura intangible de una india: era la luna misma que lloraba el aniquilamiento del pueblo que la adoraba, era el ángel de los charrúas.

La luna, el ángel luminoso lloró sobre las ruinas de su pueblo y, cuando aquélla se escondió en el horizonte, los rayos que encarnaban la india de la loma, se replegaron a su centro, y el ángel de los charrúas se disolvió, para no posarse jamás sobre aquellas lomas ensangrentadas en que repercutía el ruido simbólico de las cadenas que en aquel momento se oía a bordo de los buques españoles.

¡Cadenas! ¡Pobres charrúas! 
¡Ay de la raza vencida!
¡Cayó una raza inocente!
Sin dar un paso hacia atrás 
Dobló la bronceada frente. 
¡Cayó una raza inocente!
Para no alzarse jamás.

Tal es el tema de la composición interpretada por Blanes, o más bien adivinada por nuestro grande artista.

En primer lugar el paisaje que rodea la figura protagonista, iluminado por un dulcísimo claro de luna, es de una verdad poética incomparable.

Cualquiera que conozca las preciosas riberas de nuestro Uruguay; cualquiera que las ame como se ama la patria, distinguiría entre mil el paisaje de Blanes por un secreto anuncio del corazón.

Por el fondo se distingue la lejana corriente del río en el que se ve la arboladura de una nave, la primera de su género que rompía las aguas con su quilla y a cuyo bordo venía una civilización que no supo entrar en América sino por la herida modal abierta en el corazón de una raza inocente y libre.

En el espacio que media entre el río y el primer término, se extiende el campo del último combate sembrado de cadáveres y atravesado por algunos indios que huyen entre los árboles.

En aquel campo hace frío; corre un cierzo helado penetrante coma la hoja de un puñal.

¿Cómo se pinta el frío?, me dirán los lectores.

Preguntádselo a los grandes ingenios del arte; preguntad a Blanes cómo pudo imprimir la huella de esa impresión subjetiva en los árboles, en la yerba y hasta en las piedras de su misterioso paisaje.

La luna era la protagonista de mis rimas; al idearlas me propuse trazarlas con conciencia y subí a la cumbre del cerro de Santa Lucía, que se levanta en el centro mismo de la ciudad de Santiago, para observar la salida del astro que allí se levanta sobre las espaldas de las nevadas cordilleras.

De mis impresiones de entonces nacieron los siguientes versos de la composición:

Las siluetas de las lomas
Con iluminadas líneas,
Poco a poco comenzaron
A dibujarse indecisas;
Sobre ellas, formando copos
De formas todas distintas,
Se encendió un hermoso grupo
De plateadas nubecillas;
De entre ellas salieron rayos
Perdidos entre ellas mismas;
Los átomos encendidos
Brillaron con luz tranquila,
Y de entre todos, besando
A nubes, rayos y líneas,
Serena se alzó la luna
Con quieta melancolía,
Acariciando a la tierra
Con su luz diáfana y tibia.

Si no mis versos, mis impresiones de aquella hermosa noche están reproducidas en el cielo de Blanes con una exactitud y una transparencia tales que constituyen, en mi sentir, una de las principales bellezas del cuadro.

La luna, semejante a un radiante escudo de batalla, aparece aislada sobre un grupo de nubes blanquecinas; comunica su transparencia al cielo y al campo y va a resbalar en la figura de mujer que se ve en primer término sentada en una loma reclinada llorando, sobre una piedra.[5]

Es el ángel de los charrúas.

 

IV

Sí, me dirá Blanes; pero nadie sino el que los concibe está obligado a comprenderlos literalmente.

Tendría sobrada razón mi inspirado amigo, y en ese sentido su concepción es magnífica y fiel al mismo tiempo.

La actitud de la protagonista del cuadro revela el talento de su autor.

Sentada con dolorido abandono sobre una loma, apoya la mejilla en la mano izquierda y la barba sobre el pecho; el brazo derecho descansa sobre una piedra, cubre el seno con artístico pudor, y reemplaza el tipoy con que en la composición están veladas sus tímidas formas.

Sujetas con un cintillo de cuero que le ciñe la frente, se ven sobre ésta tres plumas, roja, blanca y azul a las que agita suavemente el viento. La composición del cuadro, y sobre todo la de la india es de una amplitud y de una unidad incomparables; las líneas del dibujo han sido trazadas por quien supo colocar treinta y tres figuras en un arenal desierta y darles todo el vigor y la variedad de un himno espléndido de gloriosos recuerdos; por el autor del juramento de los Treinta y Tres, la primera obra de Blanes en cuanto a la línea ya que no en cuanto al colorido.

El del ángel de los charrúas revela un profundo conocimiento de las medias tintas y colores artificiales y está tratado con la seguridad y la conciencia que guía el pincel o el cincel de los grandes artistas.

No es en nuestro país, dicho sea en honor de la verdad, donde podemos adquirir conocimientos siquiera someros de los secretos del colorido. No sé que exista una mediana colección de telas que nos pueda dar idea de las principales escuelas.

Tengo pues que apreciar el cuadro de Blanes con el profano criterio del que se encuentra oprimido en estrechos horizontes artísticos.
A pesar de mi temor de importunar a mis lectores, no puedo dejar de hacer mención del rasgo que en el cuadro revela más el ingenio de nuestro artista: la fisonomía de la india.

Era un misterio encarnado
Entre las selvas indígenas
Por los amores del cielo
Con una tierra bendita.
Era un ser que condensaba
Toda una raza extinguida:
Las lágrimas de los niños,
Los suspiros de las indias,
Los ayes de los guerreros
Que combatiendo, caían;
Los aullidos de combate
Las ramas que el viento agita,
El silbar de las saetas
Y bolas arrojadizas;
El golpe de las macanas,
El bote de lanzas indias...
El caer de cuerpos muertos
Y alzar de almas redimidas...

Todo eso y mucho más está escrito en la mujer creada por Blanes.

Tiene todos los rasgos característicos de la raza americana: color cobrizo, frente angosta, cabellos negros y lisos, pómulos salientes, nariz dilatada, labios gruesos, y sin embargo es una cara hermosa, en la que se refleja una dulce fiereza, y un dolor sin esperanza, pero sin desaliento.

Las ideas de dolor abruman su frente, pero no hay lágrimas en sus mejillas: su fisonomía encarna el egoísmo del dolor que tiene celos de las mismas lágrimas.

Si las lágrimas son la sangre del alma, en la región del sentimiento acontece lo que en lo físico: las heridas más dolorosas y mortales son las que no brotan sangre.

V

Con sentimiento me veo en el caso de poner punto final a estos desaliñados borrones.

Como la nube aquella de que Hamlet hablaba al complaciente Polonio que ya era un elefante o ya una ballena o comadreja, así las ideas puramente artísticas llevan la imaginación donde ésta no intenta llegar. Como cuando se cree ver una nube se ve una montaña, así creyendo encontrarme con algunas ligeras apuntaciones, me encuentro con un montón de carillas escritas, y llenas de ideas incoherentes.

Mi buen lector recoja de ellas lo menos intolerable, mientras yo procuro concentrar mis impresiones sobre el precioso lienzo de nuestro grande artista.

Blanes ha tratado El Ángel de los Charrúas con toda conciencia.

Le he seguido a usted como he podido, me escribía mi inspirado amigo, y tan a la letra que no encontrando en su poesía la palabra "alas", mi ángel no es alado.

Es indudable que el ángel de los charrúas no podía ser alado; además de otras razones, que no escaparán a mis lectores, Blanes consigna la principal.

Creí que aparición, luna, fluido, o ensueño no volarían, y podrían desaparecer sin volar.

La composición del cuadro es grande y original; el colorido hermosísimo y las líneas irreprochables.

La noche de los tristes recuerdos ha dado al cuadro todo su dulce colorido.

Sólo un artista americano podía pintar ese cuadro, y sólo los americanos podemos comprenderlo en toda su extensión poética.

La ilusión de que hay algo de mi alma en el precioso lienzo, me lo hace amar como el fruto del consorcio del alma de Blanes y de la mía.

A aquél la gloria, a mí la satisfacción subjetiva.

[1] Se reprodujo en la Revista Nacional (Montevideo, julio de 1941. Año IV. Nº 43. págs. 108-109), y en El Bien Público (Montevideo, jueves 6 de noviembre de 1941. Año LXIV. Nº 19.572, pág. 4, cols. 1. 2. 3 y 4). Recogido en Obras Escogida, de Juan Zorrilla de San Martín. Madrid. Aguilar S. A. de Ediciones, 1967. Edición, estudio preliminar y notas de Roberto Bula Píriz.

[2] El Ángel de los Charrúas Poema incluido en Notas de un Himno (poesías Líricas). Santiago de Chile. Imprenta de La Estrella de Chile, 1877. Entre las muchas tentativas juveniles de Zorrilla de San Martín por inmortalizar a la raza charrúa, se encuentra esta composición.

[3] La Soledad. (Colección de cantares por Augusto Ferrán y Fornes). página de crítica literaria.

[4] Estos versos pertenecen a los dos últimos de la Rima VII de Gustavo A. Bécquer (Del salón en el ángulo oscuro).

[5] En el año 1574, el bizarro capitán español Juan de Garay, llamado en su auxilio por el adelantado Juan Ortíz de Zárate, derrotó en tierra oriental -para siempre- a los bravíos charrúas capitaneados por Zapicán. En dicha acción murieron los principales caciques indígenas: su poderío quedaba aniquilado para siempre.

Juan Zorrilla de San Martín

EL Bien Público. Montevideo. domingo 28 de marzo de 1880. Año III. Nº 411, pág. 1, cols. 1, 2, 3 y 4.

Juan Zorrilla de San Martín en la prensa
Escritos y discursos
Recopilación, ordenación, estudio preliminar y notas por Antonio Seluja Cecín
Ediciones del Sequicentenario, Montevideo, nov. 1975

Texto recopilado, escaneado y procesado en abril del 2003 por el editor de Letras  Uruguay Carlos Echinope echinope@gmail.com Twitter: @echinope

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