En un nuevo aniversario de la consagración de
Juana de América |
En nuestro tiempo de fáciles y perecederas entronizaciones, que asumen la pretensión de desterrar lo consagrado y lo tradicional; en nuestro tiempo iconoclasta e inconsecuente, mantenemos una fidelidad y una emoción que redimen nuestra proverbial inconstancia y reafirman el tono de nuestras lealtades. El nombre de Juana de Ibarbourou conserva la integridad de su invulnerado prestigio, en el correr de los días; el tiempo, ese gran nivelador -justiciero inconsciente- que concede por igual consagraciones y olvidos, que devora contornos y lima pedestales, da, en el caso de Juana de Ibarbourou, la necesaria perspectiva para penetrar el alcance de su personalidad singular, y la duración inalterable de su mensaje lírico. Hace 18 años, América testimonió, dando su nombre a una hija de excepción, algo que era, más que su pleitesía y admiración de entonces por aquella joven maravillada, vaticinio y convicción de su destino. Videncia de un continente que ya se honraba a sí mismo, anticipando el sentido ascensional de su gloria futura. Es innegable que Juana explica y justifica su celeste permanencia en el primer cielo de las poetas americanas. De aquella adolescente estremecida por el milagro de saberse viva, admirándose -lírico Narciso- en los agrestes y móviles espejos de un arroyo, o en la hondura meditativa del agua quieta de un aljibe; de aquella joven que temía a la muerte y se aferraba con salvajes raíces a la realidad de la existencia, nutrida por savias milenarias que le otorgaron la ebriedad y el impulso de la vida -primavera frutal signada por el canto- ha llegado a su otoño, rico de estoicismo, de profundidad, de comprensión; la ilumina una madurez sagrada, propicia para jornadas líricas de aún más hondo trascender poético. Su espíritu es ilimitado en su fecundidad, porque Juana no sale en busca del verso, ni conjura a éste a ir hacia su alma como un "esforzado viajero", sino que su poesía es como revelación, trance, éxtasis gozoso, comunión y transporte ante deidades inmateriales evadidas del tiempo. En ella se da lo inesperado, desorden íntimo, caos creador donde alienta -Zeus de una nueva especie- ese "desconocido que le dicta en silencio". Todavía apacenta su "rebaño de estrellas"; pero ahora camina mirando hacia otro cielo. "Por otras calles voy mucho más altas", nos dice con el sereno convencimiento de quien ha superado la propia estatura. En 1929, decía con asombro Alfonso Reyes que "Una cosa leve y terrible -una mujer- se había adueñado de las palabras". Y añadía después: "Y Juana en el Norte, Juana en el Sur, en el Este y en el Oeste: por todas partes fueron cayendo las palabras. Juana donde se dice Poesía y Juana donde se dice Mujer. Juana en las fiestas de la razón y en el luto de los corazones. ¡Oh, invasión! ¡Oh, Evangelio! ¿Y eras tú, di, aquella pequeña gracia escondida, y saliste a hacer temblar a todos? Alta función de la poetisa, porque nos estimula mucho más que cien hombres. En estos pueblos de anhelo y brega; en estos pueblos nuestros sedientos, ¡qué mejor piedad, ni qué misericordia más plena! En el desfile histórico de los Padres del Alfabeto, nuestros maestros y ensayistas americanos, nuestros gramáticos americanos, nuestros poetas y doctores de uno a otro extremo de la raza, aparece algo más cercano a la forma pura del alma: una mujer. Con cuánta justicia la aclamamos nuestra Juana de América". Así se expresaba quien, tras tantos años, vuelve a estar presente en la fecha inolvidable; desde México acaba de llegarme este cablegrama: "Dora Isella: Ruégole encarecidamente presentar mi calurosa adhesión homenaje mi admirada querida Juana de América". Firma: Alfonso Reyes. ¡Inalterable constancia en el recuerdo, que es don de los grandes! No es ésta la oportunidad ni éste el momento de intentar revisiones de una obra por demás conocida. Repetición sería la semblanza de sus valores estéticos, de su influencia, de su aporte y resonancia en la lírica americana. Casi diría que mi presencia aquí hoy, no tiene más que una finalidad: recordar que hace 18 años que esta mujer excepcional viene enorgulleciéndonos y justificando nuestro orgullo; que hace 18 años que su nombre se repite con unción por encima de nuestras fronteras, iluminando con su resplandor sagrado e indeclinable; que es el primero que se menciona entre los primeros cuando quiere hablarse, conjuntamente, de Gracia y de Poesía. Mi presencia aquí, hoy, repito, no hace más que interpretar esta acendrada, sostenida admiración, que ya es fervor sin decaimiento. ¡Y cuánta razón tenemos al admirarla! Trataré de señalar, rápidamente, cómo ha crecido su voz, desde aquella juventud dichosa que entendía el latido de su corazón como reflejo del paisaje, y amaba el sol y la miel y los colores y el agua y el sonido, como manifestaciones distintas de una vida única, y que veía en el día y en la noche dos formas hermanas del misterio -hasta esta prodigiosa criatura de hoy, replegada en su aislamiento cordial, castellana de su acogedora soledad. La dionisíaca exaltada -como si hubiera resuelto obedecer el milenario consejo de Omar Kháyyám - vivía el minuto jubiloso del presente, y aun sabiendo que "no hay panal ninguno que miel eterna dé", con el sublime abandono de quien calza "la sandalia viva de la primavera", exclamaba: "Mañana... -Más quién piensa de veras en mañana!" Y toda su filosofía del más allá se cifraba en la esperanza de una candorosa resurrección; transfigurada en lirios morados, ascendería nuevamente sobre la tierra, para recibir el beso del sol y de la vida. Ahora descubre lo que había de confianza excesiva en su despreocupado anhelo adolescente; y así nos dice, en "La última muerte": |
Se me acabó la muerte |
En su gozo exultante, temió a la muerte porque era la negadora de la ebriedad y el movimiento, y, sin preocupaciones metafísicas, sólo se dolía de su inmovilidad futura -condenados sus pies ágiles a "perpetuo reposo"- y de su forzado silencio: |
Entonces, aunque digas: -¡Anda!, ya no andaré, |
Aquí, es la pérdida de lo inmediato que la lastima; ser arrojada de la luminosidad y de la melodía de su cielo, cuando, condenada a la suprema mudez, y a la quietud irremediable, aún siga existiendo su abandonado universo; y reconoce, no sin encono, que "se oirá zumbar la vida", todavía, "como una abeja ebria", en un desafío último y sin respuesta. Pero ahora habla de ese viaje final, despojada de todo temor y toda sombra, como adelantándose a su misterio; ya no es la Muerte una enemiga, sino "la bien callada" y "la melodiosa". Pensaríamos más bien en aquélla que Darío nos personifica como una joven "semejante a Diana", colmadas sus manos de "rosas siderales" y agua del olvido. Juana concibe el morir como un encuentro consigo misma, con la que era ella al iniciar su destino. Reencuentro con "el ángel": |
Cuando la hora llegue, |
En la "Elegía de los veinte años" confiesa que no tiene más como fiador a Dios, en aquélla riesgosa y repetida aventura de su alma. Y pide permiso a la vida para depositar otra vez, en la tumba de esos veinte años, aquélla margarita ingenua y sin culpa consultada con gravedad en las primeras impaciencias de su corazón. "Tiempo" nos dice el sentido de su hondura; el reconocimiento de su trayectoria íntima, desde ese ayer en que se sentía arrullada por la eternidad, hasta el "De Profundis" que entona la sabiduría de su presente. |
Me enfrento a ti, oh vida sin espigas, |
Como un don precioso, rescata a veces, en solitaria angustia, su esperanza; y en esa selva densa de preocupaciones; y en ese mundo traspasado de profundidad por donde transita el milagro de sus poesías últimas, aparecen afirmaciones de fe que iluminan como una llamarada: |
........... Ahora todo es un mañana |
Anotamos, empero, y no sin melancolía, la gravedad de atardecer con que canta la alondra; la rebelde que desafió a Caronte, nos dice ahora: |
Apaciguada estoy, apaciguada, |
Pero, ya se trate de la chicuela harta de "vida civilizada", o de ésta en cuyo pecho confunden sus alientos "el lobo ahíto y el jazmín perfecto"; ya viaje sangre adentro por el camino de su rebeldía, o se dé en floración de ternura, corazón afuera; se nos aparezca alegre, exuberante, dulce; o resignada, o apacible; criatura de la pasión, o de la gracia, no importa bajo qué forma se nos muestre; el laurel eterno de su canto nos da, por siempre, la dimensión exacta de su cielo. Díjele yo, y lo repito ahora: |
De una raíz salvaje se incorpora
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Quiero cerrar la evocación que de esta mujer inmensa ha hecho mi voz pequeña, amparada en la única fuerza de mi devoción, y custodiada por la sinceridad del acento, con unas palabras que me indujo a escribir una candorosa pregunta, que sólo el talento se puede permitir: "¿Pero qué hay de grande en mi poesía?" ¿Sabéis quién, días pasados, me hacía esta pregunta? Juana de Ibarbourou. ¿Qué otro comentario? Se necesita llenar la vida poética de un continente con un nombre alto como el suyo, para poder preguntarlo. "¿Pero qué hay de grande en mi poesía?" Eso, precisamente: que no lo sabe. Recuerda lo que decía Rilke: "Ser artista es: no calcular y no contar". Y exhortaba al creador -como difícil prueba- a "permanecer inconsciente, distante de sus mejores virtudes, si no quiere frustrarles su ingenuidad y su integridad". Y esto ocurre con Juana: que el verso le brota propio, y ella se asombra como si fuera ajeno. Espontaneidad, frescura, ineditez. La poesía se le da como don inexplicable y sagrado, don a la vez funesto y luminoso con que los dioses agraciaron a una criatura en la que todo es gracia. Existe, y eso ya alcanza a conmovernos, porque es como dádiva prodigiosa. Igual que la luz, que ilumina porque iluminar es cosa inherente a su destino, así es de auténtica, por inconsciente de su trascender. Nadie podía sospechar que el ave despreocupada y libre que volara desde sus serranías natales, lírico ruiseñor ebrio de aurora, escondía el pecho ya grave y triste; más admirable nos resulta, sabiéndolo, la tonalidad frutal y agreste de su canto. No han sido los años ni la vida: ya venía herido -inevitable designio sobre las frentes elegidas. Como Perséfona, parece surgir de las entrañas de la tierra. O descender de lo inescrutable de un astro. De lo profundo, o de lo alto; de lo inaccesible llega, sin lugar a dudas. Trae a la vida una intuición poderosa; únicamente así, puede explicarse la dimensión de su talento -que, en este caso, no excluye una prodigiosa belleza. Juana supo entregarnos en sus primeros libros, ese clima que debió tener la primavera del mundo. Pagana, panteísta, para Juana nada hay estático, todo tiene su dinamismo, hasta la piedra; una fuerza oscura, determinante, late en cada cosa; fuerza primaria, desnuda, desconocida v casta, como el venero de donde le mana el verso.
Nadie más distante que ella del poeta erudito; por eso lo que escribe es cristal, y no espejo. ¿De dónde le viene, entonces, su sabiduría? De sus profundidades, de su riqueza interior -veta inagotable-, que logra una esforzada serenidad, triunfadora del sufrimiento y el llanto, superando el duro e inevitable enfrentarse con la amargura y con la incertidumbre y con la injusticia - que de esto nadie se libra-; dolor heroico -como dice- de hacerse para cada día un nuevo par de alas. Su sabiduría -demos gracias por ello- le sube desde el corazón. |
Apaciguada estoy, apaciguada,
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nos dice en uno de sus últimos poemas; pero el suyo, es el sosiego de la madurez, bien distante, por cierto, de la calma interior; pero el suyo es el sublime silencio de las selvas, poblado de rumores, y que nos permite toda la esperanza. |
Queda detrás el límite |
Exacto vaticinio. Milagroso recomenzar -del que tanto aguardamos-, tal el de las estaciones bajo el zodíaco: juventud perdurable que recomienza, para ella, en el cielo de cada día. |
por Dora Isella Rusell
Montevideo, 10 de agosto de 1947.
Ver, además:
Juana de Ibarbourou en Letras Uruguay
Dora Isella Russell en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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