Carlos Federico Sáez Hijo de su época por Raúl Montero Bustamante
Carlos Federico Sáez
Óleo sobre tela |
Carlos Federico Sáez es uno ele los representantes de lo que se ha dado en llamar “el novecientos ”, momento típico de la evolución intelectual y espiritual que, en el tránsito del siglo pasado al actual adquirió en nuestro país caracteres peculiares y que, por sobre las denominaciones parciales adoptadas por las capillas literarias y artísticas, en su tiempo se le llamó decadentismo, siendo así que esta agitación de la inteligencia y de la sensibilidad tenía todos los caracteres de un verdadero renacimiento. Sin embargo, la denominación tenía su razón de ser. En aquella nueva actitud de poetas, escritores y artistas había una mezcla de fuerza y fragilidad, de exaltación y desmayo, de vida y muerte. Basta para comprobarlo evocar algunas de las figuras protagonistas de la agitación espiritual que dominó las almas de la generación de fin de siglo, la cual se manifestó, no sólo en la novedad y, a veces, en la bizarría de la obra realizada, sino también en la intimidad de los espíritus, en lo pintoresco, en lo triste, en lo dramático y, en muchos casos, en lo breve de la vida de los actores. Además de Sáez, entre los literatos, José Enrique Rodó, Julio Herrera y Reissig, Roberto de las Carreras, Horacio Quiroga, María Eugenia Vaz Ferreira; entre los pintores y escultores, Pedro Blanes Viale, Carlos María Herrera, Milo Beretta, Juan Manuel Ferrari, Ernesto Larroche, Rafael Barradas, Carlos de Santiago; entre los músicos y compositores, Alfonso Broqua y Eduardo Fabini, para sólo nombrar a quienes ya no existen y a quien ha muerto para la inteligencia, fueron fuerza, exaltación, vida; pero fueron también fragilidad, desmayo, muerte. A los más de ellos es aplicable el melancólico verso de Menandro: “Joven perece el que es amado de los dioses”. Rodó, que fue uno de los que tuvo mayores elementos psicológicos de equilibrio, sufrió en su primera juventud la ansiedad de la espera de “el que vendrá” y la angustia de insaciables anhelos, que él sentía plásticamente expresados en la frase con que termina el Fortunio de Gautier: “tengo más sed que el desierto”. En la edad de las ilusiones plegó su ceño; la pureza de su prosa, tocada por la gravedad del pensamiento, se tornó marmórea, y se encerró en su taciturna segunda juventud, para morir en la madurez de su talento literario. A Herrera y Reissig lo vimos constantemente precipitarse desde la euforia creadora y la fulgurante embriaguez del optimismo a insondables simas de mortal congoja y depresión, para enfrentarse definitivamente con la muerte al llegar a los 35 años. De las Carreras, luego de su fugaz ostentación de dandismo literario, de novelescas aventuras a lo Eolia, y de satánico orgullo, se despojó de su penacho y depuso su actitud para sumergirse en la angustia de la neurastenia, que desembocó en el delirio sistematizado, en cuyas sombras sobrevive como un fantasma. Horacio Quiroga, no obstante su frágil envoltura, luchó como Hércules, contra invulnerables leones, hidras de nueve cabezas, jabalíes erimantios, monstruos estinfálidos y aullantes Carontes, para luego, todavía en la plenitud, evadirse de la angustia de vivir. María Eugenia, después de prodigar los tesoros de su sensibilidad en maravillosas piezas líricas, se envolvió en la clámide parnasiana y arrastró su imperial tristeza, que halló término en la temprana muerte. La misma ansiedad e inquietud experimentaron los pintores y escultores, y también alcanzó a algunos de ellos el adverso destino. Ferrari, espíritu fuerte y realista hecho para la lucha, amontonó como un titán trozos de montaña de la Cordillera para caer en seguida, cuando el sol de su vida apenas había cruzado el meridiano. Blanes Viale regresó de Europa antes de rayar el novecientos, enlutado, triste y silencioso, con sus melancólicos 30 años, su caja de colores y sus telas vibrantes de fuerza vital que contrastaban con la secreta ansiedad y la oculta angustia que formaron el fondo del carácter del artista que, ya en la cumbre, experimentó la tortura de verse morir antes de tiempo. Herrera partió cuando sus pinceles se preparaban a continuar un verdadero ciclo de superación. Beretta se fue silenciosamente, como había vivido, dejando el imborrable recuerdo de su pálida figura, de su refinado gusto, de su sensibilidad de decadencia, legando sus colecciones de esteta y sus telas impresionistas llenas de pura gracia y vibrantes de inquietud. Larroche. el poeta del paisaje, vivió pintando, luchando y muriendo, y dejó sobre la tela el rastro indeleble de su talento y su melancolía, y en el anecdotario de la época su inquieta figura, su gesto inconfundible, su engolada cabeza tocada por el chambergo de anchas alas. Barradas, luego de volcar su complicado mundo interior en sus estremecidos lienzos y cartones que conservan los elementos de lo que debió ser su obra orgánica, cayó vencido por el mal como un cirio que se consume. Carlos de Santiago, amparado en la diplomacia, logró prolongar su vida hasta la ancianidad; se extinguió añorando su pintura juvenil revolucionaria hecha, ya de grandes masas de color, ya de lisos planos elementales, y recordando melancólicamente la bohemia de los primeros años animada por su genio y su travieso espíritu. También los músicos pagaron tributo a la inquietud del siglo. Alfonso Broqua. discípulo de Yineent d´Indy, después de traer al ambiente musical la novedad de la escuela francesa moderna con su delincuencia, sus disonancias y sus recomposiciones armónicas, y el espíritu cáustico que animó su conversación y su aguda pluma, volvió a París para no regresar más. Eduardo Fabini, junto a su virtud de ejecutante y a su obra de compositor en que vibra el sentido de modernidad aplicado a las cosas de la tierra, legó con ésta el recuerdo de sus años juveniles: una estampa romántica que cruzaba solitaria las calles de la ciudad, cubierto el busto por el paleto de pana azul, tocada su encrespada cabellera con el clásico sombrero de anchas alas. |
No se puede silenciar en esta evocación de escritores y artistas el nombre de Pedro Figari aunque haya pertenecido a una generación anterior. En realidad convivió con la generación del novecientos, al principio solamente como suscitador y crítico; años después, ya muy entrado el siglo, cuando en la ancianidad comenzó a realizar la obra pictórica con que había soñado durante largos años, como maestro y creador de una escuela que, acaso, haya nacido y muerto con él, tal es su originalidad y su fuerza personal evocativa. En la preclara constelación del novecientos Sáez fue un súbito resplandor que se apagó en la sombra de la muerte. Lo vimos regresar de Europa, en el umbral del siglo, como un joven príncipe oriental que transporta su suntuosa tienda del desierto, con sus tapices, sus telas, sus joyas, sus perfumes, sus misteriosos filtros y elixires. Así llegó aquella frágil figura de dandi, con su bello y pálido rostro, sus oscuros y ardientes ojos, su negra y brillante cabellera tocada por el amplio sombrero gris, sus manos afiladas y exangües que tantas veces dibujó, a la luz de la lámpara, y que él amaba enjoyar con raros anillos de primorosos engarces, su breve pie ricamente calzado, sus trajes de impecable corte, sus plastrones y pañuelos de suntuosos colores que parecían reflejar los tonos de los lienzos y tapices con que ornó su taller para recordar las deslumbrantes fantasías orientales y los cálidos lienzos de los maestros venecianos. El niño prodigio que, estimulado por D. Juan Manuel Blanes, partió para Europa, se había convertido en extraordinario artista, y su genio pictórico había llenado de pasmo a sus maestros que no atinaron sino a admirar y estimular sus singulares dotes y su vocación. El contacto con las ciudades europeas, la contemplación de las obras de los museos, las enseñanzas del anfiteatro de la Academia de Roma, la frecuentación de los talleres de Pradilla y de Micchetti, la vida mundana y la vida bohemia, las encontradas corrientes estéticas que durante los seis años que vivió en Europa agitaron el ambiente artístico y literario de las grandes ciudades, donde disputaban las escuelas derivadas del impresionismo con los viejos maestros de la Academia, no hicieron más que exacerbar su individualismo, su fogoso temperamento, su original personalidad, la violencia sensual con que veía la forma y el color y los trasladaba al lienzo, la exquisita gama de su complicada sensibilidad, la genial penetración con que se posesionaba del alma y el carácter de sus modelos. Y a esto se agregaba todavía ese sello inconfundible que imprimía a todo cuanto creaba con su lápiz, su pluma o sus pinceles, que es la parte épica de su obra, la cual aun cuando es producto personalísimo que procede de la honda intimidad del artista, traduce también el carácter y el sentimiento de la época en que éste vivió. Mas, junto con su genio y con su obra, Sáez traía en su frágil envoltura corporal el germen de la temprana muerte. Apenas pudo respirar un año el aire de la patria. El pintor se sumergió en el insondable arcano cuando acababa de alcanzar los 22 años. |
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*** ¿Por qué Sáez y la mayor parte de estos artistas y escritores, y otros que olvido, experimentaron pasión o desertaron tan pronto de la vida? Es que la generación fin de siglo trajo al mundo una tremenda carga espiritual, carga que, cuando la materia era frágil, la hizo estallar como la hirviente agua quiebra el cristal del vaso. Rodó, en sus primeros ensayos, al hablar de su propio estado de alma, se refirió a la crisis moral de esta generación que cerró un capítulo de nuestra cultura y abrió otro, pero para lo cual le fue necesario golpear sobre la dura roca de la incomprensión y de la indiferencia. Decepcionada de los sistemas filosóficos que nada ofrecían a su sed de ideal, hastiada de formas literarias que no podían expresar los nuevos matices del pensamiento, de la sensibilidad y de la imaginación, y de fórmulas académicas que, en las artes plásticas, no satisfacían la inquietud creadora de los artistas, sintió que la reacción espiritual, de que eran derivados las nuevas corrientes estéticas que agitaban los grandes centros europeos de cultura, podía satisfacer aquellos anhelos y vagas aspiraciones. Buscaron sus componentes en ella el significado Mitológico del hombre y de la vida y, a las limitaciones y negaciones de las escuelas positivistas opusieron el vago idealismo de Ariel, que era una forma de metafísica, sustituyeron el lenguaje poético convencional y, a la retórica romántica, a las manoseadas y ya inexpresivas figuras, y a la gastada sensiblería opusieron un nuevo concepto de la fonética y de la métrica, nuevas formas sintácticas, inesperadas maneras de expresar, no solamente las ideas sino también los movimientos de la sensibilidad y del ensueño, aun aquellos más sutiles y complejos estados de alma que parecían no caber en el molde del idioma. A las fórmulas académicas de la docencia pictórica, sin rechazarlas en su esencia, opusieron la libertad, la audacia de la técnica, el sentido personal del color y del dibujo, la universalidad de la temática, el desbordamiento temperamental, el culto de lo nuevo, el entregamiento sincero y total del artista a la inspiración propia frente a la tela y los tubos de colores, o frente a la arcilla o la piedra. Siguieron pintando y modelando la figura humana e interpretando el paisaje, pero sobre todo procuraron pintar almas, pasiones, sentimientos, estados morales; descubrir en la naturaleza el alma universal, y hallar, dentro de un sentido panteísta aplicado a la creación artística, los medios de expresión capaces de apresar la sustancia y humanizar la forma. *** He aquí el mundo de que procedía Carlos Federico Sáez, nacido el 14 de noviembre del año 1878 en la ciudad de Mercedes, país de tierra caliente, de remansado río y de frondosos bosques, patria también de Pedro Blanes Viale, que nació allí un año antes que él. Es Sáez representante típico de esa generación y dé este estado anímico. Acaso se juzgue que es una paradoja sostener que fue un decadente, él cuya genial intuición superaba toda enseñanza académica y toda influencia; cuya suntuosidad de paleta, cuya riqueza y energía de color, cuya virilidad técnica, cuyo desenfado de ejecución, cuya poderosa fuerza, de síntesis y de realización y cuyo propio carácter, aparentemente hecho al buen humor y a la aguda ironía, parecen proclamar la salud y el equilibrio, Lo era, sin embargo, a la manera que lo fueron Petronio en la sociedad romana, Leonardo en el Renacimiento, Juan Jacobo en el mundo escéptico del siglo XVIII, Brummell en la huera sociedad georgiana, Oscar Wilde cuando paseaba por Hyde Park y Piecadilly Street sus extravagancias fin de siglo. Había en su mentalidad, en su sensibilidad y en sus gustos eso de profundamente refinado, de excesivamente sutil, de enfermizamente emotivo que se halla en algunos personajes de Stendhal y de Bourget y con que Carlos Reyles, otro hijo del fin de siglo, construyó el Julio Guzmán de La raza de Caín. Su obra pictórica fue, es cierto, una afirmación de virilidad, de realidad, de análisis, de vida, de fuerza prodigada en la forma como usaba la masa de color y la ponía sobre el lienzo; pero él mismo, su envoltura corpórea, fue un frágil vaso, y su espíritu, su vida anímica fueron una mezcla de sensualidad y de ensueño, de arrebato y de no saciado deseo, de febril alegría y de honda pasión, que concluyó en la temprana muerte. Cuando erigió su estudio en un barrio típico de Roma, hizo de él un taller digno del Renacimiento, al que concurrían grandes señores e ilustres artistas y en el que hallaban propicio ambiente todos los refinamientos del espíritu; así lo decoró con sus magníficas obras, verdaderas gemas de color, y con sus ricas telas y tapices que alternaban con las estampas de Forain y los affiches de Mucha y de Bherton; así lo enriqueció con la anécdota y con episodios burlescos o sentimentales; así transformó los breves y fugaces años de su vida romana en una pintoresca leyenda, de la cual ha quedado una sola, pero deslumbrante realidad: la galería de sus cuadros y dibujos, que si es expresión de una época, de una sensibilidad y de un temperamento excepcional, posee, además, el acento universal que la hará vivir a través del tiempo con la fuerza, la juventud y la jerarquía de lo que permanece más allá ele las escuelas, las maneras y las modas. |
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Cuando Sáez regresó de Europa reconstruyó su taller en la casa de sus padres, en el mirador de la calle Zabala. Fue el último lampo de su luminosa v melancólica vida. Mientras disipaba su genio en pintorescas fantasías, en que intervenían el diletante y el dandi, el pintor dibujaba y pintaba y, con su curiosidad e instintivo espíritu de análisis, continuaba la obra comenzada en Roma, y completaba así esa magnífica colección de lienzos y dibujos en que se perpetúa la imagen de sus modelos y motivos sorprendidos en la calle, en el taller, en el hogar, en la tertulia de amigos, en muchos de los cuales creron un nuevo concepto de la fonética y de la métrica, nuevas formas sintácticas, inesperadas maneras de expresar, no solamente las ideas sino también los movimientos de la sensibilidad y del ensueño, aun aquellos más sutiles y complejos estados de alma que parecían no caber en el molde del idioma. A las fórmulas académicas de la docencia pictórica, sin rechazarlas en su esencia, opusieron la libertad, la audacia de la técnica, el sentido personal del color y del dibujo, la universalidad de la temática, el desbordamiento temperamental, el culto de lo nuevo, el entregamiento sincero y total del artista a la inspiración propia frente a la tela y los tubos de colores, o frente a la arcilla o la piedra. Siguieron pintando y modelando la figura humana e interpretando el paisaje, pero sobre todo procuraron pintar almas, pasiones, sentimientos, estados morales; descubrir en la naturaleza el alma universal, y hallar, dentro de un sentido panteísta aplicado a la creación artística, los medios de expresión capaces de apresar la sustancia y humanizar la forma. *** He aquí el mundo de que procedía Carlos Federico Sáez, nacido el 14 de noviembre del año 1878 en la ciudad de Mercedes, país de tierra caliente, de remansado río y de frondosos bosques, patria también de Pedro Blanes Viale, que nació allí tiu año antes que él. Es Sáez representante típico de esa generación y de este estado anímico. Acaso se juzgue que es tifia paradoja sostener que fué un decadente, él cuya genial intuición superaba toda enseñanza académica y toda influencia; cuya suntuosidad de paleta, cuya riqueza y energía de color, euya virilidad técnica, cuyo desenfado de ejecución, euya poderosa fuerza de síntesis y de realización y cuyo propio carácter, aparentemente hecho al buen humor y a la aguda ironía, parecen proclamar la salud y el equilibrio. Lo era, sin embargo, a la manera que lo fueron Petronio en la.sociedad romana, Leonardo en el Renacimiento, Juan Jacobo en el mundo escéptico del siglo XVIII, Brummell en la huera sociedad georgiana, Oscar Wilde cuando paseaba por Hj-de Park y Pieeadilly Street sus extravagancias fin de siglo. Había en sn mentalidad, en su sensibilidad y en sus gustos eso de profundamente refinado, de excesivamente sutil, de enfermizamente emotivo que se halla en algunos personajes de Stendhal y de Bourget y con que Carlos Eeyles, otro hijo del fin de siglo. construyó el Julio Guzmán de La raza de Caín. Su obra pictórica fué, es cierto, una afirmación de virilidad, de realidad, de análisis, de vida, de fuerza prodigada en la forma como usaba la masa de color y la ponía sobre el lienzo; pero él mismo, su envoltura corpórea, fué un frágil vaso, y su espíritu, su vida anímica fueron una mezcla de sensualidad y de ensueño, de arrebato y de no saciado deseo, de febril alegría y de honda pasión, que concluyó en la temprana muerte. |
Cuando erigió su estudio en un barrio típico de Roma, hizo de él un taller digno del Renacimiento, al que concurrían grandes señores e ilustres artistas y en el que hallaban propicio ambiente todos los refinamientos del espíritu; así lo decoró con sus magníficas obras, verdaderas gemas do color, y con sus ricas telas y tapices que alternaban eon las estampas de Porain y los affiches de Mucha y de Bherton; así lo enriqueció con la anécdota y eon episodios burlescos o sentimentales ; así transformó los breves y fugaces años de su vida romana en una pintoresca leyenda, de la cual ha quedado una sola,, pero deslumbrante realidad: la galería de sus cuadros y dibujos, que si es expresión de una época, de una sensibilidad y de un temperamento excepcional, posee, además, el acento universal que 1a. hará vivir a través del tiempo con la fuerza, la juventud y la jerarquía de lo que permanece más allá de las escuelas, las maneras y las modas. Cuando Sáez regresó de Europa reconstruyó su taller en la casa de sus padres, en el mirador de la calle Zabala. Fué el último lampo de su luminosa y melancólica vida. Mientras disipaba su genio en pintorescas fantasías, en que intervenían el diletante y el dandi, el pintor dibujaba y pintaba y, con. so, curiosidad e instintivo espíritu de análisis, continuaba 3a obra comenzada en Roma, y completaba así esa magnífica colección de lienzos y dibujos en que se perpetúa la imagen de sus modelos y motivos sorprendidos en la calle, en el taller, en el hogar, enla tertulia de amigos, en muchos de los cuales se mueven, con intensa vida y épica expresión, figuras típicas del novecientos, como lo hacen en las estampas románticas de Gavarni, Guys y Daumier los personajes de las épocas de Luis Felipe, de la segunda República y del segundo Imperio. En tanto ese mundo gesticulante que ahora está cautivo en el Museo, donde vive la perennidad de la gloria, adquiría forma imperecedera en la tela o en el papel, las fuerzas vitales del artista se quebraban, su voluntad cedía, la enfermedad lo dominaba, su cuerpo se consumía como un blandón y la muerte aguardaba implacable en el umbral del estudio. Se acogió al remanso de la ternura de sus padres y hermanos y al sosiego de la tertulia íntima de los amigos; y él, que había paladeado el éxito de su llegada a la patria y la curiosidad que despertaba su presencia en todas partes, desde entonces sólo abandonó su taller para deslizarse furtivamente, a la hora del crepúsculo, por las calles de la ciudad, como una solitaria sombra, aunque sin abandonar su impecable dandismo. El mal que le acosó no le dio tregua. El sol y el aire de la campiña no lograron detener el desenlace. Al rayar el día 4 de enero de 1901 se extinguía serenamente sin que la proximidad del tránsito oscureciera su mente ni sellara sus labios. La paleta, con su radiosa gama, y los ociosos pinceles yacían, caídos de sus manos, al pie del caballete. Antes de mediar el día, sus grandes ojos, desmesuradamente abiertos, se inundaron por última vez de luz, y luego se cerraron lentamente para siempre. |
Carlos Federico Sáez en el MNAVPublicado el 9 dic. 2014 |
por Raúl Montero Bustamante
Homenaje a Raúl Montero Bustamante
Selección de sus escritos
literarios e históricos
Instituto Histórico
y Geográfico del Uruguay / Academia Nacional de Letras
Montevideo, 1955
Ver, además:
De Blanes a Carlos Federico Sáez, por Eduardo Vernazza - Diario El Día (Montevideo, 8 de febrero de 1962) |
El manchismo italiano y la pintura de Sáez, por Eduardo Vernazza - Diario El Día (Montevideo, 21 de junio de 1973) |
La Lección de Carlos Federico Sáez, por Eduardo Vernazza - Diario El Día (Montevideo, 24 de marzo de 1973) |
Editado por el editor de Letras Uruguay
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