Carriego, Borges y Gardel
Alejandro Michelena

En este día tan significativo para el mejor ritual gardeliano, vamos a hablar –como no podía ser de otra manera– de Carlos Gardel. Pero no lo haremos sólo de él, y tampoco del modo habitual.

Me explico: voy a referirme además a otros dos genios tutelares de la cultura rioplatense –responsables, junto a  Gardel, de haber creado los fundamentos del imaginario mítico de la Buenos Aires moderna–: el escritor Jorge Luis Borges, y el entrañable poeta de Palermo Evaristo Carriego, cuya casa hoy nos alberga.

Vale aclarar también que no transitaremos los caminos más trillados, que en este caso pasarían por realizar la semblanza y el retrato sintético, la ubicación de cada uno de ellos. Eso lo damos por sabido, al menos para un auditorio como el de esta tarde, que ha venido aquí por su gran interés en estas figuras casi arquetípicas. Lo que vamos a intentar hacer ahora es relacionar a los tres, en lo que efectivamente tuvieron en común en la fase formativa, y en los vasos comunicantes que los conectaron a nivel personal pero sobre todo en relación a cierta mirada estética.

Algunos de ustedes estarán pensando que resulta sencillo conectar a Borges y a Carriego, no sólo por la obviedad de que el autor de Fervor de Buenos Aires publicara en 1930 un libro titulado significativamente Evaristo Carriego, sino por todas las pistas que el propio Borges ha dejado sobre la relación del autor de La canción del barrio con su familia, y acerca del conocimiento personal que tuvieron, efectivo aunque lejano por la diferencia generacional (Carriego murió en 1912, por lo que Borges lo conoció de niño, y elaboró luego retrospectivamente su peculiar mirada sobre el poeta). Pero muchos estarán pensando –adivino el parpadeo de sus mentes–: ¿Cómo piensa éste relacionar a Gardel con Carriego?, ¿y con Borges, a quien no le gustaba el tango, menos cantado, y menos todavía interpretado por Carlitos?

Pero en fin: para eso estamos aquí. Para procurar aportar alguna perspectiva diferente.

Vayamos en primer lugar a aquello que, en el origen, los hermana. El origen es muy importante, siempre. Y cuando nos referimos a ello queremos aludir no al comienzo vulgar de las cosas, sino a una instancia fuera del tiempo –o illio témpore –, es decir ese tempo mítico, en palabras de Mircea Eliade, o arquetípico, en términos junguianos, donde estuvo el alimento nutricio fundamental para estos tres oficiantes privilegiados del misterioso ritual de Buenos Aires. Precisamente: a partir de esta acepción del “origen” comprobamos la efectiva cercanía y afinidad entre Carriego, Gardel y Borges.

Si bien Evaristo Carriego nació en Entre Ríos, desde los cuatro años habitó en Palermo, que ya no era por entonces el feudo de Don Juan Manuel sino una imprecisa frontera entre la ciudad que comenzaba su crecimiento y las áreas rurales. Y a través de su vida fue testigo privilegiado –a decir de Borges, el “primer espectador del arrabal”– de la transformación de la zona en esa barriada de las orillas cuyas tristezas y melancolías supo luego llevar a sus versos. Carriego fue el cronista más cabal de los tipos humanos de ese “margen” donde se mezclaba gente recién llegada del campo con inmigrantes que acababan de bajar de los barcos. En tal crisol se fueron templando en definitiva los habitantes de esta ciudad. Pero Carriego, poeta al fin, no quedó en la mera crónica; puso las bases del mito de las orillas, del mito del suburbio. Y él, personalmente era también en el sentido más estricto, un “orillero”. Es certero el retrato que hiciera Roberto Giusti en el número 219 de la revista Nosotros, cuando lo describe así: “magro poeta de ojitos hurgadores, siempre trajeado de negro, que vivía en el arrabal”.

Jorge Luis Borges, quien transcurrió su niñez aquí cerca, convivió como la cosa más natural con ese entorno social palermitano, donde los duelos criollos eran cosa de todas las noches. Por cierto que el mundo del joven Borges tenía un centro de atracción más potente para él: la biblioteca familiar, los mundos extraordinarios que se abrían más allá de las páginas de los libros. Pero la circunstancia de ese “borde” de la ciudad donde habitaba, de esa orilla entre lo rural y lo urbano no le fue indiferente en absoluto, y lo prueba el espíritu de sus primeros libros de poesía.

Y la figura de Carriego llegando hasta su casa, en cuanto visitante habitual de los domingos, le dio el privilegio de frecuentar –más allá de las diferencias etarias– a quien había dado voz y vida artística a ese suburbio, a esos personajes como la costurerita que dio el mal paso, el ciego inconsolable, los cuchilleros lejendarios, las callecitas y su misterio. Carriego era el poeta, el recreador de ese universo que al mismo tiempo le fascinaba y le resultaba tan lejano al pequeño Jorge Luis.

A la luz de esta experiencia borgeana de juventud, no resulta caprichoso ni es un mero pretexto la ubicación intelectual que hará más adelante de Evaristo Carriego –en el libro ya mencionado– colocándolo como precursor de su propio camino en la literatura.

Los que desconfían de esta postura en Borges, los que la consideran –apenas– un mero accionar táctico para desmarcarse mejor de las estéticas vigentes en ese momento, en particular de los rescoldos del Modernismo, quizá no comprendan bien el proyecto estético del primer Borges, el de Luna de enfrente y Fervor de Buenos Aires.

Si pretendemos leer el libro titulado Evaristo Carriego a la luz de la poética del Borges maduro, autor de cuentos fantásticos o filosóficos, o del peculiar ensayista de intereses tan universales, naturalmente concluiremos que sí, que se trató de una estrategia para diferenciarse entre sus pares. Sin embargo, para el Borges de 1930, Evaristo Carriego era un auténtico padre literario, no tanto en su perspectiva estética –que en gran parte es cuestionada en ese estudio– sino en el microcosmos que recrea, y en cierta peculiar mirada para penetrar en él.

Esto lo supo ver muy bien Beatriz Sarlo, en su libro sobre Borges, donde hace un agudo análisis de los diversos significantes del término “orilla” en relación al autor de El hombre de la esquina rosada. Y ya que lo mencionamos, vamos a aprovechar –más adelante– su reflexión intelectual, proyectándola también a los otros dos convidados de esta noche: Evaristo Carriego y Carlos Gardel.

Y nos quedaba, justamente, ubicar a El Mago en esa metafórica mesa del suburbio que hemos convocado al conjuro de esta noche tan mágica, tan cargada de aires orilleros. Carlitos vivió su niñez y adolescencia allá por el Mercado del Abasto, inmerso en el mundo que Carriego estaba recreando en la poesía, el mismo que más tarde Borges transmutaría, tornándolo en mitología fundacional de Buenos Aires y en arquetipo universal. Y si bien la concreta poesía de Carriego no se transformó en letras de tango, muchos tangos de la primera época del dúo Gardel-Razzano tienen el aire, el clima, el especial lirismo del autor de El alma del suburbio.

Y en el repertorio de Carlos Gardel hay dos tangos –que Hernán Lucero cantará para todos nosotros dentro de un rato– que nombran a Evaristo Carriego: Quién tuviera dieciocho años y Trovas.

Pienso que queda clara, por todo lo dicho, la relación de Gardel con Carriego. Con ese pequeño cosmos que pintó en sus versos Evaristo Carriego, y sobre todo con la estética vinculada a lo suburbano, a esas “orillas” que como un oleaje que va y viene nos acompañan como telón de fondo –histórico y mítico– en esta noche.

¿Y Borges y Gardel?, se estarán preguntando ustedes. ¿Será posible vincularlos realmente?  La primera relación está dada: ambos vivieron su infancia en zonas orilleras; es claro –es obvia la salvedad– en clases sociales muy diversas. Porque Borges fue espectador  precoz del mundo que supo retratar Carriego pero no participante, salvo –años más tarde– en la dimensión del arte.

Se cree que a Borges no le gustaba nada el tango, y sí mucho la milonga. Y esto es verdad. Pero con una precisión importante: sí apreciaba algunos tangos, todos de la guardia vieja, como La Morocha, La Tablada, El Choclo, El Marne.

A Borges le gustaba oír a los buenos guitarreros con su rasgueo de aires de milonga. Y Gardel se apoyó ampliamente en la guitarra como acompañamiento, y de manera rotunda en los primeros tramos de su trayectoria. Entonces: el sonar de la guitarra criolla, tan especial y único, melancólico y alegre a la vez, simple y complejo, siempre bordeando honduras sin caer en ellas, es un elemento artístico que hermana a Borges con Gardel.

Pero Borges, al igual que antes lo había hecho Carriego, rechazó la impronta marcadamente melodramática que adquiriera el tango-canción desde el comienzo, desde la propia Mi noche triste de Pascual Contursi. Hombre de gustos austeros en materia musical, Borges iba a seguir prefiriendo la milonga al tango, y la primera etapa del ritmo ciudadano a lo que vino después.  En su libro Evaristo Carriego escribió lo siguiente al respecto: “El tango está en el tiempo, en los desaires y contrariedades del tiempo; el chacaneo aparente de la milonga ya es eternidad”. 

En cuanto a Gardel, han habido opiniones de Borges –en diversos reportajes– nada positivas. Sin embargo, en uno que le hizo Antonio Carrizo para la televisión en 1981, llegó a aceptar que Gardel “sigue cantando en la memoria de los hombres”; y ante el desconcierto de Carrizo frente a la respuesta –convencido del rechazo que el autor de Ficciones tenía por el cantor– Borges se preocupó de aclararle que sí, que se trataba de un elogio. Dijo después: “Más allá de mi opinión personal, el hecho que Gardel siga cantando en la memoria de los hombres no es poca cosa. ¿Cuántos lo han logrado de esa manera, y a tantos años de la muerte...?”

   Pero lo más asombroso es otra frase borgeana en relación a Gardel, que suena inusualmente entusiasta luego de haberlo tantas veces denostado: “Era tan perfecto que a menudo dejaba deslizar algún error para no parecer extraordinario”.  Esta opinión borgeana apareció en el libro Borges: de la A a la Z, de Ediciones Siruela. Fue corroborada como auténtica por el gran amigo del autor, Adolfo Bioy Casares. Y la pude traer a esta mesa, y compartirla con ustedes esta noche, gracias al aporte de mi amigo el escritor Enrique Estrázulas, aquí presente.

Pero volvamos a lo prometido hace un rato. Al lúcido análisis de la relación de Jorge Luis Borges con las “orillas” que ha hecho Beatriz Sarlo. Tal reflexión tiene más de un significante. Las “orillas” de Buenos Aires, aquel Palermo en el cual el escritor transcurrió sus primeros años. Pero además el microcosmos recreado en sus primeros libros, Luna de enfrente y Fervor de Buenos Aires, marginal –en las “orillas”– como temática, sólo abordada antes justamente por Evaristo Carriego. Pero también, y en toda su obra, Borges seguiría siendo un “orillero”: en lo estilístico y formal, amalgamando géneros literarios; en lo temático, abordando temas nada usuales en la literatura argentina; en lo conceptual, alimentándose de fuentes intelectuales no previsibles, y estableciendo su propio cánon de fervores literiarios, en las “orillas” de la tradición más prestigiante de la cultura occidental.

Por ahí va, en síntesis, la reflexión de Sarlo en su libro. Vamos a intentar ahora aplicar idéntico criterio a los compañeros de Borges en la mesa coloquial e invisible que estamos evocando en este encuentro.

Carriego desde muy pequeño, desde sus cuatro años se impregnó de los aires suburbanos. Y habitó en las orillas palermitanas hasta su muerte. Como poeta, es un romántico tardío con ingredientes de realismo coloquial, muy poco vinculable con su estricta generación –la del 900– deslumbrada por el Modernismo que Rubén Darío estaba diseminando en ese entonces por todo el continente.

La agudeza de Carriego en sus retratos poéticos de personajes, en sus cuadros de costumbres, en sus fragmentos líricos de vidas, es ubicable bastante lejos de lo usual en la poesía argentina de su tiempo. Y el asunto que trataban sus poemas era novedoso, pues reciente era entonces el fenómeno de esos barrios nuevos que comenzaban a desarrollarse en el tejido urbano. Lo suyo no era ni el campo ni la ciudad, sino un área intermedia, la “orilla” o frontera justamente.

Fue Evaristo Carriego, en definitiva, un cabal orillero. Porque vivió en ese barrio de las orillas de Buenos Aires llamado Palermo, porque se preocupó de conocer y frecuentar a verdaderos personajes de la orilla –cuchilleros notorios– que formaban parte de ese mundo que tanto lo atraía y que iba a reflejar en su obra. Porque escribió desde las “orillas”: estilísticas y temáticas,  a contrapelo tanto de lo establecido como de lo renovador de su tiempo.

Y si observamos ahora a Carlos Gardel a la luz de esta reflexión que plateara Sarlo en torno a Borges, comprobamos que en su condición existencial y arquetípica de hijo de “las orillas”, es un verdadero prototipo del suburbio. Su propio origen, polémico todavía para muchos, brumoso para otros tantos todavía, está marcando un destino nada convencional, marginal, de la “orilla” existencial. Y se crió, como Carriego y Borges, en un barrio de las orillas. Pero a diferencia de ellos –por razones sociales: contempladores y no participantes del espectáculo del suburbio– el joven Carlitos fue un protagonista activo de esa vida orillera.

El artista cachorro fue haciendo su educación sentimental en medio de las contradicciones del clima humano del Mercado del Abasto. Era uno más entre esa multitud variopinta que hormigueaba en torno a la inmensa usina alimenticia de la gran ciudad. Era uno más, pero su genio le permitió más tarde –a través del cultivado arte de una voz prodigiosa– llevar por el mundo el imaginario y los sueños de todos esos habitantes de las orillas con los que conviviera, a los que nunca olvidó por otra parte.

Pero también en cuanto artista se da en Carlos Gardel –como lo vimos en Borges y Carriego– su vocación por los márgenes, por las “orillas” estilísticas, por la originalidad que en definitiva es una forma de soledad. Gardel inauguró el tango-canción, su voz colmó toda una época, y fue tan elocuente y tan perfecta que también cerró –con su muerte– un ciclo insuperado. Los cantores que vinieron después, valiosos y estimables, no pudieron medirse con la voz de Gardel naciendo una y otra vez de los viejos discos... Surgiendo ahora, con idéntica vitalidad, de los CD y los soportes informáticos. 

Bien. El encuentro de este atardecer porteño, aquí en este emblemático recinto de la Casa Evaristo Carriego, tenía como objeto hermanar, juntar en la misma mesa de tertulia a Evaristo Carriego, Jorge Luis Borges y Carlos Gardel. Si en alguna medida hemos logrado ese propósito, nos sentiremos complacidos.

Y por aquí vamos culminando nuestra charla. Para dar paso a lo que el duende gardeliano de este singular anochecer  propicia: los viejos tangos que cantara El Mago. En este caso en la voz de Hernán Lucero.

Así que muchas gracias a todos por la presencia, y por la paciencia al escucharme.

Alejandro Michelena
Conferencia que tuvo lugar en la casa-museo de Evaristo Carriego, en el barrio de Palermo Viejo, en Buenos Aires, la noche del 24 de junio del 2004.

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