Andrés Bello y el
Romanticismo Andrés Bello |
uno
de los lugares comunes de
cierta crítica hispanoamericana es la clasificación de Andrés Bello
como poeta neoclásico con todo lo que ello implica: apego a la tradición
retórica y poética greco-latina aceptación ciega de las tres unidades
dramáticas, sumisión a la autoridad de la Academia Española de la
Lengua, aversión y desprecio por el Romanticismo. Quisiera examinar hoy
este último cargo: Andrés Bello, se ha afirmado a menudo, era enemigo
del Romanticismo. Para demostrarlo se invoca la célebre polémica con
Domingo Faustino Sarmiento en Chile, 1842, a propósito de la lengua española
tal como se la habla —o como se la debe hablar— en América. En esa
polémica, el argentino sostuvo, demoledoramente, la tesis romántica de
que el pueblo era autoridad en materia de lengua, mientras el ilustre gramático
sostuvo los fueros académicos y las autoridades literarias. Si
esta polémica —que algunos, engañados, podrían calificar de lateral,
ya que (aparentemente) no compromete la esencia del Romanticismo como
postura de vida y como actitud estética profunda—; si esta polémica no
bastara, habría que invocar aquella otra no menos famosa y del mismo año,
en que Sarmiento arremetió contra el concepto que del Romanticismo
sustentaban los redactores de El Semanario de Santiago, discípulos
de Bello en su mayoría. El argentino abrumó a sus contrincantes con
una más desprejuiciada concepción de la polémica y con una
incontenible pujanza verbal. Aunque Bello tuvo limitada participación en
la primer polémica y ninguna en la segunda, fueron (aparentemente) sus
ideas y sus doctrinas las que utilizaron los adversarios de Sarmiento,
fueron sus doctrinas y sus ideas las que combatió Sarmiento. De entonces
data la presentación
de Bello no sólo como neoclásico furibundo sino como adversario tenaz y
obtuso del Romanticismo. Ya
se sabe que no hay nada más difícil de despejar que un malentendido;
ya se sabe que la actitud que alguien asume en una polémica difícilmente
lo retrata por entero. Y, sin embargo, es esa actitud transitoria la que
los coetáneos se empecinarán en recoger como totalizadora, como ejemplar
y representativa. Nadie fue en 1842 a leer los otros textos de Bello sobre
el Romanticismo, sus propios textos y no las deformaciones bien
intencionadas de sus discípulos, sus textos que datan (en algunos casos)
de varias décadas; nadie buscó las razones de su elusiva actitud en la
polémica, de su reticencia. Para todos fue entonces clara una cosa:
Bello se presentaba simultáneamente como campeón de los neoclásicos y
enemigo de los románticos. Bello era, en 1842, un anacronismo. (El
calificativo, que prendió, es de Sarmiento.) |
Esa
simplificación —quizá seductora por su implícita simetría— fue
divulgada por los interesados, ampliada y popularizada luego por
historiadores de la literatura hispanoamericana, demasiado atareados para
leer todo nuevamente, demasiado inclinados a aceptar cualquier fórmula
que evitara un delicado examen. La interpretación de Bello como enemigo
del Romanticismo ha venido rodando y rodando, de un manual literario a
otro, copiando el nuevo historiador a su inmediato predecesor, hasta
convertirse hoy en hecho casi universalmente aceptado por la docencia y el
periodismo literario, en lugar común[1]. Por hermosa que parezca la imagen de Bello obstinadamente neoclásico y antiromántico no hay más remedio que pronunciarla falsa. Bello no fue enemigo del Romanticismo. Es más: Bello fue uno de los primeros americanos que conoció el Romanticismo; Bello fue uno de los primeros poetas de habla hispánica en acusar caracteres románticos. Un repaso de su carrera literaria y de su obra (crítica, poética) permitirá demostrar estas afirmaciones. II
LONDRES (1810-1829) Durante
casi veinte años —entre julio de 1810 y febrero de 1829— vivió Andrés
Bello en Londres; allí trabajó como diplomático y como maestro de español,
allí padeció miseria, allí formó (dos veces) su hogar y nacieron
muchos de sus hijos, allí estudió —sin prisa y sin pausa— acumulando
materiales que al conocerse asombrarían al mundo hispánico[2].
Esos años marcan el triunfo en Inglaterra de la segunda generación romántica.
Precedida por el movimiento gótico del siglo XVIII, anunciada por
tantos poetas del sepulcro, en esos años se producen algunas de las
obras maestras del Romanticismo inglés: The Excursión de
Wordsworth es de 1814; Kubla Khan de Coleridge, de 1817; del mismo año su
importante Biographia Literaria; los dos primeros cantos de Childe
Harold de Byron son de 1812, The Corsair de 1814, Manfred de
1817, el Don Juan de sus últimos años (1818-1823); el Adonais de
Shelley es de 1821; de 1820 el volumen de poemas de Keats[3]. Aunque
por su temperamento y por su educación, estaba muy ligado a la
sensibilidad y arte neoclásicas, aunque por su ocupación dominante y por
sus amistades estuviera más vinculado a las formas tradicionales de la
vida inglesa, Bello no pudo permanecer completamente ajeno a este
poderoso movimiento que renovó las letras A
pesar de no ocuparse de las letras inglesas, es posible rastrear en las páginas
de ambas publicaciones las huellas del conocimiento que Bello tenía de la
escuela romántica, entonces en pleno proceso de expansión. En varias
oportunidades pueden encontrarse referencias laterales a autores o temas
del Romanticismo, referencias que revelan no sólo un conocimiento directo
sino hasta una familiaridad con algunos de sus textos. Así, por ejemplo,
al comentar en 1827 las poesías del cubano José María de Heredia afirma
Bello: "Sus cuadros llevan, por lo regular, un tinte sombrío; y
domina en sus sentimientos una melancolía, que de cuando en cuando raya
en misantrópica, y en que nos parece percibir cierto sabor al
genio y estilo de Lord Pero
ya en artículos anteriores de la Biblioteca Americana y en pleno
1823 era posible relevar indicaciones de un conocimiento de poetas románticos
(o prerrománticos) ingleses. Así, por ejemplo, al comentar las Obras
poéticas de Cienfuegos menciona Bello, en enumeración algo caótica,
a algunos poetas filosóficos del siglo XVIII entre los que incluye a
Goldsmith y al célebre Thomas Gray, autor de la Elegy written in a
Country Churchyard (1750)[9]; en una Noticia de la obra
de Sismondi sobre "la literatura del Mediodía de Europa" (libro
publicado en 1819) Bello cita a Robert Southey con encomio por su traducción
de la Crónica del Cid (1808)[10]. Éstas y otras indicaciones
que podrían alinearse revelan en Bello una frecuentación de la
literatura que en ese momento se creaba en Inglaterra. No era,
seguramente, un conocimiento profundo ni implicaba una aceptación de
toda la estética romántica. Pero demostraba una familiaridad sin
sospecha de aversión, sin tinte polémico alguno. III SANTIAGO
(1829-1842) Ya
en Chile (adonde llegó Bello en junio 25, 1829) es posible recoger
juicios y observaciones —algunos muy anteriores a las polémicas de
1842— que demuestran su contacto con el movimiento romántico en un
grado que no admite equívocos. Uno de los primeros textos es un artículo
de 1832, publicado anónimamente en El Araucano; se protesta allí
contra la censura postal de libros y se elogia a Delfina de Mme.
de Stael, "cuyas obras se distinguen por la pureza de los
sentimientos morales", y a la que se compara con Richardson,
—autor de la lacrimógena Pamela (1740) y precursor de Rousseau—
y con Walter Scott[11]
. En 1839 Bello tradujo y adaptó para el
Teatro de Santiago Teresa de Alexandre Dumas[12]. En
noviembre 27 de 1840, al comentar en El Araucano las Leyendas
españolas de José Joaquín de Mora establece una relación entre éstas
y algunas obras de Byron; señala en particular la afinidad con el Beppo
y con el Don Juan "por el estilo alternativamente vigoroso y
festivo, por las largas digresiones que interrumpen a cada paso la narración
(y no es la parte en que brilla menos la viva fantasía del poeta), y por
el desenfado y soltura de la versificación, que parece jugar con las
dificultades[13]." Hacia esta misma fecha, Bello empezó
a traducir con miras a la publicación un artículo crítico, sumamente
elogioso, de Edward Lytton Bulwer sobre Byron. Bello trasladó también
los versos que citaba el crítico inglés y esto lo incitó a intentar la
versión de uno de sus dramas: Marino Fallero (1820). No llegó a
concluir la traducción ni del
artículo
de Bulwer ni del drama; pero Amunátegui ha rescatado ambos de su
papelería[14]. En
febrero 5, 1841, y a propósito de La Araucana de Ercilla, escribe
Bello algunas consideraciones importantes sobre la épica moderna y sus
caracteres románticos: "El
que introdujese hoy día la maquinaria de la Jerusalén libertada
en un poema épico, se expondría ciertamente a descontentar a sus
lectores. "Y
no se crea que la musa épica tiene por eso un campo menos vasto en que
explayarse. Por el contrario, nunca ha podido disponer de tanta multitud
de objetos eminentemente poéticos y pintorescos. La sociedad humana
contemplada a la luz de la historia en la serie progresiva de sus
transformaciones, las variadas jases que ella nos presenta en las oleadas
de sus revoluciones religiosas y políticas, son una veta inagotable de
materiales para los trabajos del novelista y del poeta. Walter Scott y lord Byron han hecho sentir el realce que el espíritu de facción y de
secta es capaz de dar a los caracteres morales, y el profundo interés
que las perturbaciones del equilibrio social pueden derramar sobre la vida
doméstica. Aun el espectáculo del mundo físico, ¿cuántos nuevos
recursos no ofrece al pincel poético, ahora que la tierra explorada
hasta en sus últimos ángulos nos brinda con una copia infinita de tintes
locales para hermosear las decoraciones de este drama de la vida real, tan
vario, y tan fecundo de emocioness. Añádanse a esto las conquistas de las
artes, los prodigios de la industria, los arcanos de la naturaleza
revelados a la ciencia; y dígase si, descartadas las agencias de seres
sobrenaturales, y la magia, no estamos en posesión de un caudal de
materiales épicos y poéticos, no sólo más cuantiosos y varios, sino
de mejor calidad, que el que beneficiaron el Ariosto y el Tasso. ¡Cuántos
siglos hace que la navegación y la guerra suministran medios poderosos de
excitación para la historia ficticia! Y,
sin. embargo, lord Byron ha probado prácticamente que los viajes y los
hechos de armas bajo sus formas modernas son tan adaptables a la epopeya,
como lo eran bajo las formas antiguas; que es posible interesar vivamente
en ellos sin traducir a Homero; y que la guerra, cual hoy se hace, las
batallas, sitios y asaltos de nuestros días, son objetos susceptibles
de
matices poéticos tan brillantes, como los combates de los griegos y los
troyanos, y el saco y ruina de Ilion[15]." Estas
palabras no revelan, seguramente, a un fanático del neoclasicismo, a un
enemigo de la nueva literatura. Pero hay un texto, más elocuente, aún,
de noviembre 5, 1841, y que fija la actitud de Bello frente al
Romanticismo algunos meses antes de la polémica. Se trata del comentario
con que abre su reseña del Juicio crítico de los principales poetas
españoles de la última era de José Gómez Hermosilla. "En
literatura, los clásicos y los románticos tienen cierta semejanza no
lejana con lo que son en la política los legitimistas y los liberales.
Mientras que para los primeros es inapelable la autoridad de las
doctrinas y prácticas que llevan el sello de la antigüedad, y el dar un
paso -fuera de aquellos trillados senderos es rebelarse contra los sanos
principios, los segundos, en su conato a emancipar el ingenio de trabas inútiles,
y por lo mismo perniciosas, confunden a veces la libertad con la más
desenfrenada licencia. La escuela clásica divide y separa los géneros
con el mismo cuidado que la secta legitimista las varias jerarquías
sociales;-la gravedad aristocrática de su tragedia y su oda no
consiente el más ligero roce de lo plebeyo, familiar o doméstico. La
escuela romántica, por el contrario, hace gala de acercar y confundir
las condiciones; lo cómico y lo trágico se tocan, o más bien, se
penetran íntimamente en sus heterogéneos dramas; del interés de los
espectadores se reparte entre el bufón y el monarca, entre la prostituta
y la princesa; y el esplendor de las cortes contrasta con el sórdido egoísmo
de los sentimientos que encubre, y que se hace estudio de poner a la vista
con recargados colores. Pudiera llevarse mucho más allá este paralelo,
y acaso nos presentaría afinidades y analogías curiosas. Pero lo más
notable es la natural alianza del legitimismo literario con el político.
La poesía romántica es de alcurnia inglesa, como el gobierno
representativo
y el juicio por jurados. Sus irrupciones han sido simultáneas con las de
la democracia en los pueblos del mediodía de Europa. Y
los
mismos escritores que han lidiado contra el progreso en
materias
de legislación y gobierno, han sustentado no pocas veces la lucha contra
la nueva revolución literaria, defendiendo a todo trance las
antiguallas autorizadas por el respeto supersticioso de nuestros
mayores: los códigos poéticos de Atenas y Roma, y de la Francia de Luis XIV[16]." Bello
elogiando a Mme. de Stael, Bello traduciendo a Alexandre Dumas y a Byron,
Bello aplaudiendo la épica moderna y censurando a Hermosilla, son otras
tantas actitudes que el planteo polémico de 1842 hará parecer
imposibles. Y, sin embargo, hay en el último texto citado algo que las
explica profundamente. Bello no contempla la batalla entre clásicos y
románticos como un partidario del neoclasicismo; si sus simpatías no
estaban ciegamente volcadas hacia el Romanticismo tampoco estaban
ciegamente prejuiciadas por el neoclasicismo. Bello no tomaba partido.
Como hombre auténticamente libre veía los excesos de la escuela clásica
(trillados senderos, trabas inútiles y por lo mismo
perniciosas, antiguallas autorizadas por el respeto supersticioso) pero
veía también los excesos de la romántica ("confunden a veces
la libertad con la más desenfrenada licencia). Prefería mantenerse
al margen, tomando de cada escuela lo que más se compadecía con su
temperamento y con sus gustos. Traduciendo a Byron y venerando a Virgilio. En
sus palabras hay, además, una clara simpatía por el nuevo movimiento.
Desde la mención (tan reveladora de su formación inglesa) sobre la
alcurnia de la poesía romántica, hasta su atinada caracterización
social del drama nuevo, todo en estas palabras de Bello desnuda al espíritu
ecléctico y objetivo que busca la verdad estética y no procede con
prejuicios; desnuda, también, una actitud liberal de comprensión y
aliento de las obras auténticamente nuevas. A este Bello es al que los
fogosos románticos de 1842 presentarían como campeón de la reacción,
devoto de Hermosilla y fanático de las reglas.
IV LONDRES Y SANTIAGO (1810-1842) Una
contraprueba de esta misma actitud podría verse en las censuras que el
mismo Bello hizo —en Inglaterra o en Chile y siempre antes de la polémica
de 1842— a algunos puntos considerados fundamentales en la estética
neoclásica. Así, por ejemplo, en octubre 1826 publica una reseña de Revista
del antiguo teatro español, o selección de piezas dramáticas desde el
tiempo de Lope de Vega hasta el de Cañizares, castigadas y arregladas a
los preceptos del arte, por el emigrado [español] don Pablo Mendíbil.
Ya el título del volumen, con su obsoleto castigadas, está indicando
la actitud neoclásica de Mendíbil. El crítico comenta con mesura: "Tal
vez desearían algunos que el señor Mendíbil no se hubiese propuesto
para la ejecución de su utilísimo designio cánones dramáticos, que,
por su severidad, probablemente le harán sacrificar, no sólo escenas, sino dramas enteros de mucho mérito[17]."
Bello, que conocía -como pocos en su tiempo la literatura española y que
fue uno de los primeros en estudiar sus monumentos literarios medievales,
revela en esas medidas palabras una simpatía por el teatro del gran
siglo que resultaría imposible en un fanático de las reglas. Del año
siguiente es una reseña de las Obras dramáticas y líricas de
Moratín en que apunta Bello: "¡Ojalá que la severidad de las
reglas que se ha impuesto [Moratín] no frustre en otros talentos
menos privilegiados las disposiciones que, con algún ensanche más,
podrían quizá contribuir a que la parte más racional de sus reformas se
adoptase con menos dificultad y repugnancia[18]!" Otra
vez la nota de moderación y equilibrio. Más
importantes, por su gran proyección, parecen estas palabras de un artículo
publicado en Chile en junio 21, 1833. Allí examina Bello el valor de
las tres unidades dramáticas y dice: "Mirando las reglas como
útiles avisos para facilitar el objeto del arte, que es el
placer de los espectadores, nos parece que, si el autor acierta a producir
ese efecto sin, ellas, se le deben perdonar las irregularidades.
Las reglas no son el fin del arte, sino los medios que él emplea
para obtenerlo." Y más adelante agrega: "La regularidad de
la tragedia y comedia francesas parece ya a muchos monótona y fastidiosa.
Se ha reconocido, aún en París, la necesidad de variar los procederes
del arte dramático; las unidades han dejado de mirarse como preceptos
inviolables; y en el código de las leyes fundamentales del teatro, sólo
quedan aquellas cuya necesidad para divertir e interesar es
indispensable, y que pueden todas reducirse a una sola: la fiel
representación de las pasiones humanas y de sus consecuencias naturales,
hecha de modo que simpaticemos vivamente con ellas, y enderezada a
corregir los vicios y desterrar los ridículos que turban y afean la
sociedad [19]." El
mismo año, y contestando a un ataque periodístico en que se le tachaba
—a él sí— de desconocer las reglas dramáticas, Bello había
expresado inmejorablemente su posición ecléctica. "El
mundo dramático está ahora dividido en dos sectas: la
clásica
y la romántica. Ambas a la verdad existen siglos hace; pero en
estos últimos años, es cuando se han abanderizado bajo estos dos
nombres los poetas y los críticos, profesando abiertamente principios
opuestos. Como ambas se proponen un mismo modelo, que es la naturaleza, y
un mismo fin, que es el placer de los espectadores, es necesario que, en
una y otra, sean también idénticas muchas de las reglas del drama. En
una y otra, el lenguaje de los afectos debe ser sencillo y
enérgico; los caracteres, bien sostenidos; los lances, verosímiles. En
una y otra, es menester que el poeta dé a cada edad, sexo y condición, a
cada país y a cada siglo, el colorido que le es propio. El alma humana es
siempre la mina de que debe sacar sus materiales; y a las nativas
inclinaciones y movimientos del corazón, es menester que adapte siempre
sus obras, para que hagan en él una impresión profunda y grata. Un gran
parte de los preceptos de Aristóteles y Horacio son, pues, de tan precisa
observancia en la escuela clásica, como en la romántica; y no
pueden menos de serlo, porque son versiones y corolarios del principio de
la fidelidad de la imitación y medios indispensables para agradar. "Pero
hay otras reglas que los críticos de la escuela clásica miran como
obligatorias, y los de la escuela romántica, como inútiles
o tal vez perniciosas. A este número pertenecen las tres unidades, y
principalmente las de lugar y tiempo. Sobre éstas, rueda la cuestión
entre unos y otros. (...) Sólo el que sea completamente
extranjero
a las discusiones literarias del día, puede atribuirnos una idea tan
absurda, como la de querer dar por tierra con todas las reglas, sin
excepción, como si la poesía no fuera un arte y pudiese haber arte sin
ellas. "Si
hubiéramos dicho (...)
que estas reglas son puramente convencionales, trabas que embarazan
inútilmente al poeta y le privan de una infinidad de recursos; que los
Corneilles y Racine no han obtenido con el auxilio de estas reglas, sino a
pesar de ellas, sus grandes sucesos dramáticos; y que por no salir del
limitado recinto de un salón, y del círculo estrecho de las 24 horas,
aun los Corneilles y los Racines han caído a veces en incongruencias
monstruosas, no hubiéramos hecho más que repetir lo que han dicho casi
todos los críticos ingleses y alemanes y algunos franceses[20]." Tal
es la posición de Bello en 1833. Su eclecticismo habría de acentuarse
con los años; su visión del conflicto que separaba a los neoclásicos y
románticos, se afinaría con la contemplación de los estragos y las
limitaciones suscitados por ambas banderías. Cuando ocurre la polémica
de 1842, Bello ya está de vuelta. Pero los azares de la lucha
quisieron que su voz pareciera indisolublemente ligada a la reacción. V SANTIAGO (1842) A
la luz del examen realizado en las páginas precedentes conviene
plantear —una vez más— la intervención de Bello en la primera polémica
de 1842. La agitación fue provocada por un artículo del Mercurio de
abril 27 en que Sarmiento comentaba unos Ejercicios populares de la
lengua castellana, publicados sin nombre de autor por el mismo periódico.
Entre consideraciones que no vienen al caso, Sarmiento exponía la tesis
romántica de la soberanía del pueblo en materia idiomática. "La
soberanía del pueblo tiene todo su valor y su predominio en el idioma;
los gramáticos son como el senado
conservador, creado para resistir a los embates populares, para
conservar la rutina y las tradiciones. Son a nuestro juicio, si nos
perdonan la mala palabra, el partido retrógrado, estacionario, de la
sociedad habladora;
pero,
como los de su clase en política, su derecho está reducido a gritar y
desternillarse contra la corrupción, contra los abusos, contra las
innovaciones. El torrente los empuja y hoy admiten una palabra nueva,
mañana un extranjerismo vivito, al otro día una, vulgaridad chocante;
pero, ¿qué se ha de hacer? todos han dado en usarla, todos la
escriben y la hablan, fuerza es agregarla al diccionario, y quieran
que no, enojados y mohínos, la agregan, y que no hay remedio, y el
pueblo triunfa y lo corrompe y lo adultera todo." Más adelante, el
artículo incluía
esta categórica afirmación: "La
gramática no se ha hecho para el pueblo; los preceptos del maestro
entran por un oído del niño y salen por otro; se le enseñará a
conocer cómo se dice, pero ya se guardará muy bien de decir cómo le enseñan; el hábito y el ejemplo dominante podrán siempre
más. Mejor es, pues, no andarse con reglas ni con autores.[21]" "... La
intervención de Bello en la polémica se redujo a un artículo, publicado en el Mercurio (mayo 12), con el seudónimo de Un
Quidam. El
punto de vista está expresado con mesura no exenta de ironía. Bello piensa que la crítica a los Ejercicios se ha
expresado muy a la ligera y apunta que no puede menos de disentir "al
mismo tiempo de los ilustrados redactores del Mercurio [es decir:
Sarmiento]
en la parte de su artículo que precede a los Ejercicios, en que
se muestran tan licenciosamente populares en cuanto a lo que debe ser el
lenguaje, como rigorista y algún tanto arbitrario del autor de aquellos". Con
perspicacia ha señalado Bello la contradicción entre el punto de vista
de Sarmiento (licenciosamente popular, le parece) y el del autor de los
Ejercicios. Esta contradicción no pareció advertirla, por cierto,
Sarmiento. Pero lo fundamental de su refutación se sintetiza en esta
frase: "En
las lenguas, como en la política, es indispensable que haya un
cuerpo de sabios, que así dicte las leyes convenientes a sus necesidades,
como las del habla en que ha de expresarlas; y no sería menos ridículo
confiar al pueblo la decisión de sus leyes, que autorizarle en la
formación del idioma. En vano claman por esa libertad
romántico-licenciosa
de lenguaje, los que por prurito de novedad o por eximirse del trabajo de
estudiar su lengua, quisieran hablar y escribir a su discreción. Consúltese,
en último comprobante del juicio expuesto, cómo hablan y escriben los
pueblos cultos que tienen un antiguo idioma, y se verá que el italiano,
el español, el francés de nuestros días, es el mismo del Ariosto y del
Tasso, de Lope de Vega y de Cervantes, de Voltaire y de Rousseau." Bello
había deslizado, asimismo, alguna punzante ironía contra cierto pueblo
americano, "otro tiempo tan ilustre, en cuyos periódicos se ve
degenerado el castellano en un dialecto español gálico, que parece
decir de aquella sociedad lo que el padre Isla de la matritense:
Yo
conocí en Madrid una condesa
Que
aprendió a estornudar a la francesa."22 En
su contestación (Mercurio, mayo 19 y 22) no dejó de recoger Sarmiento
la alusión al Río de la Plata y aceptó el desafío, y aún la
calificación de libertad románticolicenciosa. Su tesis (de
estirpe romántica) es que un idioma es la expresión de las ideas de un
pueblo y un pueblo ha de tomar sus ideas donde ellas estén,
independientemente del criterio de pureza idiomática o de perfección
académica; que la literatura española ha perdido toda fuerza y que América
ya no está dispuesta a esperar que la mercadería ideológica extranjera
pase por cabezas españolas para poder consumirla; que la función real
de la Academia Española es recoger, como en un armario, las palabras que
usan pueblo y poetas y no autorizar el uso de las mismas; que las
lenguas vuelven hoy al pueblo (tesis del primer artículo); que el
influjo de los gramáticos, el temor a las reglas, el respeto a los
admirables modelos, tienen agarrotada la imaginación de los chilenos. No
contento Sarmiento con exceder los términos naturales de la polémica,
introdujo en su respuesta una alusión personal de indudable resonancia: "Por
lo que a nosotros respecta, si la ley del ostracismo estuviese en uso en
nuestra democracia, habríamos pedido en tiempo el destierro de un gran
literato que vive entre nosotros, sin otro motivo que serlo demasiado y
haber profundizado, más allá de lo que nuestra naciente civilización
exige, los arcanos del idioma, y
haber
hecho gustar a nuestra juventud del estudio de las exterioridades del
pensamiento y de las formas en que se desenvuelve nuestra lengua, con
menoscabo de las ideas y de la verdadera ilustración. Se lo habríamos
mandado a Sicilia, a Salva y a Hermosilla que con todos sus estudios no es
más que un retrógrado absolutista, y lo habríamos aplaudido cuando lo
viésemos revolearlo en su propia
cancha; allá está su puesto, aquí es un anacronismo
perjudicial."[23] Estas
palabras aluden transparentemente a Bello. Aunque su tono es más chacotón
que injurioso, no dejan de arrastrar un reproche grave. El calificativo
de anacronismo- con que termina la tirada parece reducir a Bello a la
categoría de obsoleto gramatiquero. Otra es, sin embargo, la correcta
interpretación. Sarmiento quiso decir (y dijo, aunque ambiguamente por
defectos de una sintaxis hirsuta) que Bello se adelantaba a su época, que
su formación era superior a la del medio, que la severidad de sus
patrones críticos excedían las posibilidades de una sociedad en formación.
Y era cierto. Pero la solución no estaba en el ostracismo. Pese a la
fuerza y al atractivo de su exposición Sarmiento cometía un error
profundo al juzgar a Bello: no comprendía que América necesitaba
(necesita) el rigor y la exigencia, no la irresponsable tolerancia. Las
palabras de Sarmiento fueron mal interpretadas. Se creyó que la expresión
"con todos sus estudios no es más que un retrógrado
absolutista", se refería a Bello y no a Hermosilla; se pensó
que proponía con toda seriedad el ostracismo y los discípulos de Bello
salieron a la arena. En una de sus contestaciones (Mercurio, junio
5) se vio obligado Sarmiento a precisar: "...
es muy material entender que, al hablar del ostracismo, hemos querido
realmente deshacernos de un gran literato, para quien personalmente no
tenemos sino motivos de respeto y de gratitud; el ostracismo supone un mérito
y virtudes tan encumbradas que amenazan sofocar la libertad de la república."[24]
La
polémica ya había dejado de tener interés para Bello. Es fácil
compartir sus escrúpulos. Bien o mal intencionado, Sarmiento había
llevado las cosas a un terreno que no era compatible con el severo
magisterio de Bello; por otra parte, la inicial polémica lingüística
se había contaminado de temas, introducidos por el argentino, que eran
completamente ajenos: la decadencia de la cultura de España, la escasa
imaginación creadora y esterilidad poética de los chilenos, el
ostracismo de Bello. El alejamiento del maestro no El
apartamiento de Bello del campo polémico no implicó, es claro, una
abdicación. Bello preparó cuidadosamente una respuesta. O mejor dicho:
preparó una ocasión de pronunciarse sobre el fondo del asunto, sin
sufrir las inevitables simplificaciones polémicas. La ocasión fue la
instalación solemne de la Universidad de Chile, en setiembre 17, 1843. En
el discurso que entonces pronunció se dicen estas, sus verdades: "Yo
no abogaré jamás por el purismo exagerado que condena todo lo nuevo
en materia de idioma; creo, por el contrario, que la multitud de ideas
nuevas que pasan diariamente del comercio literario a la circulación
general, exige voces nuevas que las representen. ¿Hallaremos en el
diccionario de Cervantes y de Fray Luis de Granada —no quiero ir tan
lejos—, hallaremos en el diccionario de Iriarte y Moratín, medios
adecuados, signos lúcidos para expresar las nociones comunes que flotan
hoy sobre las inteligencias medianamente cultivadas para expresar el
pensamiento social? ¡Nuevas instituciones, nuevas leyes, nuevas
costumbres; variadas por todas partes a nuestros ojos la materia y las formas;
y viejas voces, vieja fraseología! Sobre ser desacordada esa
pretensión, porque pugnaría con el primero de los objetos de la lengua,
la fácil y clara trasmisión del pensamiento, sería del todo
inasequible. Pero se puede ensanchar el lenguaje, se puede enriquecerlo,
se puede acomodarlo a todas las exigencias de la sociedad, y aun a las de
la moda, que ejerce un imperio incontestable sobre la literatura,
sin adulterarlo, Más
adelante, su discurso incurre también en una profesión de fe estética,
muy oportuna después de la polémica sobre el Romanticismo que había
agitado a toda la juventud de la época. "¡El arte! Al oír esta palabra, aunque tomada de los labios mismos de Goethe, habrá algunos que me coloquen entre los partidarios de las reglas convencionales, que usurparon mucho tiempo ese nombre. Protesto solemnemente contra semejante aserción; y no creo que mis antecedentes la justifiquen. Yo no encuentro el arte en los preceptos estériles de la escuela, en las inexorables unidades, en la muralla de bronce entre los diferentes estilos y géneros, en las cadenas con que se ha querido aprisionar al poeta a nombre de Aristóteles y Horacio, y atribuyéndoles a veces lo que jamás pensaron. Pero creo que hay un arte fundado en las relaciones impalpables, etéreas, de la belleza ideal; relaciones delicadas, pero accesibles a la mirada de lince del genio competentemente preparado; creo que sin ese arte la fantasía, en vez de encarnar en sus obras el tipo de lo bello, aborta esfinges, creaciones enigmáticas y monstruosas. Esta es mi fe literaria. Libertad en todo; pero yo no veo libertad, sino embriaguez licenciosa, en las orgías de la imaginación."[27] Estas
palabras que cierran magistralmente las polémicas confirman (y amplían)
la primera exposición de Bello, la que publicara bajo el seudónimo de Un
Quídam. Pero por la ocasión en que fueron pronunciadas, por el
tono encendido del discurso y hasta por anticipar solemnemente algunas de
sus inquietudes (la babelización de América) adquieren una importancia
excepcional. VI SANTIAGO
(1842-1865) Los
avatares de la polémica de 1842 no alteraron la actitud fundamental de
Bello frente al Romanticismo. Sin compartir sus extravíos, Bello pareció
siempre dispuesto a apoyar sus innovaciones; estudió cuidadosamente
algunos de sus principales autores; y hasta expresó, a través de paráfrasis
y traducciones, sus simpatías por algunos temas y algunas actitudes de
la nueva escuela, liberando de esta manera emociones poéticas personales
que no habían encontrado hasta el momento su ocasión. Algunos
testimonios y algunos textos suyos documentan esta actitud. El más
importante de los testimonios ha sido comunicado por J. V. Lastarria en
sus Recuerdos literarios (1878) y sirve para ilustrar su estado de
espíritu en vísperas de la segunda polémica de 1842. Los jóvenes
chilenos deseaban fundar una revista que expresara el credo estético de
la generación de 1842; de alguna manera, esa publicación sería la
mejor réplica a las acusaciones de esterilidad poética lanzadas por
Sarmiento
durante la primera polémica. Francisco Bello, hijo del maestro, era uno
de los más activos colaboradores. ".:.
un día [cuenta Lastarria] Bello nos llamó en nombre de su
padre, para hablar de aquella empresa. La entrevista con el maestro fue
larga y de gran interés para nosotros. Esta era la primera vez que él se
ingería en el movimiento literario de 1842; lo hizo aconsejándonos que
no hiciéramos un periódico exclusivo, de una sola doctrina literaria, de
un partido; porque debíamos aparecer todos unidos, cuando nuestro
primer deber era vindicar nuestro honor literario, demostrar nuestro común
progreso intelectual y afirmarlo; porque el nuevo movimiento iniciado por
nuestro discurso [se refiere a uno pronunciado por Lastarria en mayo
3, 1842 y a favor del Romanticismo] podía así ser bien servido, sin
sublevar recelos, sin enajenarnos el apoyo y la cooperación de tantas
inteligencias distinguidas; porque nuestros fuerzas y las de nuestros jóvenes
compañeros no bastarían a mantener dignamente la publicación, de modo
que rivalizara con el Museo y la Revista de Valparaíso; y
sobre todo porque un periódico de bandería literaria, en las
circunstancias, era ocasionado a peligros políticos, y más que eso, al
peligro de que Bello
aparece, pues, asociado a la fundación de El Semanario que los jóvenes chilenos
opusieron a Sarmiento; pero su magisterio no se endereza a aconsejar la
guerra sino a proponer una orientación mesurada y ecléctica;
a convertir la nueva publicación en un centro en que se concilie lo nuevo
y lo viejo. Ya se sabe que los jóvenes no siguieron demasiado sus
consejos y que al poco tiempo de aparecido El Semanario estaba embarcado
en una feroz polémica con Sarmiento a propósito del Romanticismo. No
puede responsabilizarse a Bello de esta actitud. Por
su parte, el viejo maestro siguió trabajando, sin prisa y sin pausa. Este
mismo año de 1842 comenzó a publicar unas traducciones de Víctor
Hugo: Los Fantasmas (de Las Orientales) en junio 18; A Olimpio (de
Las Voces Interiores) en julio 20. Al año siguiente, julio 19, publicó
Los duendes (de Las Orientales); en octubre 1º publicó
La
Oración por Todos (de Las Hojas de Otoño); en enero 19, 1844,
Moisés salvado de las aguas (de Las Odas). La, afición a
Víctor
Hugo no le hizo olvidar a Byron. Cada vez parecía más cerca de su espíritu
y de su obra. En 1846 publicó una traducción, de la Biografía de
lord Byron por el crítico francés M. Villemain. El tono de este
estudio es sumamente elogioso, aunque no ditirámbico[29]. Entre
las obras de Byron que el crítico francés destaca figura aquel Marino
Faliero cuya adaptación intentara Bello en 1840. En junio de 1850,
publica Bello en la Revista de Santiago, un largo trozo de una
versión de Sardanopalo. Como tantos otros proyectos suyos de esa fecha,
quedó inconcluso. Pero basta para subrayar su prolongada
afición a un escritor que entonces parecía a todos la representación
cabal del Romanticismo.[30] En
el mismo sentido, es posible señalar en su obra crítica posterior a
1842, algunos textos que documentan su simpatía hacia el Romanticismo, la amplitud de sus normas estéticas, su recta
apreciación de todo lo
que fuera valioso, independientemente del rótulo con que viniera señalado.
El más importante es una larga reseña de los Ensayos literarios y críticos
de Alberto Lista (publicada en la Revista de Santiago, junio
3, 1848) en que repasa Bello el concepto de Romanticismo, sus limitaciones
y sus excesos. "Ningún
escritor castellano, a nuestro juicio, ha sostenido mejor que don
Alberto Lista los buenos principios, ni ha hecho más vigorosamente la
guerra a las extravagancias de la llamada libertad literaria, que, so
color de sacudir el yugo de Aristóteles y Horacio no respeta ni la lengua
ni el sentido común, quebranta a veces hasta las reglas de la decencia,
insulta a la religión, y piensa haber hallado una nueva especie de
sublime en la blasfemia. "Como
esta nueva escuela se ha querido canonizar con el título de romántica,
don Alberto Lista ha dedicado algunos de sus artículos a determinar
el sentido de esta palabra, averiguando hasta qué punto puede reconocerse
el romanticismo como racional y legítimo. Aunque no se convenga en todas
las ideas emitidas por este escritor (y nosotros mismos no nos sentimos
inclinados a aceptarlas todas), hemos creído que los artículos que ha
dedicado a estas cuestiones, dan alguna luz para resolverlas
satisfactoriamente." A
continuación comenta y resume Bello lo que Lista dice a propósito del
origen (inglés) de la palabra romántico; Lista cree que la voz
romanticismo "sólo puede significar una clase de
literatura,
cuyas producciones se semejan en plan, estilo y adornos a las del género
novelesco". Para
Bello, en cambio, el concepto admite más latitud: "¿No
podría decirse que se designa con aquella palabra una clase de literatura
cuyas producciones se asemejan, no a las novelas,
en
que se describen paisajes como los que bosqueja el señor Lista [paisajes
agrestes contrastando con hermosas campiñas], sino a los paisajes
mismos descriptos? ¿Qué es lo que caracteriza esos sitios naturales? Su
magnífica irregularidad; grandes efectos, y ninguna apariencia de arte.
¿Y no es esta la idea que se tiene generalmente del romanticismo?" Fijada
así, la condición esencial del arte romántico (grandes efectos;
ninguna apariencia de arte), Bello pasa a establecer una importante
distinción: "Ahora
pues, desde el momento en que se impone el romanticismo la obligación
de producir grandes efectos, esto es, impresiones profundas en el corazón
y en la fantasía, está legitimado el género. La condición de ocultar
el arte, no será entonces proscribirlo. Arte ha de haber forzosamente. Lo
hay en la Divina
Comedia del Dante, como en la Jerusalén del Tasso. Pero el arte
en estas dos producciones ha seguido caminos diversos. El romanticismo,
en este sentido, no reconocerá las clasificaciones del arte antiguo. Para
él, por ejemplo, el drama no será precisamente la tragedia de Racine,
ni la comedia de Moliere. Admitirá géneros intermedios, ambiguos,
mixtos. Y si en ellos interesa y conmueve, si presentando a un tiempo
príncipes
y bufones, haciendo llorar en una escena y reír en otra, llena el objeto
de la representación dramática, que es interesar y conmover (para lo
cual es indispensable poner los medios convenientes, y emplear, por tanto,
el arte), ¿se lo imputaremos a crimen?" Aquí
pone Bello el dedo en la llaga. Su visión crítica demuestra ser,
entonces, más penetrante que la de los mismos partidarios del
Romanticismo. De acuerdo con su postura ecléctica, Bello está dispuesto
a admitir la legitimidad del Romanticismo; está también dispuesto a
admitir que la nueva escuela, para obtener determinados efectos sobre el
corazón y la fantasía, disimule el arte con que los obtiene; lo que no
puede tolerar es que se presente esta ocultación intencionada (y legítima,
insiste) del arte como una ausencia de arte, como una milagrosa
espontaneidad, como una libertad inaudita. Después
de citar unas palabras de Lista que parecen, hoy, menos exactas tal vez
que en la época de Bello, el crítico agrega: "Es
preciso, con todo, admitir que el poder creador del genio no está
circunscrito a épocas o fases particulares de la humanidad; que sus
formas plásticas no fueron agotadas en la Grecia y el Lacio; que es
siempre posible la existencia de modelos nuevos, cuyo examen revele
procederes nuevos, que sin derogar las leyes imprescriptibles, dictadas
por la naturaleza, las apliquen a desconocidas combinaciones, procederes
que den al arte una fisonomía
original, acomodándolo a las circunstancias de cada época, y en los
que se reconocerá algún día la sanción de grandes modelos y de grandes
maestros. Shakespeare y Calderón ensancharon así la esfera del
genio, y mostraron que el arte no estaba todo en las obras de Sófocles o
de Moliere, ni en los preceptos de Aristóteles o de Boileau." Prosiguiendo
con su análisis de los trabajos de Lista considera Bello las relaciones
entre la escuela romántica y la literatura medieval. Su
minucioso conocimiento del período (demostrado en sus trabajos sobre el Mío
Cid y sobre la Crónica de Turpin, en sus análisis de las
obras de Sismondi y de Ticknor y en tantos otros, menores) le permite
rectificar algún error de enfoque de Lista. Menciona entonces Bello
algunos autores en que se prolonga una tradición de medievalismo
literario: Walter Scott, cuyas "magníficos cuadros en verso y
prosa" recuerda al pasar; y el duque de Rivas en nuestra lengua.
Su interpretación le lleva a decir: "...
ha existido y existe una poesía verdaderamente romántica,
descendiente de la historia y de la literatura de los siglos medios, a lo
menos en cuanto a la naturaleza de los materiales que elabora. Pero, aun
cuando retrata las costumbres y los accidentes de la vida moderna en el
trato social, en la navegación, en la guerra, como lo hace el Don
Juan de Byron, como lo hace en prosa la novela de nuestros días, ¿no
hallaremos en estas obras de la imaginación el romanticismo, la escuela
literaria que se abre nuevas sendas, desconocidas de los antiguos, y más
adaptadas a una sociedad en que la poesía no canta, sino escribe, porque
todos leen, y siguiendo su natural instinto, elige los asuntos más a
propósito para movernos e interesarnos, y les da las formas que más se
adaptan al espíritu positivo, lógico, experimental, de estos últimos
tiempos?" Un
poco más adelante, y después de haber rectificado algún error de Lista
a propósito de las letras de la antigüedad, insiste Bello con su
interpretación de la nueva literatura, es decir: del Romanticismo. "Elección
de materiales nuevos, y libertad de formas, que no reconoce sujeción,
sino a las leyes imprescriptibles de la inteligencia, y a los nobles
instintos del corazón humano, es lo que constituye la poesía legítima
de todos los siglos y países, y por consiguiente, el Romanticismo, que es
la poesía de los tiempos modernos, emancipada de las reglas y
clasificaciones convencionales, y adaptada a las exigencias de nuestro
siglo. En éstas, pues, en el espíritu de la sociedad moderna, es donde
debemos buscar el carácter del romanticismo. Falta ver si el que ahora se
califica de tal, "cumple las condiciones necesarias de la literatura,
cual la quiere el estado social de nuestros La
larga cita de Lista (con que Bello concluye el artículo) ataca el drama
romántico en su pintura de seres degenerados, juguetes de la pasión,
arrastrados al suicidio como única salida. Cree Lista que la anarquía se
ha refugiado en el teatro, y cierra sus palabras (que son de alguna manera
de Bello) con esta afirmación: "Pero
la moda pasará; y entonces será muy fácil conocer que el romanticismo
actual, anárquico, anti-religioso y anti-moral, no puede ser la
literatura de los pueblos ilustrados por la luz del cristianismo,
inteligentes, civilizados, acostumbrados a colocar sus intereses y sus
libertades bajo la salvaguardia de las instituciones."[31] Con
este análisis de las opiniones de Lista —análisis que Bello enriquece
con sus propios enfoques— se puede cerrar este examen de las actitudes
de Bello frente al Romanticismo. Lejos de aparecer como un enemigo, como
un reaccionario atrincherado en su incomprensión, Bello aparece como el
primer americano (o uno de los primeros) que se asoma críticamente al
Romanticismo, que lee a sus autores más destacados, que los analiza y
los traduce, que a la luz de la nueva doctrina examina la estética neoclásica.
En 1827 ya conoce a Byron, en 1833 ya discute las unidades dramáticas, en
1842 ya traduce a Víctor Hugo. ¿De cuántos románticos hispánicos
puede decirse lo mismo? Lo que Bello nunca fue, lo que nunca Bello pudo
ser, es un fanático del Romanticismo. Pero aclaro: tampoco lo fue del
neoclasicismo. Simplemente nunca condescendió al fanatismo. VII LONDRES Y SANTIAGO (1810-1865) Nada
más habría que decir si no hubiera quedado una pieza, y no de las menos
importantes, por examinar: la poesía de Bello. Tantos críticos, desde
Miguel Antonio Caro hasta sus más recientes repetidores, nos han enseñado
a considerar únicamente los aspectos neoclásicos de su poesía que
parece tarea ociosa una relectura que trate de destacar otros rasgos. Y,
sin embargo, esa relectura arroja
resultados
que, en su plano lírico, coinciden admirablemente con los expuestos por
el examen de su obra crítica. La
obra poética de Bello es escasa pero de sostenida calidad. Si se deja de
lado un grupo que podría llamarse poesía de circunstancias (patrióticas
o sociales), su lírica podría agruparse nítidamente en dos zonas: la
poesía americana del período londinense, que encuentra su mejor
expresión en las Silvas; la poesía del período chileno, en que
abundan las traducciones y adaptaciones (Hugo, Byron) y que ofrece tres o
cuatro poemas muy reveladores de su evolución. La crítica no ha vacilado
en reconocer rasgos románticos en su producción posterior a 1840. Pero
son pocos los que han detenido a considerar que ya en Londres y en 1823
Bello acusaba caracteres románticos[32]. No en la forma, se
entiende; es decir: no en el movimiento del verso o en los metros; ni
tampoco en las huellas, más visibles, de lecturas, en los ecos que sus
ritmos recogían. Pero sí en la actitud poética, sí en la temática, sí
en el acento heroico. Porque su clasicismo (como el de Goethe, pocos años antes) no reproducía mecánicamente el de los neoclásicos y antes buscaba, en la misma lírica de la antigüedad, una nueva inspiración para reflejar su propia actitud vital. En Londres y como representante de gobiernos recién instalados, Bello era un emigrado a la fuerza y, a la vez, una cabecera de puente para el movimiento revolucionario. La nostalgia de la patria americana se mezclaba a la necesidad de construir la revolución; es decir: la necesidad de dar un sentido a las nuevas naciones que emergían del caos. Esa visión americana, estrictamente contemporánea y a la cual estaba ligado Bello por algo más que por palabras poéticas, es la que se refleja en su Silvas Americanas (1823 y 1826)[33]. En ellas, el tema de América aparece silabeado en su totalidad y por vez primera en nuestra poesía. Bello ve América con nostalgia; pero la ve también en la variedad de su Naturaleza y de sus costumbres, sus nacientes ciudades y su paisaje todavía sin poeta, y la ve en su reciente pasado de lucha, desde la épica de la Conquista hasta los nombres que día a día engrosan el rol de la Independencia. Bello no se asoma a América únicamente con la inquietud de un Chateaubriand, que tantos vates nuestros glosarían hasta el hartazgo; se asoma con una visión compleja, tan aguda para la peculiaridad del color local |
Y
para ti el banano Desmaya
al peso de su dulce carga: El
banano, primero De
cuantos concedió bellos presentes Providencia
a las gentes Del
ecuador feliz con mano larga. No
ya de humanas artes obligado El
premio rinde opimo: No
es a la podadera, no al arado Deudor
de su racimo: Escasa
industria bástale, cual puede Hurtar
a sus -fatigas mano esclava: Crece
veloz, y cuando exhausto acaba, Adulta prole en torno le sucede [34] |
como
aguda es su visión de toda una Historia, aun informe y que él ayudó a
hacerse consciente, y de un porvenir que fue su cuidado constante. En
Bello, como en Olmedo y en Heredia, está la naturaleza americana; pero en
Bello esa naturaleza es mostrada siempre en relación con el hombre; o
mejor: el hombre en relación con la naturaleza, de tal manera que se
evapora toda sombra de pintoresquismo o de abusivo color local y se
logra una primera visión compleja de nuestra realidad americana. Para
realizar esta visión en términos poéticos desprecia Bello las
desmayadas exquisiteces de los neoclásicos españoles y se vuelve a los
modelos primeros. Al comentar en 1826 los Estudios sobre Virgilio de
P. F. Tissot apunta sobriamente Bello esta reflexión: "Los
amigos de las letras, restituidos a la naturaleza, percibieron todo el
mérito de la antigüedad, y reconocieron que el verdadero medio de
aventajar a los modernos era igualar a los antiguos". De
aquí que su poesía americana constituya un nuevo intento de armonizar
las lecturas clásicas con los temas que impone la realidad contemporánea,
un neoclasicismo que no repite el del siglo XVIII y que anticipa ya
actitudes románticas. En
Chile es posible relevar ejemplos de una poesía que se ha dejado invadir
poco a poco por el sentimiento romántico y que ensaya ritmos e imágenes
de la nueva escuela. En 1841 (casi un año antes de la famosa polémica)
publica Bello un canto elegiaco con motivo del Incendio de la iglesia
de la compañía de Jesús, Santiago de Chile. Bastará citar algunos
versos para palpar la evolución poética de Bello. |
Y
ya, sino es el graznido De
infelice ave nocturna Que
busca en vano su nido, O
del aura taciturna Algún
lánguido gemido, O las alertas vecinas, Y anunciadora campana De las preces matutinas, O la lluvia que profana
Las venerables ruinas, Y bate la alta muralla, Y los sacros pavimentos, Triste campo de batalla De encontrados elementos; Todo duerme, todo calla. |
O, si no, el comienzo de la cuarta parte: |
Cuando, a vista de un estrago, Dolorido el pecho vibra, ¿Hay un sentimiento vago Que nos alienta una fibra Que halla en el dolor halago? ¿Es un instinto divino, Que, cuando rompe y cancela La fortuna un peregrino Monumento, nos revela
Más elevado destino? ¿O con no usada energía, Despierta en tu seno el alma Y bulle la fantasía, Noche oscura, muerta Calma, Solemne Melancolía? Yo no sé, en verdad, qué sea Lo que entonces la transporta: Absorbida en una idea, Los terrenos lazos corta, Y libremente vaguea.[36] |
Este
poema fue comentado por Sarmiento (Sarmiento, sí) en El Mercurio de
Valparaíso (julio 15); se destacaba allí lo que constituye su novedad
romántica: "Mas
lo que es digno de notarse, porque ello muestra el desapego del autor
a las envejecidas máximas del clasicismo rutinario y dogmático es la
clase de metro que, para asunto tan grave y melancólico, ha escogido, y
que, en tiempo atrás, sólo se usaba para la poesía ligera."[37] Estas
palabras en boca de Sarmiento y (repito) un año antes de la polémica
bastarían para eliminar toda sospecha de prejuicio antirromántico en
Bello. De
la restante producción poética de Bello (y si se deja de lado, por
razones obvias, los traslados de Hugo y de Byron) habría que destacar
especialmente dos poemas inconclusos. Uno es El proscripto que comienza
a componer hacia 1844 y del que se conservan únicamente cinco cantos. Según
Amunátegui, Bello se proponía realizar un poema al estilo de las Leyendas
de José Joaquín de Mora en que se pintaran las costumbres chilenas
de principios de siglo y se celebrase algunos episodios de la
Independencia. El modelo es, también, Byron. Y no sólo porque dos de los
cinco epígrafes estén tomados de sus obras (los otros: de Shakespeare,
Lamartine y La otra composición se titula: Diálogo entre la amable Isidora y un poeta del siglo pasado. Escrita hacia 1846, se publicó en 1849. Para ese poema Bello escribió un complemento titulado La Moda y que se mantuvo inédito hasta 1882, cuando lo recogió Amunátegui en su biografía. Aparte de la ya obligatoria cita de Byron (engrosada de un aparte crítico-humorístico) todo el poema constituye una alegre sátira de la poesía romántica en sus aspectos más triviales. El ingenio de Bello no omite nada: el abuso de las digresiones, las transiciones bruscas, las imágenes convencionales de una naturaleza poetizada, la explosión emocional y la crítica social, el sentimentalismo lacrimógeno, el ensueño, la melancolía y el negro humor. Pero Bello no censura como neoclásico, sino como enemigo de excesos y de amaneramientos, de lo inauténtico. De aquí que concluya su tirada con estas palabras: |
Si ya no soy aquello que solía, Pues de la frente que la edad despoja, Huye, como el amor, la poesía, Puedo hablar a lo menos el lenguaje De la verdad, que, ni al pudor sonroja, Ni hacer procura a la razón ultraje, Aunque de la divina lumbre, aquella Que el genio vivifica, una centella En mi verso no luzca, ni lo esmalte Rica facundia, y todo en fin le falte Cuanto en la poesía al gusto halaga, Lo compone benigna una alma bella
Que de lo ingenuo y lo veraz se paga. |
Palabras
que son, también, una definición de su ambición poética y de su
lucidez autocrítica. VIII Podría
verse en la prolongada confusión de algunos historiadores de la literatura hispanoamericana
sobre Andrés Bello sólo un hecho aislado y sin consecuencias. Creo, sin
embargo, que es un hecho sintomático. No sólo de la pereza o rutina con
que se trasmiten en nuestra crítica las valoraciones literarias, sino
de un defecto más grave: el de aplicar sin discriminación a la
literatura americana los conceptos y los métodos que se han inventado
para la literatura francesa o la española. Esta actitud ha hecho buscar
en el movimiento fluido y asistemático de las letras de América la
determinación rígida de corrientes ya cartografiadas en las literaturas
europeas. Se han buscado clásicos o románticos, realistas o
naturalistas, parnasianos o decadentes, superrealistas o existencialistas. ¿A qué seguir? No ha mucho se ha renovado, en ocasión
del centenario, la discusión de si José Martí es un postromántico o un
premodernista. Habría que contestar como Sancho en la célebre disputa
sobre el yelmo de Mambrino y bacía de barbero: es baci-yelmo.[40] Volviendo a don Andrés Bello. Al encasillarlo como anacrónico neoclásico hubo de oponérselo a los románticos, aunque para que le cupiera cualquiera de los dos motes fuera necesario hacer abstracción de su propia poesía y olvidarse de tanto artículo de doctrina clara y transparente. Es claro que ahora no conviene caer, por reacción, en el exceso contrario y, según hizo Torres Ríoseco[41], presentar a Bello como romántico, subrayando únicamente los rasgos que favorecen esa interpretación parcial: su amor por la naturaleza americana (en vez de la convencional neoclásica); su revalorización de la Edad Media española y del Teatro del Siglo de Oro; sus ataques a la mitología pagana de los poetas cristianos; su crítica de las reglas dramáticas; su predilección por la poesía de Byron y la de Hugo; su debilidad por la música de un Bellini y de un Donizzetti[42]. Semejante transformación sólo conduciría a caer en el error opuesto al que se censura: al frío y distante Andrés Bello de sus enemigos románticos oponer una imagen colorida por la pasión; conduciría a sustituir un exceso por otro, una simplificación por otra; a estar igualmente lejos del verdadero Andrés Bello, el ecléctico, el crítico sagaz y maduro, el alma bella que de lo ingenuo y lo veraz se paga.[43] Ver, además:
Notas: [1]. Un ensayo de Miguel Antonio Caro, publicado en 1881, resume con simpatía el enfoque neoclásico de su obra poética, al tiempo que muestra a Bello como paladín de la cultura europea contra la indígena barbarie americana que representa Sarmiento. Cf. Páginas de crítica, Madrid, Editorial América, ti. a.; especialmente pp. 39-41 y 77. A la zaga de Caro en su interpretación neoclásica, pero simplificando y exagerando, puede verse Luis Alberto Sánchez: Breve Historia de la Literatura Americana, Santiago de T: Chile, Editorial Ercilla, 1937, pp. 189-194; Julio A. Leguizamón: Historia de la Literatura Hispanoamericana, Buenos Aires, Editoriales Reunidas, 1945, tomo I, p. 420; y Robert Bazin: Histoire de la Littérature Américaine de Langue Espagnole, Paris, Librairie Hachette, 1953, p. 36. [2].
Cf. Miguel Luis Amunátegui: Vida de don Andrés Bello, Santiago de Chile,
1882, 672 pp. [La citaré como Vida.] Es el trabajo más completo y todavía
no ha sido superado. Amunátegui fue discípulo de Bello y heredó su
Archivo. En su biografía y en otros trabajos sobre el maestro cita casi
todos los textos que sirven para documentar el conocimiento que Bello tenía
de los poetas ingleses del Romanticismo. Pero Amunátegui no los estudia a
la luz de la polémica de 1842, como se hace aquí. De los trabajos
biográficos
modernos, que completan en muchos detalles esta obra clásica, los mejores
y más accesibles son: Eugenio Orrego Vicuña: Don Andrés Bello,
Santiago, Universidad de Chile, 1935, 285 pp. (es el más completo) y
Pedro Lira Urquieta: Andrés Bello, México, Fondo de Cultura Económica,
1948, 211 pp. [3].
El Romanticismo inglés se inicia en pleno siglo XVIII con los poetas del
sepulcro y las novelas góticas. Este movimiento, que se conoce con el
nombre de Prerromanticismo, ha contaminado hasta a Alexandér Pope, cuya
Elegy to the Memory of an Unfortunate Lady (publicada en 1717) muestra
rasgos inequívocamente románticos. Con Blake, Wordsworth, Scott y
Coleridge aparece la primera generación romántica; Byron, Shelley y
Keats marcan la segunda, la de más ancha difusión continental. Un cuadro
general y nítido de este movimiento puede verse en Paul Van Tíeghem: Le
Romantisme dans la Littérature Européenne, Paris, Editions Albín
Michel,
1948, pp. 23-30 y 144-154. [4].
Sobre las relaciones de Blanco White con el Romanticismo puede verse: I.
L. McClelland: The Origina of the Romantic Movement in Spain [Origins],
Liverpool, Institute of Híspanle Studies, 1937, pp. 344-48; E. Allison
Peers: A Short History of the Romantic Movement in Spain [Short
History],
Liverpool, Institute of Hispanic Studies, 1949, p. 9 y 192. En
Londres se encontraron los hispanoamericanos con emigrados españoles;
de su amistad y del contacto con las letras inglesas surgió un movimiento
que habría de contribuir a la preparación del Romanticismo en los
pueblos hispánicos. [5]. En el Prospecto del Repertorio Americano, publicado en Londres en julio 1°, 1826, reafirman los editores su preocupación americana y aluden a una declaración similar hecha en el Prospecto de la Biblioteca Americana. El único ejemplar de esta revista que he podido consultar, el del British Museum, no tiene Prospecto. (El ejemplar del British Museum ostenta, pegada, una carta en inglés de García del Río a J. Planta, dedicándole la revista y solicitando autorización para asistir al Reading Boom.) [6].
Cf. Repertorio Americano [Repertorio], enero 1827, II, pp. 34. Reproducido
en Obras Completas de Andrés Bello [Obras], Santiago, 1884, VII, p. 254.
Bello se adelantó al juicio de la crítica al señalar la influencia de
Byron en la poesía de Heredia. En su estudio de 1883 (Antología de
Poetas Hispanoamericanos) Marcelino Menéndez Pelayo se ha referido a este
tema. Cf. Historia de la Poesía Hispano-americana [Historia], Madrid,
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1948, pp. 235-36. [7].
Cf. Short History, pp. 32-33; se menciona allí un periódico literario.
El Europeo, que se publicaba en Barcelona entre 1823-24 y en que ya se
traducía a Scott y a Byron. La singularidad de esta publicación está
enfatizada por el propio Allison Peers al calificarla de An Early
Milestone. Fuera de Heredia, Que vivió dos años en los Estados Unidos
(1823-25), es probable que ningún otro poeta importante de
Hispanoamérica
conociera a Byron en 1827. [8].
Cf. Repertorio, octubre 1826, I, pp. 318-20. Los comentarios del Boletín
Bibliográfico no llevan siquiera iniciales pero Miguel Luis Amunátegui
ha identificado éste como de Bello en la Introducción a Obras, VII, p.
XXXIX-XLI, donde se reproduce completo. Por otra parte, este juicio sobre
Scott coincide con el emitido en artículos firmados y de fecha posterior
como la reseña del Curso de historia de la filosofía moral del siglo
XVIII, de Víctor Cousin, en El Araucano (mayo 23, 1845) que está
reproducido en la Introducción a Obras, VII, pp. XCVI-XCVII; o como el
artículo sobre los Ensayos literarios y críticos de Alberto Lista, en la
Revista de Santiago (junio 3, 1848), también en Obras, VII, pp. 419-431. [9]. Cf. Biblioteca Americana [Biblioteca], I, p. 43 ;
Obras, VII,
pp.
229-244. [10]. Cf. Biblioteca, II, p. 43; Obras, VI, p. 240. Hay otra huella de sus lecturas románticas en el comentario a las Meditaciones poéticas de José Joaquín de Mora, en Repertorio, abril 1827, III, p. 312-13. Menciona allí El sepulcro, poema de Robert Blair que mereció los honores de ser ilustrado por William Blake. El artículo, anónimo, está identificado y reproducido por Amunátegui en la Introducción a Obras, VII, pp. XLI-XLII. [11].
Cf. El Araucano, abril 21, 1832. Aunque se publicó sin firma, Amunátegui
lo identifica y lo transcribe en Vida, pp. 394-96. [12].
Cf. Vida, p. 449; Obras, III, Introducción, p. LXXIII. Fue estrenada en
noviembre 1839, en función a beneficio de Carmen Aguilar, actriz española.
Hay edición de esta obra: Santiago, Imprenta del Siglo, 1846. Cf. Orrego
Vicuña, ob. cit., pp. 135 y 240. [13]. Cf. Obras, VII, pp. 301. [14]. Cf. Obras, III, Introducción, pp. XXXVI-LI. El fragmento de Marino Faliero ha sido incluido por Eugenio Orrego Vicuña en su edición de la Antología poética de Bello [Antología], Buenos Aires, Editorial Estrada, 1945, pp. 272-286. [15]. Cf.
El Araucano, febrero 5, 1841; Obras, VI, p. 463. El artículo contiene también una censura de la pomposidad y artificio que prevaleció en la poesía española a partir del siglo XVII, es decir: a partir del predominio neoclásico. Escribe Bello:
"El estilo de la poesía seria se hizo demasiadamente artificial; y de puro elegante y remontado, perdió mucha parte de la antigua facilidad y soltura, y acertó pocas veces a trasladar con vigor y pureza las emociones del alma. Corneille o Pope pudieran ser representados con tal cual fidelidad en castellano; pero ¿cómo traducir en esta lengua los más bellos pasajes de las tragedias de Shakespeare, o de los poemas de Byron?" [17]. Cf.
Repertorio, I, p. 318. Sin firma pero
identificado por Amunátegui que lo reproduce, íntegro, en Obras, VII,
Introducción, pp. XIII-XIV. En Vida, p. 6, se comunica el gusto precoz de Bello por las comedias de Calderón. [20]. Cf.
Teatro, en El Araucano, julio 5, 1833 ; Obras, VIII, pp. 201-206. En
Vida, pp. 444-49, se cita el comentario de otras obras dramáticas del Romanticismo. Bello fue el iniciador de la critica teatral en Chile. [22]. El artículo de Bello no está en sus Obras; tal vez Amunátegui no consideró oportuno incluirlo. Está en las Obras de Sarmiento y en Prosa, pp. 141-144. [23]. Cf.
Prosa, p. 105. [25]. El editor de las Obras de Sarmiento opina que
Bello los ayudó. Cf. Prosa, p. 144. [26]. El lector puede consultar los textos recogidos por Norberto Pinilla en su excelente antología: La polémica del Romanticismo, Buenos Aires, Editorial Américales, 1943. Falta allí el discurso pronunciado por Lastarria en mayo 3, 1842; Cf. Recuerdos literarios [Recuerdos] del mismo: Santiago, 1878, pp. 113-135. En el libro de Donoso se estudia también esta segunda polémica y se reproducen (pp. 106 - 151) los textos de Sarmiento; Donoso agrega uno, sobre El Semanario, que precede en pocos días a la polémica (es de julio 19). A pesar de las dos omisiones señaladas, el libro de Pinilla es el que permite seguir mejor la polémica. [27]. Cf.
Obras, VIII,
pp. 314-15 y 318. En Recuerdos, pp. 255-266, se comenta (desfavorablemente)
este discurso. [28]. Cf.
Recuerdos, p.
169. El testimonio de Lastarria es insospechable porque se encuentra en un
libro en que no se ahorran ataques a la obra de Bello. Lastarria, como ha
mostrado acertadamente Donoso (pp. 18-19), trata de presentarse como el
primer campeón del Romanticismo en Chile. De aquí que olvide todo lo
que Bello había escrito sobre el Romanticismo antes de 1842 ; de aquí
que se muestre como protector de Sarmiento y de su campaña romántica,
cuando en realidad militó en el bando de El Semanario y apareció
asociado a los enemigos de Sarmiento. *La actitud de Lastarria fue
ambigua, porque es evidente que ya en 1842 creía en el Romanticismo
aunque no pareció dispuesto a romper con los discípulos de Bello, más
neoclásicos que el maestro. A pesar de las intenciones del autor, todo el
libro de Lastarria muestra a Bello, en sus palabras y en sus hechos, como
un ecléctico, un moderado. [29]. No he podido ver esta traducción. No la encontré ni en el British
Museum, ni en la University Library, Cambridge, ni en la Biblioteca
Nacional, Montevideo. He consultado el original francés, en una edición
de 1884: Etudes de littérature ancienne et étrangere, París, Didier,
pp. 350-95. [30]. Algunas de estas traducciones se publicaron en revistas de la nueva
generación, como El Crepúsculo (de título tan evidente) que dirigía
Lastarria en 1843 y que recogió La oración por todos, la más famosa de
sus versiones de Hugo. La Revista de Santiago fue fundada por Lastarria en
abril, 1848; allí publica Bello el fragmento de Sardanapalo. (Una nota
Que acompaña la traducción indica que se trata de "una de las más
bellas tragedias de lord Byron" e incluye un análisis del argumento
y del personaje.) En sus Recuerdos, p. 341, Lastarria describe la emoción
con que Bello se asoció a la nueva empresa literaria. En la Antología se
recogen Las fantasmas (p. 71-80), La oración por todos (pp. 81-91) y el
Sardanápalo (pp. 247-271). [31]. Cf. Obras, VII. pp. 419-431. Para la actitad de Lista ante el Romanticismo se pueden consultar: Origins, pp. 349-357; Short History, pp. 125, 139 y 145; y José María de Cósalo: El Romanticismo a la vista, Madrid, Espasa Calpe S. A., 1942, pp. 83-168. [32].
Uno de los primeros en señalarlo fue Marcelino Menéndez Pelayo en su Historia,
pp. 354, 365-67, 380. Lo que entonces no hizo Menéndez Pelayo (lo que no
parece haber hecho nadie hasta ahora) es el estudio de la evolución poética
de Bello a la luz de su evolución crítica. En las huellas de Menéndez
Pelayo se encuentran los mejores historiadores de la literatura
hispanoamericana: Pedro Henríquez Ureña, Las corrientes literarias en la
América hispánica, México, Fondo de Cultura Económica, 1949, pp. 103-,
107; y Arturo Torres Ríoseco, La gran literatura iberoamericana, Buenos
Aires, Emecé Editores, 1945, pp. 63-64. [33]. La Alocución a la poesía se publicó por vez primera en la Biblioteca, I, pp. 3-16; la Agricultura de la zona tórrida apareció en el Repertorio, I, pp. 7-18. Ambas composiciones aparecieron sin firma. [34]. Cf. Agricultura de la zona tórrida, en Antología, p. 38. [35]. Cf. Repertorio, I, pp. 19-26; Obras, VI, p. 438. [36]. Cf. Antología, pp. 64-66. La primera edición, en folleto, es de Santiago, julio [37]. Cf. Vida, pp. 682-86. En el mismo articulo se refería Sarmiento por primera vez a la escasa frecuentación de las Musas por parte de los chilenos. Ya se sabe que este fue uno de los argumentos esgrimidos por el escritor argentino en las polémicas de 1842. [38].
Cf. Vida, pp. 612-623; Amunátegui no se refiere a la influencia de
Byron. Cf. Antología, pp. 92-166; en la nota a la p. 166 se
equivoca Orrego Vicuña al afirmar que nada dice Amunátegui de la fecha
de composición; está explícitamente indicada en Vida, p. 612. [39]. Cf. Vida, pp. 598-608. No lo recoge la Antología y es lástima. [40].
Cf. La poesía de Marti y el Modernismo, en NUMERO, año 5, N9 22,
enero-marzo 1953, pp. 38-67. [41]. Cf. Arturo Torres Ríoseco, New World Literatnre, Berkeley, University of California Press, 1949, p. 186. Antes Ríoseco era más moderado en su juicio, como se indica en la nota 32 a este trabajo. En la p. 106 de su nuevo libro dice: "The fact that a scholar of such purely Spanish inclination as Andrés Bello should accept romantic poetry affords ampie proof of the complete Gallicization of a whole generation of writers". Ríoseco parece no advertir que fue en Inglaterra y no en Francia donde agarró Bello el contagio romántico. [42].
Cf. Obras,
III, Introducción p. VI. Amunátegui cuenta allí su predilección por la
Lucrezia Borgia de Donizzetti y la Sonámbula de Bellini. [43]. Compuesto ya este trabajo, pude consultar la monumental edición de Obras Completas de Andrés Bello que prepara el Ministerio de Educación de Venezuela. El tomo I está dedicado a las Poesías (Caracas, 1952) ; su prologuista (F. Paz Castillo) insiste repetidamente en el romanticismo de algunos poemas del período venezolano (1800-1810). Su punto de vista coincide en parte con el expuesto aquí, aunque Paz no examina simultáneamente la obra poética y crítica de Bello. (Cf. pp. XLV, XLVIII, XLIX, L, LII, LVII y CXXXI.) He podido consultar, también, la cuarta edición (definitiva) del Don Andrés Bello de Eugenio Orrego Vicuña (Santiago, 1953, 374 pp.). No agrega ningún elemento nuevo al tema estudiado en este trabajo. |
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por
Emir Rodríguez Monegal
Este trabajo —que fue leído en una versión abreviada por la Radio Oficial, Montevideo, setiembre 20, 1951— forma parte de un estudio iniciado en 1950 sobre los Orígenes del Romanticismo en Hispanoamérica y que se centra en la actuación de Andrés Bello en Londres (1810-1829).
"Número" Nº 23 / 24
Montevideo, abril - setiembre, 1953
Ver, además:
La obra de Andrés Bello - Un gramático en la independencia americana - por Carlos Liscano
Emir Rodríguez Monegal en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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