El espacio de lo posible: Las tertulias literarias en La noche que llegué al Café Gijón de Francisco Umbral

ensayo de Blanca Ripoll Sintes

blancaripoll@ub.edu

Abstract

This article’s aim is to study in a systematic way which literary clubs visited Francisco Umbral when he settled down in Madrid in 1960, through a carefully reading of La noche que llegué al Café Gijón (1977): literary clubs such as Café Gijón’s one, Ateneo’s, Café Teide’s, Chicote’s, etc. We will analyze how these literary clubs were important pieces in the process of configuration of Umbral’s literary voice and his public character. We will assume the statements from the Theory of Nets developed by Espagne and Werner, and the statements from the Cultural History of European intellectuals by Martí Monterde.

Key words: Francisco Umbral, Café Gijón, Literary Club, Spanish Literature, XXth Century

Resumen

El objetivo de este artículo radica en estudiar de forma sistemática a qué tertulias literaria asistió Francisco Umbral cuando se instaló en Madrid en 1960, a partir de la lectura atenta de La noche que llegué al Café Gijón (1977): la tertulia del Gijón, la del Ateneo, la del Café Teide, la de Chicote, etc. Se analizará cómo estas tertulias incidieron en la configuración de la voz literaria y del personaje público del escritor, a partir de la teoría de redes desarrollada por Espagne y Werner, y de la historia cultural de los intelectuales europeos de Martí Monterde.

Palabras clave: Francisco Umbral, Café Gijón, Tertulia Literaria, Literatura Española, Siglo XX

La tertulia literaria: una breve introducción

Henri Lefebvre diagnostica diversas experiencias del espacio urbano en su obra La producaón del espacio, publicada en 1974, tras observar el poder alienante que la gran urbe ejercía en el individuo (2013). Entre ellas, la del «espacio vivido» (espace vécu) se erige en una interesante noción que nos permitirá dibujar cómo el sujeto interacciona con un lugar particular, propio de la Modernidad europea: el de la tertulia literaria o centro de sociabilidad literaria[1], que desde finales del XIX se localiza por defecto en un Café —en un homenaje que, creemos, sería del gusto de Umbral, seguiremos la distinción de Ramón Gómez de la Serna entre «café» (bebida) y «Café» (establecimiento)-.

Por espacio vivido, Lefebvre entiende la suma de estratos simbólicos de la historia compartida y de las expectativas que el imaginario colectivo instala en el individuo, asociado a un sitio concreto. En este sentido, la tertulia literaria cumple con esa naturaleza doble: es el espacio de la tradición, de la gloria y la fama, el santuario que uno debe visitar para poder participar de su condición, solo apta para unos pocos (la tertulia no es nunca una reunión para grandes colectivos, sino para grupos selectos: minorías intelectuales, de particular percepción sensorial o estética); y por otro lado, es también el espacio de lo posible, de la transgresión de las normas impuestas, el espacio de un futuro no realizado todavía (una nueva «norma» estética, una nueva voz literaria) y que actúa conscientemente al margen de un sistema ajeno y con frecuencia opresor e inamovible.

Análogamente, Antoni Martí Monterde en su Poética del Café dibuja la «indominabilidad irreductible pero también aislada, casi utópica de la vida ciudadana en el Café» y, con el texto de las diversas escrituras acerca de la vida del Café Pombo de Ramón a la cabeza, apunta que dicho espacio va a detentar como función primordial la de revelar la pérdida de libertad ciudadana, erigiéndose como baluarte y bastión infranqueable (Martí Monterde, 2007: 135).

Podemos seguir a Bourdieu para afirmar que el sujeto asume, tras el proceso de la alquimia simbólica, los estratos históricos y de mitos colectivos de determinadas tertulias literarias que, por su peso e importancia, han sido claves en la historia cultural de un determinado territorio (1992). Como si, por efecto también alquímico, el individuo pudiera trasmutarse, asimilarse al espacio por el mero hecho de habitarlo y así, el escritor en ciernes devendría el Escritor, por contagio de los escritores que acuden, o han acudido en el pasado, a una determinada tertulia literaria. En cierta forma, si bien la naturaleza esencial de la tertulia literaria siempre ha contenido un sema de revolución, de marginalidad y ruptura —ya desde los Salones franceses del XVIII: Napoleón Bonaparte expulsó de París y de Francia a Madame de Stael, no solo por su germanofilia sino «por la renovación filosófica, artística y literaria, y por la rebeldía política que encabezaba desde su Salón de París y, más tarde, de Coppet» (Martí Monterde, 2007: 25)-, también es cierto que en su misma marginalidad frente al poder político dominante, la tertulia ejerce como un pequeño centro de poder hegemónico y esconde la querencia de ser «norma»» algún día, de poder determinar el rumbo de la historia cultural de un país.

Pese a esa contradicción inherente, es obvio señalar que los centros de sociabilidad literaria constituyen en la historia reciente importantes espacios de transmisión de ideas y valores, de difusión de movimientos estéticos y filosóficos, así como de conexión con las novedades culturales procedentes del extranjero. En este sentido, Espagne y Werner han estudiado la importancia de los salones literarios como centros difusores de la literatura y el pensamiento alemanes en Francia en el siglo XIX, en el marco de dos nociones esenciales acuñadas por los citados investigadores, la de red cultural y la de transferencia en su ya canónico ensayo (1988)[2]. Para que se dé una transferencia cultural es indispensable la presencia de mediadores culturales, de algún tipo de agente cultural, y también la existencia de una «red» que propicie y enmarque el proceso de transferencia; ambos teóricos definen su teoría de redes como «un sistema de elaboración colectiva de una ideología y más particularmente de una referencia cultural. Designa un conjunto de personas entre las que funciona un circuito de intercambios epistolares u orales justificados, por ejemplo, por la preocupación por publicar una revista regularmente» (Espagne y Werner, 2008: 209). La teoría de redes, como se deriva de la cita anterior, es idónea para desarrollar la importancia que las tertulias literarias han tenido a lo largo de la construcción histórica de referentes culturales y, en este caso, específicamente literarios. De alguna forma, la soledad del Umbral que llega a Madrid se diluye en las diversas redes en las que logra inmiscuirse, de tertulia en tertulia, en la capital durante la década de los sesenta.

Del espacio privado, doméstico y aristocratizante de los salones dieciochescos, la tertulia halla su lugar específico, sobre todo a partir de la irrupción de la Modernidad, en el Café. Desgrana lúcidamente Martí Monterde:

Los Cafés calcaron en su origen el modelo de los Salones aristocráticos en muchos aspectos. Con las Coffeehouses inglesas y el Café Le Procope de París como primeros grandes hitos, el siglo XVIII se inicia con el ascenso definitivo de la burguesía, que se irá consolidando hasta el siglo siguiente como nueva estructura social que necesita sus propios espacios. Toman de los Salones el modelo de la tertulia —que será desarrollado con la llegada de los artistas y literatos- como centro aglutinador de las novedades culturales y epicentro de la discusión política, pero el Café lo despoja de sus mecanismos de inclusión o exclusión aristocratizantes; deselitiza la pertenencia a su ámbito, seculariza el diálogo, la creación, la política; suprime el protocolo, flexibiliza las costumbres y los modales, y, sobre todo, desjerarquiza la conversación estableciendo una polifonía en que la autoridad es provisional y sólo vale lo que valga la argumentación de cada intervención; el prestigio es acumulado o dilapidado en la toma de la palabra; convertirse en una personalidad, o hasta tener una personalidad definida y reconocible, es algo que en este nuevo espacio se dirime, de manera mucho más inestable y eventual que en los salones, en el lenguaje, y en el lenguaje reside su posibilidad (Martí Monterde, 2007: 25-26).

Tal fue siempre la convicción de Umbral en el poder del lenguaje que antepuso, precisamente al libro que aquí nos ocupa, la cita de Paul Valéry «La sintaxis es una facultad del alma», frase que abre «La manoeuvre du langage» (Choses tues, 1932) del poeta francés. El café y, dentro de él, la tertulia se convierte en el particular reino de la conversación, un espacio que puede ser conquistado con las armas del lenguaje y que será, a su vez, generador de lenguajes nuevos y, por tanto, de nuevas realidades sustantivas. Es «un epicentro de noticias al mismo tiempo que el lugar desde donde estar al corriente de todo cuanto en la ciudad acontezca» (Martí Monterde, 2007: 43), pero también es la matriz del acontecimiento, e incluso deviene él mismo acontecimiento. Las tertulias dentro de los cafés se alzan como el meollo de la vida periodística y política, fuera de los centros de decisión institucionales; serán auténticos horizontes de creación de opinión pública y de ahí su carácter históricamente subversivo.

Martí Monterde sitúa el vínculo entre el espacio del Café y el acto de leer en el momento de la expansión de la lectura no solo entre diversas clases sociales (con el auge de la burguesía), sino también entre diversos espacios (no solo en lugares privados o domésticos):

A finales del siglo XVIII, se amplía la oferta de las sociedades más o menos literarias —Casinos, Ateneos, etc.— que añadían a sus gabinetes y cámaras de lectura salones para fumar, tomar refrigerios, espacios de conversación, salas de billar y de juegos. Es decir, que una cierta burguesía se repliega sobre sí misma creando espacios evolucionados desde el modelo del Café, pero donde la clase social y la posición económica determinan nuevamente la admisión. [...] Los libros y los periódicos se extienden y se entienden sobre las mesas (Martí Monterde, 2007: 80).

Libros y conversaciones sobre libros en torno a las mesas de los cafés, que se entremezclan con otros muy variados temas, como la política u otras disciplinas artísticas (bellas artes, música, teatro...).

Pese a que La noche que llegué al Café Gijón se localiza a principios de los años sesenta, todavía se pueden observar los ecos lejanos de un fenómeno propio de la Modernidad de finales del XIX, que fue la llegada de la Bohemia a los cafés; fenómeno que alteró por completo la naturaleza social de sus habitantes: escritores, pensadores, que como Baudelaire tenían que huir de domicilio en domicilio, de establecimiento en establecimiento, escapando de sus acreedores. Nace la figura del escritor bohemio que apenas puede pagar el café con leche diario que le permite pasar unas horas en el interior confortable de un Café para salvaguardarse de la aridez de la calle (figura que tan bien supo recrear, en el personaje de Martín Marco, Camilo José Cela en La Colmena). La escasez de dinero y la necesidad de profesionalizarse son dos parámetros que dirigen los pasos del joven Umbral recién llegado a Madrid. Define Martí Monterde que el Café «es la casa de quien no tiene» (2007: 157) y así se observa en La noche que llegué al Café Gijón: cuando Umbral logra una habitación más o menos confortable, deja de habitar los cafés y tabernas con la misma frecuencia con que solía hacerlo cuando estaba en pensiones astrosas. Ahí radica el deseo que Virginia Woolf describe de contar con «una habitación propia» para poder escribir.

Café como refugio, Café como espacio de aprendizaje y como «Academia» que dicta las normas de una estética determinada: «entre finales del siglo XIX y el primer tercio del XX se consolida la percepción institucional del Café, y en tanto que institución fundamentalmente letrada, como academia improvisada y sin sede propia, dejando ya un poco atrás la bohemia e impregnándose cada vez más de seriedad, de sobriedad y de un sentido de responsabilidad que consolida las tertulias de Café en el campo intelectual» (Martí Monterde, 2007: 198).

El propósito fundamental de este artículo consistirá en sistematizar y ordenar las diversas tertulias literarias que Francisco Umbral visitó a su llegada a Madrid a principios de la década de los sesenta («Todo esto debía ser hacia mil novecientos sesenta»» — Umbral, 2009: 630), y en apuntar su posible incidencia en la formación intelectual y estética del joven escritor. Para ello, se tomará como fuente La noche que llegué al Café Gijón[3], pues la obra de 1977 contiene, el filtro de la memoria mediante, sus experiencias desde el aterrizaje en el aula pequeña del Ateneo de Madrid hasta la simbólica muerte de uno de sus vates literarios, Ramón Gómez de la Serna, con el que parece dar por culminados sus tanteos iniciales en la capital española: con un nombre más o menos conocido en diversas cabeceras periodísticas y un libro, la biografía de Larra, casi culminado, Umbral se siente ya en el camino indicado para lograr su anhelo fundamental que es poder vivir de la escritura para no hacer otra cosa que no sea escribir.

1. El ritual para iniciados: vivir de tertulia en tertulia

La noche que llegué al Café Gijón se nos abre entre las manos como una serie de estampas engarzadas por el devaneo de la memoria del narrador, autor y protagonista de la trama: compuesto por breves capítulos de desigual extensión, que pueden tener en ocasiones cierta cohesión temática, el escritor sigue en ellos una estructura muy familiar, la propia de la entrevista y del retrato umbralian[4] (que debe mucho al apunte carpetovetónico de Cela, como ha demostrado en un riguroso trabajo de próxima publicación la profesora Marisa Sotelo Vázquez, 2017). En ellos, el cronista traza la descripción del marco espacial para abordar, a continuación, uno o más perfiles de personajes; en este caso, de personas que fue conociendo y que, directa o tangencialmente, contribuyeron a sus aprendizajes. Es inevitable recalar en los modelos fundamentales de Umbral al perfilar esta obra: Mariano José de Larra, Ramón Gómez de la Serna, Emilio Carrere y César González Ruano. Con todo, debemos precisar que no vamos a adentrarnos en el análisis narrativo de La noche que llegué al Café Gijón, del que se ha ocupado ya en un excelente estudio Mercedes Rodríguez Pequeño (2014: 257-276).

La estructura fragmentaria, digresiva y repetitiva en ocasiones (repeticiones que Umbral defiende como voluntarias, pues así acontece en el ejercicio de la memoria), nos remite a la fragmentariedad de la vida que el sujeto otea desde el Café, puerto seguro frente al caos de lo real:

En su complejidad, el Café resulta el refugio de esa fractura y, puesto que permite pensarla, al mismo tiempo, es el lugar donde esa fractura se muestra de manera más profunda, el rincón de realidad donde se produce, invisible sin embargo a quien intenta comprenderla, explicarla en sus mesas (Martí Monterde, 2007: 282).

En una intromisión del autor en la narración, marcada entre paréntesis, Umbral justifica esa voluntad de reflejar la realidad cambiante a través de su escritura:

(No sé si hay repeticiones en mi libro, pero casi me gustaría que las hubiera, pues he querido que tenga el tono un poco mareado y giratorio de la vida en el café, aquella vida encerrada de espejos, loca de conversaciones, que considero muerta para siempre cuando leo, por los días en que escribo esto, que el arquitecto que remodeló el Gijón después de la guerra acaba de morir.) (Umbral, 2009: 776)

Con todo y pese a no ahondar en cuestiones narratológicas, las diversas escrituras de Gómez de la Serna acerca de la vida de la tertulia del Pombo (Pombo 1918; La sagrada cripta de Pombo 1923; Pombo. Biografía del célebre Café y de otros Cafés famosos 1941) se infiltran de muchas formas en la obra umbraliana. Nos quedamos con dos ideas fundamentales de Ramón presentes en el libro que nos ocupa: la continuidad entre la experiencia callejera del individuo y su refugio transitorio en un Café; y la jerarquización abierta y provisional que existe en el Café frente a la jerarquización inamovible del sistema social y político.

Descendamos, no obstante, al estudio de la presencia de las tertulias literarias en la obra de 1977. A vuela pluma, sobresalen en la obra dos epicentros urbanos fundamentales: el Café Gijón y la sala de poesía, el aula pequeña, del Ateneo de Madrid, dirigida por entonces por Pepe Hierro, bajo la connivencia de Florentino Pérez Embid. A partir de esos dos epicentros -de mayor peso el del Café Gijón- se desgranarán numerosos satélites en bares, cafés y tabernas, que se erigirán en centros de tertulias puntuales, a veces pasajeras, pero cuya existencia se nos aparece como indispensable para dibujar la constelación de estos espacios de lo posible en el Madrid de los sesenta.

De mayor alcurnia, el Café Gijón abre el título mismo de la obra de Umbral y también su experiencia madrileña:

La primera noche que entré en el Café Gijón puede que fuese una noche de sábado. Había humo, tertulias, un nudo de gente en pie, entre la barra y las mesas, que no podía moverse en ninguna dirección, y algunas caras vagamente conocidas, famosas, populares, a las que en aquel momento no supe poner nombre. Podían ser viejas actrices, podían ser prestigiosos homosexuales, podían ser cualquier cosa. Yo había llegado a Madrid para dar una lectura de cuentos en el aula pequeña del Ateneo, traído por José Hierro, y encontré, no sé cómo, un hueco en uno de los sofás del café.

Toda una vida (o eso me parecía) leyendo cosas sobre el Café Gijón, allá en provincias, y ahora estaba yo aquí, y además venía a leer unos cuentos al Ateneo (y con el secreto propósito de quedarme) o sea que era un viaje literario, y me hubiera gustado que cualquiera de aquellas caras conocidas o desconocidas me preguntase qué hacía yo por Madrid para responder con desgana y énfasis:

-Ya ve usted, que mañana doy una lectura en el ateneo.

Pero nadie me preguntó nada, claro (Umbral, 2009: 629).

Las expectativas con que el Umbral recién llegado desde Valladolid entra en el famoso establecimiento se yuxtaponen a la realidad y siente haber alcanzado la meca, la cumbre literaria con solo estar sentado en uno de los sofás, por ese proceso alquímico teorizado por Bourdieu que señalábamos al principio de este trabajo («Estuve un largo rato, quizás horas, viviendo aquello, disfrutando aquello, diciéndome para mis adentros, para mi café con leche: esto es el Café Gijón, estoy en el Café Gijón, en el capullo del meollo del bollo, aquí es donde pasa todo. Pero no pasaba nada.» — Umbral, 2009: 629). Sus manes literarios aparecen, espectrales, en sus recuerdos, mientras observa pasar gente por entre las mesas del café: «Y me preguntaba mentalmente a quién me gustaría ver entrar: ¿a Vicente Aleixandre, a César González Ruano, a Cela? A ver si iba a resultar que aquellos señores ya no iban nunca por el café» (Umbral, 2009: 629).

La mera posibilidad de que la historia fabulada desde las provincias, de que el artificio que envolvía en su cabeza al Café Gijón no fuera real, llena al joven Umbral de zozobra; una inquietud que no tardará en disiparse, cuando empiece a hallar su lugar y a conectar con otros interlocutores.

Con todo es interesante el rol asumido por Umbral en la primera noche que, a su llegada a Madrid, pasa por el Café: el papel de observador solitario entre el bullicio. No debe de extrañarnos el parentesco posible entre la actitud umbraliana y la postura de Mariano José de Larra —sobre quien, como veremos, estaba a punto de comenzar la escritura de una biografía-. A este respecto, Martí Monterde halla paralelismos entre el rol adoptado por Fígaro y el de Addison y Steele en los artículos de los primeros números de The Spectator. la invisibilidad del articulista en el café, el observador que parece no ser visto, que en el caso de Larra, señala el crítico, «es entendida como una cierta extranjería, y como tal remite también al hecho de considerarse como extranjero en su patria en virtud de esa actitud misma»» (Martí Monterde, 2007: 99). En este mismo sentido, Martí Monterde asevera que «Umbral teje su tela de araña en el Café solamente para registrar los movimientos y contactos que se dan en él; más que plasmar una etapa de su formación como escritor y de la realidad madrileña de la época» y que La noche que llegué al Café Gijón es «un catálogo de apariciones de gente más o menos importante» (Martí Monterde, 2007: 185). Sin restar verdad a dichas afirmaciones, creemos que es necesario matizarlas: el lector puede deducir mucho más de lo explícito y en el trasiego de tertulias, en la perspectiva con que Umbral dibuja uno u otro perfil de diversos personajes, se observan sus filias y sus fobias, las querencias del joven escritor que quiere hallar su espacio, que quiere conformar su voz, y sabe que debe hacerlo conociendo a tantos escritores como sea posible, contagiándose de la literatura, de la sociabilidad literaria, entre las mesas del Café, para poder verterlo luego, algo más estable, en su habitación propia. Y aunque el sujeto narrador sea más mirada que acción, el lector deduce cómo el espacio del Café es el enclave perfecto para que Umbral desarrolle lo que Bourdieu denominará la postura de autor, su máscara autorial, para posicionarse en el campo literario (1992).

Recuerda Umbral su soledad y su deseo de habitar la esfera literaria: «La colisión de gentes en el café era ya cataclismática, todo el mundo saludaba a todo el mundo, los camareros pasaban repetidos por los espejos, en un sueño de humo, y yo no conocía a nadie» (Umbral, 2009: 629). La imagen valleinclaniana de los camareros a través del juego de espejos no puede sino recordarnos a una figura bisagra entre ambos narradores, la de Cela, y diversos fragmentos de La Colmena en que aparece el orteguiano juego de miradas y de perspectivas a través de los espejos del café de doña Rosa:

Pepe, el camarero, se vuelve a su rincón sin decir ni palabra. Al llegar a sus dominios, apoya una mano sobre el respaldo de una silla y se mira, como si mirase algo muy raro, muy extraño, en los espejos. Se ve de frente, en el de más cerca; de espalda, en el del fondo; de perfil, en los de las esquinas (Cela, 2016: 44).

O en la escena final del primer capítulo, tan deudora del cine mudo de Buster Keaton: «Al otro extremo del local, doña Rosa riñe con grandes aspavientos a un camarero. Por los espejos, como a traición, los otros camareros miran la escena, casi despreocupados» (Cela, 2016: 80-81).

La imagen de los espejos en el Café se instala, Cela mediante, en una longeva tradición literaria que desgrana Martí Monterde en su ya citado ensayo: «Nadie suele mirarse en los espejos de los Cafés, donde, sin embargo, constantemente se multiplica la fantasmagoría de la modernidad» (2007: 276).

Desde las primeras páginas del libro, Pepe Hierro se convierte en un loado Virgilio que guiará a Francisco Umbral por los vericuetos literarios de Madrid. Gracias a él, el joven escritor conocerá diversas tascas en torno a la Plaza Mayor y a muchos de los más importantes poetas que habían protagonizado la década de los cincuenta:

En aquellos días, volví alguna otra vez por las reuniones del aula pequeña. A la salida nos íbamos en grupo, con Pepe Hierro, por las tabernas de la Plaza Mayor, y en uno de estos sótanos de cal y vino conocía a más famosos, entre ellos Gabriel Celaya y Amparo Gastón, Ángela Figuera y otros que ahora no recuerdo. En la luz subterránea de la taberna, entre el queso y la risa, la calva saludable de Pepe, luciente como un casco prusiano, eso que él tiene de tigre con el bigote recortado, el relámpago dorado de sus ojos, de su piel, de su vitalidad. Muchas veces, a su lado, su mujer, Angelines, mujer rubia y tenue a la que Pepe solía mimar mucho (Umbral, 2009: 632).

El perfil dedicado a Hierro rezuma la admiración y estima que le profesaría siempre Umbral. Si el aula pequeña del Ateneo se prolongaba hasta altas horas de la noche en los bares y tabernas de la Plaza Mayor, el Café Gijón hervía en bulliciosas tertulias, especialmente a partir de la sobremesa y hasta entrada la noche, que también se extendían más allá de sus límites físicos en numerosos bares y restaurantes. La noche que llegué al Café Gijón parece presentarnos a un Umbral que habitaba el Café del Paseo de Recoletos y que asistía, perpetuo en su rincón, a las diversas tertulias literarias y artísticas que se iban sucediendo a lo largo del día en el establecimiento.

Tras describir algunas de ellas, Umbral se permite un remanso en el camino para definir su naturaleza. Observador algo ajeno, casi como si no participara en ellas, realiza el genial hallazgo de presentarnos el movimiento de tertulias como un mundo acuoso, líquido, que fluye al pasar de las horas y que se alterna como el juego de las mareas con la luna. Apunta Umbral el clímax del mundo tertuliano en el Café Gijón a partir de la sobremesa, «la marea alta del café, el momento en que todos estaban congestivos de comida, coñac, puro, conversación, política y vanagloria» (Umbral, 2009: 645); cumbre que desciende a la hora de la merienda y volvía a ascender cuando los pintores reaparecían «después de haber aprovechado los oros de la tarde para pintar en sus buhardillas», momento en que el café Gijón «iba engrosándose otra vez, tomando así la forma de un reloj de arena, tras el pasajero adelgazamiento de la hora del relevo, digamos. La cena suponía otro entreacto de calma y soledad relativas, pero a partir de las once de la noche hervía otra vez el apogeo de las ruedas humanas, las sillas dispares, las conversaciones y el tumulto, tal como yo lo había conocido la primera noche que caí por allí» (Umbral, 2009: 645).

El ritmo íntimo del Gijón, su intrahistoria, se perfila, como adelantábamos, a partir del campo semántico marino:

Sobre este entramado fundamental de materia humana, sobre esta rocalla de tertulias y gentes, pasaban las olas largas y ondulantes de los que iban de paso, de los curiosos, de los exóticos, de las extranjeras, de los provincianos, una fluencia que era río revuelto para los pescadores de café, aquellos que ponían sus aparejos en una mesa o se ponían a sí mismos de cebo, al acecho de un amor, una aventura, una cita, un negocio o sencillamente una cena (Umbral, 2009: 646).

Olas, ríos, afluencias que definen un ir y venir de gentes, una sucesión casi imparable de tertulias de diversa naturaleza, si bien muchas de ellas se perfilan como espacios de autenticidad identitaria: «(los seudónimos quedaban colgados en la percha del café, como los abrigos y los sombreros)» (Umbral, 2009: 634).

Además de los poetas aglutinados en torno a Pepe Hierro y el Ateneo madrileño, Manuel Álvarez Ortega introduce a Umbral en la tertulia poética instalada, después de la Guerra Civil, en el Gijón e integrada por Gerardo Diego, José García Nieto, Ramón de Garciasol «(que se llama Miguel Alonso Calvo y quizás eligió el seudónimo por razones más políticas que estéticas)» (Umbral, 2009: 634), Jesús Juan Garcés, Jesús Acacio, Manrique, Juan Pérez Creus, Luis López Anglada, Álvarez Ortega, Eladio Cabañero, Francisco García Pavón, Leopoldo de Luis y, más ocasionalmente, el narrador Ignacio Aldecoa o el dramaturgo Antonio Buero Vallejo. Al principio, Umbral necesita de estas figuras mediadoras para entrar en los selectos círculos de las tertulias. Con el paso de las páginas, el escritor adquiere soltura y presencia propias para frecuentarlas sin necesidad de figura introductora.

Son interesantes los juicios con los que el narrador salpica la descripción más o menos historiográfica de estas mesas literarias. La tertulia de los poetas («Yo creo que estaban todos allí desde el año cuarenta. Nada más terminar la guerra, se habían sentado cada uno en su silla o en el diván del café como ocupando un sitio que tenían reservado en los venideros olimpos literarios del hambre y los periódicos» — Umbral, 2009: 633) parece situarse fuera de las coordenadas espacio-temporales, ajena al tráfago cotidiano del café:

La tertulia, engranada con estos nombres y otros, tenía una permanencia un poco fantasmal, una fijeza de luz y tiempo que desconcertaba un tanto. La tertulia era la duración misma, la constancia, y aquellos hombres estaban allí, y puede que estén todavía, tardes enteras, y cuando de pronto se quedaban quietos, callados, mirándose todos a todos, como una enorme cristalización del tiempo y pensamiento en la borrasca agitada del café, era cuando ascendía al corazón colectivo la angustia helada y la certidumbre negra de la nada, de ese absoluto luciente y neutro que es la literatura. La tarde se paraba en las vidrieras del café, en las gafas de Garciasol, con muchos círculos concéntricos, en los ojos claros de Pavón y de Gerardo, en el rostro de García Nieto, que de pronto se había quedado lívido, y el ahogo de una vocación intemporal e insensata pasaba por todos (Umbral, 2009: 637).

De la visión de aquellos hombres —pues esta tertulia, como la gran mayoría, es eminentemente masculina—, Umbral señala la posibilidad de redención nacional a partir del complejo equilibrio logrado en la mesa de los poetas. De nuevo, la tertulia como el espacio de

Aquella tertulia era un poco como el rompecabezas de España, el único sitio donde se había conseguido el difícil equilibrio nacional, la reconciliación de las dos Españas en torno de una jarra de agua, y el que venía de las cárceles de Franco le llenaba el vaso al que venía de los cuarteles triunfales, y el que vestía la ropa bien planchada de los Ministerios le ofrecía lumbre al que fumaba el tabaco callejero de los perseguidos.

Claro que la guerra civil, me parece a mí, iba por dentro (Umbral, 2009: 637638).

Umbral culmina la bella construcción de la reconciliación de las dos Españas en el café con una construcción quiasmática al final del párrafo, que se desmitifica automáticamente con el juicio posterior del narrador: la rosa y el látigo que apunta García Posada como título de la antología umbraliana y que Martínez Rico retoma para definir el estilo literario de Umbral (2002: 93-94).

Repartidas por otras mesas y de horario mayoritariamente vespertino, hallamos la tertulia de los actores, con Guillermo Marín, Francisco Rabal o Fernando Fernán Gómez; la de los escritores gallegos, formada por Adolfo Prego, Baldomero Isorna y Otero Besteiro, entre otros; la tertulia de ambiente de preguerra de don Eurípides Escoriaza; la de los poetas jóvenes, con Diego Jesús, Marcos Ricardo Barnatán, Antonio López Luna, Ángel García López, Antonio Colinas y Antonio Hernández; la tertulia de los pintores, integrada por Viola, Quirós, Martínez Novillo, Mampaso, Arias, Cossío, Alcaraz, Flores, Bueno, Barjola, Otero Besteiro, Dans, etc.; la mesa teatral y política generada en torno al recién salido de la cárcel Antonio Buero Vallejo; la tertulia sabatina de Luis de Castresana, Dolores Medio, María Alfaro o Adelaida Las Santa; la mesa de «los cuentistas del café» (Aldecoa, García Pavón, Julián Ayesta...); o la «unitertulia» de Luis Delgado Benavente: «que había inventado la tertulia consigo mismo, y ya sólo por esto era admirable, aparte de su teatro, que tampoco conocí. Pero ya intuía yo que en la vida acaba uno siempre de contertulio único consigo mismo, cuando los otros contertulios se le van muriendo o se revelan como unos redomados traidores, que también pasa» (Umbral, 2009: 647).

Además de sintetizar con pocas frases las temáticas en torno a las cuales giraban las conversaciones, Umbral define magistralmente la actitud moral y el aspecto físico de sus contertulios con sucintas palabras, y apunta el carácter formativo que para él tuvieron todas ellas, especialmente la «tertulia de los poetas», en la que «se daba un repaso todas las tardes a la literatura española completa, o casi» (Umbral, 2009: 767). La potencia definidora de Umbral en la técnica del retrato (prosopopeya y etopeya en apenas una frase) se hace evidente en cada uno de los perfiles. Como señaló en un indispensable artículo Bénédicte de Buron-Brun: «Una de las grandes fuerzas intelectuales del escritor está en la sintetización de los personajes. Como si fuera dibujante (y no sólo caricaturista) Umbral traspasa a la escritura la firmeza del lápiz; en un par de trazos saca los rasgos esenciales de su personalidad» (Buron-Brun, 2014: 45).

Anticipábamos al comienzo de este apartado que alrededor del Ateneo y del Gijón se diseminaban numerosos satélites: «El Café Gijón no era sólo el Café Gijón. El Café Gijón eran también aquellas tabernas que le rodeaban, todo lo que constituía un pequeño mundo de cómicos, periodistas, gente sin tiempo, teatros y tabernas. / El Gijón, pues, era ya un clima, algo que nos pasaba a todos. La trinidad de tabernas inmediatas era ésta: Casa Pepe, en Conde de Xiquena; la Estrecha, en Almirante; y el Comunista, en Augusto Figueroa» (Umbral, 2009: 667).

Otro de sus manes literarios, el periodista y escritor César González Ruano lideraba otra tertulia literaria en el Café Teide, a la que acudía con frecuencia religiosa Umbral:

Madrid, pues, iba concretando sus perfiles para mí, iba cerrando el poliedro de sus imágenes y ya tenía yo, cuando menos, un trasunto rico y variado de ciudad, cuyo espacio sagrado y reducido volvía a ser cada día, cada noche, el Café Gijón, inevitablemente, aunque había otros cafés más o menos literarios a los que también empezaba a ir, como el Lyon de la calle de Alcalá, o el Teide, café-bar-sotanillo, también en Recoletos, como el Gijón, donde escribía por las mañanas César González Ruano y se reunía por las tardes una tertulia integrada por Tomás Borrás, Federico Carlos Sáinz de Robles y otros ingenios del Cuento Semanal, la Novela Corta y demás publicaciones populares de antes de la guerra (Umbral, 2009: 649).

E irá alternando la visita de otros encuentros: la Tertulia Literaria Hispanoamericana (localizada en diversas sedes) liderada por Rafael Montesinos y formada por, entre otros, Leopoldo Panero, Luis Rosales, Carlos Bousoño, Claudio Rodríguez o Francisco Brines; la fascinante tertulia de las mañanas en Chicote (con los hermanos Cossío, Francisco Serrano Anguita, Alfonso Sánchez, etc.), en las que el joven escritor observaba «a aquellas mujeres tremendas y caras que se habían pasado por la cama a todos los grandes de la posguerra» (Umbral, 2009: 684); el encuentro semanal en torno a la revista Ínsula, en la calle del Carmen, liderado por Enrique Canito y José Luis Cano; el de otra publicación como Agora, de Concha Lagos, en el que coincidía con Mario Lagos, Medardo Fraile o Rafael Millán, en la Gran Vía; o la exótica tertulia, también semanal, que organizaba en casa de sus padres el diplomático y poeta turco Solimán Salom y a la que acudían Pepe Hierro, Leopoldo de Luis, Carlos Bousoño o Antonio Gala.

Madrid, «una ciudad tomada por la literatura»

El Café es la universidad literaria, un espacio formativo y de autoafirmación, como autoafirmativa es la escritura para Umbral:

[...] la literatura es una autoafirmación, más necesaria cuanto más tambaleante se encuentra uno por dentro. [...]

Por otra parte, la escritura llega a ser para el escritor la cinta que le une con el mundo. Ese hilo de palabras es el hilo por donde él sujeta la gran cometa de la vida, y no quiere que se le vuele la cometa, de modo que estira y estira el hilo, viendo con angustia y delicia cómo el mundo vuela cada vez más alto y más lejos (Umbral, 2009: 788).

Su infatigable trasiego por Cafés y tascas, por ateneos y tabernas, tiene que ver con la búsqueda de un espacio propio, con el proceso de configuración de una máscara y de una voz públicas, indispensables para la profesionalización del escritor:

Madrid era todavía, hacia el año sesenta, una ciudad tomada por la literatura, minada de cuevas literarias y vocaciones obstinadas. Yo tenía el problema de conquistar Madrid con una máquina de escribir, que por entonces manejaba y acariciaba como si fuese una ametralladora. (Umbral, 2009: 649)

Pero también está indisolublemente unido a sus aprendizajes más íntimos: los modelos literarios y vitales de José Hierro, César González Ruano, Camilo José Cela, Vicente Aleixandre, Francisco de Cossío, José María Pemán o Claudio Rodríguez se intuyen en las simpatías que rezuman cada una de sus apariciones.

Este breve estudio ha procurado reseguir las relaciones entre la literatura, la escritura, la tertulia y el Café en la obra La noche que llegué al Café Gijón. Tras la descripción y localización de las diversas mesas y encuentros varios, el lector puede vislumbrar la naturaleza eminentemente masculina de las tertulias literarias en los Cafés durante la dictadura franquista («Generalmente, las mujeres del café tenían esta condición borrosa y transeúnte. Venían, pasaban, daban un dinero o lo pedían, hacían el amor y desaparecían»» — Umbral, 2009: 652); su condición de refugio más o menos democrático frente a las estructuras inamovibles del espacio exterior (se diluyen las diferencias ideológicas, las fronteras de clase; el talento y el dominio del lenguaje son las cartas de presentación); y sus funciones pedagógicas e incluso normativas (el Café como escuela, el Café como Academia).

No obstante, los fragmentos más emocionantes del libro, quizás en los que más desnuda hallamos la voz íntima del autor, su fondo sentimental en palabras de Baroja, son los que nos remiten a la naturaleza del Café como espado de lo posible. «Mi casa estaba claro que era el Café Gijón» (Umbral, 2009: 658), pues allí iba a configurarse la identidad buscada, soñada, conquistada por Francisco Umbral:

Se ha dicho que el español va al café huyendo de un hogar mediocre. Yo creo que el escritor español va o ha ido o iba al café huyendo de la verdad de la literatura, que es una verdad de clase media y comedorcito heredado. Buscando esa nave épica, política y lírica, que es el café, donde él se juega cada día su prestigio de conversador, su aureola política y su biografía. Muchos que me habían parecido dignos en el café, casi grandes, importantes, muy personales, me los encontraba luego por la calle, un día, y en la calle no eran nadie, sólo un peatón gris y tenue. Hace muchísimos años que el escritor perdió su grandeza social. El romanticismo fue el último intento exasperado por recuperarla. Y en España el 98. Sabíamos que en la calle de Madrid no éramos nadie e íbamos al Café Gijón para sentirnos algo. Alguien. (Umbral, 2009: 659)

El espacio de las tertulias literarias, habitualmente circunscritas a los Cafés, se erigía a ojos de Umbral en el portal idóneo para transitar desde el anonimato a la posibilidad de poder vivir de la escritura, de ser alguien o sentirse alguien. En este sentido, los conceptos acuñados por Bourdieu de campo literario, habitus y alquimia simbólica explican la necesidad, más allá del deseo emocional de sentirse parte de un grupo, de tejer una estrategia que permitiera al escritor posicionarse en la esfera literaria. Por otro lado, las tertulias devienen en la obra estudiada espacios formativos, de difusión y transferencia cultural, siguiendo las nociones de Espagne y Werner, indispensables en la España de los años sesenta, que empezaba a desperezarse de las oscuras décadas iniciales de la dictadura franquista y anhelaba conectarse de nuevo con la modernidad perdida en 1939. La constelación de tertulias literarias que desgrana Francisco Umbral en La noche que llegué al Café Gijón es, a nuestro juicio, un testimonio esencial para configurar la cartografía de las redes culturales, en especial las literarias, del Madrid de los sesenta y una atalaya indispensable desde la que observar los fenómenos estéticos e intelectuales que respondían a los latidos de su tiempo.

Bibliografía

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Sobre la autora

Blanca Ripoll Sintes

Es licenciada y doctora en Filología Hispánica por la Universitat de Barcelona, donde actualmente trabaja como profesora de Literatura Española. Sus líneas de investigación comprenden el estudio, desde diversas perspectivas, de las relaciones entre el mundo editorial, la crítica literaria en prensa y la creación literaria (en especial, en lo referente al género narrativo). En este sentido, ha participado en numerosos congresos nacionales e internacionales, en libros colectivos y ha publicado artículos en diversas revistas. Desde 2014 es Secretaria de la Sociedad de Literatura Española del Siglo XIX.

Contact information: Universidad de Barcelona, Gran Via de les Corts Catalanes, 585 / 08007 Barcelona, blancaripoll@ub.edu.

Notas:

[1] La bibliografía específica sobre esta cuestión no es sistemática, ni totalizadora. Con todo, damos referencias fundamentales acerca de ciertas calas historiográficas: Álvarez Barrientes, 2002; Bonet Mojica, 2008: 2-5; Martínez Cachero, 2008: 25-27; Cáliz Montes, 2015: 399-410.

 

[2] Remitimos al lector a las referencias bibliográficas esenciales que siguieron al primer ensayo conjunto: Espagne y Werner (1988); Espagne y Werner (1994); Espagne (1999); Espagne y Werner (2008).

 

[3] Este estudio se instala en la línea iniciada por la investigadora Bénédicte de Buron-Brun en un trabajo fundamental acerca de las experiencias umbralianas en las tabernas leonesas (2013: 157-165).

 

[4] Diversos investigadores han ahondado en el quehacer umbraliano a propósito de perfiles de personajes políticos, trabajo en el que podemos observar cómo la técnica del retrato presidirá una parte larga y esencial de su obra (Buron-Brun, 2015: 151-186; Laín Corona, 2015).  

Francisco Umbral en 'Los libros' (2000)
14 dic 2000

Juan José Armas Marcelo entrevista al escritor madrileño en una edición del programa.

 

ensayo de Blanca Ripoll Sintes

blancaripoll@ub.edu

 

Ver, además:

Francisco Umbral y Rafael Alberti: recorrido por una relación humana y literaria, ensayo de Marina Casado Hernández (España)

 

Publicado, originalmente, en: Actio nova: Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Monográfico 1 (2017): Homenaje a Francisco Umbral

Actio nova: Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada.

Departamento de Lingüística General, Lenguas Modernas, Lógica y Fª de la Ciencia, Tª de la Literatura y Literatura Comparada
Facultad de Filosofía y Letras, Módulo IV Bis
Universidad Autónoma de Madrid

Link del texto: https://revistas.uam.es/index.php/actionova/article/view/8578

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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