Francisco Umbral y Rafael Alberti: recorrido por una relación humana y literaria

Francisco Umbral and Rafael Alberti: a journey for a human and literary relationship
ensayo de Marina Casado Hernández

marina.casado.hernandez@gmail.com

Universidad Complutense. Madrid

Un #30Mayo de 1988 Rafael Alberti presentaba su libro de poemas 'Golfo de Sombras', en un acto que presentó Francisco Umbral

y en el que Sara Montiel recitó sus poemas. #EFEfototeca

 

Abstract

Assuming the big interest of Francisco Umbral in Generation of '27, the poet Rafael Alberti deserves a special attention, because his person and his work have an important presence in Umbral’s bibliography. They both met in Italy, in 1972, and they continued their friendship since 1975, when Alberti went back to Spain after to have been exiled. Throughout his work and due to this friendship, Umbral can show to his readers a very close and subjective picture of Alberti. The present work picks up the keys of their relationship and, after, it signs the literary influence Umbral received of Alberti. The analysis is focused, particularly, in Mortal j rosa, his most lyric work.

Key words: Umbral, Alberti, Generation of 27, influences, poetics.

RESUMEN

Partiendo del gran interés de Francisco Umbral por la Generación del 27, el poeta Rafael Alberti merece una atención especial, puesto que su figura y su obra poseen una presencia importante en la bibliografía umbraliana. Ambos se conocieron en Italia, en 1972, y continuaron su amistad a partir de 1975, con el regreso de Alberti a España tras su exilio. A lo largo de su obra y gracias a esta amistad, Umbral ofrece a los lectores un retrato cercano y subjetivo de Alberti. El presente trabajo recoge las claves de dicha relación para, posteriormente, señalar la influencia literaria que recibió de él. El análisis se centra, especialmente, en Mortal j rosa, probablemente su obra más lírica.

Palabras clave: Umbral, Alberti, Generación del 27, influencias, poética.

Es Francisco Umbral un escritor periodista, o un periodista escritor. Resulta imposible aislar ambas facetas, porque las dos lo definen, constituyen su particular estilo, se entrecruzan como plantas trepadoras ascendiendo por el muro de su dilatada bibliografía hasta confundir las novelas con crónicas, las crónicas con ensayos, y abandonar las salpicaduras de todas estas magistrales combinaciones en las columnas que publicaba en los diarios nacionales como El Mundo y El País. Su periodismo es literario, como lo fuera el de Larra un siglo antes: contempla la sociedad bajo el filtro lírico del poeta sin levantar, por otra parte, los pies de la tierra: atento a los cambios que se producen a su alrededor, a la música, la literatura, a la política. Pero, sobre todo, a los seres que pueblan estas horas vividas, estos lugares de su geografía temporal que abarca no solo el presente, sino también el pasado apenas presentido. Es la prosa umbraliana un homenaje magistral a las personas, que son los verdaderos protagonistas de la Historia. Umbral se convierte en cronista de su tiempo, mirando también hacia las épocas pretéritas, y traza así magníficos retratos que pueden tener más o menos componentes ficticios —en Umbral, resulta a veces complicado separar la verdad de la ficción—, pero en cualquier caso permiten al lector intimar con la persona retratada como si él mismo la hubiera llegado a conocer.

Por eso, cuando habla de la Generación del 27, se refiere a ella como colectivo, pero también deteniéndose en cada integrante, dibujando su perfil humano y poético con sorprendente vivacidad[1]. Como colectivo, afirmó de ellos:

El 27. El 27 es lo más grande que ha dado el siglo, en España. [...] El 27 es naturalmente europeo, hijo de Ortega y Juan Ramón. Lo de la deshumanización del arte, que es sólo un diagnóstico, lo toma el 27 como una consigna.

Góngora. La emoción estética antes que la pasión ética (1984a: 159).

En la Generación del 27 encuentra la puesta en práctica del concepto teórico orteguiano de deshumanización del arte, cuyo origen lo halla en la poética de Paul Valéry y Luis de Góngora. En su opinión, ese concepto es uno de los extremos del 27, y el otro corresponde al movimiento surrealista: «El 27 está entre la deshumanización de Valéry (muy pronto madurada por Ortega) y el surrealismo, que es la manera lírica de la irresponsabilidad, de la escritura irresponsable» (1984a: 101).

Es en su obra Trilogía de Madrid donde mejor concibe a la Generación del 27 como colectivo y establece una clasificación dentro del grupo. En la cumbre de la llamada «poesía pura» sitúa a Jorge Guillén y Pedro Salinas; dentro de los surrealistas incluye a Vicente Aleixandre, Federico García Lorca y Luis Cernuda. En esta distribución está pasando por alto, sin embargo, otro de los aspectos fundamentales y determinantes, a partir de 1936, de la Generación del 27: la poesía social, presente en la obra de casi todos sus integrantes y especialmente en la de Rafael Alberti. Umbral, como se verá más adelante en este trabajo, nunca fue afín a la poesía social o política, y he aquí uno de los puntos de conflicto con Alberti, poeta con el que convivió durante la Transición y posteriormente, desde que el gaditano regresara de su exilio en 1977. En abril de 2017 se han cumplido los cuarenta años de su regreso.

Al contrario que con otros integrantes de la Generación del 27, como Lorca o Cernuda, con Alberti pudo mantener una relación humana, amistosa, más allá de la mera contemplación de su bibliografía desde la perspectiva del crítico o del lector. Alberti, el último superviviente del 27 —sin contar a Pepín Bello, que jamás publicó obra alguna—, rozó la frontera del siglo XXI y vivió aquellos últimos años apurando la copa de la vida con verdadera avidez, mientras su salud se lo permitió. No se trató, pues, de un Aleixandre que, debido a su enfermedad, se vio obligado a un cierto enclaustramiento —en su célebre y tristemente abandonada vivienda de Metropolitano— y a recibir las visitas en su casa. No; Alberti participó en campañas políticas, presentaciones y actos literarios, ofreció recitales multitudinarios, viajó todo lo que pudo y se relacionó con los artistas de su época y también con los jóvenes artistas del momento, contagiando a todos ellos su jovialidad y su optimismo. Bajo esa corteza de vitalidad albergó, sin embargo, un fondo tormentoso y cansado que pasaba desapercibido a la mayoría. No así a Umbral, a quien llegó a confesar su decepción, a la vuelta del exilio, ante una España que ya no recordaba como suya. A lo largo de la obra umbraliana pueden hallarse numerosas referencias a Alberti, contemplado desde el punto de vista del amigo, pero también del crítico literario. El resultado es un retrato preciso, entrañable y subjetivo, más tangible que el que pueda trazar de otros poetas de la misma generación.

Resulta interesante además señalar la influencia literaria que la poética de Alberti depositó en la obra de Umbral. Este estudio se ha centrado en su libro Mortaly rosa, publicado en 1975, por tratarse del ejemplo más paradigmático de prosa poética del vallisoletano y allí donde mejor se puede percibir dicha influencia, al estar plagado de lirismo. Hay más poesía en Mortal y rosa —viaje trágico y maldito por los vericuetos de la muerte y la sensibilidad que arrasa a su paso— que en toda su poesía propiamente dicha, que Miguel García-Posada reunió en un tomo en Seix Barral.

Sí hay que anotar, sin embargo, la presencia de algunas cenizas albertianas en esta obra poética, reflejadas, por ejemplo, en la afición de Umbral por dedicar poemas a personajes de la sociedad de su tiempo —por sus páginas desfilan Camilo José Cela, Fernando Fernán-Gómez, Pepe Saramago, Javier Bardem, Pedro Almodóvar, Sara Montiel, Amparo Larrañaga, Carmen Ordoñez, Agatha Ruiz de la Prada, Ana Botella, la reina Sofía, Adolfo Suárez...—, mezclándolos con homenajes a artistas fallecidos, como Cervantes, Kafka, Baudelaire o Luis Cernuda. En este tipo de poesía es posible percibir la pasión de Umbral por adentrarse en el esqueleto de su tiempo, por no concebir la literatura como torre de marfil y plasmar también en ella su faceta de periodista, de cronista de la época.

Alberti, sin dedicarse al periodismo, se preocupaba igualmente de este aspecto, y es fácil encontrar en su obra, sobre todo desde el exilio romano, una profusión de nombres de amigos y conocidos, retratados en sus versos, eternizados en sus dedicatorias. En la producción prosística, destacan en este sentido el segundo y el tercer tomo —especialmente el tercero— de La arboleda perdida, su gran libro de memorias, donde en cada capítulo cobra cierto protagonismo un artista conocido o alguno pretérito que ha admirado. Destaca entre estos homenajes la figura de Pablo Picasso, a quien Alberti —pintor, además de poeta— dedicó numerosísimos poemas e incluso un poemario, titulado Los ocho nombres de Picasso. También está presente el malagueño en la elogiada obra albertiana A la pintura, donde protagonizan poemas todos los pintores que marcaron de algún modo la vida o el estilo de Alberti, desde Giotto y Botticelli, pasando por Durero, Rubens y Berruguete, entre otros muchos, hasta llegar a Van Gogh, Gutiérrez Solana, Miró. El idolatrado Picasso aparece en un significativo último lugar.

Volviendo a Umbral, es curioso leer en su obra poética reunida por García-Posadas los dos poemas con títulos dedicados a Picasso, «Picasso» y «Picasso en el metro», escritos respectivamente en 2001 y 2000. El primero constituye un homenaje al «Guernica» y está compuesto de versos breves, rítmicos, muy plásticos. Su estilo recuerda inevitablemente al estilo juguetón de Alberti, plagado de metáforas y caricaturesco: «Picasso, / garabato, / las alas incendiadas del caballo. / Picasso, / garabato, / el toro es un obispo condenado. / Picasso, / garabato, / hay un ángel pelón, / republicano.» (Umbral, 2006: 255). Alberti podría haber escrito esos versos, como también podría haber llamado al laureado pintor «borratajo», «gitano malagueño», «fauno contemporáneo» (Umbral, 2006: 255). La influencia de A la pintura vuelve a reflejarse en el segundo poema de Umbral que se citaba: «Picasso en el metro». Con el mismo estilo juguetón y ligero, tan albertiano, el poeta colorea en sus versos a famosos artistas contemporáneos:

Picasso con su risa entre la gente,

Miró con sus hormigas en el Metro,

Juan Gris con el gris de su apellido,

Chillida con sus garfios de navío,

Saura con sus mil nidos como espinas,

Lucio Muñoz, llaga tan poderosa de la vida,

Calder con sus planetas como velas

(Umbral, 2006: 256).

El siguiente poema en la obra editada por García-Posada lleva por título «Joan Miró». Como también se verá en Mortal y rosa, en la literatura umbraliana adquiere mucha importancia la pintura, el arte, los colores. Una característica que define la dilatada obra de Alberti. Existieron, como puede verse, puntos en común en la poética de ambos escritores —aquí el concepto de poética involucra también la prosa poética de Mortal y rosa— y un reconocimiento que fue mutuo. Escribe Rafael Alberti en La arboleda perdida:

Oye, Paco, Francisco Umbral: ¿sabes lo que te digo? Que tú eres un valiente. Quizá el más sonámbulo, el que sabe gritar más, el más architrabajador, en medio de novelas, charlas, viajes y repartiendo tantos escritos a diario y no sé qué más. Me parece escucharte en la noche, en la voz de todas y todos esos que desbarran y hablan de sus amores y seriamente de todo hasta parecer que el mundo está descoyuntado, partiéndose por la cintura, Umbral, y te lo digo y admiro desde éste tu diario, desde el que he escrito un libro de más de 500 páginas y sigo ahora tan campante, camino a un mismo tiempo de los ochenta y siete años, y veintidós a la vez, cosa natural, aunque tú eres sólo el que me comprende, Umbral, Paco Umbral, valiente Francisco Umbral, en tercera página de hoy tu diario y mañana en la otra de otro. No podemos vivir así, aunque sólo sea de ese modo como vivimos, perdiendo la sintaxis, que es la única cosa, la sola manera de expresarse, y tú, Paco Umbral, valiente y casi el único escritor que lo sabe (2002: 53).

Rafael Alberti: el poeta y el amigo

Umbral escribió Lorca, poeta maldito en 1968, aún en plena dictadura franquista. Se trata de un primer y valioso acercamiento a la poesía y a la figura del granadino; una propuesta valiente —como subraya Ian Gibson en el prólogo de la edición de Austral de 2012—, dado que habla sin ambages de la sexualidad de Lorca y de su ideología izquierdista. Junto a Vicente Aleixandre, Federico García Lorca constituyó, para Umbral, la cima indiscutible de la Generación del 27. El malditismo que le atribuye lo explica en un fragmento del libro: «Llamo a Lorca maldito en función de su emparentamiento, cada vez más hondo y consciente o inconsciente, con las que convendremos en llamar fuerzas del mal, y no en función de una conducta de continua calaverada a la manera romántica» (Umbral, 2016: 87). Establecida la definición, revisa y analiza la obra lorquiana para demostrar la presencia de dichas «fuerzas del mal». La figura de Rafael Alberti no sale bien parada en este libro. Insiste, desde un principio, en compararlo con Lorca, como si ambos fueran dos caras de una misma moneda: una muy valiosa y otra mucho más vulgar:

Ambos se nutren del conceptismo, del cultismo, del neogongorismo. Pero lo que en Lorca se tiñe de sangre, en Alberti se colorea de acuarela. Ambos buscan la gracia del pueblo andaluz; pero Lorca, buscando la gracia del pueblo, encontró su pena. Alberti se quedó, se queda y se quedará en la gracia. Es toda la diferencia. Alberti, pese a su comunismo, sí es un señorito andaluz que hace buenos versos. Lorca, pese a su señoritismo andaluz, es un poeta que hace versos geniales. Alberti es un Lorca sin drama personal, y no hay gran obra sin drama personal. Alberti y Gerardo Diego son, quizá, los máximos virtuosos del verso español contemporáneo, pero son dos poetas sin problemática, y esto les priva de velocidad para proyectarse en el tiempo. (La problemática política de Alberti es tardía, extensa, adquirida, y, aun con toda su honradez y veracidad, que no vamos a debatir ahora, nada tiene que ver con una problemática existencial profunda (2016: 38).

Más adelante, continúa con la comparación, inmiscuyendo al mecenas del 27, el torero —tan llorado por Lorca— Ignacio Sánchez Mejías:

El torero Sánchez Mejías, decía así: «Lorca es Belmonte, y Alberti es Joselito». De nuevo lo dionisíaco frente a lo apolíneo. Ya hemos dejado constancia en estas páginas de nuestro juicio sobre Rafael Alberti. En él, las elegancias apolíneas de Joselito. Belmonte, en cambio, es el último torero goyesco, y Goya es el primer pintor maldito (2016: 148).

Se empeña en sus referencias, como puede observarse, en presentar a Alberti como un poeta frívolo y ligero, carente de «problemática». Afirma en esta misma obra: «Somos tan superficiales, tan vanos, que casi nunca diferenciamos una conducta de una vida» (2016: 87). Pues bien, dicha sentencia podría aplicársela a sí mismo al referirse en este libro a la poética albertiana. Porque Alberti, como Lorca, poseía bajo su aparente alegría un fondo de sombras, de tormento existencial. Diría Pedro Salinas: «En su mejor Rafael es Rafael el atormentado» (Salinas, 1988: 4). En el ensayo de 2017 La nostalgia inseparable de Rafael Alberti. Oscuridad y exilio íntimo en su obra, se analiza en profundidad la problemática albertiana:

Hay dos rasgos esenciales que caracterizan la obra de Rafael Alberti, no siempre valorados lo suficiente por la crítica: la presencia constante de la oscuridad —y de la luz, como su elemento opuesto— y el exilio íntimo que padeció desde mucho antes de sufrir el exilio político: estas dos características conducen a una inalterable presencia de la nostalgia a lo largo de toda su proyección literaria; lo perfilan como un constante exiliado de sucesivos paraísos que no poseen una realidad geográfica, sino temporal. A esta tristeza profunda se une, sin embargo, una indiscutible vitalidad que lo empuja a no perder del todo la esperanza en ningún momento de su vida, por oscuro que este se presente. Alberti busca continuamente esa esperanza, junto a su propia identidad, que se disipa (Casado, 2017: 17).

Se trata de una perspectiva muy alejada, como puede verse, de la superficialidad atribuida equivocadamente por Umbral. En el ensayo sobre Lorca, ni siquiera lo menciona cuando habla de los surrealistas españoles y se limita a tres nombres: Vicente Aleixandre, Federico García Lorca y Luis Cernuda. Así, no tiene en cuenta una importante etapa albertiana que abarca el final de la década de los veinte, en la que se inscriben los poemarios Sobre los ángeles, Sermones y moradas y Con los zapatos puestos tengo que morir (Elegía cívica) y la obra de teatro complementaria argumentalmente, El hombre deshabitado. Sorprende esta ausencia dado el gran interés de Umbral por el movimiento surrealista[2].

En 1968, año de publicación de Lorca, poeta maldito, no había conocido aún en persona a Rafael Alberti. No lo haría hasta 1972, en Italia. Tal vez no sea casual que, en obras posteriores, su opinión acerca del gaditano se suavice y se vuelva más admirativa, más profunda, no se quede estancada en la superficialidad de calificarlo como «un señorito andaluz que hace buenos versos». El trato humano humaniza también su perspectiva. En el capítulo que le dedica en Las palabras de la tribu, publicado en 1994, escribe:

Alberti es el que más baja a la calle de toda su generación, el más mezclado, impuro, variado y variable de los poetas. Heredero de la ruina de las grandes familias andaluzas [...], viene a Madrid y camina la ciudad con pantalones sin piernas, hasta que se queda a vivir en el Museo del Prado. La pintura le hace poeta.

Ni profesor ni pequeño burgués, como los otros, tiene el aventurerismo de Blaise Cendrars y el angelismo de Lorca, en menos maldito. Rafael, que tan duro ha sido con la vida y contra la vida, es un encantado de vivir (Umbral, 1996: 166).

El «señorito andaluz», las «elegancias apolíneas», parecen ya lejanas en esta presentación. Alberti «baja a la calle», es «impuro» y no «pequeño burgués, como los otros».

Es «duro con la vida» y «contra la vida». Es «un poeta con cabeza de poeta y voz amarga» (Umbral, 1996: 165). En el artículo de 1984, publicado en Arbor, donde analizó Sobre los ángeles, Umbral insiste en la cercanía de Alberti con el pueblo, amparándose en una pretendida evolución, en cuanto a influencias, de Góngora a Quevedo: «No hace muchos años, Alberti me decía en Atícoli (Italia): “Estoy pasando lentamente de Góngora a Quevedo”. Claro. Góngora es frío. Quevedo y Alberti son “mensajes” calientes, que diríamos hoy» (Umbral, 1984b: 47). Umbral valora positivamente la mencionada cercanía con el pueblo, pero no debe ésta confundirse con la poesía social, como tal. La faceta social o política de Alberti es, precisamente, lo que de él rechaza. En Las palabras de la tribu, trata de reducir —de menospreciar, en cierto sentido— dicha faceta:

El comunismo de Alberti siempre fue más visceral que intelectual, y lo que le vincula a la revolución es su propia naturaleza de hombre de la calle, de elegantísimo mendigo de la vida, que se inventa una bohemia nueva e ideológica y una mitología con efebos gaditanos y metalúrgicos soviéticos (1996: 166).

Un poco más adelante vuelve a la carga, de nuevo comparándolo con Lorca. Escribe, refiriéndose a Alberti: «La mitad que le faltaba a Lorca [...]. Lorca tiene la pasión de la muerte y Alberti la pasión de la vida. Lorca es trágico y Alberti sólo es político» (1996: 167). Para Umbral, ser «político» es casi un atentado contra la poesía. Así lo había expresado en Lorca, poeta maldito: «Poner el arte al servicio de algo —de la política, de la sociedad— es convertir el arte en un menester subalterno. Traicionar la sociedad y traicionar al arte. Y la respuesta más exasperada a esa actitud es precisamente el poeta maldito» (2016: 32). Parece no estar teniendo aquí en cuenta la faceta social del propio Lorca en obras como el Romancero gitano o Poeta en Nueva York. Lorca, ese poeta que él considera maldito, la supuesta reacción contra la poesía social. Escapa de esta contradicción minimizando la faceta social lorquiana, reduciéndola al concepto de cáscara: «Es típica del maldito esta etapa previa de revolucionario —siquiera su sola arma sea el arte—, que incluso puede acompañarle durante toda la vida, pero que en realidad esconde una insatisfacción más profunda que la meramente social» (2016: 34). La insatisfacción social no es para Umbral, pues, suficientemente profunda para sustentar una poética.

Otro origen de divergencias es la consideración de exiliado de Alberti. En Trilogía de Madrid, deja claro su escepticismo a los intelectuales exiliados tras la Guerra Civil que regresaron años después a España:

Del mismo modo que los escritores de derechas perdieron la guerra, creyendo haberla ganado, algunos exiliados perdieron el exilio.

Escribían en el castellano de los años veinte/treinta, por mantenerse ilesos, y eso sí que quedaba de cretona. O se habían inficcionado de peligrosos americanismos que en ellos quedaban imperdonables.

[.] Los exiliados, en general, no perdonaban, a su vuelta, que España hubiera seguido sin ellos, al margen de las intrigas de El Pardo. Querían no incorporarse a nosotros, sino implantarnos sus años veinte. Pero sus años veinte eran pura cretona (1984a: 288)

También culpa a los españoles de la situación:

Yo creo que este país atroz (y ya he hablado en estas Memorias de la vuelta masiva de los exiliados ilustres) prefiere los mitos muertos o distantes a los grandes hombres vivos. En seguida les mete las manos en el bolsillo y quiere emborracharse con ellos, dando por supuesto que ellos se emborrachan y buscando la triste confraternidad del vino, ya que no otra (1984a: 288).

En esta combinación entre el afán de los escritores exiliados por mantener su estilo estancado en la época anterior a la guerra y el trato hacia ellos por parte de los españoles se apoya Umbral para esbozar su crítica. Sugiere en Trilogía de Madrid que no hay sitio en España para los exiliados: que su regreso constituye un error, que van a ser más valorados como personajes lejanos, en la distancia, que como seres inadaptados y anacrónicos en un país que ya no es el suyo. El exilio no tiene remedio ni vuelta atrás. Los exiliados quedan condenados a ser apátridas, no solo vitalmente, sino también en el terreno de la literatura. Su producción queda estancada en un limbo, en una época que ya no existe: no se ha podido desarrollar con normalidad y no ha avanzado. Eso intenta decir Umbral al hablar de que querían «implantar sus años veinte». En Las palabras de la tribu vierte su opinión sobre el caso particular de Alberti:

Su vuelta a España, con la democracia, tuvo una cosa espectacular y suramericana, como si hubiera vuelto un viejo cantante de nuestra juventud (en cierto modo así era).

Alberti estuvo multitudinario y displicente, y a mí llegó a decirme:

—Este Madrid ya no es Madrid, Umbral. Lo que más me apetece es volverme a Roma.

Este mal del exilio es común a todos [...]. El hombre desarraigado es un medio hombre. Y el poeta desarraigado es mitad hombre, mitad poeta, mitad nada (Umbral, 1996: 167).

A pesar de su rechazo hacia la faceta social y de exiliado de Alberti, no dudó a la hora de defenderlo cuando, en 1993, Torcuato Luca de Tena lo acusó, sin pruebas ni testimonios, de haber firmado sentencias de muerte durante la Guerra Civil, desde su condición de afiliado al Partido Comunista: «Alberti formó parte de los tribunales populares en la checa de intelectuales establecida en el palacio de Bellas Artes de Madrid, que mandó al paredón a tanta gente» (Luca de Tena, 1993: 24). El episodio, acaecido aún en vida de Alberti, causó una gran polémica en su día, haciendo que historiadores, investigadores y biógrafos se levantaran contra la injusticia y probaran que tales acusaciones constituían una infamia[3]. En Las palabras de la tribu, Umbral incluye el manifiesto firmado por las personas que apoyaron a Alberti. Presenta el documento como «Manifiesto anónimo y mío en un festival de desagravio a Alberti, cuando se le acusaba de haber dictado sentencias de muerte en la guerra» (1996: 169). Así comienza el escrito:

Los poetas y los prosistas y los bailarines y los médicos y los presos y las actrices y los hombres y las mujeres manifestamos hoy, aquí y ahora, en nombre de tanta España, por la presencia y vigencia de Rafael Alberti, avalando su presente, su pasado y su futuro en un momento en que, cuando nuestro poeta es una presencia eucarística y una palabra general en el pueblo y el mundo, hay quienes pretenden documentarnos un Alberti negro y verdugo, un contra/Alberti, un anti/Alberti que poco tiene que ver con su personalidad real que todos conocemos (1996: 169).

A pesar de los comentarios escépticos e incluso despreciativos hacia Alberti desperdigados en sus obras, no puede ocultar su admiración por el vate, de quien afirma: «Es el poeta con más biografía de todo el 27. Hizo bien en contar su historia interminable en La arboleda perdida, porque ningún biógrafo lo hubiera contado tanto ni mejor» (1996: 165)[4]. Valora de él, por encima de todo, su lirismo. En el artículo de 1984 dedicado a Sobre los ángeles, afirma: «Alberti es llevado por la onda del 27, pero su agarradero final es la música clásico-andaluza que le suena dentro desde el vientre materno» (Umbral, 1984b: 47). En Las palabras de la tribu elogia repetidamente su habilidad para rimar y vuelve a destacar el mencionado lirismo:

Hay poetas de la música y poetas de la poesía. Alberti es un poeta de la música y casi da igual la letra que le ponga a su canción, aunque luego resulte que no, que no da igual, que dice cabalmente lo que dice. La musa no existe, la inspiración no existe, pero la música se tiene o no se tiene, para el verso y para la prosa. Alberti es una música que viene de una arboleda perdida (1996: 168).

Además de la natural admiración desde el punto de vista del lector y del crítico literario, se refleja también en sus referencias una perspectiva más entrañable, cercana, amistosa, que es la que surgiría de la relación que ambos escritores mantuvieron. En 2002, por el centenario del nacimiento de Alberti, escribe Umbral un poema que publica en «El Cultural» de El Mundo, y que lleva el título juguetón —y albertiano— de «Los Albertis de Alberti». En él resume su relación con el poeta, comenzando por su faceta de lector, que comenzara en su infancia —«perfumaba mi cruel adolescencia / con los libros de Alberti, masticados»” (2006: 242), continuando con su visita al Trastevere, en Roma, donde al fin lo conoció en persona; recogiendo las comunes aventuras por la Ciudad Eterna y, años más tarde, por Madrid:

Alberti, al fin España,

qué te trae por aquí, viejo maestro.

Le traía la marea de la vida,

un comunismo que perdía las puertas,

un comunismo que lloraba a espuertas.

Subió al acantilado de los teatros,

se despeñó contra la dramaturgia,

no estaba Federico para oírle

y me habló de volverse a su honda Roma,

el volcán apagado

de donde un día surgió el Renacimiento.

Pero el final estuvo siempre aquí,

la arboleda perdida[5],

el cementerio de su generación,

y errábamos con él por las Españas

sin encontrar el alba, el alhelí.

(2006: 243).

Basándose en la propia concepción del poeta como uno de los ángeles desorientados que poblaban su obra Sobre los ángeles, le atribuye Umbral en el poema el apelativo cariñoso de «ángel meón». Ya se había referido a él de modo parecido en Las palabras de la tribu: «ángel que no vuela por exceso de peso y de coñac» (1996: 166), «ángel gordo y vencido por la saña del cielo, por la inclemencia de Dios» (1996: 168). He ahí el retrato preciso, la combinación perfecta entre lo sacro y lo profano representado por Alberti, el Alberti de formas apolíneas manchado de calle, de pueblo; el que fuera para Umbral admirado poeta y apreciado compañero de aventuras, a un tiempo.

Influencias albertianas en Mortal y rosa

Como se ha señalado anteriormente, el libro Mortal y rosa, publicado en 1975, tiene más de lírico que de prosaico. Su estilo de escritura está cuajado de figuras retóricas y descripciones pletóricas de sensibilidad que, en muchas ocasiones, alcanza la categoría de prosa poética. Además intercala entre capítulos algunas prosas poéticas más evidentes, más breves. No lo concibió en un principio como libro depositario de sus emociones y pensamientos durante la enfermedad y tras la muerte del hijo, sino que iba a tratarse de un diario íntimo —a la manera de otros libros suyos, en los que se confunde autobiografía, novela y crónica—, tal vez en clave más lírica. La enfermedad, la muerte, sobrevinieron durante la escritura de la obra, virando su rumbo hacia la tragedia existencial. Precisamente por dicho tono lírico es posible percibir influencias poéticas en este libro más que en otros suyos; más incluso que en su poesía como tal. La poética albertiana se halla disgregada entre las páginas de Mortaly rosa, como se irá mostrando a continuación.

El primer y evidente punto en común es la idea del paraíso perdido, un paraíso no espacial, sino temporal: el de la infancia. Se trata, como ya se había apuntado, de uno de los ejes que sostienen la poética de Rafael Alberti. El lector puede verlo reflejado también en Mortaly rosa, donde el autor lamenta haber sido expulsado de esa edad de la inocencia en la que el ser humano no ha perdido aún su componente salvaje[6]. La nostalgia por la niñez es una constante en Rafael Alberti desde su llegada a Madrid, cuando recuerda su pueblo natal, El Puerto de Santa María, como una representación de sus años infantiles. Comienza en ese punto una nostalgia que se volverá inseparable y que deviene inevitablemente en un sentimiento de exilio interior[7], que alcanza una dimensión diferente y más profunda que el exilio físico al que se verá condenado tras la Guerra Civil.

En Mortal y rosa aparecen numerosas muestras de la nostalgia por el paraíso perdido de la niñez y del exilio íntimo como consecuencia: «Mi cara, de momento, no es esquelética, y busco en ella al niño que pasó por aquí, pero ya no lo encuentro» (1999: 16), «Oigo cantar a los niños en la calle, viejos niños de siempre, el que yo fui, niños del atardecer en la ciudad» (1999: 55), «Sólo quiero esto, escuchar a los niños, vagamente, ser el que desde la sombra acecha sus juegos dispersos de última hora» (1999: 56), «El tiempo nos va desnudando. Todo es un ir retornando a la niñez, a la sencillez” (1999: 56), «La vida sólo es el sueño alto y soleado de los que vamos en el Metro, de los que imaginan un allá arriba con niños y buen tiempo» (1999: 73), «Todo niño, sí, es un salvaje que echa de menos su tribu, que se ha perdido en el mundo de los adultos» (1999: 93). Incluso en alguna ocasión señala la naturaleza temporal del paraíso extraviado: «El paraíso perdido no está en el espacio, sino en el tiempo, sometido al eterno retorno de las estaciones» (1999: 45). Al igual que Alberti consigue tocar esos paraísos con la imaginación, con la poesía, Umbral encuentra en su hijo la puerta al perdido edén:

La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, [.] sólo se recupera con el hijo, con él vuelve a vivirse. Gracias al hijo podemos asistir a nuestra propia infancia. [.] El niño nos lleva hasta los reinos de lo pequeño, acude a nuestra propia infancia dormida [...]. El niño [...] es la medida de mi exilio, y mi hijo ha nacido para vivir todo lo que yo ya no puedo vivir (Umbral, 1999: 26).

Muerto el niño, regresa el escritor a su exilio íntimo: «Exiliado de tu reino de luz y voz, vago por los países del frío, y seré ya para siempre el apátrida» (Umbral, 1999: 153). El niño, que fue su llave de regreso al paraíso, constituyó también un desafío a Dios, a la moralidad cristiana. Al comienzo del libro, Umbral describe un paseo de domingo junto a su hijo en el que destaca el contraste entre ellos, que caminan a cielo abierto, y la gente que acude a las iglesias para encontrarse con Dios. Hay pureza en el contacto natural del niño y su padre con la naturaleza, alejados de las imposiciones religiosas, que representan la artificialidad del mundo:

Todo está fuera. Nada hay dentro. [.] No hemos encontrado a nadie a nuestro paso. Ni siquiera a Dios. El niño toma cosas del suelo, se encara con la musaraña de paso, sigue el rabo de un perro como la oscilación secreta del universo. Los perros y mi hijo, criaturas sin Dios, seres hozadores y puros, visitadores de todos los rincones (1999: 28).

Durante el paseo, padre y niño se encuentran fuera del territorio de Dios. Umbral insiste en ello: «No hay presencias implacables que nos amenacen, no hay dioses del domingo que nos vigilen, nada entre el mundo y nosotros. Nadie ensombrece los montes con su magnificencia, nadie oscurece la nieve, el sol, el día. Nada nos mira desde ningún sitio y todo nos ve sin mirarnos» (1999: 28). La idea de Dios como vigilante se puede hallar en Alberti y, muy particularmente, en su obra de teatro El hombre deshabitado, donde Dios es llamado «El Vigilante Nocturno». Se trata de un personaje manipulador y cruel que acecha todas las acciones del Hombre hasta conducirlo a la condenación. Alberti se inspiró para crearlo en sus recuerdos infantiles, cuando era alumno del colegio jesuita San Luis Gonzaga en El Puerto de Santa María. En La arboleda perdida, rememora con terror la vigilancia extrema a la que él y sus compañeros eran sometidos por parte de los profesores jesuitas, una vigilancia que llegaba incluso a sorprender sus «rabonas» infantiles por la playa, cuando uno de aquellos profesores los acechaba con «un gran anteojo» desde alguna ventana del colegio. El cristianismo se transforma así, para Alberti, en un elemento coartador de su libertad:

La religión se convierte en algo que corta los impulsos naturales de la persona. Todo lo que al niño le gusta, hacia lo que siente una inclinación natural, inocente —el chocolate, la masturbación, la curiosidad hacia el sexo femenino— es considerado “infernal”, sumiendo a Alberti en un desconcierto, en una contradicción ante la idea de su atracción ingenua hacia lo considerado como pecaminoso (Casado, 2017: 24).

En Lorca, poeta maldito, Umbral llamó a esta contradicción albertiana «desgarrón moral» y lo identificó en la obra de Lorca como un rasgo de malditismo: «El desgarrón moral se produce entre el Bien y el Mal, naturalmente. Porque la moral es una adquisición mental, racional» (2016: 90). Escribe también: «El cristianismo, que propugna una lucha sutil con la naturaleza, que es un vencimiento de la naturaleza, está en constante peligro de paganización, ya que la naturaleza vuelve siempre por sus fueros, y más en una tierra tan naturalmente pagana como Andalucía» (2016: 121).

El cristianismo es lucha contra la naturaleza, cuyo paradigma más puro lo constituye la infancia, que no está todavía contaminada de moralidades impuestas. Por eso, el niño en Mortaly rosa es un desafío a Dios[8]. Al igual que lo es el sexo, al que Umbral se refiere como una realidad que le habían enseñado a temer: «El sexo, aquella cosa dulce que gemía en la infancia [...]. El sexo, la cosa, aquella cosa, la planta tímida que gemía de amor contra las tipografías austeras del catecismo, contra la severidad de las familias y la legión de los pecados» (1999: 38). Llega a decir que «La carne es el último paraíso perdido» (1999: 18). El sexo, como la infancia, son muestras de esa pureza humana antes de ser contaminada por la moral. Por ello, en los momentos que suceden al acto sexual, las personas son otra vez esos exiliados de un edén íntimo: «Vuelven a verse como ciudadanos, desasistidos ya de toda boscosidad, desvalidos en la cultura, arrojados del paraíso, convertidas en libros todas las manzanas del árbol de la ciencia» (1999: 21).

La influencia de El hombre deshabitado se presiente en más momentos de Mortal y rosa. El propio concepto de «hombre deshabitado» adquiere gran importancia en el libro de Umbral; aparece después de haber perdido al hijo y toda posibilidad de paraíso. Para explicar mejor el concepto, se ha de acudir a críticos como Soledad Salinas o Brian C. Morris, que sitúan su origen en un verso de Francisco de Quevedo, «Desierto estoy de mí», en el que expresa su desolación ante la pérdida del amor. En la Generación del 27, no solo Alberti recuperó esta imagen; también lo hicieron Federico García Lorca y Luis Cernuda[9].

Alberti, en su obra, representó al hombre deshabitado como un traje vacío. Volviendo a Mortaly rosa, resulta muy esclarecedor un fragmento localizado hacia el final del libro: «Soy una ropa vacía que pisa con miedo la falsa vegetación del mundo» (1999: 141). La ropa vacía simboliza el hombre muerto por dentro, arrasado de dolor. Se hallan imágenes similares a lo largo de toda la obra, como el pecho hueco —«mi pecho, que se ha hecho hondo con la vida, pozo inverso en cuyo fondo canta un corazón que antes arreglaba relojes y ahora colecciona guijarros» (1999: 47)—, los huecos en su ser —«los huecos de mí que voy dejando» (1999: 56)—, el automatismo de su propia vida vacía —«El cuerpo es una máquina de vivir» (1999: 68)—, la muerte en vida —«El muerto se va posesionando de mi vida, el muerto que seré y que ya voy siendo» (1999: 149)—, el olvido de los sentidos —«heme aquí paseando por la soledad con el cuerpo ausente, sin pasado y sin futuro, limpio de mujer, vacío de lujuria, ni alegre ni triste, motivo tan sólo, todo ya, para el encrespamiento del frío y la momentánea ondulación de lo inmóvil» (1999: 77).

Precisamente la posesión de los cinco sentidos es lo que caracteriza al Hombre de la obra de Alberti, aquello que lo habita, cuando deja de estar deshabitado. Y es lo primero que lo abandona, cuando Dios vuelve a condenarlo a estar deshabitado. Alberti representa los cinco sentidos a la manera expresionista, como cinco monstruos impulsivos y poco dignos de confianza que, sin embargo, son los que otorgan humanidad, vida.

Umbral dedica mucha atención a los sentidos en Mortaly rosa. Los cinco sentidos están muy presentes cuando convive con su hijo, cuyo crecimiento llega a oler, cuyo cabello suave acaricia, cuya risa escucha y cuyos grandes ojos mira. La existencia del niño vivifica los sentidos, al igual que su ausencia los duerme. La vista, en particular, es el sentido fundamental, porque el libro está atravesado, de principio a fin, por los colores. El autor los utiliza para crear sensaciones, imágenes muy plásticas que recuerdan, sin duda, a las que usaba Alberti. Este, que fue pintor antes que poeta, elevó los colores en su poesía; también la pintura y las grandes obras y pintores de la historia del arte. Una afición que se repite en Umbral, quien incorpora en Mortal y rosa numerosas descripciones de obras pictóricas o referencias a la pintura:

El caballo blanco y heráldico lo presidía todo, instaurada su blancura y su poder en aquella confusión de bufones, calzas, dueñas, santos, vírgenes, músicos dorados y verdes, diablos rojos y amarillos, profetas grises y aventados, dioses azules y fulgurantes. [...] Yo, niño espectador, niño atónito, lo miraba todo desde mi paño rojo y blanco (1999: 34).

El anterior fragmento corresponde a la descripción de un cuadro visto en sus días infantiles de monaguillo. En otro momento, idealiza la figura del pintor como deidad creadora:

El pintor, en lo alto de una escalera antigua y bamboleante, enciende el rojo, matiza el verde, crea el amarillo, inventa el negro, profundiza el naranja, enriquece el gris, sueña el azul. [.] Le da al lienzo un viento de alta mar, lo hincha como una vela. [.] Sólo este calor de pintura, este fuego de colores, un ser que ha nacido, cómico y lírico, gordo y cruel, iluminado y feo, en la acumulación ferviente del óleo (1999: 77-78).

Más adelante, introduce una referencia concreta al pintor René Magritte:

Magritte, que era un surrealista moderno y genial, belga e iluminado, pintaba barras de pan voladoras por el cielo azul.

Me siento un Magritte, un personaje de Magritte, un cuadro de Magritte cuando voy con mi barra de pan a través del mediodía [...]. Vivo dentro de un cuadro de Magritte (1999: 89).

Son algunos ejemplos de su preocupación por la pintura, pero el libro está plagado de ellos. Derivada de esta idea es la atención que dedica, en particular, al color blanco, que identifica con la inocencia: «Lo blanco ya no es pecado en absoluto. Los seres blancos nos conservamos virginales y liliales después de todas las aberraciones. No hay quien pueda con lo blanco» (1999: 17). La inocencia blanca se relaciona, del mismo modo, con la nieve; una nieve que es metáfora de pureza, de infancia, de armonía. «Nadie oscurece la nieve» (1999: 28), afirma mientras pasea con su hijo aquel domingo; «nevaba la vida» (1999: 47), recuerda de su infancia. Estas y otras referencias a la nieve pueden tener su origen en la concepción albertiana de dicho elemento, que curiosamente coincide. Escribe al respecto George W. Connell:

Había escuchado relatos fantásticos de viajes en trineo por países helados que le narraba su tío Vicente, que había viajado por Polonia y por Rusia como representante de vinos. Alberti debió imaginar aquellas desconocidas tierras del norte como un mundo rico y lleno de aventuras, que formaba contraste con la pequeña ciudad del sur, en la que había tenido lugar la ruina de su familia (1984:168).

Especialmente en Sobre los ángeles, la presencia de la nieve conlleva un retorno al pasado idealizado de la familia de Rafael, un pasado que él mismo no había conocido y que se limitaba a intuir e imaginar durante la infancia. Nieve, por tanto, también era infancia.

Hay muchas más coincidencias en Mortaly rosa con la poética albertiana. Existen referencias implícitas, tales como «El alma es una paloma loca» (1999: 24), que alude a aquella célebre paloma desorientada que «se equivocó» en los versos de Alberti. O como «arboledas de sombra en que se me pierde» (1999: 42), donde juega con las palabras «arboleda» y con el verbo «perderse».

Es posible captar referencias más complejas y escondidas, como la que se inserta en una de esas breves prosas poéticas intercaladas entre capítulos anteriormente mencionadas: «El tiempo es un caballo que llora como una máquina sentimental. Escribo en la copa del árbol de los días poemas en prosa y libros de colores. Mi hijo se ha dormido en lo más profundo de sus zapatos y hay un reloj de pulsera fornicando en algún sitio con la eternidad» (1999: 66). Para hablar de la muerte presentida o presente, Umbral incluye varios elementos como el caballo, el árbol, los zapatos y el reloj. Elementos que ya había reunido Alberti en su magnífica elegía a Fernando Villalón, titulada «Ese caballo ardiendo por las arboledas perdidas» e incluida en el poemario Sermones y moradas. Comienza así la elegía: «Se ha comprobado el horror de unos zapatos rígidos contra la última tabla de un cajón destinado a limitar por espacio de poco tiempo la invasión de la tierra» (Alberti, 2003a: 630). Más adelante, continúa: «Y es que éste fue uno de los enterrados con el reloj de plata en el bolsillo bajo del chaleco». A partir de ese verso, Alberti repetirá a lo largo de todo el poema la estructura «y el reloj sobre el muerto». Nótese que están presentes los mismos elementos recogidos por Umbral: el caballo, los árboles, los zapatos y el reloj.

De la misma obra Sermones y moradas aparece otra huella ligera pero determinante en Mortaly rosa, cuando el autor menciona unas «galerías innecesarias», «cavidades húmedas» y, más adelante, el descenso a «las bodegas secretas del ser». Por galerías, sótanos, cavidades y túneles infernales avanza la voz poética de Sermones y moradas, oscuridades que componen los entresijos de su propia psique. Asocia estas imágenes sombrías con las bodegas que tanto significaron para su familia[10].

Tampoco podía faltar la imagen del mar para recordar calladamente a aquel que se llamó a sí mismo «marinero en tierra». «La mar o el mar. Volver» (1999: 33), escribe Umbral aludiendo, implícitamente, al famoso poema albertiano. Hacia el final del libro, vuelve a dedicarle unas líneas al mar: «Quiero que el mar se lleve de un solo maretazo todo mi dolor y todo mi tiempo. Y se lo lleva. Luego, el dolor y el tiempo vuelven, pero eso ya es cosa mía. El mar nunca defrauda» (1999: 122). La idea del dolor y los recuerdos que se alejan o se acercan a golpes de mar remite inevitablemente al poemario Pleamar, en el que Alberti escribió: «Pleamar silenciosa de mis muertos» (2003b: 17). En pleamar, el momento en que las aguas se internan más en la orilla, todos los recuerdos —los muertos— regresan también al poeta, para marcharse de nuevo en bajamar. El mar en Alberti representa también la infancia perdida en su pueblo costero natal. Umbral lo relaciona también con la niñez y, de ese modo, su hijo es «amigo del mar» y «adoptado por el mar», y ambos, niño y mar, se reconocen como seres originales de un mismo universo inalcanzable para los adultos.

Por último, hay que señalar la importancia del binomio de luz y oscuridad en Mortal y rosa. Escribe Umbral: «El universo es un tic-tac de luz y sombra» (1999: 43). También en la poética albertiana existe una necesidad constante de escapar de la oscuridad para ascender a la luz: «Nacemos con la luz, la queremos, la quisiéramos siempre. [.] Pero hoy, tiempos feroces de condena y desprecio, hay más que nunca que luchar, por ella, combatir hasta las últimas ansias por alcanzarla, liberarla del castigo en que vive, de la tortura, los golpes, la violencia» (Alberti, 2003c: 369). Son comparables estas imágenes que encabezan el poemario Fustigada luz[11] con las que escribe Umbral en Mortaly rosa: «La violencia está en la calle, el maretazo oscuro de la política, y pasa otra vez el ala nocturna del miedo, canta la sangre y el dolor, y hay grupos humanos, embolados, atropellos de luz en la luz» (1999: 84). Umbral también busca esa luz fustigada a través de sus escritos: «El escritor tiene que dejar pasar la luz del mundo sobre la cuartilla, el sol sobre la escritura» (1999: 52). Anegado en la oscuridad tras la muerte del hijo, de la luz solo podrá encontrar rastrojos de recuerdos.

Como se ha ido viendo a lo largo de este trabajo, la figura y la obra de Rafael Alberti resultaron muy importantes para Umbral a la hora de formar su propia concepción de la poesía. A pesar de las discordancias, es fácil distinguir muchos puntos en común y atreverse a afirmar, sin demasiado margen de error, que Alberti, dentro de la Generación del 27, fue el integrante que más influyó en Francisco Umbral.

Bibliografía

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Alberti, Rafael (2003a): Poesía. Tomo I, edición de Jaime Siles, Barcelona, Seix Barral.

Alberti, Rafael (2003b): Poesía. Tomo III, edición de Jaime Siles, Barcelona, Seix Barral.

Alberti, Rafael (2003c): Poesía. TomoIV, edición de José María Balcells, Barcelona, Seix Barral.

Casado, Marina (2014): «La memoria literaria de la Generación del 27», en Trilogía de Madrid»>, en Buron-Brun, Bénédicte de (2014) (ed.): Francisco Umbral: memoria(s): entre mentiras y verdades, Madrid, Renacimiento: 193-216.

Casado, Marina (2017): La nostalgia inseparable de Rafael Alberti. Oscuridad y exilio íntimo en su obra, Madrid, Ediciones de la Torre.

Cernuda, Luis (2005): Poesía completa, edición de Derek Harris y Luis Maristany, Madrid: Siruela.

Connell, Georwe W. (1984): «Los elementos autobiográficos en Sobre los ángeles», en Durán, Manuel: Rafael Alberti. El escritory la crítica, Madrid, Taurus: 119-151.

Edo Ramón, Marta (2006): El hombre deshabitado. Las imágenes del hueco y el vacío en los poemas surrealistas de Alberti, Cernuda y Lorca, en Epos: revista de filología de la UNED, 22: 103132.

Fernández Rubio, Andrés (1993), «Los investigadores niegan con rotundidad que Alberti firmara penas de muerte en la guerra», El País, en https://elpais.com/diario/1993/03/20/cultura/732582012_850215.html (13/9/2017)

Luca de Tena, Torcuato (1993): Franco, sí,pero..., Barcelona, Planeta.

Salinas, Pedro (1988): «Imagen primera de Rafael Alberti», en Obras completas. Poesía 19391963, edición de Luis García Montero, Madrid, Aguilar: 3-4.

Umbral, Francisco (1984a): Trilogía de Madrid, Barcelona, R. B. A.

Umbral, Francisco (1984b): «Sobre (y bajo) los ángeles», en Arbor, 118: 45-48.

Umbral, Francisco (1996): Las palabras de la tribu, Barcelona, Planeta.

Umbral, Francisco (1999) [1975]: Mortaly rosa, Madrid, Unidad Editorial.

Umbral, Francisco (2006): Obra poética (1981-2001), edición de Miguel García-Posada, Barcelona, Seix Barral.

Umbral, Francisco (2016) [1968]: Lorca, poeta maldito, Barcelona, Austral.

Sobre la autora

Marina Casado Hernández

Marina Casado (Madrid, 1989) es Licenciada en Periodismo y Doctora Cum Laude en Literatura Española. Es autora de dos poemarios, Los despertares (Ediciones de la Torre, 2014) y Mi nombre de agua (Ediciones de la Torre, 2016), y de dos ensayos: El barco de cristal. Referenaas literarias en elpop-rock (Líneas Paralelas, 2014) y La nostalgia insparable de Rafael Alberti. Oscuridad y exilio íntimo en su obra (Ediciones de la Torre, 2017). Ha coordinado dos antologías: Poesía surrealista de Emilio Prados (Selección) (Digitalia, 2015) y 40 sonetos de amor (Ediciones de la Torre, 2016). Ha publicado artículos literarios en publicaciones como Arbor, Theatralia, o Pasavento. Ha participado en los dos últimos congresos umbralianos celebrados en la Universidad de Pau, Francia. Su obra poética y en prosa ha obtenido algunos galardones, entre ellos, el Primer Premio de Poesía Rafael Morales, el Primer Premio de Poesía IES José Hierro, el Primer Premio de Relato XX Aniversario UC3M, el Primer Premio de Relato Cadena SER Madrid Sur, la Mención Honorífica del Premio de Poesía UCM, el Premio de Relato Eugenio Carbajal convocado por el Ayuntamiento de Mieres, Asturias, y el Primer Premio de Relato del Ayuntamiento de Mijas, Málaga. En 2017, ha resultado finalista de Lanzadera de Poesía del Ayuntamiento de Madrid y del III Premio de Poesía Valparaíso.

Contact information: marina.casado.hernandez@gmail.com

Notas:

[1] La atención de Umbral por los poetas de la Generación del 27 se desarrolla más ampliamente en Casado, 2014: 193-216.

 

[2] Años después, en 1984, Umbral analizará cuidadosamente la obra albertiana Sobre los ángeles, inscrita en la etapa surrealista del gaditano. Lo hará en un artículo para Arbor titulado «Sobre (y bajo) los ángeles».

 

[3] Es muy ilustrador al respecto un artículo publicado en El País en marzo de 1993: Fernández Rubio, Andrés (1993): «Los investigadores niegan con rotundidad que Alberti firmara penas de muerte en la guerra», El País, en https://elpais.com/diario/1993/03/20/cultura/732582012_850215.html (13/9/2017). En el subtítulo se puede leer: «El autor de la acusación, Torcuato Luca de Tena, admite que no tiene ninguna prueba».

 

[4] En Mortal y rosa ya había tratado el concepto de «libro interminable» al hablar sobre un escritor, cuyo nombre no menciona: «El escritor no termina nunca su libro. No se terminan los libros por cobardía, por miedo. [.] Hay otro tipo de escritores, como éste, que alargan toda la vida un mismo libro. El libro, el proyecto. No quedarse sin libro, no quedarse sin proyecto, no quedarse a la intemperie, en la torrentada de los días» (1999: 79).

 

[5] Las memorias de Rafael Alberti, divididas en tres volúmenes, llevan por título La arboleda perdida.

 

[6] Se relaciona esta idea con «el niño» descrito por Nietzsche, que constituye la representación del «Superhombre», el último estado al que aspira el hombre y que supone la pérdida de cualquier prejuicio y la asunción de una libertad plena en la que él mismo crea sus propios valores.

 

[7] El concepto del exilio interior en Alberti se desarrolla ampliamente en Casado, Marina (2017): La nostalgia inseparable de Rafael Alberti. Oscuridad y exilio íntimo en su obra, Madrid, Ediciones de la Torre.

 

[8] En relación con la concepción umbraliana de sexo y religión conviene profundizar en: Buron Brun, Bénédicte de (2014), “Alétheia: El desvelamiento filosófico de Francisco Umbral en Mortal y rosa”, en Cuaderno Internacional de Estudios Humanísticos y Literatura (CIEHL), Departamento de Humanidades Universidad de Puerto Rico en Humacao, Volumen 21, 123-132.

 

[9] Escribe Luis Cernuda en su poema «Remordimiento en traje de noche»: «Un hombre gris avanza por la calle de niebla; / No lo sospecha nadie. Es un cuerpo vacío; / Vacío como pampa, como mar, como viento, / Desiertos tan amables bajo un cielo implacable» (Cernuda, 2005: 143). Marta Edo Ramón profundizó en estas similitudes entre Alberti y Cernuda en su tesis doctoral: Edo Ramón, Marta (2006): El hombre deshabitado. Las imágenes del hueco y el vacío en los poemas surrealistas de Alberti, Cernuda y Lorca, en Epos: revista de filología de la UNED, 22: 103-132.

 

[10] Rafael Alberti procedía de una familia de grandes bodegueros arruinados con el paso de los años. Siendo él niño, la decadencia era ya una realidad y sólo conocía la gloria pasada por los relatos de sus padres, tíos y abuelos.

 

[11] En este caso, más que de una influencia se trata de una perspectiva coincidente entre Alberti y Umbral, porque Fustigada luz no fue publicado hasta 1980.

 

ensayo de Marina Casado Hernández

marina.casado.hernandez@gmail.com

Universidad Complutense. Madrid

 

Publicado, originalmente, en: Actio nova: Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Monográfico 1 (2017): Homenaje a Francisco Umbral

Actio nova: Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada.

Departamento de Lingüística General, Lenguas Modernas, Lógica y Fª de la Ciencia, Tª de la Literatura y Literatura Comparada
Facultad de Filosofía y Letras, Módulo IV Bis
Universidad Autónoma de Madrid

Link del texto: https://revistas.uam.es/index.php/actionova/article/view/8768

 

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