Mimesis y tiempo en “El inmortal” de Jorge Luis Borges

Mimesis and Time in “El inmortal” by Jorge Luis Borges

Ensayo de Edmon Girbal

Universitat Pompeu Fabra. España.
E-mail: edmon.girbal@upf.edu

 

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Resumen. El presente trabajo aborda, de entrada, dos modulaciones distintas de la mímesis literaria presentes en “El inmortal”: la mímesis como proceder estético, como modo de escribir e inscribir la realidad en el texto (plano significante, I), pero también como principio fundamental del quehacer literario borgiano, cuya escritura es, muy a menudo, la reescritura de los varios centros y sus periferias del canon literario occidental (plano del significado, II). El tercer y último apartado (III) examina la problematización del concepto de tiempo que Borges lleva a cabo en su cuento, argumentando que en él se textualiza una temporalidad híbrida, a caballo entre el tiempo cíclico del mito y el tiempo teleológico propio del discurso religioso pero sin atender a las bondades de ninguno de ellos (la concepción cíclica del tiempo como negación del cambio o la conquista de la inmortalidad tras la vida terrenal) y postulando una metafísica de la inmortalidad como castigo o negación de la vida.

Palabras clave: mímesis; tiempo; mito; religiones teleológicas; metafísica del mal.

[en] Mimesis and Time in “El inmortal” by Jorge Luis Borges

Abstract. The present work addresses, firstly, two different modulations of the literary mimesis present in “El inmortal”: mimesis as an aesthetic procedure, as a way of writing and inscribing reality in the text (signifier level, I), but also as a fundamental principle of Borges’ literary work, whose writing is, very often, the rewriting of the Western literary canon, its various centers and their peripheries (signified level, II). The third and final section (III) examines the problematization of the concept of time that Borges carries out in his short story. In it, a hybrid temporality is textualized, halfway between the cyclic time of the myth and the teleological time typical of religious discourse without attending the benefits of any of them (the cyclical conception of time as denial of change or the conquest of immortality after earthly life), postulating a metaphysics of immortality as punishment or negation of life.

Keywords: mimesis; time; myth; teleological religions; metaphysics of evil.

Sumario: 1. I. 2. II. 3. III.

1. I

La mímesis o imitatio es el modo habitual de trasladar la realidad al texto, reflejándola o emulándola a través de un uso predominantemente referencial del lenguaje. Frente a la expresión, la mímesis parte de un acto inicial de confianza en el lenguaje, de fe en la “suficiente virtud de cada uno de sus signos” (Borges, 1977: 217). Esto es, en la aceptación de la capacidad designativa del lenguaje, que garantiza el encuentro grato entre realidad y palabra. La expresión, por el contrario, no trata de registrar una realidad verbal o susceptible de ser verbalizada y escribirla en el texto -más o menos militantemente- de acuerdo a las costumbres de la gramática, sino de recrearla, de volver a hacerla, toda ella, en el texto. La imitatio relata e instituye con ello el lenguaje como mediador de lo real. La expresión, en cambio, trata ella misma de ser esta realidad: ya no de contarla (y legar lo dicho a la variable destreza imaginativa del lector) sino de ser ella misma la realidad referida y, por tanto, de estrechar hasta el imposible la distancia entre el signo y la cosa, hasta suplantarla.

Piénsese, por ejemplo, en el relato que del encuentro sexual entre Emma Zunz y su anónimo marinero hace Borges, frente al encuentro amoroso que Neruda da al lector en su poema Las furias y las penas (1977: 25). Ciertamente, Borges se inserta en el proceder habitual y reconocible del uso del lenguaje, en el relato episódico y su ponderación, en una constante intertextualidad que comunica los centros de varios cánones con tantas otras periferias -el canon occidental y sus aledaños, pero también la cábala, la filosofía oriental o la teología islámica. En definitiva: en la mimesis entendida aquí como proceso por el cual el lenguaje alude o referencia cierta parcela de la realidad. Ahora bien, de su suscripción de la imitatio como proceder estético no puede inferirse su suscripción, con el mismo grado de entusiasmo, de la realidad eludida. Leo Spitzer afirmó que un hecho de estilo es neutro, que no habla más que de sí mismo (Asensi, 2003: 223). Es decir, que de él no puede inferirse la actitud del escritor, y que es solo en su conjunto, en la relación entre estilo, historia y relato (en términos saussureanos, en la transición desde la langue a la parole), que puede dibujarse la actitud o intimidad del autor. De igual modo, de la adopción de la mimesis como proceder estético no puede concluirse la aceptación acrítica de la realidad mediada por el lenguaje. Tal asunción, por el contrario, deja suficiente espacio para el sabotaje y la burla hacia el propio lenguaje, a pesar de ese acto inicial de confianza. Como se pretende mostrar a continuación, hay en Borges un doble gesto de confirmación y sabotaje, un primer movimiento de fe en la facultad designativa de la palabra que queda después puesto en entredicho.

Los textos rigurosamente naturalistas, como los de Zola, o los más representativos de la nouveau roman, como los de Robbe-Grillet, acceden a la realidad desde su previa certidumbre. El problema no radica en el objeto eludido, cuya verdad es solo el punto de arranque, sino en su traslado: cómo asentar en el texto, en su pureza denotativa, una realidad que se ofrece a los sentidos y a la razón. Los primeros optaron por privilegiar el lenguaje descriptivo, ausentar todo juicio de la narración y operar de acuerdo a los criterios que a la sazón gobernaban la vanguardia científica. A saber, observación, hipótesis y verificación positiva. Robbe-Grillet, detectando todavía un exceso de subjetividad y psicologismo ideológico en el realismo decimonónico, decidió ir un paso más allá y concebir la realidad como el estar-ahí de un continuum material cuya descripción, si se quiere fiel, debe hacerse al margen de todo lenguaje y categoría mental que transforme lo real en concepto. En ambos casos, la problemática no es prioritariamente ontológica, sino de índole lingüística y literaria.

Con la prosa de Borges, sin embargo, no puede concluirse lo mismo. Por lo pronto, su escritura es firme y exacta, abundan las palabras semánticamente intensivas (lacerar, hipogeo, oblongo, pedernal, astrágalos; 1977: 533-544) las reformulaciones en aras de mayor precisión (“Emergí en una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio”; 1997: 537) o las descripciones exhaustivas (la descripción, sin ir más lejos, de la Ciudad de los Inmortales; 1997: 537-538). En una primera lectura, centrada más en la historia que en su relato, la mímesis borgiana parece mostrarse segura de su cometido, llenando todo posible hueco o insuficiencia entra la palabra y el mundo. Una segunda lectura, sin embargo, empieza a hacer visible todo un conjunto de huellas lingüísticas, sin duda voluntarias, que desmienten la presunta potencia designativa del lenguaje. O mejor dicho, no es que la palabra sufra, de acuerdo con Borges, de impotencia verbal; sino que al margen de la facultad lingüística para nombrar o no el mundo, la verdad de este es -según el autor- indescifrable[1]. Así pues, la imitatio borgeana, frente a la naturalista o la practicada por los escritores de la noveau roman, hace emerger en el lenguaje una duda ya no literaria -de qué modo trasladamos lo real al texto- sino epistémica y ontológica -qué es lo real y cómo accedemos a ello. A lo largo del cuento Borges va desplegando y sembrando, meticulosamente, un cúmulo de duda y titubeo que acaba guiando al lector hasta una suerte de epojé, de obligada suspensión del juicio acerca de lo leído: marcas de vacilación lingüística, enumeraciones caóticas, paradojas, usos atenuantes del paréntesis y de los guiones o el empleo de citas como intertexto de enmienda o de contrapunto discursivo (algunas puestas subrepticiamente en boca de personajes) son algunos ejemplos de ello. Estos recursos hacen comparecer en la lengua la duda sobre lo narrado no solo por lo que a la trama se refiere, sino ante todo hacia el propio ser de la realidad que se alude. Los marcadores modales deónticos y epistémicos (“Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo”, “No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí”; 1977: 533 y 537), las constantes imprecisiones y las atenuaciones de la enunciación y el enunciado introducen, en suma, la narración en la incertidumbre y transforman esa primera o presunta seguridad lingüística en un uso provisional y solo aproximado.

Esta vacilación se expresa en distintos ámbitos. El narrador titubea, por ejemplo, a la hora de precisar el paso del tiempo: “Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol”, “Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra” (1977: 535 y 537). Reviste sus afirmaciones de marcadores modales o expresiones de duda cognoscitiva: “Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real”, “Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín [...]”, “Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales” (1977: 533, 538 y 539). Además, introduce entre paréntesis información que contradice parcialmente lo dicho o atenúa su asertividad, desvinculándose sobre la verdad del enunciado: “Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que...” (1977: 538). Todos estos recursos, entre otros que señala Bernat Castany en su libro Que nada se sabe: el escepticismo en la obra de Jorge Luis Borges (2012), tiznan el relato de indirección y recelo, evitan toda afirmación rotunda por parte del narrador y dejan así la información suspendida en la sospecha, encerrada en la provisionalidad de un relato que rehúye el compromiso con la veracidad de lo dicho. Es decir, siguiendo la tesis de Castany, introducen el cuento borgiano dentro de la tradición de la literatura escéptica.

Riffaterre, otro de los grandes nombres de la estilística contemporánea, ubica en la imprevisibilidad lingüística uno de los rasgos principales de la literatura (Asensi, 2003: 231). De acuerdo con él, el grado de literariedad de un texto se mide por la no previsibilidad de su formulación lingüística. Ciertamente, y fuera de contexto, una secuencia como esta no sorprende en lo más mínimo: “Me fui de la aldea en las últimas horas de la tarde”. Ahora bien, el mismo contenido proposicional, encerrado ahora en la prosa de Borges, genera un efecto bien distinto sobre el lector: “Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde” (1977: 536). El desconcierto que genera una formulación tal, el extrañamiento que sacude tanto la expresión como el contenido, obliga al lector al asombro. Este asombro, mostrado de momento en el plano del significante, es el mismo que persigue la mímesis borgeana en el del significado. En la segunda parte de Tlon, Uqbar, Orbis Tertius se lee lo siguiente: “Los metafísicos de Tlon no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica.” (1977: 436). Lo mismo busca Borges en sus ensayos y cuentos: el extrañamiento, no el asombro acomodaticio del funambulista literario, del desenlace folletinesco, sino otro, mucho más hondo, concomitante con la risa que sacude y que no está exenta de cierto malestar. Flaminio Rufo, ante la incomprensible arquitectura de la Ciudad de los Inmortales experimenta un asombro “con más horror intelectual que miedo sensible” (1977: 537), el mismo asombro, por ejemplo, que llevó a Foucault a escribir Las palabras y las cosas, en cuyo prólogo se lee: “este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo la familiar al pensamiento”.

2. II

Hay una identidad, un aire de familia, entre la concepción que Borges tiene de la literatura y sus ideaciones en torno al tiempo y la eternidad, ya sea en cuentos como “El inmortal” o en ensayos como “Historia de la eternidad”. En ambos casos la mismidad y la alteridad se diluyen. Es ya un lugar común en los estudios literarios la idea borgiana sobre la literatura, que no deja de ser, a juicio del autor, “la diversa entonación de unas cuantas metáforas” (1977: 638). Para Borges, el contexto de la literatura no es, inmediatamente, la vida, sino la literatura misma, y desde ese contexto el escritor hace su obra. Así, no existe lo uno frente a lo otro, sino más bien una cadena interminable de textos-espejo, que en su reflejo añaden, varían, invierten la imagen -el texto- reflejado (Alazraki, 1977: 68). Del mismo modo, en la eternidad, o en el tiempo como su imagen móvil, no existe ningún gesto original e irrepetible, sino una infinitud de gestos, palabras o vivencias que guardan con el resto una relación de diversidad dentro de la mismidad. “Cada acto (y cada pensamiento) -escribe Borges en “El inmortal”- es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos.” (1977: 542). Sustituyendo la palabra acto por texto se obtiene, de nuevo, el concepto que Borges tenía de la literatura.

En “El inmortal” esta abismación del tiempo y del texto se encuentra unida en un solo cuento. Por un lado, la lectura acaba desvelando la paradójica realidad de los Inmortales, que lejos de vivir en la longevidad apacible profesada por los mitos o prometida por la religión, moran en una tibia locura, encerrados en el falso don de la inmortalidad. Como dice el propio Rufo:

Todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. (1977: 541)

La inmortalidad desdibuja hasta el sinsentido todos aquellos parámetros que, para un mortal, significan y ordenan su vida. Bien mirado, en la eternidad no existe la contingencia y, por esto mismo, tampoco la libertad. En un tiempo sin fechas uno no puede preguntarse qué hacer o dónde ir. En ella -en la eternidad-todo es imposible porque todo ha sido ya y todo es posible, porque todo es cuestión de tiempo. Lo mismo sucede con la literatura, puesto que los gestos que ella cuenta y reproduce son gestos literarios, que ya han sido contados o reproducidos. El relato de “El inmortal” no es solo un viaje de un hombre desde su mortalidad hacia su inmortalidad para volver, finalmente, a su estado original, sino también un recorrido por distintos momentos de los poemas homéricos, textos fundacionales de la literatura occidental. Se habla de un río Egipto “que baña los muros de la ciudad” de Tebas (1977: 534), nombre que aparece repetidamente en las obras homéricas para designar el río que hoy conocemos con el nombre de Nilo. Rufo, en el delirio de la inanición, y justo antes de beber de las aguas que dan la inmortalidad, recita “inexplicablemente” unas palabras de Homero. El propio aedo, escritor de la Ilíada y la Odisea, resulta ser en “El inmortal” el indolente troglodita (hacia el final del cuento, Argo) que acompaña a Rufo, y Rufo, a su vez, acaba identificándose con el poeta: “Yo he sido Homero” (1977: 544). En este sentido, la mímesis es doble, una mímesis de acto y pensamiento que se circunscribe dentro de otra mímesis, la literaria. La conclusión, es, sin embargo, la misma en ambos lados: en el tiempo, como en la literatura, no existe nada original ni, en el fondo, imprevisible; todo son variaciones, entonaciones distintas de los mismos hechos o de las mismas metáforas.

En el apartado I se atribuía a la mímesis borgiana un doble movimiento concesivo-opositivo respecto al lenguaje, a través del cual se aceptaba por un lado la palabra como herramienta designativa pero se negaba, a su vez, el contrato palabra-mundo al que parece que obliga el lenguaje. Servirse de él no significa aceptar de antemano la ontología que nos impone. Este doble movimiento era interpretado, a la luz de la tesis de Castany, como una manifestación más del escepticismo borgiano. El segundo sentido de mímesis, tratado en este segundo apartado, también suscribe el escepticismo de Borges, puesto que la motivación de toda o buena parte de su escritura ficcional arranca no del mundo -objeto este que hace al científico, que motiva su conducta- sino del libro, que es el relato del mundo. Ya desde su niñez y después inapelablemente en su práctica literaria, Borges accede al mundo oblicuamente, desde los libros, y no al revés. En este sentido el escritor parece validar la idea según la cual el contexto de la literatura es la literatura misma. Este mundo en diferido, mediado siempre por las lecturas, introducido, problematizado y revertido por la infinidad de citas en múltiples lenguas que colman los escritos borgianos, bloquea todo cierre interpretativo del texto. Tales citas abonan la polifonía del escéptico que, sin atreverse a cerrar el mundo en un único punto de vista, deja la eventual conclusión al lector, recordándole sin embargo que todo autor tiene su réplica y que toda cita encuentra su negativo en la basta biblioteca de la tradición. Recordándole, al cabo, que la erudición -esa erudición sintáctica, y no léxica, que Piglia atribuía a Borges- puede ser un placer, pero difícilmente una solución al enigma del mundo.

3. III

El tiempo mítico, la percepción que del tiempo suelen arrojar las cosmogonías y de la cual han participado y participan todavía ciertas comunidades humanas, puede entenderse en términos coreográficos, de modelo y copia: se da un momento auroral que contiene, en su doble virtud de principio cronológico y ontológico (se funden ambos sentidos de primero, lo original es también lo mejor), el patrón que debe ser repetido y permanentemente actualizado. Esta recurrencia se dilata en una temporalidad pre-histórica, que niega la historia en la medida en que su sucesión es, precisamente, mimética y ritual. El pasado mítico es, por ende, un tiempo prescriptivo; la única tarea del presente y del futuro es ritualizar un momento pasado. Con ello, la distinción entre los tiempos se difumina: el pasado, inmutable, preserva o defiende a la comunidad mítica del cambio; el presente y el futuro, relativos al pasado, lo repiten acríticamente. En el tiempo mítico -por así decir- no se avanza del presente al futuro, sino que este adviene o llega a aquel como perpetuación gestual de un primer tiempo. El paso del tiempo implica por tanto el olvido progresivo de la verdad primigenia, la paulatina entrada en la incertidumbre que es, a pesar de todo, inercial, puesto que la comunidad mítica sigue celebrando y actualizando ritualmente un pasado arquetípico. Por esto se postulan las edades -oro, hierro, bronce- y por esto, sin embargo, estas se redimen en un retorno permanente al principio (Paz, 1987: 30).

Los trogloditas parecen vivir en un tiempo que tiene los dos rasgos esenciales del devenir mítico que acaba de trazarse: su repetición o concurrencia y su normatividad inicial. Su vida diaria es previsible e inalterable, moran, comen y duermen, para volver a reeditar día tras día e infinitamente las tareas mínimas de la supervivencia y la locura. Para los inmortales, cada acto “es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo” (1977: 542). En su tibia locura, entre la pura conducta iterativa de la bestia y la devaluación de la vida que lleva consigo la eternidad, para los trogloditas todos los días acaban por ser un solo día. Su adhesión involuntaria pero militante a la repetición inconsciente no los priva, sin embargo, de desarrollar la conducta propia del pueblo mítico y de celebrar ciertos acontecimientos como aurorales y decisivos. Ante una infrecuente y prolongada lluvia, el protagonista descubre a los Inmortales celebrando telúricamente la llegada del agua: “Declinaba la noche; bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad.” (1977: 539). El devenir temporal que padecen los Inmortales no puede ser considerado, en rigor, historia. En su repetición niegan la sucesión y el cambio propio de lo histórico; en su celebración de la lluvia, afirman su condición de comunidad mítica.

Bien mirado, más que una categoría temporal, el pasado mítico está más allá o antes del tiempo: la verdad se otorga en un momento o topos ouranios dudoso o intersticial, una verdad divina que se da antes de que comience el tiempo pero que inaugura a su vez el paso temporal. Lo inaugura, sim embargo, ambiguándolo, dando lugar a una temporalidad que en su discurrir no posibilita el cambio sino que lo niega, tiempo hecho de repeticiones de sí mismo. Y esto es exactamente lo que pasa con los Inmortales:

En cuanto a la ciudad cuyo renombre se había dilatado hasta el Gangés, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron [...] la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales [...]. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. (1977: 540).

El añadido trágico de los trogloditas es que son, efectivamente, un pueblo mítico, pero también sus propios dioses y el resultado de un olvido progresivo y una inmortalidad torcida. La Ciudad de los Inmortales, a la vez proceso y resultado, construcción colectiva de una paradoja de Escher, es el momento auroral y divino propio del tiempo mítico. Después siguen el propio olvido, la degradación y la repetición.

La idea cristiana del tiempo -o de cualquier religión con temporalidad post-mortem- también ofrece un modo de preservarse del cambio, pero uno muy distinto al del mito. Frente a este, cuya perfección se encuentra al principio, el cristianismo ubica su plenitud ontológica al final de los tiempos. Ambas temporalidades tienen su kairós, su momento “preciso” o “decisivo”, pero el cristianismo, al ubicarlo al final, inaugura una visión teleológica del tiempo. Ahora este tiene un sentido, a la vez una dirección y un significado, y con ello aparece la noción de historia, la virtud y la condena de empezar a fechar el tiempo. La consecuencia, naturalmente, no se hace esperar, y el tiempo, que antes era la indiferente réplica de un primer gesto numénico, se transforma ahora en un bien a la vez acumulable y fungible, preparado para el uso. El círculo ya no puede representar esta nueva temporalidad. Frente al mito, cuyo tiempo fluía indiferentemente, siempre idéntico a sí mismo, la temporalidad cristiana ha encontrado la finalidad y ha desarrollado un tiempo de acuerdo con ella: lineal, sucesivo e irrecuperable. Solo en un discurrir sucesivo, carencial y por esto mismo dinámico puede postularse un tiempo lineal, ya que solo la línea (y no el punto o el círculo) marca claramente la distancia entre dos términos: la ausencia y la presencia, la temporalidad insatisfecha y la satisfecha, el tiempo y su cierre escatológico frente al triunfo del no-tiempo que es la eternidad (Paz, 1987: 31).

La temporalidad teleológica guía los pasos del primer Rufo. La frustración que sufre tras volver de la guerra y no poder entrevistarse debidamente con el emperador es la motivación que lo arroja “a descubrir [...] la Ciudad de los Inmortales” (1977: 533). Rufo parte en busca de la Ciudad para compensar la gloria pobremente saboreada tras el combate. La descripción inicial, de naturaleza puramente conjetural y desiderativa, de la Ciudad de los Inmortales rezuma la temporalidad propia de las religiones teleológicas. Rufo se la imagina “rica en baluartes y anfiteatros y templos.” (1977: 534), una Roma multiplicada por los dioses. El todavía presunto río que confiere la inmortalidad se describe anticipadamente como “el río secreto que purifica de la muerte a los hombres” (1977: 534), un río salvífico que deshace el dualismo ontológico propio de la cosmovisión grecorromana (y también de la cristiana), que asigna la muerte al cuerpo y la inmortalidad al alma. La tierra que circunda la Ciudad se perfila, a su vez, en términos paradisíacos: “alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable” (1977: 534). El rasgo común de estas tres descripciones es que identifican la inmortalidad con el bien arduamente trabajado, tras una vida de penas y dificultades. Estas últimas no son solo las campañas militares de dudoso éxito de Rufo, sino ante todo su penoso viaje hacia la Ciudad a través del desierto, que se inicia con una contienda de cientos de hombres y acaba solo con el protagonista tras muertes por inanición, deserciones y motines.

Ahora bien, en el cuento, ni el tiempo mítico ni la temporalidad teleológica de la religión llegan a satisfacerse del todo. Más bien, Borges traza el reverso oscuro de ambas metafísicas, arrojando el horror que anida en la idea, falso don o deseo fatal, que es de hecho para el humano una vida eterna. De los dioses nada se sabe o solo negativamente, “que no se parecen al hombre” (1977: 540). Ellos, de existir -nos hace inferir el cuento de Borges-, habitan la eternidad con derecho propio, no están atados a ninguna obligatoriedad que el entendimiento humano pueda concebir y reposan indolentemente en un tiempo sin tiempo hecho a su medida. Para el humano, el presunto don de la inmortalidad se tuerce y maligniza, transformando a sus supuestos beneficiarios en almas errantes, condenados al simulacro fallido de vivir como dioses sin poder llegar a serlo nunca, dotados a pesar de su inmortalidad de los mismos ojos y sentido que les devuelven un mundo difícil y mutable, del mismo entendimiento que los obligaba a la incomprensión cuando eran humanos y los acaba llevando a la locura una vez dejan de serlo. Y es precisamente en esta dualidad perversa, humanos con un atributo divino que no pueden gestionar o dioses frustrados que se quedan en un limbo infinito y senil, que se pervierten también ambas temporalidades. Los Inmortales viven y padecen un tiempo a la vez mítico y teleológico sin la salvación y recompensa propias de uno y otro. Efectivamente, los Inmortales o trogloditas viven en una repetición o mismidad renovada día tras día, en una suerte de comunidad con ritos y festejos propios de los pueblos cosmogónicos. A diferencia de estos, sin embargo, el tiempo de Argos y el resto de Inmortales no es cíclico ni les espera, tras la degradación última, la restitución de lo perdido. Fundan su ciudad en calidad de nuevos dioses y acaban morando a su alrededor eternamente, abismados en la incomprensión de una vida sin fines ni términos fechables. Asimismo, Rufo se embarca en un periplo que contiene como invariante estructural la narrativa de las temporalidades teleológicas. Parte de un estado carencial con el fin de obtener la inmortalidad y asemejarse así a los dioses en nombre de los cuales ha luchado en sus contiendas militares. Finalmente recibe el don de la inmortalidad y este resulta falso o maligno. Como en las narrativas de las religiones teleológicas, Rufo adquiere la inmortalidad en el final de sus días y tras demostrar su valía en el riguroso examen que acaba siendo el desierto. Una vez inmortal, sin embargo, no encuentra la apacibilidad bucólica o hedonística de las Campos Elíseos o de la dicha cristiana que está por venir, sino la pena de arrastrar su eternidad en un mundo hecho para lo caduco, cuya inteligibilidad se logra solo desde la certidumbre de saberse mortal y del valor que esta consigna a la conducta humana. Rufo, Argos y los Inmortales viven, en fin, en el reverso oculto y deplorable de ambas metafísicas, en un tiempo mítico sin mito ni divinidades pródigas y en un tiempo teleológico que ha fundido el orden de las fechas y los fines en un tiempo que ha perdido su cordura y razón de ser.

Referencias bibliográficas

Asensi, Manuel (2003). Historia de la teoría de la literatura. Volumen II. Valencia: Tirant lo Blanch.

Alazraki, Jaime (1977). Versiones. Inversiones. Reversiones-El espejo como modelo estructural del relato en los cuentos de Borges. Madrid: Editorial Gredos.

Borges, Jorge Luis (1977). Obras Completas. Madrid: Ultramar Editores.

Castany, Bernat (2012). Que nada se sabe: el escepticismo en la obra de Jorge Luis Borges. Alicante: Cuadernos de América sin nombre, n° 31.

Neruda, Pablo (2000). Residencia en la tierra. México: Losada.

Paz, Octavio (1987). Los hijos del limo. Barcelona: Seix Barral.

Nota:

[1] La demostración de esta afirmación excede las posibilidades de un trabajo como este. Sin embargo, a continuación, así como al final del segundo apartado, se ofrecen algunas pinceladas acerca del escepticismo borgeano.

 

Ensayo de Edmon Girbal
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E-mail: edmon.girbal@upf.edu

 

Publicado, originalmente, en: Anales de Literatura Hispanoamericana 50 2021: 335-340

Anales de Literatura Hispanoamericana es editada por Ediciones Complutense de la Universidad Complutense de Madrid

Link del texto: https://revistas.ucm.es/index.php/ALHI/article/view/79821

 

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