Voces y visiones de España: Rodrigo y Sorolla

por Raymond Calcraft

Joaquín Rodrigo

Joaquín Sorolla

Uno de los principales cuadros expuestos en la sala grande del Museo Sorolla en Madrid es el bello lienzo que lleva como título Jardín de la Casa Sorolla. Muchas veces, contemplando sus formas delicadas, la variedad de los colores suaves, su ambiente de extraordinaria serenidad, y la amorosa exaltación de la felicidad doméstica, se me ha ocurrido comparar este cuadro con muchos aspectos de la música del compatriota de Sorolla, Joaquín Rodrigo.

Una comparación entre las distintas artes de la pintura y la música quizá pueda aceptarse como válida cuando los dos artistas tienen tanto en común como Sorolla y Rodrigo. Cuando Gerardo Diego, en aquella famosa frase, nos habló del “paisaje acústico” sugerido por la música del compositor, y Manuel Machado declaró “¡pero tú ves, Rodrigo!”, los dos estaban respondiendo al carácter sumamente visual del estímulo imaginativo que nos impone la música del compositor valenciano.

La música siempre ha tenido el poder de sugerir estados de emoción y de ánimo, y en ciertas épocas de la historia de la música la asociación directa entre ella y sus posibles correlativos visuales se ha cultivado asiduamente: las cuatro estaciones del año; sinfonías pastorales o alpinas; el mar; las selvas y los campos; los pinos, las fuentes, las fiestas. Pero la mejor música también ofrece otras visiones, más difíciles de definir y de visualizar, pero sin duda presentes, y estas tienen que ver con algo más profundo que la mera apariencia física de un país. Y esto, que es verdad en la música, también lo es en la pintura, como demuestran las obras de Botticelli, Durero, Velázquez, Goya y muchos más.

En las grandes obras literarias hay a menudo cierta conciencia de la historia de un país y de la sociedad siempre polifacética, y en continuo desarrollo, del carácter de un pueblo, y de su lengua y cultura. El trabajo del escritor nos muestra y nos interpreta esos rasgos de modo que podemos entender algo del alma del país —como se nos revela al mismo tiempo el alma del propio artista—. Ocurre lo mismo en los mundos igualmente evocadores de la pintura y de la música, y en la obra de Sorolla y de Rodrigo se ha captado, creo, algo de esa alma más profunda de su país, España.

Tienen mucho en común las trayectorias artísticas de Joaquín Sorolla y Joaquín Rodrigo. Después de sus estudios iniciales y primeros éxitos en Valencia, cada uno se fue al extranjero para completar su formación artística, Sorolla a Roma y París en 1884, Rodrigo a París en 1927. El regreso definitivo a España —Sorolla en 1888, Rodrigo en 1939— se vio reforzado por la decisión de vivir en la capital de España, Madrid, a pesar de los fuertes lazos de afecto e inspiración que unían a los dos a su provincia natal de Valencia. El reconocimiento internacional —exposiciones en París, Londres, Berlín y Nueva York; festivales de música en Inglaterra, Polonia, Turquía y México— hicieron de cada artista un nombre tan bien conocido en el extranjero como en España misma.

Y fue como artistas españoles como alcanzaron los dos su gran popularidad, ya que era la visión de España que parecían ofrecer sus obras lo que gustó tanto al mundo fuera de España.

El estilo conservador de ambos artistas —Sorolla en la época del postimpresionismo y hasta del cubismo, Rodrigo en la del serialismo y de la música concreta— dependía por supuesto de sus preferencias artísticas, pero se debía también a una fuerte afinidad con aspectos de su país y de su cultura, que trataban de expresar por medio de las formas clásicas del arte: paisajes, escenas playeras, retratos, grupos de familia; conciertos, sonatas, canciones, obras para piano y para guitarra. Con muy pocas excepciones todas las composiciones de Joaquín Rodrigo llevan títulos —¡y qué títulos!— en castellano: En los trigales, Cántico de la esposa, Concierto para una fiesta, Bajando de la meseta, Crepúsculo sobre el Guadalquivir, Ecos de Sefarad, Una vez fue Itálica famosa, Junto al Generalife. ¡Nada de Sinfonía n° 1 en Do mayor, ni Cuarteto de cuerdas en La menor, ni Tres sarcasmos!

Jardín de la Casa Sorolla Año 1920
Autor Joaquín Sorolla Técnica Óleo sobre lienzo
Estilo Postimpresionismo
Tamaño 104 cm × 87,5 cm
Localización Museo Sorolla, Madrid, Bandera de España

El índice alfabético de las composiciones de Rodrigo, que se halla al final del catálogo general de sus obras, puede leerse como una guía esencial a la historia, cultura, paisajes y lenguas de España. Y En la huerta de Valencia, Entre naranjos, Verano, Niños en la playa, Jardines del Alcázar de Sevilla, ¿más títulos rodrigueros? No, estos son, por supuesto, cuadros de Sorolla. Los títulos que escogieron los dos artistas indican tanto una fuente de inspiración como una actitud mental y emocional para con España. Y a esto han respondido como se hubiera podido esperar tanto el gusto de los públicos como la valoración crítica.

A veces se ha criticado al pintor y al compositor por no haber ensayado otras formas de arte. En ambos se echa en falta, dicen, una conciencia crítica de la sociedad; que les es imposible ir más allá de los límites convencionales y aceptados del lenguaje artístico, sea pictórico o musical; y que ni el uno ni el otro quisieron experimentar con las formas tradicionales. Todo esto son temas que sería posible discutir largamente, pero se puede afirmar que la originalidad creativa no tiene que depender solamente de las categorías artísticas resumidas aquí. Y también es verdad que ambos artistas dieron respuestas claras y definitivas a tales críticas. A pesar de su amistad con Blasco Ibáñez, las obras de Sorolla que demuestran un interés en problemas sociales se limitan a su primera época, y no son de ningún modo típicas.

Contemporáneo exacto de la Generación del 98, el pintor valenciano no creía que su tarea fuera parecida a la de ellos. De modo semejante, la música de Rodrigo casi nunca refleja los trascendentes acontecimientos políticos de los años 30 y 40 —con la posible excepción del Concierto heroico—. No era la España ‘agónica’ de Unamuno y del Desastre de 1898 la que influía sobre la imaginación de Sorolla; ni la Guerra Civil ni la crítica social de Antonio Machado, por ejemplo, las que proveían a Rodrigo de sus fuentes de inspiración. Para ambos artistas los temas que escogieron eran más sencillos —alguien diría más superficiales— pero en cierto sentido más profundos, ya que surgieron de una preocupación por una España amada y ‘eterna’, y de un sentimiento compartido de lo que significa ser humano.

Cosiendo la vela - Autor Joaquín Sorolla - Creación 1896
Ubicación Ca' Pesaro (Italia) Técnica Pintura al óleo
Dimensiones 220 x 302 cm

Es fácil —ya que nos ha suministrado Gerardo Diego la frase— pensar en un ‘paisaje acústico’ cuando escuchamos la música de Rodrigo. ¿Podríamos hablar de un ‘ambiente sonoro’ equivalente, al hablar de los cuadros de Sorolla? Yo creo que sí. Los modelos de los retratos famosos —Aureliano de Beruete, Benito Pérez Galdós, María la Guapa, la misma Clotilde— todos mantienen un silencio digno y correcto (¡exceptuemos, quizá, al jovial Presidente Taft!). Pero las escenas playeras de Valencia están llenas del rumor de las olas, de las risas de los niños y de las conversaciones íntimas de las muchachas en los cobertizos de cañizo. También se siente y se oye la brisa — mirad los vestidos elegantes de Clotilde y María en Paseo a orillas del mar— y el calor agobiante del verano, con el zumbido de los insectos, como en La siesta. (¿Qué música puede asociarse con este cuadro, si no es el Concierto de estío de Rodrigo? Y sobre todo aquellos momentos reposados del primer tiempo, cuando el calor asfixiante de un verano mediterráneo se hace casi palpable).

Hablar así de ‘paisajes acústicos’ y ‘ambientes sonoros’ es inventar frases con las cuales tratamos de sugerir la complejidad de nuestras reacciones al arte en toda su riqueza. En la literatura estamos acostumbrados a la deliberada confusión de los sentidos —sinestesia— (como en aquel famoso verso de Federico García Lorca, “sangre resbalada gime muda canción de serpiente”, donde son al menos tres los sentidos del lector que se animan). En la pintura, aparte de la vista, los sentidos de tacto y gusto se incitan fácilmente —como en Cosiendo la vela o Comiendo uvas, de Sorolla, o en cualquier bodegón de Velázquez, Zurbarán o Murillo—. De igual manera, sería posible dar la palabra ‘perfume’ al exquisito segundo tiempo de la Sonata pimpante de Rodrigo, como muchas veces solemos hacer con música francesa moderna. Lo aplicamos naturalmente a aquella visión conmovedora de la hija de Sorolla en el jardín, Elena entre rosas. Pero el perfume imaginario de las rosas que rodean a Elena se basa en una identificación sencilla entre el objeto percibido (la rosa) y las asociaciones mentales del espectador; mientras que el ‘perfume’ que nos sugiere la música exige de la mente y sus capacidades una respuesta imaginativa a un nivel más profundo. Es aquí, en este sentido, que yo quisiera investigar un poco más la idea de aquella España ‘soñada’ que percibimos en los mundos artísticos de Sorolla y de Rodrigo.

En otra ocasión he escrito que la música de Rodrigo es un homenaje a las ricas y diversas culturas de España. Es de veras extraordinario hallar fuentes de inspiración tan diversas para un compositor como son la destrucción de la ciudad antigua de Sagunto por los cartagineses, la poesía de Lope de Vega y de San Juan de la Cruz, los edificios de Salamanca vistos por los ojos de Miguel de Unamuno, y la zarzuela. ¿Buscas una evocación de aquella España del Gran Capitán y sus tercios? —ahí está el Fandango del Concierto madrigal—. ¿O el espíritu de la vida estudiantil en las antiguas universidades de España? —ahí el Concierto serenata—. ¿Es el remoto pasado árabe de Sevilla que te fascina (Sones en la Giralda), o su folclore y baile vibrantes (Concierto andaluz)? ¿Te atraen los versos visionarios del catalán Jacinto Verdaguer (Tríptic de Mossén Cinto), o la melancolía gallega de Rosalía de Castro (Rosaliana)? En la música de Rodrigo encontramos no solo un compositor de dones extraordinarios de melodía y armonía, sino también un académico, un estudioso de literatura, un amante de los paisajes de cada región de su país natal —aquellos paisajes (mirabile dictu) que no vio jamás excepto con los ojos de la imaginación—. De un modo inexplicable, la esencia de cada uno de estos rasgos de España está presente en su música, para los que quieren prestar atención —no solo la topografía sino la historia, la cultura— de la Plegaria de la Infanta de Castilla a un Pasodoble para Paco Alcalde; de un Homenaje a La Tempranica a un Romance del Comendador de Ocaña.

Visitar el Museo Sorolla, u hojear cualquiera de los magníficos catálogos de la obra del pintor que se han publicado en las últimas décadas, es experimentar semejante impresión de España. La belleza de sus variados paisajes y mares —La Granja, Segovia, Asturias, Granada, Sevilla, y Valencia—; sus grandes hombres—el rey Alfonso, Aureliano de Beruete, Galdós, Blasco Ibáñez, Azorín, Baroja, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez—; y los trabajos y los ocios de la gente, sobre todo el pueblo valenciano. No nos sorprende que Archer M. Huntington encargara a Sorolla en 1911 una serie de cuadros grandes sobre el tema de las provincias de España, para la Hispanic Society of America, porque este era un artista que parecía poder captar en sus lienzos muchos aspectos del alma de España. Si la posteridad ha encontrado de valor más duradero otras áreas de la obra de Sorolla, el trabajo para la Hispanic Society representa sin embargo un momento único en la historia de la cultura española, una de las cumbres del género costumbrista en el arte.

Si Sorolla y Rodrigo, en sus procedimientos distintos, revelaron en sus obras algo intemporal y conmovedor de su país natal con toda su variedad y belleza, el factor que los dos tenían en común es sin duda el amor —el amor hacia su país, su familia, sus amigos, e incluso hacia la vida misma—. No dudamos de la inspiración fundamental que aportó a la vida y la música de Joaquín Rodrigo su compañera de vida inseparable, Victoria Kamhi. A partir de su primer encuentro en París, a lo largo de los años de lucha y destierro, hasta la consagración de Rodrigo como figura de renombre internacional, fue de importancia fundamental la influencia de Victoria. Transcribió y editó las obras de su marido, él puso música a poesía y traducciones hechas por ella, y las adaptaciones suyas de literatura eran una fuente de inspiración constante para él. Su hija Cecilia, las dos nietas, el yerno, todos facilitaron a Rodrigo la seguridad de un cuidado y un cariño constantes, que él por su parte devolvió en numerosas obras musicales. Si tuviéramos que nombrar una sola fuente para explicar la serenidad y el optimismo de la música de Rodrigo, es seguramente esa inspiración personal.

Si esto es verdad para Rodrigo, lo era aún más en el caso de Sorolla, cuya mujer Clotilde, sus hijos y nietos eran el foco esencial de su inspiración hasta un punto extraordinario. Los experimentos del artista con la luz y el color, la presentación de la forma humana vestida de texturas y colores de una variedad infinita —todo parece doblemente inspirado cuando los modelos de los cuadros son la misma familia del artista—. Hay pocos ejemplos comparables en la historia de la pintura donde la inspiración de una serie de obras maestras puede asociarse tan directamente con el amor recíproco entre un artista y su familia. Y es quizá en estos dos campos —amor hacia España y para con su familia y sus prójimos— que es posible justificar la comparación entre Sorolla y Rodrigo. Sus mundos artísticos, con sus cualidades comparables de color, luz, y sonido, demuestran aquel optimismo y alegría fundamentales que tantos han apreciado, dentro y fuera de España.

Es de notar que no ha habido seguidores importantes ni de Sorolla ni de Rodrigo en sus respectivas artes. Las historias de la música española en el siglo XX tratan de situar a Rodrigo en un contexto post-Falla o post-Guerra Civil, pero con poca convicción. Rodrigo era sin duda una figura conservadora en la música, “fiel a mi tradición”, como él mismo me dijo una vez, mas esto ni perjudica su originalidad ni menoscaba su importancia. Si su ejemplo no era algo que otros querían imitar, tampoco lo era en el caso de Sorolla para las generaciones de pintores que le siguieron. Es mejor juzgar la obra de cada uno por sí sola, no como parte de cualquier movimiento, proceso o desarrollo histórico en la pintura o la música españolas.

Se cree que Sorolla pintó el Jardín de la Casa Sorolla en 1920, poco antes de sufrir el ataque de hemiplejía que acabara tan trágicamente con su carrera. Es así una de sus últimas obras. En su serena y casi mística belleza, quizá se pueda comparar con la última obra mayor que nos legó Rodrigo, el Cántico de San Francisco de Asís, terminado cuando el autor ya contaba más de ochenta años, en 1982. El hecho de que ni una composición ni la otra estén escritas en el lenguaje predominante de su época no tiene importancia. La belleza de tales obras es eterna, como lo es mucho del patrimonio artístico de estos dos artistas. El gran compositor inglés, Ralph Vaughan Williams, al cumplir los ochenta y cinco años, en 1957, dijo así, contestando a las felicitaciones de la Sociedad General de Autores: “Bach iba detrás de su tiempo, Beethoven iba delante del suyo y, sin embargo, ambos eran los más grandes compositores. El modernismo y el conservadurismo no tienen importancia. Lo que sí importa es ser fiel a sí mismo”. Joaquín Sorolla y Joaquín Rodrigo expresaron ideas parecidas en numerosas ocasiones. Eran de verdad ‘fieles a sí mismos’. Podemos estar seguros de que el mundo no se cansará ni de sus voces ni de las visiones que nos ofrecen su arte y su música.

 

por Raymond Calcraft - hispanista y músico


Publicado, originalmente, en: Scherzo revista de información y de investigación musical Año XIII nº 129  Noviembre 1998

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Ver, además:

Notas sobre Joaquín Rodrigo por Walter Hernández Madriz (Costa Rica) c/videos

Ignacio Zuloaga y Joaquín Sorolla - Un paralelo por Roberto Cugini (Argentina) c/ videos

 

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