Los Diarios de Alejandra Pizarnik: una escritura en el umbral

ensayo de Núria Calafell Sala

Universidad Autónoma de Barcelona

-1-

Ese espejo me recuerda mi desventura:

somos dos y no una sola persona.

Silvina Ocampo: “El castigo”

Con este lamento comienza el personaje femenino de este relato una de las regresiones más espectaculares de la literatura argentina contemporánea. Espectacular, no tanto porque avanza paralela a la mágica transformación de la protagonista -dada vuelta física y mentalmente hacia un estado infantil todavía no acontecido-, sino porque pone en escena la naturaleza esópica del ser en contacto con un otro que, en este contexto, adquiere múltiples figuraciones: el yo, su cuerpo y, sobre todo, su lenguaje. En el único episodio que domina el transcurso de la narración, los dos amantes se miran en el espejo y, mientras se miran, uno de ellos comienza a dibujarse a través de las palabras, al tiempo que, autorretratándose, va siendo mirado por el otro, este Sergio al que nombra como si fuera un extraño porque suya es la incapacidad -luego repetida por el lector posterior, por el tercer espectador en discordia- de poner fin a un reclamo que se repite sin cesar: ya no me miras con los ojos que yo me veo. A lo que cabría añadir: quizá porque el momento del relato se instala en una pulsión que tiene tanto de restitución como de pérdida.

En efecto, al encararse al espejo e iniciar, a partir de ahí, el retroceso hacia su nacimiento, la protagonista de “El castigo” activa la lógica de una desfiguración en la que no es el yo quien determina su figura, sino que es el reflejo que ella observa del otro lado el que, paradójicamente, pauta la construcción de su valor referencial. En otro orden, su historia descarna la experiencia del hiato retórico que caracteriza cualquier acto de lenguaje y lo repite hasta el exceso para crear un bucle autobiográfico que devendrá, sobre todo, efecto de mascarada: desde la adolescente que conoce al joven que ahora la abraza en la soledad de la pieza, hasta la que se autodefine como “[...] mística devota de la Virgen de Luján” (Ocampo, 2006: 286), pasando por la que se sintió traicionada y, a su vez, traicionó a su mejor amiga, todas ellas constituyen la suma de una serie de “yoes” que, en su representación lingüística -hablada primero, escrita después-, solo existen como máscaras, esto es, como mera apariencia identitaria.

Y sin embargo, ella se aferra a este disfraz subjetivo porque solo a través de la (re)producción de las distintas imágenes que pueblan su relato, logra estabilizarse y, lo que es más importante, individualizarse, rehacerse de ese amor perfecto que “me devoró como un tigre devora un cordero [...] como si me tuviese en sus entrañas [...] como si hubiera salido de ellas” (Ocampo, 2006: 283). Aunque para ello haya tenido que hacer del fantasma, su obra, y lo haya dotado de una voz y de un rostro. Hace falta recordar aquí la teoría de Paul de Man de la prosopopeya que permite formular la siguiente idea: la repetición excesiva del velamiento compromete la distinción entre significación e interpretación (Catelli, 2007: 36). Si las palabras de la protagonista de este cuento tienen el efecto devastador de transformar ambos personajes en versiones temporalmente opuestas de sí mismos -pues, tal como manifiesta Sergio,“[d]urante el relato, el tiempo, para mí, había transcurrido a la inversa: para ella, veinte años menos significaron para mí veinte años más [...]. Vi que mi pelo se había vuelto blanco” (Ocampo, 2006: 287)- es porque deben su condición de posibilidad a la misma causa que hace posible el gesto performativo, es decir, al hecho de poder sustituir al referente que las convoca y consentir un encubrimiento que subraye el vacío tras la máscara.

En este sentido, es necesario invocar también el argumento de Manuel Asensi según el cual todo campo simbólico se caracteriza por ser un sistema modelizante que apela, incita y performa a los individuos con el fin último de que realicen acciones y produzcan discursos. Aceptando, en primer lugar, que no es imprescindible replegarse sobre un referente para significar una obra, el crítico plantea entonces la necesidad de una comprensión “real” de la misma, puesto que “[...] da a ver el mundo de un determinado modo ideológico y se convierte, por ello mismo, en un percepto a través del cual un sujeto percibe la “realidad”” (Asensi, 2007: 140). La percibe y, acto seguido, la modela siguiendo la dirección ideológica que mejor le convenga[1].

Es necesario insistir en este cambio en la manera de entender el concepto de performatividad. Puede ser que, tal y como recuerda josé Amícola a propósito de la tesis de la investigadora española Celia Fernández Prieto, “la A[utobiografía] es un acto performativo (o “realizativo”) en virtud del cual el sujeto se crea a medida en que se escribe” (Amícola, 2007: 31). No obstante, lo que la idea de performatividad esbozada por Manuel Asensi contempla es la posibilidad de transformar, de cambiar una realidad, pero jamás de inventarla de nuevo. No debe olvidarse que, independientemente de si el texto es literario o no -el indecidible de Paul de Man (1991: 114), en este contexto de escritura autobiográfica-, a lo que nos enfrentamos en cualquier tipo de manifestación escritural es a la fuerza de un lenguaje azaroso que tan pronto se separa de aquello que puede, como se reafirma en la dualidad dialéctica que lo confronta a ello.

Y no se entienda esto último como una defensa del pensamiento binarista, sino más bien todo lo contrario. Hay en la expresión autobiográfica la puesta en escena de un discurso material que es, ante todo, estallido divergente entre dos tipos de lenguaje potencialmente vinculados: de un lado, el del cuerpo -referente fenoménico tensionado en su devenir referente semiótico- y, del otro, el de la palabra -referente lingüístico que, a su vez, se desarrolla en tanto que ideograma, es decir, como referente real. Por otro lado, cabe señalar que la formulación autobiográfica es también, como propuso Nicolás Rosa, “aquella que marca la profunda exterioridad del sujeto en su máxima interioridad que instaura a su propio yo como otro, como él, como objeto, en el propio espacio de su escritura” (1990: 56), por lo que el “yo” de estos textos es, más que en cualquier otro discurso, el único destinatario de la narración:

“La autobiografía vela una desfiguración de la mente por ella misma causada”, afirmaba Paul De Man (1991: 118), lo que, hasta aquí, supone defender la naturaleza velada de toda escritura del yo: porque representa el intento de cubrir el vacío y la muerte del pensamiento y porque, a su vez, se construye como el último y desesperado ejemplo órfico por sostener, cantar y recordar nostálgicamente aquello que ya no existe y que jamás existió. En este sentido, añadir el reflexivo al verbo escribir implica un juego de sustituciones donde el bio de la palabra autobiografía cae para renacer transformado en (bio)tanatografía, esto es, en la escritura de un yo hecho objeto, de una vida colindante con la muerte, de una memoria fundamentada en el olvido. “Hablar de sí en un libro -dirá Alejandra Pizarnik (2003: 344)- es transformarse en palabras, en lenguaje. Decir yo es anonadarse, volverse un pronombre algo que está fuera de mí”. Dicho de otra manera: decir “yo” implica, más que nunca, decir una incompletud, atestiguar la realidad de una falta que, no obstante, le es sustancial y consumar, así, la particularidad identificadora que, según Jacques Derrida (1997: 45-46), es inherente al propio género:

En su concepción corriente, la anamnesis autobiográfica presupone la identificación. No la identidad, justamente. Una identidad nunca es dada, recibida o alcanzada; no, sólo se sufre el proceso interminable, indefinidamente fantasmático de la identificación [...], de cualquier manera que se fabule una constitución del sí mismo [soi], del autos, del ipse, uno siempre se figura que aquel o aquella que escribe debe saber ya decir yo [je]. En todo caso, ya, o en lo sucesivo, tiene que estar asegurada la modalidad identificadora: segura de la lengua y en la lengua.

Al mismo tiempo, decir “yo” es tematizar un desafío a la totalización y a la infinitud de la memoria: “El yo de mi diario no es, necesariamente, la persona ávida por sincerarse que lo escribe” (Pizarnik, 2003: 234), anota la argentina en otro pasaje de sus cuadernos personales, porque en la experiencia autobiográfica la unicidad del sujeto se pierde para no recuperarse más que en su multiplicidad y en su desaparición; y porque, en última instancia, el resto subjetivo que (se) enuncia no hace más que asumir un riesgo: el de “(...) la identidad explícita y de la exhibición de su interioridad” (Legaz, 2000: 18). No es de extrañar, pues, que uno de los más tempranos deseos de la escritora sea redactar una novela autobiográfica, “pero escrita en tercera persona” (Pizarnik, 2003: 26).

Así las cosas, otra apertura se me impone, y es la que observa una equivalencia entre la experiencia intersubjetiva del género -ese momento en el que “[...] tiene lugar como una alineación entre los dos sujetos implicados en el proceso de lectura, en el cual se determinan mutuamente por una sustitución reflexiva mutua” (De Man, 1991: 114)- y su proyección colectiva. O, dicho de otra manera: entre la escritura -del sí que es yo y otro- y la (re)lectura -del yo y del tú:

Probablemente -había escrito en su momento Nora Catelli (2007: 42)-, lectura y autobiografía enlacen en el tiempo de la Historia como caras opuestas de un mismo proceso -problemático y contradictorio-de subjetivación e individualización de la experiencia subjetiva.

De hecho, no creo que sea casual que “El castigo” esté relatado por una voz en femenino que se deshace en brazos de su amante[2], al tiempo que se (auto)recupera gracias a la acción alegórica de un lenguaje que es también, en este caso, contención y exposición de un duelo: el que, recogiendo el legado de su misticismo infantil, tan pronto revela la falta del uno y de todo, como el lugar de extrañeza tercera que el cuerpo se ve obligado a ocupar -ni dentro ni fuera del lenguaje ni de sus propias fronteras físicas, desintegrado en su devenir materia microscópica de escritura- y, muy especialmente, la labilidad de un sujeto que se posiciona en el espacio de lo múltiple, heterogéneo y variable, en una palabra, de lo subalterno.

Y no hace falta volver aquí a las distintas definiciones de Gayatri Chakravorty spivak, para quien la subalternidad es espacio de diferencia, lugar de incomunicación, incapacidad de completar un acto de habla o, simplemente, posición sin identidad y sin medios para ejercer una acción (Spivak, 2009: 72-73). Ni a Fernando Coronil y a su caracterización relacional y relativa del subalterno, “(...) agente de construcción de una identidad que participa, bajo determinadas condiciones dentro del campo de las relaciones de poder, en la organización de su posicionalidad y subjetividad múltiples”[3]. Si la protagonista del cuento de Silvina Ocampo puede ser considerada una subalterna es porque, muy a pesar de la desarticulación que experimenta con cada palabra pronunciada, intuye el poder restaurador de todo ejercicio escritural, verdadero pivote para su supervivencia y, si hacemos caso a Manuel Asensi (en Spivak, 2009: 35-39), para dejar de ocupar ese lugar de subalternidad al que la relega la dificultad de vivir y sobrevivir al amor desintegrador de Sergio.

Una última cuestión surge de aquí. Dice cierto tópico que el discurso femenino suele orientarse hacia el autorretrato porque muchas mujeres carecen o han carecido de un espacio exterior en el que poder desenvolverse como individuos. Su lugar, enmarcado en las cuatro paredes de una casa, ha sido siempre el lugar de la cocina, de las tareas del hogar, de la memoria heredada generación tras generación, por lo que sus incursiones en la esfera de lo público se emparentan más bien con las vivencias de esta realidad de lo propio, íntima y personal, que no con la manifestación propiamente textual. Ahora bien, como en su momento supo adelantar Sonia Mattalía en relación a “[l]a llevada y traída experiencia de las mujeres'’ (2003: 22):

se desustancia no tanto por su generalidad sino por su carácter axiomático: no cuestiona ni la noción misma de experiencia ni sus modelos de representación y afirma que cualquier sujeto atribuido -supongamos, mujer- experimenta cosas en virtud de tal atribución [...]. La requisitoria de “tener experiencia como mujer” se relaciona así con el destino de una anatomía, o con identidades construidas o, simplemente, con el paso del tiempo que autoriza su adquisición.

Ante tales argumentos, no se puede dejar de indagar el resquicio por el cual es posible encontrar una lectura otra que, aún admitiendo el destino de autorreflexión que parece esconderse tras la escritura femenina, intuye el carácter subversivo de la misma. Porque ontológicamente son definidas como la falta y el reflejo, a ellas les correspondería, más que a nadie, ejercitar(se) en un oficio que es proyección de una alteridad e imagen de un vacío especular. Del mismo modo, porque se les adjudica una categoría genérica -en el doble sentido de la palabra- en constante (re)visión, también a ellas les es lícito practicar un tipo de escritura -la autobiográfica o, mejor, la (bio)tanatográfica- que puede revelarse estrategia de ocultamiento, sacudida de los fundamentos, ofrecimiento descarnado de un exorcismo que, además, es ritual de denuncia. veamos el ejemplo de Alejandra Pizarnik.

-II-

 

Si no fuera por estas líneas, muero asfixiada.

Alejandra Pizarnik: “Martes, 9 de agosto de 1955”.

En su estudio sobre la escritura invisible de Alejandra Pizarnik, Patricia Venti se hacía eco de las distintas significaciones que el discurso autobiográfico podía tener en el universo de la argentina, y puntuaba:

[...] no es esencialmente una confesión ni relato de sí misma, sino un memorial, un recordatorio de quién es cuando escribe, una atadura a los detalles insignificantes de la realidad y, en última instancia, un desahogo de sus múltiples obsesiones (2008: 47).

A su lado, y apenas un año después de aparecida la única edición existente de sus anotaciones personales, Nora Catelli advertía: “En estos diarios no abundan esas zonas de silencio administradas por todos los memorialistas, diaristas y autobiógrafos conocidos en la tradición nacional” (2007: 199). Entre una y otra, la cita que encabeza este apartado consigna una manera otra de adentrarse en estos textos: aquella que, dudando entre la aceptación y el rechazo de los mismos -en el párrafo anterior, por ejemplo, había reconocido: “Tengo reparos en seguir escribiendo este cuadernillo” (Pizarnik, 2003: 52)-, observa en esta práctica escritural su aspecto más conjurador y, por lo mismo, el más mortal y paradójico. Porque, tal y como había explicado Maurice Blanchot, “[e]scribimos para salvar los días pero confiamos nuestra salvación a la escritura que altera el día” (2005: 222).

Un diario, si hacemos caso a la tercera acepción del DRAE (1980: 473-74), no es más que la “[r]elación histórica de lo que ha ido sucediendo por días, o día por día”. La definición, tan sencilla como poco aclaradora, no da cuenta de la problemática crítica que encierra el término, sobre todo en relación a su pertenencia al campo de las escrituras del yo. Al presentarlo, no sin cierta ambigüedad anacrónica, como una “relación histórica”, cierra las puertas a todos aquellos textos de periodicidad regular cuya intención última es narrar la experiencia personal de un sujeto que, en un ejercicio de “[...] escritura endogámica” de difícil ubicación en el ámbito literario (Caballé, 1995: 52), se autoproclama único destinatario de los mismos. Y no es extraño que así sea: la palabra, de una polisemia limitada -pues, al fin y al cabo, “diario” puede ser también el periódico que nos informa de lo que acontece en el mundo o, simplemente, la sucesión de acontecimientos que se producen en el día a día de una existencia-, no logra expresar la cantidad de matices que le confiere la tardía adición del adjetivo: tantos como sujetos dispuestos a inmiscuirse en sus propios temores y hacer de ellos materia de escritura.

Tal y como explicó Nora Catelli, no es hasta 1800 que “[...] el diario llamado “íntimo” reconoce sus orígenes en Francia” (2007: 50), en un momento en el que la situación social y cultural experimenta grandes cambios: mientras las costumbres de vivienda y trabajo de la denominada clase media sufren una clara división -hacia adentro y hacia afuera respectivamente-, poco a poco se consagra la imagen de una mujer laica que se recoge en la intimidad de lo doméstico para mantenerlo y cuidarlo: “en ese espacio definido, por íntimo -continúa la crítica argentina-, como el lugar donde se encierra el temor, en ese ámbito de violencia incorporada, se escriben los diarios de la época moderna” (2007: 51). Aquí es donde cifra el centro de su poder y, al mismo tiempo, donde bucea por el origen de sus inquietudes. A fin de cuentas, lo que experimentará en sus carnes no es tanto la placidez de un hogar compartido y familiar, sino más bien el dolor de un encierro que la abandona a sus propios demonios y le revela la fuerte penetración de los mismos en el orden de su subjetividad. No en vano, la crítica argentina reflexionaba al respecto:

[...] lo íntimo tiene que ver con dos actitudes distintas del sujeto o sobre el sujeto, dos maneras de la intervención en el ánimo o en el cuerpo propio o de otro. Gestos vinculados con la penetración (física pero figuradamente también moral o psicológica) de un sujeto sobre sí mismo o sobre otro, y con la introducción (física pero figuradamente también psíquica y moral) de algo en un sujeto; o de un sujeto a otro (en el sentido de presentación). Los dos términos denotan movimiento; todos ellos remiten a impulsos físicos y de la voluntad. Pero, además, muestran que la noción de lo subjetivo está marcada por la incorporación o interiorización de otro sujeto u otra cosa (Catelli, 2007: 46).

De una penetración a una presentación, de una intimidad a una extimidad[4], la rueda de las significaciones se amplía y acaba por afectar a todas las partes implicadas en el conjunto de una discursividad novedosa. En efecto, no es solo que el autos del diario sea maleado por la interiorización de la alteridad en el proceso de constitución como seres de lenguaje[5], sino que este último, en tanto que -único- instrumento de comunicación viable, será tensado hasta el punto de devenir, él también, representación amenazante, máscara identitaria, en definitiva, lazo entre el ser y el parecer o el tener y el no tener. Desde ahí puede llegar a entenderse su productividad simbólica y, lo que me parece más relevante ahora, su poder como manifestación literaria: sin dejar de lado el hecho de que en los últimos tiempos su proliferación ha puesto en evidencia la frágil frontera que separa lo personal de lo público y publicable, el diario íntimo así entendido adquiere la misma capacidad performativa que cualquier otro discurso literario y/o artístico. Por eso, en 1962 Alejandra Pizarnik escribe: “El fin de este diario es ilusorio: hallar una continuidad” (2003: 232), y apenas un año después, insiste: “Esas notas han de corroborar mi continuidad y mi obediencia” (2003: 314).

Instalada en el punto de inflexión que toda retórica de la intimidad impone, sus Diarios le proporcionan la base perceptivo-ideológica que, idealmente, habrá de favorecer la transformación de una realidad dominada por la tensión con el lenguaje, la disgregación subjetiva y la incapacidad de focalización, en un refugio o, mejor, en “[...] una obra en forma de morada” (2003: 368). Lo que, en su caso, supone autentificar una vida dedicada a las letras y, en consecuencia, producir un efecto de realidad (Asensi, 2007: 141) por el que el referente fenoménico -ella como poeta, como mujer dedicada a la literatura, en definitiva, como firma que coloca el nombre de Alejandra Pizarnik en el frontis de sus libros- quedará (per/de)formado por la fuerza de un referente semiótico -ella como personaje, como yo desfigurado por el peso de una máscara serializada- que la desidentificará y la desplazará de todo aquello que la rodea[6].

Esto explica, en primer lugar, el conflicto textual que envuelve estas anotaciones (Venti, 2008: 24-36). Publicadas en el año 2003 junto a la poesía y a la obra completa, la aplicación de una mala censura por parte de la editora en funciones, así como la existencia de distintas propuestas anteriores (Pizarnik, 1988 y 1992: 237-90), pusieron de manifiesto la labilidad de unos textos que, solo en algunas de sus partes -“Reescribí tres páginas del diario de 1962” (Pizarnik, 2003: 376), apuntaba en 1964-, habían sido concebidos como obra literaria y publicable. En segundo lugar, permite comprender también el gesto amputador que desde la segunda de sus publicaciones la vuelve a predeterminar: de Flora Alejandra Pizarnik (1955) a Alejandra Pizarnik (1956) y, de ahí, a una escisión entre la autora publicada y la mujer-niña-amante-amiga de sus cartas personales, donde se desdobla en infinidad de nombres y diminutivos: Alexandra, Alex, Sacha, una simple A. o Buma / Bumita.

En un movimiento que tacha el significante primero, la argentina se abre a un linaje por el cual la nueva designación escapa a la contingencia, pero se instala en la dinámica de un semblante que contra-dice las leyes de lo simbólico. Y subrayo este término para que no se olvide que, frente a lo que cabría esperar, esta articulación del yo como máscara no entrañará una identidad movediza sino, más bien, el posicionamiento del sujeto en el peligroso juego de las apariencias. En este sentido, implicará también reconsiderar el punto de vista desde el cual se construye: “hay que partir de la antipatía de la posición femenina hacia los semblantes para percatarse de cómo los maneja, los adopta, los hace respetar y hasta los fabrica”, dirá la crítica Nuria Girona Fibla (2008: 105). Porque para confeccionarse un “ser” o para llegar a “ser lo que no se es o lo que no se tiene”, grandes serán los esfuerzos que deberán realizarse:

No entiendo nada sino esto -se confiesa en un determinado momento Alejandra Pizarnik (2003: 381)-: la pérdida de la noción del yo implica felicidad. Para ser feliz hay que morir [...]. Entonces, sería un apurar el sufrimiento y luego, un minuto antes de reventar, renunciar al yo, es decir, al sufrimiento.

Es en este punto donde el sujeto sustenta el carácter tético de su propuesta y, por un efecto saboteador, donde se intuye el elemento paradójico de su pensamiento. Y es que postular como fundamento identitario una suerte de saber del agujero[7] favorece, en primer lugar, su inscripción en ese espacio de posicionamiento femenino que, si hacemos caso una vez más a Nora Catelli (2007: 56)

al menos en los textos, es una fatalidad, un destino no deseado o mal soportado. Es un síntoma, no una elección. Y desde el punto de vista del surgimiento y definición de un género literario, no es un síntoma individual sino social y cultural.

En segundo lugar, y todavía más interesante, su suspensión en un lugar de extrañeza que habrá de consentirle la reproducción de un cuerpo anulado como referente real -de ahí que apenas aparezca en las fotografías y, mucho menos, en los dibujos realizados por ella misma-y aproximado, en cambio, como referente lingüístico, como semblante, en definitiva, como una veladura más que, no obstante, hace de ello una instancia de resistencia y de creación. No en vano, la argentina reconocerá: “Si hablo tanto de mi cuerpo y si tanto medito en él es porque no hay nada más. Me siento muerta, en el colmo del objeto. Me miro en el espejo. ¿Para qué? ¿Para quién? Tengo miedo y estoy muerta” (Pizarnik, 2003: 223).

Teniendo en cuenta que, en el decir de Julia Kristeva, “[e]l cuerpo humano, y aún más dramáticamente el cuerpo de una mujer, es una extraña encrucijada entre zoé y bios, fisiología y narración, genética y biografía” (Cilment y Kristeva, 2000: 25), y recordando la decisión del sujeto poético en “Cold in hand blues” (El infierno musical, 1971) de ocultarse en el lenguaje porque, como se confiesa, “tengo miedo” (v. 6; en Pizarnik, 2000: 263), no creo arriesgado observar en su gesto las huellas de una práctica melancólica que intersecta cuerpo y escritura en el estallido de una divergencia gozosa. Al igual que la protagonista de “El castigo”, el yo de este pasaje se escribe y, mientras lo hace, se mira en el espejo, cediendo así a la lógica de un autorretrato que la enfrenta a su propia desfiguración subjetiva. Al fin y al cabo, afirmar como única realidad el (im)poder de un cuerpo que es vida y muerte, trae consigo la obligación de fisurar el vacío que todo lenguaje encubre: “Escribir todo el día -se impondrá en un momento determinado (Pizarnik, 2003: 396-. Todo el día buscar los nombres. Construir mi figura. No digo transfigurarme. Aunque salga una torpe estatuilla de barro, risible, ridícula” (el subrayado es mío). Al mismo tiempo, supone la recolocación subjetiva en un instante fantasmático en el que esta misma desfiguración, sentida ya como pérdida del objeto, es devuelta como la exhibición de una herida:

Como el sujeto no puede reflexionar -explica a este propósito Judith Butler (1999: 11)-, no reflexiona esa pérdida, la pérdida marca el límite de la reflexión, el límite que excede (y condiciona) su sistema de circuitos. Entendida como prevención, esa pérdida inaugura al sujeto y lo amenaza con la disolución.

A ello me refería cuando proponía entender la redacción de los cuadernos personales de Alejandra Pizarnik como un acto de posicionamiento femenino. Si bien es cierto que éste se ve marcado por la fatalidad de una exclusión -colocadas siempre en el lugar del no-todo, las mujeres tienen la capacidad de adentrarse en la búsqueda de un goce que gira alrededor del monismo fálico y que, por consiguiente, jamás puede tener fin (Catelli, 2007: 55)-, no lo es menos que, en el momento de la escritura y, más aún, en el despertar alegórico que toda escritura del yo suscita, esta posición femenina se problematiza en la experiencia de un doble duelo: el que, movilizado por el deseo de penetrar en el interior de la ley, perfora el texto y lo atraviesa; y el que, focalizado en el intermedio que une cuerpo y psique, arrastra al sujeto a una vorágine de desapropiación y restitución de la que únicamente puede sobrevenir hecho cuerpo extraño, fragmentado y, las más de las veces, dolorido.

Esto consolida la dinámica de un goce melancólico que, en palabras de Julia Kristeva (1997: 89), “[c]onfiere un placer significante al significante perdido, un júbilo que resucita hasta la piedra y el cadáver, al afirmarse como coextensiva a la experiencia subjetiva de una melancolía nombrada”. No será casual, pues, que en múltiples ocasiones el sujeto pizarnikiano recurra a la pulsión escópica para pautar la interacción entre cuerpo y escritura, ni que asuma como propios semblantes que denotan artificiosidad, enmascaramiento o, mejor todavía, esa indiferencia que, según opinión de la búlgara (Climent y Kristeva, 2000: 81), concede a muchas mujeres “[...] la posibilidad de llevar a acabo esa sociabilidad asocial que el mundo percibe como una intimidad o una ternura”. Buen ejemplo de esto último es un breve fragmento de 1960 (Pizarnik, 2003: 179):

Me miré en el espejo y tengo miedo. Después de mucho tiempo logré encontrar mi perfil derecho tal cual es en mi mente, es decir, infantil. Cuanto al izquierdo, me horroriza. Perfil de plañidera judía. Todo lo que execro está en mi rostro visto por la izquierda. Y no obstante a partir del cuello, quiero decir, del cuello a la cintura, amo más mi derecha, lo que no sucede de la cintura para abajo.

sin dolor no hay texto, y éste se tensa hasta tal punto que revela el combate entre el sujeto y el lenguaje, así como el emplazamiento mutuo en una suerte de corporalidad que, ante todo, es “[...] un palimpsesto de huellas” (Asensi, 2008: 27), una reconstrucción de vidas, emociones y sentimientos, propios o ajenos. La escritura, sostenida por una ley de contención, se ve entonces quebrada por la exposición de un cuerpo que es también, y sobre todo, corpus, letra encarnada y carne verbalizada. Y es precisamente en el entredós que une y separa estas dualidades donde la argentina construye un discurso cada vez más esquizofrénico y abyecto[8], un discurso en el que queda fijada con sangre la ruptura fundamental: “dolor en donde se respira, sensación de estar perdiendo mucha sangre por alguna herida que no ubico” (Pizarnik, 2003: 260), se queja, puesto que escribir no es sólo “reparar la herida fundamental, la desgarradura” (Pizarnik, 1975: 248), sino exponerla, señalar el profundo abismo que media entre el sentir y el decir, entre la sed y su satisfacción:

Por instantes sonidos de agua cayendo en desorden, de agua hirviendo, de agua lejana, de agua imbebible. Oh mi sed. Mi sed hecha de mi vida. Mi sed que me representa que vive en mi lugar. Ño me abandones. Ño sé lo que digo pero no me abandones (Pizarnik, 2003: 254).

Es importante, pues, insistir en el peso que el semblante melancólico tiene en su quehacer. Ño solo porque, tal y como hemos visto hasta ahora, es la figuración subjetiva que mejor se adecua a este posicionamiento femenino colocado en la lógica del no-todo y problematizado en el duelo de las pérdidas, sino porque es la máxima expresión de esa extraña guerra en la que el sujeto combate la renuncia simbólica que lo determina, “[h]asta que la muerte lo toca o el suicidio se le impone como triunfo final sobre el vacío del objeto perdido.” (Kristeva, 1997: 14). Aunque cabría matizar: la muerte o el suicidio simbólicos, es decir, lingüísticos, pero nunca biográficos, puesto que lo que acontece aquí es la reducción del sujeto al vacío, su exclusión del vínculo referencial y social, no del semiótico[9]. Solo teniendo esto muy presente se comprenderá la red intertextual que la argentina tejió alrededor de esta máscara, y las distintas significaciones que le otorgó: investida por la escritura, poseída por ella y cosificada en tanto que ideograma encubridor de significados múltiples, es lo que despierta aquello de más interior, transparente y abierto que el sujeto puede encontrar en el oficio escritural y, más concretamente, en la práctica diarística. En otras palabras: si, como explica en su ensayo sobre “La Condesa sangrienta” (Pizarnik, 1976: 50), “[...] la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado” es porque, como la escritura, se apropia del objeto perdido solo en la medida en que hace ostensible su pérdida.

A partir de aquí, y asumiendo el lado mortífero de su propio yo (“su interior es un espacio de color de luto -había escrito apenas unas líneas antes-; nada pasa allí, nadie pasa” (Pizarnik, 1976: 49), el sujeto melancólico se lanza a la incansable búsqueda de un goce indecible e irreductible que recupere aquello que se sabe perdido y

por un instante [...], el ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes (Pizarnik 1976, 50-51).

Es entonces cuando entra en esa “[...] dinámica del desdoblamiento que -según Julia Kristeva (Climent y Kristeva, 2000: 54)- hace de mi ser un ser irreconciliable, un ser de deseo”, cuando descubre en la imposibilidad la condición de posibilidad de su existencia y de la de su escritura, y cuando, en definitiva, acepta habitar esa región de extrañeza tercera que es el cuerpo y que, como vio Nuria Girona Fibla, en su caso viene marcada “[...] por una necesidad presubjetiva de negativizar el ser-ahí y más precisamente de perder un objeto que está como en exceso” (2001: 131).

Bibliografía

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Notas:

[1] “La polémica del arte moderno no se dirige contra el hombre, sino contra su contrahechura ideológica; no es antihumana sino antihumanista”, declaró Giorgio Agamben (2006: 106). En el contexto analítico de Manuel Asensi, sin embargo, este concepto se ve enriquecido por las aportaciones de Louis Althusser (1974) y Paul de Man (1990), para quienes la ideología de un texto literario o de una obra artística se sustenta en la confusión entre la realidad semiótica y la realidad fenoménica (Asensi, 2007: 141).

 

[2]  En el doble sentido -real y figurado- de la expresión. Ubicada en un lugar a medio camino entre el diálogo y el monólogo, la narración acaba definiéndose más bien como un dialogismo exotópico, al “[...] apoyar y examinar la exterioridad radical o heterogeneidad de una voz en relación a cualquier otra” (De Man, 1990: 167).

 

[3] Tomo el comentario de Manuel Asensi (en Spivak, 2009: 26), quien la traduce del original: “(...) an agent of identity construction that participates, under determinate conditions within a field of power relations, in the organization of its multiple positionality and subjectivity” (Coronil, 2000: 44).

 

[4]  En el sentido que J.A. Miller otorga al término lacaniano, como aquello que señala “[...] que lo íntimo es Otro, como un cuerpo extranjero, un parásito” (17. No obstante, tomo la cita de Carbonell y Segarra, 2002: 9). Si bien aquí lo propongo como opuesto a “intimidad”, lo cierto es que el concepto sigue planteando grandes dificultades de definición. Por ejemplo, aunque Julia Kristeva nunca se refiere explícitamente a él, pienso que sus aportaciones en uno de los cursos de 1996 en torno a lo íntimo arrojan un poco más de luz alrededor de esta distinción estratégica: “No me parece que lo íntimo corresponda a un «adentro» pulsional que se opondría al «afuera» de las excitaciones exteriores o a la abstracción de la conciencia [...]. El término procede del latín intimus, superlativo de interior, o sea: lo más interior. De suerte que lo íntimo, aunque abarque lo inconsciente, no parece tener que reducirse a él sino desbordarlo ampliamente” (2001: 68).

 

[5] Interesante me parece la conclusión de Nora Catelli, quien observa en este rasgo la línea de fuga por la que singularizar lo que, ya de por sí, ha sido predeterminado como especial por lecturas ligadas a un canon genérico: “Por eso -escribe (2007: 52)-, si existiese una característica especial, peculiar de los diarios de mujeres, posiblemente mostraría las formas más violentas de aquella fusión entre los demonios y el sujeto; delataría las zonas de la experiencia personal, privada y doméstica en las que se expresa el temor a los demonios interiores justo en el momento histórico en que se unen definitivamente con el sujeto”.

 

[6] Por eso mismo, muchas de las voces que cuestionaron el valor de la edición hicieron especial hincapié en este desajuste. Así, mientras Ana Ñuño se preguntaba sobre la importancia de los Diarios para la comprensión del personaje alejandrino (2003: 7), Ñora Catelli evidenciaba el error de querer presentar una única imagen “y, además, discutible: la de poeta sublime” (2004) para la cantidad de rostros y personalidades que aparecían en las anotaciones, muchas de ellas contradictorias.

 

[7] Debo la expresión a Nuria Girona Fibla, quien sigue siendo una de las mejores analistas de los textos de Alejandra Pizarnik. En este caso, la cita completa dice así:
“No es que el lenguaje se niegue a la referencialidad, es que funciona como figura de ausencia, de lo que no está y ni tan siquiera restaura. Ahí hay un saber del agujero, un retorno en lo real no de una positividad de goce sino de la negación que lo simbólico implica” (2001: 131).

 

[8] Afirma Julia Kristeva: “Hasta los tiempos modernos, esa familiaridad de las mujeres con su cuerpo intenso e huidizo ha hecho de su experiencia religiosa una confrontación con la abyección precisamente, y con la nada” (Climent y Kristeva, 2000: 53). Para un análisis detallado de este concepto en Alejandra Pizarnik, ver Calafell, 2008: 223-40.

 

[9] Escribía Philippe Sollers en 1966: “el verdadero suicidio sólo podría ser literario. implica el sacrificio del que escribe, un sacrificio “relativamente a la personalidad” único en su género. Efectivamente, no hay sujeto en sí (y por lo tanto uno no puede suprimirlo callándose), ya que el sujeto es la consecuencia de su lenguaje. Así, pues, hay que empujar ese lenguaje hasta sus límites para saber de qué se trata, de quién es cuestión en nosotros. Empresa de las más difíciles, dada la extensión del inconsciente que pronto descubrimos forma nuestro suelo” (1978: 7475).

 

Núria Calafell Sala
Universidad Autónoma de Barcelona

Publicado, originalmente, en Castilla. Estudios de Literatura, 2 (2011): 55-71    ISSN 1989-7383

Departamento de Literatura Española y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Valladolid

Link del texto: https://revistas.uva.es/index.php/castilla/article/view/58

 

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