Pizarnik-artefacto: autoconfiguración y mito
ensayo de María José Bruña Bragado
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RESUMEN No hay lectura de la obra de Alejandra Pizarnik que no esté atravesada por el mito. Este trabajo pretende ahondar en cómo Pizarnik contribuye activamente a forjar su leyenda desde sus textos autobiográficos -especialmente sus diarios, cartas, entrevistas- para encontrar su lugar “diferenciado” en un contexto cultural más amplio. Nuestra hipótesis es, por tanto, que la autora se sabe “producto cultural” o “bien de consumo” y juega, estratégicamente y con eficacia, con las expectativas “mercantiles” de público y crítica. En este sentido, Alejandra Pizarnik configuraría intencionadamente un régimen aurático que la separa, la excluye, la margina y, al mismo tiempo, la diferencia, la “distingue”. Palabras clave: Pizarnik, mito, género, autoconstrucción, subversión ABSTRACT The author’s myth appears constantly in the literary essays written about Alejandra Pizarnik. This article talks about how Pizarnik helps to build her legend by means of her autobiographical texts, especially her diary, her letters, her interviews, in order to find her own place, a “different” place in a wide cultural context. Our hypothesis is that the Argentinian writer knows she is a “cultural product” and she plays strategically and effectively with readers and criticism market expectations. In this sense, Alejandra Pizarnik shapes an aura system that separates, excludes, marginalizes and, at the same time, makes different, “distinguishes”. Keywords: Pizarnik, myth, gender, self-ready-made, subversion “El verdadero arte tiene la virtud de ponernos nerviosos” Susan Sontag
“It’s my folly, the making of me” George Brummell
“Écrire est une affaire de devenir, toujours inachevé, toujours en train de se faire, et qui déborde toute matiere vivable ou vécu. C’est un processus, c’est-á-dire un passage de vie qui traverse le vivable et le vécu. L'écriture est inséparable du devenir: en écrivant on dévient femme, on dévient animal” Gilles Deleuze Preliminares “¿Qué artículo de consumo fabricar con mi melancolía a perpetuidad?” Alejandra Pizarnik No hay lectura de la obra de Alejandra Pizarnik que no esté atravesada por el mito. Malditismo y genialidad, desarraigo y heterodoxia, excentricidad y muerte parecen marcar sus versos sin remedio y en este gesto hermenéutico hallan, paradójicamente, un valor o prestigio añadido. Tal mecanismo discursivo, originado en los presupuestos de un romanticismo que identifica vida y arte de forma literal —Byron, Holderlin—, es ligeramente trastocado posteriormente por la pérdida del régimen aurático de la obra y del artista moderno (Benjamin), y genera, en última instancia, cierta sensación de hastío y falta de rigor analítico en los estudios literarios contemporáneos. De hecho, desde la formulación del dictum de “la muerte del autor” (Barthes), todas las tendencias críticas a las que da paso la postmodernidad, y no únicamente la estética de la recepción, coinciden en su intento de soslayar lo biográfico para indagar en el arte, evitando, de este modo, perpetuar un malentendido histórico, mantener en el imaginario colectivo una transferencia aparentemente improductiva: [La metáfora] reduce a un poeta a una especie de bibelot decorativo en la estantería de la literatura, y clausura el proceso del que sale la poesía, resultado muy corriente del trabajo de críticos que pese a las mejores intenciones parecen empeñados en congelar a la literatura en objetos. Y entonces no importa que el trabajo del escritor haya sido justamente descongelar el mundo, hacerlo fluir en una operación sin fin: su obra, y él mismo, terminan, en palabras de mis colegas, como una 'pequeña estatua del terror’. (Aira, 10). En cualquier caso, y a pesar de que incluso Rubén Darío, allá por el 1896, ya dejara constancia en Los raros de que la experiencia se “crea” a partir del poema y nunca a la inversa, es evidente que el poso romántico pervive de alguna forma en nuestros días y la personalidad controvertida, trágica o seductora, esto es, la pose o imagen sigue tratando de completar la obra y es explotada por el artista, quizás como una forma de distinción o diferencia frente a una creciente homogeneización de patrones, miradas y esquemas socio-culturales (Bourdieu), producto, primero, de los ideales democráticos de la Revolución Francesa, y cuyo esquema encuentra estabilidad con posterioridad desde la lógica “igualitaria” del consumo capitalista. El dandismo y la bohemia como experiencias vitales y estéticas constituyen, al fin y al cabo, dos modalidades históricas de disidencia individualista —desde el elitismo o desde la desidia— frente al monótono gregarismo burgués. Nacidas ambas en el siglo XIX han sabido actualizarse, renovarse gracias a ese espíritu contestatario y de singularización o afirmación individual “en la época de la reproductibilidad técnica”, en un mundo cada vez más uniforme donde el deseo de belleza y de fundar una realidad permanente por parte del artista se revelan como improductivos. La posición del escritor se encuentra, entonces, en el cambio de siglo, definitivamente descentralizada, es decir, ajena a los centros de poder que antes habían proporcionado un sustento al creador y dado una función al arte: Ser poeta pasó a constituir una vergüenza. La imagen que de él se construyó en el uso público fue la del vagabundo, la del insocial, la del hombre entregado a borracheras y orgías, la del neurasténico y desequilibrado, la del droguista, la del esteta delicado e incapaz, en una palabra —y es la más fea del momento— la del improductivo. (Rama, 57). De tal constatación nace una acentuada melancolía, que se sitúa en la tensión entre realidad y deseo y que se resuelve, finalmente, en un apetito de (auto) destrucción, en una aristeia de la apariencia y en la entronización del reino de lo efímero. Así, desde un punto de vista estético pero también vital, el artista moderno de la era capitalista y postcapitalista recurre, por tanto, a la ironía autorreferencial, la fragmentación, la provocación insolente, el juego proteico y fluido de las identidades a través de la máscara o el disfraz y la búsqueda de lo único a toda costa como marca distintiva, como signo perturbador del stablishment, como declaración pública de su transformación del malestar en creatividad. Durante la primera mitad del siglo XX, el escritor se metamorfosea y juega, no sólo con las convenciones sociales, como un siglo antes, sino también con nociones estéticas inéditas, surgidas, en muchos casos, en el seno de las vanguardias, como el ready-made, la transformación de la mirada del lector-espectador o la contaminación de la obra con lo cotidiano (Duchamp, Tzara, Man Ray, Dalí). Por otro lado, desde el período de entreguerras, debido al cambio paulatino de las mentalidades y al rol experimental que cumplen dadaísmo, surrealismo o futurismo, la mujer artista explora y encuentra cada vez más espacios simbólicos y códigos de representación. Trata, incesantemente, de alejarse de la moral burguesa y sus constricciones, aunque le cueste todavía estar dentro de un campo cultural que sigue siendo mayoritariamente masculino. De todos modos, como observa Bourdieu, nunca hay que perder de vista que no se puede ignorar el mundo de los contemporáneos con los que, o contra los que se alza una determinada obra. Gertrude Stein reclama, por ejemplo, “su derecho a auto-crearse con ingenio y placer y a evadirse, sin más, de las categorías de género que tanto obsesionan unas décadas antes” (Durán, 47). Algo similar sucede con la figura de la Baronesa Elsa Von-Freytag, reina Dadá y dandi-fláneuse, ante cuyas performances callejeras en Nueva York, adelantos del Body Art y del Performance Art, no cabe preguntarse “¿es hombre o mujer?” sino más bien “eso, ¿qué es?”. Con todo, es innegable que la ropa y la actitud siguen expresando identidades codificadas en género, clase, raza, nación, profesión y orientación sexual, y por ello el cross-dressing o travestismo empiezan a ser utilizados de forma sistemática y perturbadora por las artistas de los años treinta y cuarenta —con notables precursoras como George Sand, Colette o Concepción Arenal— para romper con códigos, taxonomías y prácticas culturales supuestamente fijas y estables: “No es por tanto la ausencia de limpieza o de salud lo que hace que algo sea abyecto, sino el perturbar una identidad, un sistema, un orden. Lo que no respeta los límites, los lugares, las reglas. El intervalo, lo ambiguo, lo mixto” (Kristeva, 11). La autoconstrucción del yo del artista, que sigue la estela, en la modernidad, del dandismo y la bohemia, viene a confirmar, en definitiva, que la obra puede ser una continuación de la biografía, o viceversa, y que dicha invención, aunque puede derivar en una alteración nociva, en una simplificación absurda, ofrece asimismo un espacio de libertad extraordinario, especialmente para el género femenino. En suma, dada la dificultad de un estricto deslinde vida-literatura y de que cada vez se revela como más que cuestionable la necesidad de efectuarlo, al menos para ciertos artistas conscientes del potencial de tan paradójico mecanismo, la crítica Kate Hamburger, quien trabajara con denuedo en los delicados y porosos límites entre lo biográfico y lo creativo, ofrece una interesante solución de consenso. Se trata de la “lógica de lo vivido”, teoría que viene a afirmar que la vida ilumina, pero nunca determina la escritura (1998). Más allá de la sensatez de esta propuesta, idónea para el creador o creadora que omite la dimensión vital como complemento de la obra, es innegable que la fascinación que ejerce la leyenda o configuración mítica del artista no sólo se proyecta sobre lectores y críticos, sino que alcanza al artista mismo, en ocasiones cómplice o entusiasta creador del “artefacto” desde una performatividad cotidiana, desde una autopresenta-ción interpretada y prevista (Kris y Kurz). El autor, la autora idea con frecuencia un “personaje” o “sujeto”, una categoría que constituye un constructo o artefacto, con múltiples prismas, máscaras o disfraces que le permite ingresar sin conflicto en el polivalente espacio cultural-mercantil, le da la posibilidad de conseguir una aceptación en el círculo intelectual o artístico, aunque sea desde la periferia, desde lo excéntrico o no canónico, desde el reverso marginal o transgresor. Se pasa así del ready-made al self-ready-made, en palabras de Moira Roth (1998). Tal movimiento dual volcado al artificio y la obra a partes iguales ha sido, entonces, recurrente, sea o no de modo consciente, en las mujeres, como han revelado, entre otros, los estudios de género y del subalterno (Mattalía y Girona). Si las lógicas, redes y dinámicas de situación existentes entre literatura y sociedad son ya suficientemente complejas sin introducirse en el dominio del género (Bourdieu 1993), las dificultades se multiplican al examinar atentamente las relaciones entre escritora o artista y medio o espacio social. Según Dominique Maingueneau (2004), hay una interacción, doblemente problemática para la mujer, entre autor y contexto por medio de la cual el creador genera sus propias condiciones de producción, a medida que va dependiendo de esas mismas condiciones. Productor y producto habitan un mismo y único ser: “se hacen así vendedores y mercancías en un solo cuerpo. Emisores y receptores del sistema de comunicación” (Durán, 32). El resultado de esa búsqueda de un territorio de enunciación o práctica femenina de la escritura que no excluya del campo literario he-gemónico —denominado “paratopía” por Maingueneau— ha sido atroz en buena parte de los casos: locura, tragedia y muerte lastran, opacan y reducen la recepción de obras como las de Sylvia Plath, Virginia Woolf o Alfonsina Storni. A propósito de ello dice Ana Nuño para el caso paradigmático de Pizarnik: La melancolía, la soledad y el aislamiento, cuando se ponen de manifiesto en la escritura de una mujer, son rasgos que admiten ser interpretados como la prueba de un desequilibrio psíquico de tal naturaleza, que puede conducir a su autora al suicidio o la locura. Si es varón el escritor, en cambio, y su obra o vida o ambas manifiestan parecida contextura —la lista es larga, de Holderlin y Rimbaud a Kafka y Beckett—, ésta suele recibirse como una confirmación del talante visionario del hacedor (Pizarnik 1998: 7). Sin negar la insistencia de la historia cultural en esta interpretación sesgada que establece una flagrante e injusta diferencia en función del género del creador, el deseo de inscripción paratópica de Pizarnik tiene ricos e inéditos matices que me propongo analizar a continuación. En primer lugar, es una autora plenamente inserta en la modernidad, pero una modernidad, además, periférica o fronteriza —contexto argentino y no francés pese a sus afinidades electivas, “lengua menor”, identidad subalterna por sus raíces judías, por su género femenino, orientación sexual divergente—, lo que implica un desplazamiento hacia otras dimensiones lejos del discurso dominante, pero también muchas más posibilidades y versatilidad en la constitución de su sujeto creador desde la negatividad. Es un ejemplo emblemático, en todos los sentidos posibles del término, de lo que Deleuze y Guattari denominan “escritor desterritorializado” (Deleuze y Guattari 1975). En segundo lugar, su rechazo de la tendencia político-social, comunitaria y comunicacional de la escritura, que es la línea dominante en el Buenos Aires postperonista de los años cincuenta y sesenta, así como en el París literario de Sartre y Beauvoir —que ella conoce de 1960 a 1964—, y su sintonía estética con el romanticismo, el simbolismo, y sobre todo el surrealismo, vuelven a marginarla o distinguirla y convertirla en un rara avis que escapa a las normas establecidas, a la posición hegemónica. Su filiación surrealista es clara —visión de la poesía como algo autónomo, trabajo con y sobre el lenguaje, idealización de la función del poeta—, así como su inclinación por lo francés, por la veta europea más que por la hispanoamericana o la argentina: “Necesito hablar con vos de literatura, no de ésta sino de aquélla” (Bordelois, 111). No olvidemos que, además, la esencia del surrealismo es la dupla vida-literatura —ella misma advierte en algún momento, desolada, que ha “confundido vida y poesía, como los surrealistas”—, y que en su espacio simbólico lo femenino es notablemente mistificado —Nadja—, todo lo cual complica, pero también enriquece el reto de su autoconstrucción por oposición y disonancia. No se nos escapa, pues, que la lucidez de la escritora argentina, su sensibilidad para captar el espíritu de una época —aunque sea para desmarcarse del mismo— y su conocimiento del medio poético, con todas sus trampas y resquicios —es amiga de poetas y gestores en tanto pueden apoyar su carrera, facilitar las publicaciones—, es demasiado grande como para consentir o legitimar una simplificación naive de su “personaje” fragmentado. Su dispersión en múltiples voces, figuraciones e identidades —extranjera, nómada, bohemia, judía, lesbiana, mujer— es una estrategia sutilmente consciente de inscripción liminar, excéntrica en el canon o espacio paratópico mencionado y en ningún momento una imposición de fuera o una manipulación ajena. Hubo, pues, una voluntaria construcción de sí misma, una articulación del mito: Aunque ser mujer no me impide escribir, creo que vale la pena partir de una lucidez exasperada. De este modo, afirmo que haber nacido mujer es una desgracia, como lo es ser judío, ser pobre, ser negro, ser homosexual, ser poeta, ser argentino, etc., etc. Claro que lo importante es aquello que hacemos con nuestras desgracias (Pizarnik 2002: 310). Otra cosa es que la filología haya tergiversado y “congelado”, más tarde, en una imagen fotográfica fija, en un “bibelot” decorativo, toda esa diversidad llevándose por delante la obra o reduciéndola a su mínima expresión. Este trabajo pretende ahondar en cómo Pizarnik contribuye activamente a forjar su leyenda desde sus textos autobiográficos —especialmente sus diarios, cartas, entrevistas— para encontrar su lugar “diferenciado” en un contexto cultural más amplio. Nuestra hipótesis es, por tanto, que la autora se sabe “producto cultural” o “bien de consumo” y juega, estratégicamente y con eficacia, con las expectativas “mercantiles” de público y crítica. De alguna manera, Pizarnik instrumentaliza la lectura de su “personaje”, propicia de forma arriesgada el encierro en la metáfora, aunque ésta tienda siempre a la fragmentación, a la dislocación o dispersión polisémica, como los fragmentos de un puzzle o un espejo roto. En este sentido, Alejandra Pizarnik configuraría intencionadamente un régimen aurático que la separa, la excluye, la margina y, al mismo tiempo, la diferencia, la “distingue” (Bourdieu 1993). César Aira, convencido detractor de la cosificación de la creadora por parte de la crítica, inevitable riesgo de su apuesta, señala, sin embargo, respecto a la “imagen alejandrina” lo siguiente: “A. P fue la última encarnación del poeta 'maldito’ de la tradición moderna. Para serlo adoptó la actitud surrealista: la poesía como 'actividad del espíritu’, la fusión de vida y poesía en términos de mito personal, y las armas extremistas de la pureza” (Aira, 86). Se ha de ser especialmente cuidadoso, entonces, para evitar manipular, forzar o ser tentados por el morbo a la hora de leer zonas que no quieren ser leídas, esto es, leer desde lo biográfico las imágenes y figuraciones que Pizarnik idea y que pueblan, en un mosaico de dolor, vértigo y carencia o herida original, toda su obra. Su escisión en “pequeñas náufragas”, “niñas extraviadas”, “pequeñas muertas” y “estatuas deshabitadas de sí mismas” debe permanecer en el dominio de la creación y no ser interpretada en clave referencial: Ella no escatimó metáforas autobiográficas, pero eso no es excusa para usarlas contra ella, sobre todo porque al hacerlo se está confundiendo la poesía ya hecha y la poesía en tren de hacerse. [...] Pero la metáfora, por vistosa que sea, no es un punto de llegada [.] Creo que es injusto reducir a A. P. a una o muchas de estas fórmulas, porque ella las usó sólo para seguir escribiendo, no para clausurar su trabajo. (Aira, 10-17). En cambio, sus afirmaciones en cartas, entrevistas, reseñas o diarios, fuera del texto creativo, sí constituyen un parámetro analizable, puesto que ella misma nos lo ofrece para completar o iluminar su escritura. Se trata de mostrar una disconformidad y al mismo tiempo de arrogarse una identidad única mediante la compleja y disciplinada elaboración de una imagen destructiva, épatante. En estos sutiles límites, los de la literatura conscientemente subversiva, nos moveremos. Pizarnik-artefacto “Lo que la fantasía impone es el escritor tal como uno puede verlo en su diario íntimo, es el escritor sin su obra: donde surgen las prácticas, las posturas, esa manera de pasearse y de narrarse en el paseo.” Gloria Durán Alejandra Pizarnik, nacida en Buenos Aires en 1936, comienza a publicar sus poemas a los veinte años. Sus libros poéticos fundamentales son: La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958), Arbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de locura (1968), El infierno musical (1971) y Textos de Sombra y últimos poemas, que contiene una recopilación de poemas y textos dispersos, no publicados antes y que aparece en el año 1982. Alejandra Pizarnik se suicida en Buenos Aires en 1972. Un rápido rastreo semántico por los títulos no es gratuito, pues nos da algunas claves de su poética que siempre fue una poética “de palabras” —austera, minimalista—, una poética de una extrema conciencia lingüística: pérdida, noche, locura, infierno y sombra. Poeta profundamente personal, pergeña, desde bien pronto, todo un discurso meta-poético sobre su excepcionalidad —“Sé que no me parezco a nadie (esto es una fatalidad) [.] Fui libre, fui dueña de hacerme una forma como yo quería”— (Pizarnik 2002: 314). Así, se adscribe a una genealogía poética de raros: a los románticos y simbolistas, a la poética del absurdo y al surrealismo. Holderlin, Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Artaud, Freud, Kafka o Lautréamont están entre sus predilectos y, aunque mantiene vínculos con otros escritores contemporáneos —Enrique Molina, Antonio Porchia, Olga Orozco en Argentina, Octavio Paz y Julio Cortázar en París—, sus raíces literarias tratan de ser inclasificables y dispersas y no atienden al concepto de generación en absoluto. Su poesía, también su prosa, es de la pureza, la transgresión y la experimentación y admite la etiqueta de “menor” en el sentido de “literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor” (Deleuze y Guattari, 28). Veamos cómo construye Pizarnik su artefacto o self-ready-made. La infancia y adolescencia de la poeta son calificadas en varios momentos como desgraciadas y oscuras, lo que responde desde luego al hito romántico del origen del artista. Cierto es también que en cartas y diarios se observa que cierto espíritu juvenil junto a una llamativa dependencia económica y afectiva de la familia por parte de Pizarnik continuarían durante toda su vida: “No se sabía, en verdad, cómo lidiar con sus demandas infantiles y tempestuosas, su ignorancia sin límites en materias prácticas, su extemporalidad salvaje” (Bordelois, 20) o “Mi primera impresión cuando la vi fue la de estar ante una adolescente entre angélica y estrafalaria” (“Recuerdo de Alejandra Pizarnik”. León Ostrov, en Bordelois, 48). Pese al facilismo del fetiche y la infantilización posterior a su muerte que se observa en este pasaje, la propia Pizarnik insiste continuamente en su falta de adaptación a la vida adulta: “No obstante me siento aún adolescente pero por fin cansada de jugar al personaje alejandrino. De todos modos no hay ante quien jugar, a quien escandalizar, a quien conformar, pero me gusta la vida siempre, ya lo decía...” (“Carta a León Ostrov”, 53). En segundo lugar, como se ha mencionado, Pizarnik parte de su rareza, originalidad y unicidad, aunque la considere “una fatalidad”, y lo hace en busca probablemente del aura perdida: “No soy de este mundo” reitera una y otra vez en las cartas a su amiga Yvonne Bordelois (Bordelois, 52). Si su persona no es de este mundo y es insólita, singular, excepcional, diferente, también lo será su obra, con lo que se multiplican extraordinariamente las dimensiones y proyección de la misma. La rareza o “anormalidad” nos lleva inevitablemente a la locura, la enfermedad mental, otra de las marcas que imponen sociedad y crítica, pero que también se auto-impone en determinados momentos la misma poeta. Dependiendo del grado de confianza con su interlocutor en las cartas, enuncia abiertamente, u oculta bajo el pretexto de un viaje, su internamiento en una clínica psiquiátrica o sus dos intentos de suicidio: “Había estado internada en una clínica médica... Supuse e inquirí por alguna operación. Nada de eso, respondió tranquilamente. Como había ingerido una sobredosis de barbitúricos hubo que hacer un lavaje de estómago. ¡Así de simple!” (Bordelois, 110). Volvemos al estigma de la locura y el suicidio sobreimpreso en la escritura que no fuerza o prevalece en la lectura de los autores masculinos, pero sí lo hace en los femeninos (Gilbert y Gubar 1979). No hay que olvidar que hasta nuestros días los valores masculinos en el ámbito de la salud mental son paradigma de normalidad, salud, madurez y autonomía —se invisibiliza lo psicopato-lógico—, frente al dominio femenino, que es el de la anormalidad, la patología, la locura, la dependencia. En todo caso, Pizarnik es consciente del efecto de lo patológico sobre la mujer y, aun así, en algunos momentos se sirve de ese delirio, de su “problema” para “darse prestigio”. No en vano, sus poetas de referencia son los “malditos” de la locura: Holderlin, Nerval, Artaud. Le atrae asimismo la sádica condesa Bathory, a cuya biografía dedica su conocida glosa, o sintoniza con la sensibilidad perversa y siniestra de los cuentos de Silvina Ocampo. Infancia desdichada, excepcionalidad, desequilibrio mental, pero también desarraigo y bohemia son herramientas de las que hace uso la creadora para configurar su personaje en clave disidente. En principio, sus orígenes judíos y rusos sólo se aprecian tangencialmente en sus cartas o diarios a través de un sugerente sentido del humor, la firma ocasional en yiddish —es la lengua de uso doméstico— como “Buma” o “Bumita”, el marcado acento extranjero que tiene al hablar —“Sus vocales eran lentas y tambaleantes y el todo, irremisiblemente extranjero” (Bordelois, 16)— y alguna alusión puntual, pero es evidente que su permanente sensación de nómada o extranjera tiene uno de sus anclajes en un pasado familiar errante que escapa del horror nazi. Dice, por ejemplo: “Sufro con toda mi alma rusa y a la vez quiero bailar, bailar y buscar bajo las ropas un puñal. Besos de tu Sasha” (Bordelois, 115). No obstante, la poeta, como desclasada, como bohemia, se siente siempre expatriada, arrancada a conciencia de cualquier definición fija, de cualquier costumbre repetida, identidad o nacionalidad unívoca. La Pizarnik nómada nos remite a su faceta bohemia, puesto que el dandismo, como versión aristocrática de la diferencia es rechazada de plano —salvo por su gusto por la insolencia verbal, el humor o la provocación—, no sólo por la falta de recursos económicos durante su estancia en París, sino porque no se identifica en absoluto, como se muestra a lo largo de los Diarios, con esa femineidad seductora de la dandy que se ancla sobre todo en la belleza y la elegancia. Ella opta por cierta androginia o asexualidad como modo de representación que se relaciona de forma clara con la actividad intelectual, todavía prácticamente vetada a las mujeres: Las miro o mejor dicho no las miro porque yo cuando camino no miro nada ni a nadie, sino que las intuyo o las veo de alguna manera, y sólo yo sé cuánto ycómo me fascinanlos rostros bellos, y qué culpable me siento, inexplicablemente, de andar con mi ropa vieja, toda yo desarreglada, despeinada, triste, asexuada, cargada de libros, con mi expresión tensa, dolorida, neurótica, obscura, y mi ropa ambigua, mis zapatos polvorientos, en medio de mujeres como flores, como luces, como ángeles (Pizarnik 2003: 164) Wittgenstein piensa que toda forma exterior tiene la función de ocultar, de disfrazar la realidad interior. Barthes, por su parte, opina que toda variación, toda anomalía o extravagancia en el vestir adquiere valor de signo. En todo caso, Pizarnik opta por el descuido en el vestuario, la desidia vital o la rebeldía del outsider. Rechaza la belleza, la exquisitez y la seducción de cierto tipo de femineidad impuesta: Por eso me sorprendió, aquella noche que tan importante se reveló luego en mi vida, el que Lulú hubiera insistido en presentarme a aquella muchacha vestida con exagerado y afectado desaliño, que hablaba en el lunfardo más feroz, salpicando su conversación con obscenidades truculentas o deliberadas palabrotas (Bordelois, 14). Las carencias económicas, especialmente a partir de la época de París, tienen también algo que ver en dicha elección, pero sigue prevaleciendo la pose, como se aprecia en la siguiente cita: “En cuanto a París, si me preguntas cómo hago para ir, no sé qué responder. Pero me tomaré un barco blanco y grande, con mi saco Montgomery y mis anteojos negros, sin un céntimo como siempre y me iré” (Bordelois, 44) Lejos de la ociosidad del dandy, la profesionalización del escritor bohemio es, malgré elle, la única posibilidad de subsistencia en Europa y así lo afirma en numerosas ocasiones: El hecho de que casi todo lo que hago en la oficina es maquinal y rutinario (casi siempre copias a máquina) es justamente lo que me hace falta. [...] Es más: muchas veces quise ser periodista, pero sé bien que lo quise por juego de niña. En el fondo me horroriza escribir sobre no importa qué para ganar dinero (Bordelois, 52). En cualquier caso, su necesidad pecuniaria le permite, por ejemplo, tener experiencias valiosas, como conocer a Simone de Beauvoir o Marguerite Duras: Como mis finanzas van atrozmente mal le acabo de hacer un reportaje a Marguerite Duras que me dejó contenta pues nuestro encuentro fue opuesto al que tuve con Simone de Beauvoir, es decir que fue interesante y las dos simpatizamos enseguida. Además, comenzaré a hacer un poco de crítica poética para Cuadernos. Al diablo las ideologías. No estoy dispuesta a morirme de hambre en homenaje a los intelectuales de izquierda (Bordelois, 53). Las citas en este sentido son incontables en sus cartas y diarios y, aunque la situación de precariedad que describe es real, algo hay también de atracción por el mito del “poeta pobre” más aún en París; está deslumbrada por la imagen de la “exiliada”, la “mendiga triste”: [...] Creo que mis angustias en París provienen del brusco cambio de vida; yo que soy tan posesiva me veo aquí sin nada: sin una pieza, sin libros, sin amigos, sin dinero [...] Yo ando mejor que nunca. Escribo, publico en las revistas de aquí y —lamentablemente— trabajo en sitios infames para ganarme el duro pan de cada noche [...] Me fui del horrible empleo. Ahora busco otro. Se ruega considerar que enviar esta carta me privará de un almuerzo. Si la ves por azar a mi madre —no lo creo pero por las dudas— no se lo digas. ¿Que si me angustia el asunto? Sí y no. Mentalmente me siento libre y contenta pero digestivamente vacía y melancólica. No hablemos más del asunto: no es de pobres hablar de la pobreza (Bordelois, 97). En última instancia, todo poeta es “un extranjero” y el único refugio es el lenguaje, como ella misma declara: “Creo que de todos el poeta es el más extranjero. Creo que la única morada posible para el poeta es la palabra” (Pizarnik 2002: 313). Las referencias a la orientación homosexual o bisexual de Pizarnik han sido omitidas y censuradas, como se sabe, en cartas y diarios. Sin embargo, nos constan sus preferencias afectivas “fuera” de la norma. Aunque no directamente, en la cita que aparece más arriba, vemos que se introduce tal variable en el discurso de Pizarnik en ocasiones puntuales en las que confiesa que es otra de las categorías subalternas que pesan sobre el escritor —“es una desgracia [...] ser judío, ser negro, ser pobre, ser homosexual” (Pizarnik 2002: 310)—. Si hoy en día el arraigo de la jerarquía hetero/ homo sigue siendo más que evidente, en los años sesenta y setenta la oposición se asienta más que nunca en el binomio “dentro” y “fuera”, con todos sus corolarios: natural/antinatural, puro/impuro. No vamos a adentrarnos, pues sería una reflexión extensa, en cómo condiciona el lenguaje, la mirada y la creación esta variable, pero, de manera similar al género, es obvio que implica todo un entramado simbólico, alegórico, semiótico. La alteridad afectiva constituye, pues, otro de los delicados prismas del “artefacto” que legitiman su presencia “diferente” en el campo poético. Y por último, no se puede dejar de mencionar la clausura de su creación y de su vida. La leyenda negra, la tentación por lo trágico y el fetiche se han centrado injustamente en ocasiones en este costado oscuro. Djuna Barnes, notoria dandy y escritora admirada por Pizarnik, se declara atraída por el abismo, partidaria de la muerte como propuesta estética y ritual —hay que saber morir con buen tono— y escribe con sólo veinte años el artículo: “¿Cuál es la forma correcta de morir?”. Pizarnik, aunque a veces frivoliza sobre la muerte como máxima expresión de artisticidad: “Así es como me resistí durante meses a lavarme la ropa (me compraba cosas nuevas), lo que impidió suicidarme porque, ¿qué poeta se dejaría manosear sus valijas de muerto si hay en ellas ropa no lavada?” (Bordelois, 50), está desgarrada por su incapacidad de ir más allá en los límites del lenguaje, su verdadera obsesión y opta por una legítima, aunque sobresignificada más tarde, muerte voluntaria. Es su último gesto de disidencia: Simplemente no soy de este mundo...yo habito con frenesí la luna... No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva... no puedo pensar en cosas concretas; no me interesan... Yo no sé hablar como todos. Mis palabras son extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie... ¿qué haré cuando me sumerja en mis fantásticos sueños y no pueda ascender? (Bordelois, 50 53) En conclusión, Alejandra Pizarnik experimenta su propia “invención” en la invención de sí, en esa rotación: el duelo de hacer de la vida un arte y tratar de crear un código de artificio equivalente al de sus congéneres del sexo masculino. Ese “personaje alejandrino” fuera de la obra, diseccionado, manipulado, intencional está hecho para el espectáculo, aunque nazca del yo, propicia una rearticulación del concepto de aura que en última instancia otorga un discurso auto-legitimador y una cierta autoridad estética. El desplazamiento expande el campo semántico de “texto” y de “lectura”, desestabiliza una supuesta verdad fija e inmutable mediante un juego de máscaras paródicas pero además, la mirada oblicua, “menor” o marginal facilita, como sabemos desde Woolf, la observación crítica y un lenguaje diferente. Como declara Sonia Mattalía: Una literatura menor no se define por su minoridad sino por el trato que inflige a la literatura mayor; una literatura que obliga a la lengua a delirar, a salir de su surco, a elegir caminos indirectos, femeninos; que convierte a la lengua materna en una lengua extranjera desde la cual puede fabular un pueblo. No un pueblo superior, dominante, sino un pueblo bastardo, un pueblo que falta (Mattalía 2003: 88). Pizarnik había afirmado que la lengua natal castra y más adelante que la lengua sirve para el conocimiento y para constatar el fracaso en el acercamiento a lo inefable. Quedan sus textos delirantes como paradójica muestra de cuán próxima a lo indecible puede estar, sin embargo, la poesía. Bibliografía Aira, C. Alejandra Pizarnik. Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 2001. Barthes, R. “La muerte de un autor”. En El placer del texto. Buenos Aires: Siglo XXI, 1993 (primera edición, 1967). _. Sistema de la moda. Barcelona: Gustavo Gili, 1978 (primera edición, 1967). Benjamin,W. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Madrid: Taurus, 1973 (primera edición, 1936). Bonino, L. “Varones, género y salud mental: Deconstruyendo la 'normalidad’ masculina”. En Segarra, M. y Carabí, A. (eds.). Nuevas mas-culinidades. Barcelona: Icaria, 2000, 41-65. Bordelois, I. Correspondencia Pizarnik. Buenos Aires: Seix Barral, 1998. Bourdieu, P. Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. Barcelona: Anagrama, 2005 (primera edición, 1993). _. La distinction. Paris: Minuit, 1979. Darío, R. Los raros. 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Ensayo de María José Bruña Bragado
Universidad de Salamanca
Publicado, originalmente, en: Letral, Número 8, Año 2012 páginas 56-70
Letral es una publicación académica del Proyecto I+D+i LETRAL
Departamento de Literatura Española, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada
Link del texto: https://revistaseug.ugr.es/index.php/letral/article/view/3683
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