Pintar como querer

Goya, todo y nada de España
José Bergamín

Autorretrato (1815) Francisco de Goya

Óleo sobre lienzo a partir de un fresco 46 cm × 35 cm
Museo del Prado, Madrid, España

«No tengo ya vista, ni pulso; no tengo pluma, ni tintero; pero me sobra con la voluntad (me queda sobrada voluntad)»—decía Goya en vísperas de su muerte. ¿Con la voluntad? Alguna vez dije que el genial pintor aragonés pintaba con el corazón, «con el corazón en la mano». Y que con el corazón en la mano no se puede pintar o se pinta mal. Hoy debo rectificar, ampliándola, esta primera afirmación mía. Con el corazón en la mano se pinta bien y mal; se pinta muy mal, y muy bien. Como pintó Goya. Porque con el corazón en la mano se pinta como se quiere. Goya pintaba así: como quería. Le sobraba con la voluntad: hasta ya sin vista, sin pulso, sin pluma ni tintero. Con la voluntad, con el corazón, se pinta con sangre. Pintar con sangre como escribir con sangre, no solamente significa sinceridad, viva sinceridad humana; significa que esta sinceridad se arraiga en una voluntad profunda, en esa que decimos los españoles, voluntad santísima. Para un español, en el sentido popular de la palabra, hacer su santísima voluntad es hacer lo que quiere: lo que más hondamente quiere: lo que le da la gana. Y a esta gana se la llama también real. Cuando quiere hacer lo que más poderosamente quiere, dice el español popular que hace lo que le da la real gana, ¿Es esto su capricho? Pues a este capricho de la voluntad humana pertenece lo que el pueblo español designa con una expresión exactísima: pintar como querer. Pintar como se quiere y no lo que se quiere. Pintar como la real gana exige: como la santísima voluntad impone. Fue lo que hizo Goya: y por eso pintó tan bien y tan mal. Pintó siempre como quiso, aún cuando no pintara siempre lo que quiso; pintaba como quería, siempre; aún cuando no pintara, siempre, lo que quería.

Pintar como querer. Y querer con santísima voluntad, con realísima gana, eso hizo Goya. Pintando con el corazón en la mano, con esa voluntad de la sangre entre los dedos, pintó lo que más quiso; y lo que menos, lo que no quería; pero pintó como quería. Pintó con sangre, con su sangre: pintó de verdad.

Se ha dicho que el pueblo español no sabe nunca lo que quiere, porque sabe siempre lo que no quiere. Que a fuerza de no saber lo que quiere aprende a saber lo que no quiere. Y en eso consiste el capricho. En esto, el ser, como los niños, caprichoso. El capricho de la voluntad en el hombre, lo más voluntarioso del hombre, es esa infantil arbitrariedad negativa. El hombre, el pueblo, empieza por afirmarse caprichosamente por la negación. Con tal de hacer su voluntad, y por hacerla solamente, puramente, el hombre, el pueblo, se hace, como el niño, caprichoso, voluntarioso. Pintar como querer, es pintar voluntaria o voluntariosamente: caprichosamente. El hombre que hace su capricho hace lo más puramente voluntario que puede hacer, lo más hondamente voluntario. Acaso lo más profundamente humano. Su voluntad santísima. Su realísima gana. Lo más verdadero de su ser.

Lo difícil, lo grave, no es que lo haga, sino que lo haya podido hacer. Lo que importa no es que lo hace, no es lo que hace, sino cómo lo hace. Cómo se hace la voluntad humana, caprichosa. Cómo se hace santísima. Cómo por pura voluntariedad se hace el puro capricho. Cómo se hacen las cosas humanamente por realísima gana. Cómo por santísima voluntad se hace divinamente todo. Todo y nada. Todo o nada.

Cómo y por qué pintaba Goya. Cómo pintaba caprichosamente, voluntariamente. Cómo pintaba libremente y necesariamente, a la vez, como pintó. Cómo pintó en su tiempo. Cómo pintó su tiempo.

*****

«El tiempo también pinta», nos decía Goya. Pues ¿qué pinta el tiempo? ¿Qué tiene que ver con la pintura o en la pintura, el tiempo? ¿No es, en cierto modo, la pintura, negación del tiempo? El tiempo, la historia, no pintan nada. ¿Qué caprichosa afirmación es ésta? ¿Caprichosa, disparatada? ¿No es la pintura, caprichosamente, un puro contratiempo disparatado?

Demos por buena la afirmación goyesca y preguntemos, si el tiempo también pinta, ¿cómo pinta? ¿Pinta como Goya? ¿Pinta como quiere?

La pintura de Goya en este tiempo nuestro parece, más que nunca, querérsenos meter por los ojos.

¿Por qué? Quisiéramos saberlo. Y también cómo.

*****

Capricho, Desastre y Disparate, forman la trinidad definidora de esa verdad clarísima del tan caprichoso, desastrado y disparatado español; la santísima y realísima expresión perfecta de su gana, de su apetencia viva de la verdad. Capricho, Desastre, Disparate. Tres cosas distintas, claras y distintas, y una sola voluntad verdadera de pintar.

Tratemos de averiguar ahora, o de plantear, nuevamente, el verdadero enigma de esa voluntad misteriosa, de esa voluntariedad desastrosa, caprichosa, disparatada. El misterio humano, humanísimo, de esa oscura y clara trinidad.

*****

¿El tiempo también pinta?

El tiempo es el pintor pintado.

Goya empezó, en su tiempo, a tratar de pintarle a él; empezó haciendo pintura del tiempo, pintura de historia. En su tiempo era una pintura obligada. Pintura teatral. Un cuadro de historia era naturalmente y por principio, por paradójico principio, un cuadro sin historia; sin historia propia, sin auténtica temporalidad. Una pintura representativa de ese modo, era una abdicación histérica de la pintura; de la voluntad del pintor; de la voluntad de pintar. Una caprichosa negación de la pintura misma. ¿Caprichosa, desastrosa y disparatada?

«La historia y la poesía, todo puede ser uno» —había escrito Lope. La poesía, más verdadera que la historia, ¿convertirá el cuadro de historia en cuadro de poesía?, ¿la pintura de historia en pintura de poesía? O sea, en pintura de verdad. Porque todo puede ser uno, en el tiempo, y aún por el tiempo, para el hombre. Todo puede ser uno, la historia y la poesía, el tiempo y la pintura, en el hombre, por él y para él. Esta humanización del arte de pintar—arte poético y no histórico, esto es, revolucionario y no evolutivo—, es la primera verdad, no sé si desastrada o desastrosa, pero, desde luego, disparatada, caprichosa, de nuestro Goya; la que caracteriza su pintura como pura voluntariedad; como capricho; al contrario de la de Velázquez, por ejemplo, característica por su pura representación; pintura fatal. Como pura representación, la pintura de Goya es siempre desastrosa o desastrada, disparatada, caprichosa. Como pura voluntariedad es asombrosamente exacta, justa, precisa, creadora; 'inventiva; fantástica. Monstruosamente genial. Porque se genera en el tiempo. Monstruosa y no laberíntica como lo es la de Velázquez: laberínticamente genial» al engendrarse en el espacio.

Goya empezó a temporalizar sus historias pintadas humanizándolas de verdad. Esto es lo que se ha llamado, equivocadamente, psicología. Goya, pintor de retratos, o sea, pintor del hombre temporal, no es un psicólogo, es todo lo contrario: es un poeta; quiero decir que es un verdadero pintor. No hace laberintos, hace monstruos. Pero monstruos humanos. Sueños de razón. De razón de soñar. «Si el sueño de la razón produce monstruos —dije alguna vez—, la razón de soñar hace laberintos que los encierran, que los aprisionan.» Goya quiso también hacer su jaula, como Velázquez. Su laberinto racional. Y estudió o imitó a Velázquez, probablemente en vano. En la más profunda dimensión de la vanidad velazqueña.

Los monstruos más disparatados y caprichosos de toda la pintura goyesca son, probablemente, los enjaulados: sus retratos. (La Chinchón, María Luisa, Las majas.) Cualquiera. Basta tener ante los ojos a la familia suprarreal de Carlos IV: el desastre real de una humanidad disparatada pintado, caprichosamente, con la más monstruosa familiaridad.

La voluntariedad revolucionaría de nuestro Goya se expresa con la misma fuerza, o quizás con más, cuando lo hace con delicadeza extremada; con aparente —pinta como quiere— suavidad.

*****

«¡Tiempos de mudanzas llenos

y de firmezas jamás!»

¡Qué firme, sin embargo, la veleta en tomarle el aire a la mudanza! Como la voluntad humana. A Goya podía aplicar exactamente mi pensamiento cuando llegué a decir que «en la variación está el gusto de la eternidad».

¡Qué firme, segura y gustosa eternidad —tiempo, tiempo y tiempo, plenitud de los tiempos— en la variación permanente de Goya; en esa su realísima gana y santísima voluntad de variar! En su caprichoso, desastroso y disparatado arte español, independiente y revolucionario, de pintar.

*****

Ya en nuestro siglo XVI, había escrito uno de los más sagaces comentaristas del teatro popular de Lope —«teatro español, independiente y revolucionario»— o sea, caprichoso, desastroso y disparatado: en una palabra, proverbial —ya, desde entonces, digo, estaba escrito, por un lopista valenciano, aquello de que «la cólera española está mejor con la pintura que con la historia; porque una tabla o lienzo de una sola vez entrega cuanto tiene, mientras que la historia se ofrece al entendimiento o juicio con más dificultad».

¡La cólera española! Pues ¿qué?, ¿no es toda la pintura goyesca respuesta adecuada a esta cólera? Como lo fue el teatro de Lope. Sus tablas o lienzos de una sola vez entregan cuanto tienen. Sin dificultades, ni historias. La cólera española, ¿no es la causa, el principio y la unidad revolucionaria de nuestro pueblo? ¿Su humana, viva, verdadera, disparatada, desastrosa, caprichosa, voluntariedad? ¿Su realísima gana? ¿Su voluntad santísima?

Goya es la revelación revolucionaria de nuestro pueblo. Su verdad que salta a los ojos. Por eso ahora la vemos tan claramente. Por eso dije que ahora, más que nunca, se nos quiere meter por los ojos.

«Vivir para ver», dice el proverbio. V ver para creer, decía la incredulidad: que si es española y colérica, impaciente, añade: creer para querer; y no al contrario. Querer para pintar; para crear. Para pintar como se quiere. Nuestro pueblo español, independiente y revolucionario, dice, llama a eso: como Dios. En la pintura, o por la pintura, querer es crear.

Así pintaba Goya tan divinamente lo humano. Lo demasiado humano (Capricho. Desastre. Disparate): divino más que nada; como todo.

*****

De la voluntad de la nada se origina en el hombre, involuntariamente, la creación. Involuntaria y divinamente. Por realísima gana, por voluntad santísima. O sea, como Dios.

La personalidad pictórica de nuestro Goya consiste precisamente en esto: en ser la negación voluntaria o voluntariosa, apasionada, de la propia personalidad. El pintor se niega a sí mismo como voluntad personal, es decir, como máscara engañosa de una voluntad particular, para encontrarse, perdido, en esa otra voluntad más profunda, que deja de ser suya, en esa totalizadora voluntad de la creación que es voluntad santísima. El pintor se vuelve contra sí mismo, o se revuelve contra su propio ser, para traspasarlo de apetencias vivas, de querer puro de las cosas por sí mismas y por sí solas, de esa realísima gana de verdad, de verdades claras.

Y disparata. Se dispara por todo. Contra todo. Desastrosamente. Caprichosamente. A sabiendas de que «al ponerle márgenes al resplandor, más que lisonjea agravia la claridad», como diría el comentarista calderoniano. Y como dijo el propio Calderón:

«¿a quién quedarán recelos

viendo verdades tan claras?»

Las verdades más claras de España son las populares que nos pintó Goya. Tan claramente, por el preciso agravio que a su resplandor pusieron sus márgenes de sombra. No hay pintura más clara para los ojos, como para el entendimiento —para el entendimiento humano de lo español— que la oscura y clara, la negra o roja, blanca o coloreada, del enorme Goya. Si no es, andando el tiempo, la del no menos caprichoso, desastrado y disparatado Picasso. La que ha sido y, sobre todo, la que será —pues quisiera decir, de paso, que considero la pintura de Picasso, hasta hoy, como una introducción a su obra futura—. Es, para mí, Picasso, el verdadero pintor independiente y revolucionario —español— del porvenir. De un inmediato porvenir que nos lo ofrece como el pintor actual de más generador porvenir, de plenitud futura. Como a nuestro pueblo español que tiene entre sus manos ahora el porvenir del hombre.

Del disparatado español Goya al no menos español y disparatado Picasso, hay, a mi juicio, solamente un paso. El del entendimiento revolucionario de lo español. Pues sin entendimiento de la revolución española —o sea, de la verdad de nuestro pueblo— no hay posibilidad, para mí, de entender, ni humana ni divinamente, ninguna de estas dos pinturas.

Nuestra actual guerra de la independencia española, dará a Picasso, como le dio a Goya la otra, la plenitud consciente de su genio pictórico, poético; creador. Pues la pintura de Picasso nos expresa, como la de Goya, esa independencia revolucionaria de todo, que empieza por abrir las tumbas ante la nada de la muerte, para arrancar de ella la totalidad de su creación. Caprichosa. Desastrosa. Disparatada.

(El paralelismo Picasso-Goya pude comprobarlo recientemente ante el estupendo retrato del editor Wollard y las viñetas escarnecedoras de la «Historia del general Franco», verdadera ejecución moral del trai-dorzuelo.)

El entendimiento de España está, como su corazón, como su sangre, entre los dedos que pintaron sus verdades vivas tan claramente. Los de Goya nos dejaron, a veces, como los de Picasso, la huella poderosa de su caprichosa voluntad. Las visiones goyescas desentrañan la vida popular española, marginando sombríamente el resplandor divino de su verdad, de su revolucionario entendimiento. Misterio luminoso y profundo de esa trinidad expresiva que señalábamos al principio como el enigma vivo de su sangre, de su corazón, de su realísima y santísima voluntariedad. De su genial capricho.

«No sabe lo que espera ni lo que quiere», nos dice de Goya, Moratín. No sabe lo que espera ni lo que quiere, de verdad, nunca el hombre. Pero sabe lo que no quiere y lo que no tiene que esperar. Sabe que no hay que querer ni que esperar nada de la muerte. La nada de la muerte. No querer nada, no esperar nada, es quererlo y esperarlo todo. No querer ni esperar nada de la muerte, es querer y esperarlo todo de la vida.

El pueblo no sabe lo que quiere ni lo que espera hasta que le ponen delante de lo que no esperaba ni quería. Su libertad, su independencia, su verdad en peligro. El riesgo de su vida. El pueblo español, en Madrid, el 2 de mayo de 1808 y el 8 de noviembre de 1936, sabe lo que quiere y lo que espera. Aprende a saber y a esperar. A hacer tiempo de veras.

*****

Hacer tiempo significa para los españoles esperar. Y del esperar dice el pueblo español que se desespera. Pues del desesperar y deshacer el tiempo, se hace de nuevo —y de nuevas— la esperanza. Esperanza de todo nacida de la desesperación de la nada. Como la luz de las tinieblas. El día engendrado dolorosamente en esa noche—«alegre más que el alborada»— es como aquel «parto de desvelo» de nuestro poeta, que rompe el existir del pensamiento. La luz se expresa claramente por una sombra oscura. Se expresa, se define. La negación viva de la sombra es determinante generadora de la luz aparente. La llama guarda en su centro vivo, como el hombre, un punto de tiniebla oscuro, que es su corazón mismo. La línea oscura de la muerte enciende claramente la vida: y es su margen sombrío, al agraviarla de ese modo, lo que mejor la expresa.

De la pintura negra de Goya dijo la crítica que no era nada, que nada parecía. A la nada se parecía: entrañada de todo. «No hay líneas, no hay masas, no hay colores»--dice un crítico, de esa pintura goyesca- : «es el desastre de la pintura». Y es verdad: desastre, capricho y disparate. La verdad humana de nuestro más vivo pensamiento.

*****

El hambre de verdad—su real gana—, le lleva al español hasta quererla de tan desnuda, despojada de su propia carne, descarnada, en los huesos. Esos verdaderos despojos vivos son en Goya, como en Quevedo, Gracíán o Calderón, disparate clarísimo: el del sueño de la razón que engendra monstruos verdaderos. Pero también en Goya, como en Santa Teresa, Cervantes, Lope, la razón de soñar puebla este mundo de verdaderos monstruos, de amorosos fantasmas.

Parece como si en la pintura de Goya convergiesen estas dos grandes corrientes populares de nuestro pensamiento más vivo. La de los que soñaron su razón (Lope, Santa Teresa, Cervantes), y la de los que razonaron o racionalizaron su sueño (Calderón, Quevedo, Gracián). Ese paralelismo que de este modo puede establecerse entre el teatro de Lope y el de Calderón; las «Moradas» de Santa Teresa y los «Sueños» de Quevedo ; el «Quijote» y el «Criticón»; como anverso y reverso de una misma voluntad poética, creadora; o mejor, como encarnadura y esqueleto de un mismo hombre, de una viva imagen de la verdad humana; ese paralelismo, digo, converge o confluye en nuestro Goya, como en Un solo hombre, en quien se origina de este modo, la plenitud de nuestro porvenir popular por integrarse en la conjunción viva, entera y verdadera de su pasado.

Estas dos vertientes populares de nuestro pensamiento hacen puente de Goya en nuestra España. En cualquier aspecto detallado que examinemos de su arte, encontraremos la dualidad profunda eu que se expresa. Sólo que en esta dualidad que decimos no hay contradicción Personal dramática. Como no la hay en el «Quijote», ni en ningún otro de los poetas señalados. Hay todo lo contrario. Hay todo y nada. Empeño lírico, creador, como superación del hombre por el pueblo. Como el de dos vidas paralelas que no se verifican, superadas, sino al dejar de serlo por juntarse. No hay sentimiento trágico de la vida en Goya. Hay, como en los poetas citados, sentido épico de la vida y concepción lírica de la muerte. Expresión popular de España.

*****

La pintura de Goya, decía, ahora más que nunca, parece que quiere metérsenos por los ojos. Ahora, más que nunca, porque ahora, quizás más que nunca, el entendimiento revolucionario español, o sea, la revelación popular de España, se nos ofrece en España con intensidad expresiva dramáticamente insuperable. Y Goya es un reflejo, una transparencia de esa voluntad popular revolucionaria española. La pintura de Goya es como su revelación permanente. Que por serlo, se nos actualiza, ahora, sobre todo. Por su propia plenitud de ser, consecuente con lo pasado; pletórica de porvenir. Pues esta plenitud temporal revolucionaria, reveladora del pueblo español, adquiere en la pintura de Goya su expresión eterna. Así, ahora, para nosotros, los españoles que no queremos dejar de serlo, que nos sentimos serlo, acaso por primera vez, con verdadera conciencia clara de que lo somos, y de lo que somos («pasión no quita conocimiento» al contrario, lo da); para los españoles que comprendemos que lo somos por la convivencia real y profunda con nuestro pueblo vivo, adquiere, digo, esta pintura un sentido tan claro y distinto, tan verdadera y enteramente nuestro, que nos empuja hacia esa cólera, hacia esa furia, auténticamente popular, que la determina y que compartimos íntegramente, porque responde a nuestra íntima necesidad de enfurecernos este modo español para poder entrar en el pueblo de veras; para poder entusiasmarnos en él, y con él, compartiendo su santísima voluntad, su realísima gana; para vencer, en suma, a un mundo muerto, creando una vida nueva. Enfurecernos y entusiasmarnos. Salir de nuestros insignificantes personalismos y particularidades, para entrar, de nuevo, en el pueblo español, por el pueblo nuestro, con el pueblo nuestro, en la verdad, en Dios. En la verdad de Dios. En todo. En la verdad de todo. Para hacernos, verdaderamente, de nuevas.

Por eso tenemos hoy en contra los españoles, tiene enfrente el pueblo español, a todo el mundo; porque tiene, tenemos con nosotros, al lado nuestro, como decimos en España popularmente, a todo Dios. A toda vida revolucionaria de verdad, creadora. A toda capacidad humana y divina, de entusiasmo, de verdadera claridad, de poderosa luz. En una palabra, de poesía. Visible e invisible. Nuestro pueblo español, por segunda vez en la historia, rasga sus vestiduras mortales, airosamente airado; rompe el velo mentiroso del mundo, y se levanta, frente al sueño y la sombra del tiempo pasajero y de la muerte, con aliento vivo de eternidad. De revelación revolucionaria de todo. De novedad auténtica. De verdadera vida. Y esta voluntad, invencible, parece arraigarse en los aires, en los cielos, tan claramente, que ancla sus esperanzas de victoria segura en esa ciudad toda cielo, toda aire, en nuestro glorioso MADRID, milagrosamente pintado por Goya con la intuición profética que hoy vemos, tan divina como humanamente, cumplirse. Nuestro Madrid, el de Goya, que vió cuajar en aire su esperanza—el aliento más puro de la voluntad popular española, de la permanente revelación revolucionaria española—, traía en las raíces invisibles de su sangre la promesa ardorosa de su actual victoria. De su doloroso y alegre martirio. Alegre, sobre todo. Porque todo su dolor presente es parto sublime de alegría.

La profecía pictórica de Goya nos lo dice, con acentos beethovenianos, con sus vivas palabras: «a la alegría por el dolor». A la verdadera alegría. Aquella que no es propia de cada hombre sino patrimonio común. Aquella que, por el contrario, nos exige el doloroso sacrificio de nuestras mínimas participaciones alegres, arrebatándonos con esa alegría plena, totalizadora de nuestro ser en todo; de nuestra comunión popular revolucionaria con todos.

Dudo que, sin la experiencia propia de ese entusiasmo revolucionario popular que hoy vivimos —y convivimos— los españoles, pueda ningún hombre, por fina que sea su percepción poética, su sensibilidad crítica, en una palabra, su simpatía española, darse cuenta exacta de la plenitud de sentido y valor permanente que tiene —y tendrá más cada día— para nosotros, la pintura de Goya. Una pintura humana y verdadera como ésta, una pintura entera y verdaderamente popular, no puede entenderse totalmente sin compartirla. Es incomunicable para quienes se apartan con miedo de nuestra vida y nuestra verdad, para ir a refugiarse, asustados, en la mentira y en la muerte; o, lo que es peor, entre los muertos. Para aquellos para quienes la palabra de orden es muerte, porque entienden el orden como sustantiva realidad y quieren practicarlo con la espantable y espantosa perfección espectacular de un cementerio. Para ellos pintó Goya su caprichoso y desastroso disparate clarísimo: el que nos da, como una bofetada, sobre el rostro, con el grito desolador de la nada tras la muerte.

Bajo un desorden aparente —como se dijo de la música de Beethoven— hay en la pintura de Goya un orden perfecto. El único orden perfecto posible. El revolucionario del corazón, por la circulación de nuestra sangre. El del universo por la revolución permanente de los astros. El del amor y no el del odio. El de la vida y no de la muerte. El de la paz contra la guerra. El orden perfecto bajo un desorden aparente de la revolución humana que es para nosotros divina revelación popular de España.

No es sólo esta trinidad enigmática del capricho, el desastre y el disparate que decimos, la característica revolucionaria popular del estilo de Goya. Lo es, también, la de su variación constante, unificada por el entusiasmo creador a que la furia popular, la cólera española, la santísima voluntad, la realísima gana, le lleva siempre. Como llevó en la historia de nuestro pensamiento poético a todos los verdaderos españoles, que no pudieron desintegrarse nunca de este movimiento —y entendimiento— popular, revolucionario, de lo español. Que fueron, y son, por la voluntad creadora, como la pintura de Goya, su exponente profético, y poético, más perfecto. Lope, Santa Teresa, Cervantes, Quevedo, Gracián y Calderón, nos dicen, cada uno, poéticamente, lo que nos dice Goya. Cada uno en su lenguaje. Con su lenguaje. Multitud de lenguajes antibabélicos porque se unifican en la totalidad revolucionaria y reveladora del vivo lenguaje popular español. Lenguaje de fuego; de sangre. Que como dijo el último: solamente «la sangre arde sin fuego». —Pentecostés clarísima.

Por el testimonio vivo de su sangre, por su martirio, con todo su dolor, y, sobre todo, con toda su alegría, nos da hoy el pueblo español en Madrid, prueba evidente de que se cumple en él y por él, cumpliéndosenos así a todos, la palabra de este lenguaje, la palabra viva de España ; desde sus raíces más hondas y lejanas, como savia profunda y resonante en nuestro pensamiento, de su pasado, hasta la luz del porvenir que su gesta va entrañándonos noche y día tan claramente.

El sueño de la razón de Goya —todo y nada de España—, profetizaba este presente nuestro. Los sueños de la razón goyesca —disparatada, desastrosa, caprichosa— nos entran por los ojos esas imágenes geniales, generadoras de nuestra verdad y nuestra vida: la popular de España. Las de la revolución reveladora de nuestro pueblo.

Comprender a Goya es empezar a poder comprender la sublime alegría, a la que los márgenes del dolor, como los de sombra —de las claras sombras goyescas— al resplandor de la verdad, agravian más que lisonjean. Que ponerle márgenes de sufrimiento doloroso al resplandor de esta verdadera alegría popular, revolucionaria y reveladora, de España, más que lisonjea, agravia la claridad de su evidencia; su clarividencia ; su conciencia humana de serlo.

«Todo o nada», nos ha dicho la Muerte como por capricho, de espantajos goyescos {Clericalismo, Militarismo, Capitalismo). Una Muerte esperpéntica, desastrosamente cortejada. Y a ese disparate, el pueblo español, con su sangre, le está dando, clara, la respuesta:

NO PASARAN.

También parecen de Goya estas palabras: las que sin vista ya, ni pulso; sin pluma ni tintero, pero con sobrada voluntad, con invisible mano poderosa, apretando, cerrando el puño, hasta grabarlas con su sangre, en nuestro cielo luminoso y oscuro de Madrid, nos ha dejado escritas para siempre.

por José RERGAMÍN
4 de mayo de 1948.

 

Publicado, originalmente, en: Hora de España revista mensual V

Valencia (España) mayo de 1937

Gentileza de de los fondos de la Biblioteca Nacional de España

 

Ver, además:

Goya, Conferencia pronunciada en la Real Academia de Bellas Artes de Málaga, por Ricardo López Barroso (España) en 1910 c/videos

 

 

Ver, además:

 

                      Francisco de Goya en Letras Uruguay

 

                                                           José Bergamín en Letras Uruguay

                                                                  

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