Goya
por Ricardo López
Barroso Retrato del pintor Francisco de Goya (1826), por Vicente López, Museo del Prado, Madrid. |
El florido concurso de bellezas inteligentes que viniendo a honrar los actos de la Academia les dan, con su presencia, desacostumbrado atractivo y encanto singular, este florido concurso hace de nuestra tribuna el lugar más agradable de cuantos puede ambicionar la imaginación más exigente. Yo, mirándome aquí, quisiera ser un abate, uno de aquellos abates barbilindos que, mientras golpeaban suavemente la filigrana de sus áureas tabaqueras, deslizaban, en el oído de las preciosas, velados atrevimientos y sugestivas picardías; pero me veo con este prosaico talante de hombre de ahora, y de hombre que, para su mal, se va alejando de la adorable juventud, y como en tal guisa no sería tolerable que os viniese con cantilenas de amor, os voy a hablar de lo que más se parece al amor, os voy a hablar de arte. Y que no vean descortesía, en este exclusivismo de mis palabras, ni los doctos académicos ni los aprovechados escolares, ni ninguno de cuantos me dispensan el honor de haber venido a escucharme. Nada de descortesía. Lo que hay es que en esta ocasión, como en todas, prefiero entenderme con ellas. Voy a deciros o mejor voy a intentar deciros algo de lo mucho que puede decirse acerca del estupendo personaje que que se llama don Francisco Goya y Lucientes. No puedo entretenerme, como sería mi gusto, en un exordio a la manera clásica porque la magnitud y multiformidad de la obra gloriosa del genio aragonés y el escaso tiempo concedido por la costumbre a esta clase de trabajos no me consienten que desaproveche un instante. Entro pues en materia sin otros preliminares. Fijémonos en el estado de la pintura en el siglo XVIII. Este siglo XVIII tan mal conocido y, por todos los fanatismos y todas las intolerancias tan calumniado, no fue ni pudo ser la época de corruptora frivolidad con que se ha pretendido caracterizarlo. Un siglo de honda y constante preocupación filosófica, un siglo que leyó, discutió y admiró a Voltáire y a Diderot, a Rousseau y a Montesquieu, un siglo que produjo la Enciclopedia, podrá no ser un periodo agradable para los prejuicios que destruyó, para los fantasmas que puso en fuga vergonzosa o para los privilegiados a quienes dificultó o hizo imposible el pacífico disfrute de sus antihumanas prerrogativas; pero es, indudablemente, un momento luminoso y trascendental en la historia del progreso humano. Por lo que a la pintura se refiere, inquieta a los artistas de aquel tiempo un noble afán de libertad; les asalta la preocupación feminista, algunos pintan ya por la mujer y para la mujer; quieren dirigirse al gran público, no exclusivamente a los monarcas y a su cortes como, servilmente hicieron sus antecesores; pero no aciertan en la expresión ni casi nunca en el pensamiento y no tienen la fortuna de producir grandes maestros. Por tal pasó en Francia Antonio Wateau, el autor del delicioso Embarque para Citerea, y cuando quiere pintar la naturaleza, nos ofrece, no las bellezas naturales que todos contemplamos sino la naturaleza de tramoya que los escenógrafos hábiles representan en las tablas de los grandes Teatros. Ni Wateau y su escuela de amable y seductora sensualidad ni la tendencia moralizadora, honesta y educativa que tanto preconizó Diderot en sus Salones y que produjo algunos cuadros de los que ha dicho, graciosamente, el sabio polígrafo Salomón Reinach, que parecen sermones en colores; ni la feroz reacción clásica que comienza con el Juramento de los Horacios de David y llega a proscribir de la pintura todo asunto no tomado de las antigüedades griega y romana, ni en los esfuerzos emancipadores de Gericault, ni en el declarado y al fin triunfante romanticismo de Delacroix; ni en estas escuelas de criterio cerrado y batallador ni en las eclécticas y académicas que con ellas convivieron, hay astros de primera magnitud, maestros de aquellos que hacen sentir, de una vez y para siempre, el poder de su genio. Se conserva la buena tradición en la pintura de retratos, surge en Inglaterra un paisajista, Turner, del cual ha dicho el gran critico y tratadista de Estética Ruskin: que merece figurar entre las glorias inglesas al lado de Shakespeare y de Bacon de Verulamio; pero en general el estado del arte es de lamentable decadencia si con los gloriosos periodos anteriores se le compara. Y entonces es en España, en la España cuyas glorias pictóricas parecían extinguidas con Valdés Leal y Claudio Coello, el Valdés Leal de que tan bello estudio nos ha hecho mi querido amigo y compañero ilustre Federico Bermúdez y el Claudio Coello autor del famoso cuadro de La Sagrada Forma, existente en el Monasterio del Escorial; es en esta España tan empobrecida y agotada de propios talentos que obligó a los Borbones a importar y a proteger a artistas extranjeros como Lucas Giordano, Tiépolo y Antonio Rafael Mengs, entre otros, en donde aparece el genio, el fenómeno, el hombre extraordinario: Goya. |
Me han parecido indispensables estas brevísimas consideraciones para que se pueda apreciar, debidamente el mérito de nuestro pintor. No voy a fatigaros con el relato minucioso de la vida de Goya. El cuento, no siempre divertido, de sus aventuras y desventuras daría, a esta parte de mi trabajo, proporciones incompatibles con la armonía del conjunto. No he de omitir, sin embargo, los principales rasgos biográficos del autor de los Caprichos. Para estudiar a un hombre ilustre son indispensables el conocimiento del ambiente en que se desenvolvió y la investigación de las anécdotas de su vida. Estas son normas, definitivamente proclamadas por la crítica, de las que no puede prescindirse en ningún trabajo serio. En la villa de Fuendetodos provincia de Zaragoza, en la gloriosa tierra de Aragón y corriendo el mes de Marzo de 1746 nació el que había de ser gala y orgullo del Parnaso pictórico español. Hijo de humildes labradores no encontró en la ignorancia paterna aquellas resistencias y aquella oposición a sus naturales aptitudes, que, según cuentan, hubo de vencer Miguel Angel y así, muy joven, tenemos ya Goya en Zaragoza, asistiendo al taller de don José Luzán y Martínez y recogiendo sus enseñanzas con el aprovechamiento que puede suponerse. No podía ser bastante a los talentos de Goya el limitado ambiente artístico de la capital de su provincia y en busca de más amplios horizontes se trasladó a Madrid. Sus biógrafos han pretendido encontrar las causas de este viaje en algún arrebato o ligereza de los que luego fueron tan frecuentes en el carácter irascible y nada contenido de Goya, pero corno no existe fundamento serio para tales suposiciones, lo prudente es buscar los móviles de su traslado en el afán de aprender. En realidad Goya no conoció las amarguras del aprendizaje. Sus extraordinarias aptitudes le hicieron famoso desde los comienzos de su carrera. La primera vez que vuelve a Zaragoza lleva ya el encargo de pintar la bóveda del Coro de la Santa Capilla en el templo del Pilar y, poco después, lo vemos aspirando al premio en un concurso artístico, abierto por la Academia de Parma, al cual acudió con su cuadro de Aníbal contemplando las campiñas italianas desde la cumbre de los Alpes. Son muy vagas y confusas las noticias llegadas hasta nosotros acerca del viaje de Goya a Italia y de su permanencia en Roma; en cambio, desde que llamado a España por Antonio Rafael Mengs para trabajar en la Real Fábrica de tapices de Santa Bárbara, vuelve a su patria de la que no había de salir hasta los últimos años de su vida, desde este momento, las cartas de Goya a su amigo y protector don Martín Zapater y Claveria, impresas en las Noticias biográficas que publicó en Zaragoza don Francisco Zapater, ofrecen al historiador y al biógrafo datos de autenticidad indiscutible. |
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Cuando Goya regresó de Italia, ejercía en Madrid la dictadura artística el pintor de Bohemia Antonio Rafael Mengs y eran fieles ejecutores de sus designios y defensores fervorosos de sus teorías Francisco Bayeu y Mariano Maella. Nada tan opuesto, nada tan inconciliable, nada tan imposible de armonizar como la tendencia de Mengs y sus discípulos y el genio impetuoso, la brava originalidad y la sabia orientación de Goya. Con la entrada de Goya en la Fábrica de tapices triunfó la pintura popular sobre la descolorida mitología que hasta entonces había pasado como la última palabra del buen gusto. Por este tiempo, además de sus magníficos ejemplares para la Fábrica de tapices, pintó Goya algunos retratos, género que nunca abandonó, cuadros de toros y los primeros ensayos de grabado al agua fuerte, reproduciendo bellísimamente algunos lienzos de Velásquez con los que compuso un juego de obras que regaló a la familia real, abriéndose así las puertas de Palacio e inaugurando el periodo dilatadísimo de su provechosa y aprovechada influencia cortesana. La fama de Goya creció de día en día; el brillo y desahogo de su posición social iban en aumento; ingresó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, contrajo matrimonio con doña Josefa Bayeu e invitado por los canónigos de Zaragoza fue una vez más a esta ciudad para trabajar en la decoración de las obras del Pilar que dirigía el famoso arquitecto don Ventura Rodríguez, tan encomiado por Jovellanos. Estos trabajos del Pilar pusieron de manifiesto, una vez más, la aspereza de carácter y la descortesía de Goya. Sobre el aspecto profano de algunas de las figuras que presentó y sobre si había de ser o no Bayeu quien dirigiese y modificase los proyectos, surgieron tales disputas y alcanzó la contienda tales proporciones que, no obstante la solicita mediación de autorizados amigables componedores, Goya salió airado y a lo que parece groseramente de Zaragoza. Vuelto a Madrid pinta para la Iglesia de San Francisco el Grande donde a todos maravilla con su cuadro de San Bernardino de Sena predicando con un crucifijo en la mano al rey Don Alfonso de Aragón; es nombrado pintor de Palacio; recibe encargos del ministro Floridablanca y del Colegio de Calatrava de la Universidad de Salamanca y llega a ser Teniente director de la Academia de San Fernando y, en unión de su cuñado Ramón Bayeu, director de la Real Fábrica de tapices. La situación de Goya, como se ve, era brillantísima, pero cuando la carrera del maestro llega a su más alto grado de esplendor es cuando, a la muerte del bienhechor Carlos III, el nuevo rey Carlos IV, ya desde sus tiempos de Príncipe de Asturias grande amigo y admirador de Goya, lo nombró primer pintor de cámara con el sueldo, importantísimo para entonces, de cincuenta mil reales anuales y asignación para coche y lo hizo una figura saliente de su corte, aquella abigarrada corte de Carlos IV de que tan donosa y sugestiva pintura nos ha regalado, para orgullo de las letras españolas, el insigne Pérez Galdós. Goya, el sordo y malhumorado aragonés, (una grave enfermedad lo había castigado con incurable sordera) fue un hombre de mundo en el Madrid de entonces. Los salones de la nobleza, los escenarios de los teatros y los cuartos de las cómicas, las tertulias literarias y de toda índole no tuvieron secretos para él. Las marquesas de Santa Cruz y de Alcañices, las duquesas de Benavente y de Alba fueron sus favorecedoras y amigas y esta última, si damos crédito a la murmuración de historiadores chismosos, algo más que amiga; vivió en la intimidad de María del Rosario Fernández, la Tirana, y de la Caramba y Rita Luna y de aquel cómico extraordinario, el primero del mundo según el juicio, no sospechoso de parcialidad, del historiador inglés Martín Hume, que se llamó Isidoro Maiquez; frecuentó, y en ambas tuvo la misma acogida cordial, la tertulia del grave y doctoral don Manuel José Quintana y la reunión que mantenida, entre otros nombres menos conocidos, por don Leandro Fernández de Moratín, por el helenista don José Gómez Hermosilla rígido autor del conocido Arte de hablar en prosa y verso y por el abate Estala, el de la Antología de Poetas castellanos que se publicó con el nombre de don Ramón Fernández, fue, poco después, foco director de cuantos intelectuales españoles se afrancesaron. La rivalidad existente entre estos grupos de escritores, que de discrepancia literaria y oposición de caracteres llegó a trocarse, por razones políticas, en odio feroz e irreductible, ni por una ni por otra parte alcanzaba al artista aragonés. |
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El autor de los Caprichos, magnífica y conocidísima colección de grabados que por entonces concluyó, era indudablemente hombre de ¡deas avanzadas, negarlo sería quitarle el sentido a buena parte de su obra; pero con una ductilidad que no sabemos cómo armonizar con su fama de atrabiliario y de bravío, supeditaba sus opiniones a las conveniencias del momento y así supo realizar verdaderos milagros de adaptación. La tertulia de Quintana bien merece algunas palabras, y que se le perdone a mis aficiones literarias este brevísimo paréntesis. El elocuente don Antonio Alcalá Galiano traza, en sus interesantes Recuerdos de un anciano, una muy animada pintura de aquella congregación de hombres ilustres. También nos la describe minuciosamente el maestro Menéndez y Pelayo en sus Heterodoxos españoles. Diariamente concurrían a casa del cantor de la independencia española: el erudito Campmany, jurisconsulto y literato, preceptista e historiador, el poeta del Dos de Mayo don Juan Nicasio Gallego, el abate Alea, buen traductor de Pablo y Virginia, gramático y pedagogo, indudablemente el que sugirió al Príncipe de la Paz su noble intento de implantar en España las ideas de Pestalozzi, el atropellado polígrafo don Eugenio de Tapia, autor de una Historia déla civilización Española, nada menos, y al mismo tiempo de un Febrero reformado que fue delicia y refugio de rábulas y picapleitos, el poeta Arriaza, el volteriano don José Somoza, solitario de Piedrahita, admirable escritor recientemente elogiado, como merece, por Azorín en una de sus acotaciones al margen de los clásicos y otros muchos de menos fama y renombre. Casi todos estos hombres ¡lustres opusieron a la invasión francesa el baluarte de su prestigio intelectual y figuraron en aquel grupo de generosos liberales que tanto trabajó por su patria, en las Cortes de Cádiz, para sufrir luego, en pago, las infames y bestiales persecuciones de Fernando VII. La entrada de los franceses en España y la instalación de José Bonaparte en el trono de los Borbones nos presentan a Goya en una fase incomprensible y lastimosa de su vida. El autor de los Proverbios y de los Desastres de la guerra, colecciones de grabados de que luego hablaré, el amigo y corresponsal de los más insignes mantenedores de la independencia nacional, acepta el encargo de escoger y catalogar las pinturas españolas que vilmente habían de regalársele a Napoleón y sigue siendo pintor de cámara del rey intruso. ¡El autor de los Fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío, sirviendo a los franceses! Que extrañas contradicciones ofrece la vida. Cuando los embrutecidos españoles, entre vítores y aclamaciones reveladores de su atraso, entregaron sus destinos al odioso Fernando VII, Goya, el de los pensamientos ultrarradicales, siguió impertérrito en su cargo de pintor de cámara. Cobró de cuatro reyes y pintó para los cuatro con una serenidad inalterable y un desahogo verdaderamente pasmoso. Pero con Fernando VII no había ductilidad ni disimulo posibles. Goya era liberal, esto nadie podía desconocerlo, y Fernando VII jamás transigió con la libertad ni aun con la más inofensiva y platónica. |
Después de pintar para la Catedral de Sevilla el cuadro de las santas Justa y Rufina, Goya ya muy viejo, pasaba de los ochenta años, obtuvo su jubilación y marchó a Francia, visitando entonces París por la primera vez en su vida y acogiéndose a la hospitalidad de Burdeos, refugio de muchos ilustres emigrados españoles. Todavía pasó Goya en Madrid una temporada y pintó el cuadro de San José de Calasanz recibiendo el sacramento de la eucaristía. Vuelto a Burdeos se dedicó a la ultima de sus aficiones, la litografía, y allí le sorprendió la muerte. En el modesto panteón de la familia española de Goicoechea se le dio sepultura al genio de la pintura universal. He nombrado repetidamente a Antonio Rafael Mengs. No es posible estudiar a Goya sin tropezar con el nombre de este otro artista nacido en Bohemia, italianizado en sus gustos y procedimientos y árbitro del desenvolvimiento artístico en la España de Carlos III. Mengs, estimable artista autor de muchos cuadros agradabilísimos, no produjo ninguna obra maestra y sin embargo, sus contemporáneos lo consideraron un genio imperecedero y prodigioso. El primer pintor de la tierra le llama don Gaspar Melchor de Jovellanos en su Elogio de don Ventura Rodríguez. Después de esta temeraria afirmación, prueba de los extravíos a que puede llegar el gusto aún en los hombres más eminentes, nada puede extrañarnos el cúmulo de hiperbólicas alabanzas con que abruma al pintor de Carlos III un crítico tan mediocre como don José Nicolás de Azara. Azara, íntimo y cariñosísimo amigo de Mengs, su biógrafo, y editor y comentarista de sus escritos, afirma sencillamente que Mengs vino al mundo para restablecer las artes. Mas aún que con el ejemplo de sus cuadros, influyó Mengs, en el gusto de su tiempo, con la enseñanza de sus teorías. En la colección de sus obras, publicada como antes he dicho por Azara, de la cual he visto un hermoso ejemplar gracias a mi amigo el gran artífice y apasionado bibliófilo García de la Bandera, expone y desarrolla Mengs las ideas estéticas mantenidas por Winkelmam, en su Historia del Arte antiguo, y hace constante y entusiasta alarde de su admiración y de su culto para Rafael, Corregió y el Ticiano. A insistir en esta admiración, venga o no a cuento, a exponer algunas reflexiones, nada originales, sobre el concepto de la belleza y la historia de la pintura, a sentar juicios acerca de cuadros y pintores, en carta dirigida a don Antonio Ponz el autor del Viaje de España, y a unas lecciones practicáis hermanas de aquel Arte de pintar del polígrafo valenciano don Gregorio Mayans, que por lo cominero y antiartístico ha sido donosamente comparado con un manual de recetas culinarias, a esto y a algunos otros ligeros trabajillos quedan reducidas las obras de Mengs que tan fervoroso entusiasmo producen en el bueno de Azara. La negación triunfante de las ideas de Mengs, de sus trabajos especulativos y de sus esfuerzos prácticos, está en la obra de Goya. |
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Llego al momento más difícil de mi ensayo. Abomino de todo intento de dogmatizar y de todo prurito definidor y autoritario, y si esta preocupación me acompaña siempre, aún en materias con las que por mi profesión estoy obligadamente familiarizado, ¿qué no será tratándose de tema, como este de la pintura, en el que mi desconocimiento y confusión son superiores a toda hipérbole? Forzosamente he de hablar de algunos, de los más importantes, cuadros de Goya y como sobre el mérito de los mismos y sobre su significación en la obra total del pintor insigne, no siempre están conformes los críticos, el profano, como yo, solicitado y atraído por opiniones siempre autorizadas y casi nunca conformes, se encuentra en un conflicto de solución verdaderamente difícil. De los muchos libros españoles y franceses, especialmente dedicados a la vida y a la obra de Goya, que he podido leer, dos, uno por su tendencia biográfica y de catálogo, por su carácter crítico el otro, han cautivado mi atención. Trabajos hay muy estimables particularmente dedicados a un género y hasta a un solo cuadro de Goya, pero en conjunto nada de cuanto he estudiado me parece superior a la obra del Conde de la Viñaza y al breve libro del malogrado Ceferino Araujo. Este es para mí el mejor crítico de Goya. Algunas veces mi experiencia personal o el razonamiento de otros escritores me hacen discrepar de las afirmaciones de Araujo, pero generalmente su manera de ver y de juzgar me parecen la última palabra de la discreción y del buen gusto. Omito, venciendo mi inclinación, disquisiciones bibliográficas que serían inoportunas y paso a ocuparme, rápidamente, en los diversos géneros que cultivó el talento de Goya. Indudablemente, en esto están conformes todos los críticos, el único género de pintura en que Goya no se mantiene siempre a la altura de su nombre es en la pintura de carácter religioso. Ni en los frescos del Pilar de Zaragoza ni en el Cristo Crucificado ni en el San Bernardino de Sena ni en los cuadros de santos y en la Purísima Concepción que pintó, por encargo de Jovellanos para el Colegio de Calatrava de Salamanca, ni en los episodios de la vida de San Francisco de Borja de la Catedral de Valencia, ni en el Prendimiento de Cristo de la de Toledo, ni en la mágica y esplendorosa decoración de San Antonio de la Florida ni en las Santas Justa y Rufina, de Sevilla, ni en la Comunión de San José de Calasanz, en ninguna de estas obras, todas magníficas, acertó Goya en la expresión mística que caracteriza a la pintura religiosa española. Esto es verdad. Contemplando el Cristo Crucificado se convence uno de ello hasta la saciedad. Ahora bien, las que no me convencen son las razones que, para explicar esta falta de sagrada inspiración, dan casi todos los críticos de Goya. El volterianismo de la época, las personales opiniones del autor, todo esto sería concluyente si no tuviésemos una oda a Cristo Crucificado, que es gala indiscutida del Parnaso español y se debe a la inspiración del estrafalario abate don José Marchena que, según él mismo decía, enseñaba el ateísmo por principios. Goya no pintó cuadros verdaderamente religiosos, pero con asunto religioso realizó obras estupendas. Refiriéndose a las pinturas al temple de San Antonio de la Florida, dice un autor: que aquellos ángeles son ángeles capaces de seducir al misógino más empedernido. Y es que Goya no buscó inspiración en las Celestes esferas, no pretendió elevarse a las ignoradas regiones en donde moran los ángeles y los arcángeles, los tronos y las dominaciones, sino que se inspiró allí mismo, en San Antonio de la Florida, en aquel abigarrado concurso de frailes y mendigos, de chisperos y manolas y aflamencadas damiselas y Guardias de Corps espadachines y así compuso una obra inmortal que está por encima de toda ponderación y de todo elogio. |
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Algunas de las pinturas que he enumerado, como de carácter religioso, pueden también llamarse históricas y así lo hacen muchos críticos. En realidad el San Bernardino de Sena y el San Francisco de Borja despidiéndose de su familia tratan asuntos histórico-religiosos, pero si por pintura de historia debemos entender la escrupulosa y fiel reconstitución de una página famosa, con la necesaria preparación arqueológica y con la documentación indispensable, entonces las de Goya no merecen tal nombre. No lo merecen ni las citadas ni las magníficas e inmortales en que nos trasmite la barbarie de la soldadesca francesa, atropellando a los patriotas madrileños en los días 2 y 3 de Mayo de 1808. Los cuadros de la invasión francesa, estos cuadros no históricos, porque en ellos pinta Goya escenas y sucesos de que fue espectador, estos cuadros que, como dijo Edmundo D’Amicis, parecen pintados con un puñal, nos revelan las aficiones dominantes en el artista de Fuendetodos; la vida, el movimiento y sobre todo la violencia. Goya es siempre violento; si trata un tema regocijado, será bufo; si toca un asunto dramático, llegará a la ferocidad. Estas tendencias las veremos siempre triunfar en sus cuadros de género y sobre todo en los grabados. La pintura de género, el mejor ornamento de la escuela flamenca, no tenía precedentes en la historia del Arte español (los cuadros del inmenso Velásquez y alguna que otra excepción no son bastantes a constituir precedente) y Goya la cultivó con acierto insuperable. En las Fiestas del Manzanares y en el Entierro de la sardina, en Los volatineros y en la Corrida de toros en un lugar palpita la afición a lo popular y a lo castizo que llega a su apogeo en los tapices, así como en La casa de locos y en Los disciplinantes y en el Autillo del Santo Oficio podemos observar la misantropía, la vena satírica y la clerofobia que tanto extremó en las aguas fuertes. Los tapices de Goya son cosa verdaderamente admirable. Es esta una labor a la que nunca se aplicó Goya de buen grado. Las rivalidades con su cuñado y compañero de dirección en la Fábrica, Ramón Bayeu, y el destrozo que de sus magníficos ejemplares se hacía en el tejido le hicieron negarse muchas veces a continuar trabajando, hasta que consiguió librarse de esta que consideró siempre carga antipática. Sin embargo, llevado de su talento, y de su buen gusto, sustituyó las escenas olímpicas y los emblemas astronómicos con bellísimos cuadros de género y para adornar las paredes de los regios palacios con el reflejo animado y sugestivo de las costumbres populares pintó cartones de una belleza insuperable. No voy a enumerar los tapices de Goya. En el libro minucioso de Cruzada Villamil y en cualquier catálogo de las obras del autor los hallará el curioso descritos detalladamente. En dos de los cartones, en la Riña en la venta nueva y en el Paseo en Andalucía, dice Araujo que puede estudiarse y comprenderse la singularidad del talento de Goya y su personal manera de entender la vida y el Arte. |
Un aspecto insuperable del genio de Goya es el de pintor de retratos. Goya, en su larga vida, se retrató él mismo varias veces y retrató a todos sus parientes y a muchos de sus amigos y a todas las personas de notoriedad de su tiempo, y a muchas otras, humildes o desconocidas, a quienes la fama del pintor ha hecho famosas. Reyes y Príncipes, aristócratas y gente popular, artistas y hombres de ciencia, literatos y gobernantes, todo lo que en cualquier concepto se distinguió en la infortunada España de Carlos IV y Fernando VII nos es conocido a través del arte de Goya. Al número doscientos ochenta y tres llega el catálogo de los retratos de Goya publicado en los primeros días de este año, por don Aureliano de Beruete y Moret en su hermosísima obra Goya pintor de retratos. ¡Doscientos ochenta y tres y no pretende haber agotado la materia. Beruete, escritor distinguidísimo especializado en estos asuntos de pintura española, hace en su libro un estudio verdaderamente admirable del retrato en la obra goyesca. Cronológicamente y paso a paso va estudiando las influencias por Goya recibidas y el modo como las adapta a sus peculiares procedimientos y a la briosa originalidad de su talento. Así le vemos, acomodado al ambiente y pintando a la manera de Mengs, en el cuadro de Florida-blanca; emancipado ya y libre de trabas en los retratos que Beruete llama gríseos, de los cuales es un magnífico ejemplar representativo el precioso lienzo de los Duques de Osuna con sus hijos; copiando el Inocencio X de Velásquez y restaurando la gloriosa tradición española, en una dilatada serie de obras que son el momento culminante de su carrera y, por último, enamorado de las tonalidades obscuras y de las tintas plateadas que tan extraña originalidad dieron al Greco. En el Ayuntamiento madrileño existe una alegoría de la villa de Madrid que contiene un medallón, sostenido por dos ángeles, en el cual pintó Goya el retrato de José Bonaparte, sustituido ahora con la frase: Dos de Mayo. Las curiosas vicisitudes, sufridas por esta alegoría para llegar desde la imagen de Pepe Botellas hasta la patriótica inscripción que hoy la adorna, constituyen el asunto del libro Un cuadro de historia, escrito con su habitual gracejo por el ingenioso y desventurado Felipe Pérez y González. |
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No quiero terminar esta parte de mi trabajo sin decir algo de dos cuadros tan famosos por su bella ejecución como por las anécdotas escandalosas forjadas a su alrededor. Me refiero a las dos majas vestida y desnuda, sugestivas pinturas que fueron del Príncipe de la Paz y hoy están en nuestro Museo del Prado, siempre rodeadas de admiradores y copistas. ¿Quién no las conoce? En cuadros y postales han llegado a los rincones más apartados. Hace algunos años publicó el novelista Blasco Ibáñez un articulo, en El Imparcial, en el que probaba documentadamente que las tales majas no son el retrato de ninguna dama alcurniada ni siquiera de alguna amante del pintor. Son, sencillamente, dos hermosos lienzos para los que sirvió de modelo la amiga de un amigo de don Francisco. Con esto gana la verdad indudablemente, pero pierden los cuadros su picante atractivo de aventura galante y licenciosa. Decía Goya que sus maestros habían sido Velásquez, Rembrandt y la Naturaleza. Cuando se dice discípulo de Rembrandt se refiere indudablemente a sus trabajos en el grabado al agua fuerte, pues otra influencia del autor de la Lección de Anatomía no se percibe en toda su obra. En el grabado ha hecho Goya verdaderos prodigios. Complicando el procedimiento del agua fuerte, que dicen los artistas que no es muy difícil, con otro llamado al agua tinta, obtuvo efectos sorprendentes por nadie igualados. Aparte algunas láminas sueltas, y el juego de obras de Velásquez de que ya he hablado, son cuatro las colecciones de grabados que han hecho de Goya el primero de cuantos se han dedicado a esta suerte de trabajos: Los Caprichos, Los Desastres de la Guerra, La Tauromaquia y Los Proverbios. Acerca de Los Caprichos se ha fantaseado mucho y se han hecho mil gratuitas y disparatadas afirmaciones. Ya Goya en su prospecto dijo que con su sátira a nadie determinadamente aludía y así debemos admitirlo, pues suponer, como hacen muchos, que se refiere a las personas reales y a personajes de la aristocracia y de la Corte, seria imputarle la más negra ingratitud. Sin embargo, los biógrafos de Goya, especialmente los franceses, insisten en dar a los Caprichos una interpretación de ataque sañudo y acerado contra casi todas las personas conocidas de su tiempo. La verdad es que en los Caprichos como en los Desastres de la Guerra y como en los Proverbios, lo que Goya hizo fué patentizar la gracia sarcástica de su ingenio, sus opiniones de misántropo convencidísimo y sus odios de volteriano a los ministros del Catolicismo y muy particularmente a los frailes objeto constante y predilecto de sus burlas. Quien en las colecciones de Goya quiera y se empeñe en ver una tendencia educadora y moralista, quien de aquellas visiones de Aquelarre y de aquellas tenebrosas alegorías quiera sacar un fin didáctico, ni conoce al autor ni entiende sus obras. Pudiera reforzar esta opinión que me parece la única acertada, pero no quiero fatigaros con más detenidos razonamientos. No es posible comprender en qué sentido se ha llamado Proverbios a la colección de Caprichos que lleva tal nombre. Los Proverbios no son otra cosa que nuevos Caprichos. El actual desbordamiento de las pasiones infrahumanas que ha venido a tronchar las más dulces esperanzas de emancipación y de progreso y que manchará, para siempre, la historia de Europa en el siglo XX presta una lamentable actualidad a las desoladoras visiones de Los Desastres de la Guerra. La Tauromaquia es cosa aparte. Ceferino Araujo, llevado acaso de sus opiniones antitaurinas, se esfuerza inútilmente en demostrar que Goya en La Tauromaquia, reproduciendo escenas como la cogida mortal del famoso Pepe Hillo, lejos de ensalzar las fiestas de toros, lo que quiso fue poner de relieve su barbarie. Esto no es así. Goya, todo nos lo prueba, fue siempre frenético aficionado a las corridas; así se deduce de la graciosa carta de Moratín en que dice que don Francisco, ya ochentón, presume de haber toreado en sus buenos tiempos y que con la espada y la muleta a nadie teme y así lo afirma nuestro erudito paisano el Conde de las Navas en su libro El espectáculo más nacional, ingeniosa y divertidísima historia del toreo. Además, para Goya fueron los toreros, como para Salvador Rosa los bandidos, hombres de una clase especial, por lo raro y pintoresco de sus lances y aventuras, explotable por el artista. La última afición de don Francisco fué la litografía. En estos trabajos, alguno como El desafío realizado a los ochenta y un años, todavía se reconoce al genio. No es posible tratar de Goya sin dedicarle un recuerdo al buen artista valenciano don Vicente López, autor del magnífico retrato de Goya que se conserva y se admira en el Museo del Prado. De este don Vicente López, que sucedió a Goya en el cargo de pintor de cámara de Fernando VII, parece que es el buen retrato de aquel mal rey que tenemos en la Secretaria de nuestra Academia. Puede afirmarse, sin miedo, que Goya no tuvo discípulos. Posteriormente ha influido e influirá siempre de modo soberano en el desenvolvimiento de la pintura universal, pero los modestos artistas que trabajaron a su alrededor no merecen el nombre de discípulos. Era una personalidad demasiado acusada para formar escuela; era a la pintura lo que Beethoven fué a la música; era un talento aparte de los demás y un genio singular. Si con mis observaciones y mis recuerdos he conseguido excitar, en los admiradores de Goya, la ya sentida admiración y despertar la curiosidad en los menos conocedores de su arte maravilloso, habré llegado a mucho más de cuanto mi obligada modestia me permitió esperar. |
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conferencia de Ricardo López Barroso
Publicado, originalmente, en: Conferencias
Sociedad Malagueña de Ciencias, 1910
Málaga - Imprenta Ibérica
Gentileza de de los fondos de la Biblioteca Nacional de España.
Ver, además:
Francisco de Goya en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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