El idioma de Borges

Ensayo de María Amalia Barchiesi

Resumen: Un Jorge Luis Borges más íntimo es abordado en este trabajo que enfoca, desde una perspectiva semiótica, un lenguaje menos evidente que atraviesa sus primeros textos; nos referimos a una lengua fónica, a-semántica que se apoya exclusivamente en la materialidad acústica del signo. Dicho ‘idioma’ no es ni arbitraria ficción ni engañosa o pretensiosa especulación que intenta explicar los referentes del universo (como todo lenguaje humano, según la óptica borgeana), sino simplemente el territorio más verdadero y tangible de los sistemas lingüísticos: el de los sonidos, donde los significados están sujetos al ritmo, al tono, al cuerpo de la voz. Esta lengua vocálica, que puede encontrarse, por ejemplo, en la voz de “Funes el memorioso” o en las lúdicas diatribas del truco, remite al lugar intraducible de las emociones y del primer contacto afectivo con el mundo. La voz en los textos borgeanos es signo por sí mismo, independientemente de los interpretantes relativos a una lengua y de la intencionalidad comunicativa; es pura sonoridad que remite a lo más entrañable de su lengua ‘madre’, el español rioplatense materno, que en la narrativa de un Borges pluringüe se traduce en la voz virgen (y primigenia) de “las orillas”, aún no contaminada por los fonemas de la inmigración.

Palabras clave: mito, voz/phoné, semiótica, español rioplatense, lenguaje infantil

Title: The Language of Borges

Abstract: This study looks at a more intimate side of Jorge Luis Borges, focussing, from a semiotic point of view, on a less obvious aspect of his language, but one already found in his very earliest writings: a phonic, a-semantic language, supported only by the acoustic reality of the sign. This “idiom” is neither an arbitary invention nor misleading and deceptive (as all human languages are, in Borges’ eyes), but simply the truest and most tangible territory in linguistic systems: that of sound, in which meaning is subject to the rhythm, the tone, and the body of the voice. This vocalic language, which is heard, for example, in the voice of Funes the Memorious or in the sparring dia-tribes of the “truco”, exists in the untranslatable place of the emotions, and harks back to our first affective contact with the world. In the Borgesian texts, this voice is an autonomous sign in itself, independent of Pierce’s “interpretants” relative to a language and communicative intention, pure sound that harks back to that which is innermost and most intractable in his “mother tongue” - that is, the River Plate Spanish of his mother - which in a Borgesian plurilingual narrative is the first-born, virgin voice of the nineteenth century Buenos Aires “orillas”, undefiled as yet by the phonemes of immigration in his first texts, a phonic language, and a-semiotic.

Key words: mith, voice/phoné, semiotics, rioplatense spanish, child language

¿Tú que me lees, estás seguro de entender mi lenguaje?

Jorge Luis Borges, Ficciones

“En alguna página futura puede estar esperándonos una nueva página pasada, como si algo hubiera quedado por decir del ciclo que creíamos anterior” (Cortázar 1979: 83). Con estas sugestivas palabras, pronunciadas por un genuino heredero literario de Borges, el escritor Julio Cortázar, acerca de la noción fantástica de un tiempo ‘futuro anterior’, que se halla inscripta en todo texto literario, queremos iniciar el presente trabajo que se propone indagar en los primeros textos del escritor argentino Jorge Luis Borges sobre la construcción de un lenguaje más sugerido que enunciado, y por ello tal vez menos abordado por la crítica.

Sabemos que Borges, como lo declara en uno de sus primeros libros, El tamaño de mi esperanza (1926), solía desplegar en sus escritos los olvidados sentidos etimológicos de las palabras. Es nuestra intención por lo tanto detenernos en la primera parte de este trabajo en la etimología del lexema muthos (“mito”), para analizar ulteriormente la imbricación semiótica de uno de sus sememas[1] en la primera producción literaria del escritor argentino, donde precisamente busca forjar una “mitología” criolla argentina[2].

El significado más arcaico de la voz griega muthos se encuentra asociado a “una emisión verbal y vocal”, a la “energía de la voz” y también a la “palabra” (Block di Behar 11). Según A Greek-English Lexicon de Liddell y Scott, en virtud de la asociación con “cuento” o “historia”, muthos connotó ulteriomente “cuento legendario o poético”, opuesto a “cuento histórico” para confluir después en “something that is not true”(Liddell y Scott 1980: 454). Si bien Roland Barthes en uno de sus textos más conocidos, Mitologías (1956), explota metafóricamente los significados más arcaicos de muthos, para definir los mitos modernos como un “habla”[3], su ensayo, en realidad, se ubica en la línea de “cuento legendario o poético”, o sea en el terreno de lo meramente ficcional, de “lo no verdadero”. En efecto, el mito para el semiólogo francés consiste en un encubrimiento ideológico, es un sistema de significación separado de un habla que lo precede; el mito de la actualidad toma el signo que le proporciona esta habla primera, convirtiéndolo en punto de partida de una significación segunda, degradada, cuya función es, entre otras, ocultar ideológicamente ese signo, exhibirlo como el resultado natural, espontáneo de un devenir, en lugar de mostrarlo como producto de una convención, de unos valores, de unas fuerzas históricas en confrontación.

Ahora bien, si las reflexiones estructuralistas de Roland Barthes empalman con el actual significado connotado de muthos (“something that is not true”) que hoy otorgamos al vocablo “mito”, su sentido más arcaico, que alude a la “energía de la voz”, nos sugiere, en cambio, orientar la lectura de las mitologías de Borges hacia un territorio del lenguaje menos explorado por la crítica; nos centraremos en el análsis de un ‘idioma’ borgeano que obedece a los principios de la voz, de la phoné, o sea del componente fónico de una lengua.

Una idea sobre el lugar que ocupa la phoné dentro de los hechos de lenguaje nos la suministra la estratificación de la lengua, propuesta por Louis Hjemslev, en la cual la voz hablada con sus propiedades intrínsecas, como la frecuencia, la amplitud y el timbre, pertenecen al dominio del “plano de la expresión” de una lengua natural, y se hallan circunscriptas en el nivel de la “substancia de la expresión”, que es la manifestación en la materia de una “forma” fonológica[4]. Haremos por consiguiente referencia en nuestro trabajo a la ‘manifestación’ de la voz, la abordaremos desde un punto de vista exclusivamente fenomenológico, como fonación a-lógica, a-semántica, sin que por esto deje de ser “signo en sí mismo”. Dejaremos por tanto de lado el concepto de “significante” saussureano como hijo de la phoné semantiké[5] , cuya función es la de sonorizar los significados, la de proveer un indumento acústico al trabajo mental del concepto.

Recurrimos también aquí a los aportes de Jacques Derrida al estudio fenomenológico de la voz, específicamente en dos de sus textos, La voz y el fenónemo (1967) y De la gramatología (1967). En este último ensayo hace notar que el pensamiento occidental desde Platón hasta Lévi-Strauss, pasando por Rousseau, ha considerado la voz como expresión directa y genuina del lenguaje, mientras que la escritura se ha presentado como lenguaje engañoso y peligroso, en la medida que es una materialización convencional de la voz. Derrida en el texto mencionado nos ilustra el “caracter inmediato” que la metafísica occidental ha otorgado a la phoné con respecto al lenguaje escrito:

La esencia de la phoné sería inmediatamente próxima de lo que en el “pensamiento” como logos tiene relación con el ‘sentido’, lo produce, lo recibe, lo dice, lo “recoge”’. Si por ejemplo para Aristóteles “los sonidos emitidos por la voz (ta en te phoné ) son los símbolos de los estados del alma (pathémata tés pychés) y las palabras escritas los símbolos de las palabras emitidas por la voz” (De la interpretación 1, 16 a 3) es porque la voz, productora de los primeros símbolos, tiene una relación de proximidad esencial e inmediata con el alma. Productora del primer significante, no se trata de un simple significante entre otros. Significa el “estado de alma” que a su vez refleja o reflexiona las cosas por semejanza natural. Entre el ser y el alma, las cosas y las afecciones, habría una relación de traducción o de significación natural”, mientras entre el alma y el logos una relación de simbolización convencional. Y la convención primera, la que se vincularía inmediatamente con el orden de la significación natural y universal, se produciría como lenguaje hablado. El lenguaje escrito (el logos) fijaría convenciones que ligan entre sí otras convenciones (Derrida 1998: 29).

En las páginas siguientes, basándonos en las reflexiones de Derrida sobre el carácter inmediato de la phoné, nos detendremos en la parte sensible y no conceptual de la palabra, en una zona del lenguaje donde el sonido de la voz es independiente del significado[6], y por la cual Jorge Luis Borges, en su primer período literario, pudo transitar solapadamente bajo los ropajes de una semántica patriarcal del cuchillo y del coraje argentino. Es notorio que dicho escritor decidió ulteriormente clausurar esta primera etapa literaria, escribiendo ficciones que se inclinaron hacia la formulación de aspectos más abstractos del lenguaje[7], para luego en su útimos años de vida, tal vez a causa de su ceguera, volver a dar tímidamente voz a estos antiguos ecos.

Los vínculos ya aludidos entre “mito” y su antiguo significado “energía de la voz” nos indican que en los albores del lenguaje y de la comunicación humana, el aspecto sensible de la voz fue signo por sí mismo en el intercambio comunicativo. En este significado del lexema, que apunta a la materialidad de lo fónico, es posible atisbar el rol que desempeñaba lo acústico en los orígenes del lenguaje humano, su autonomía con respecto al significado de los signos emitidos, es decir, poder intuirlo como un sonido aún no esclavizado a las leyes de la “phoné semantiké” (Cavarero 2003: 43). El aspecto acústico del lenguaje garantizaba la comunicación, permitía la transmisión y divulgación del mito, o sea el hecho de poder narrar historias alrededor de una hoguera que comienza a apagarse; gracias a la parte vocal del lenguaje era asimismo posible comunicarse a gritos a medio kilómetro de distancia. Lo concreto que reside en lo acústico era, pues, propiedad elemental del lenguaje, ya que originariamente entre los miembros de grupos humanos arcaicos prevalecían motivaciones prácticas de comunicación[8].

Los estudios sobre la incidencia de lo acústico en la evolución del lenguaje humano y sobre su primigenio valor no conceptual se remontan al siglo XVIII. Dichas reflexiones sobre el origen del lenguaje se hallan íntimamente relacionadas con nuestra indagación sobre el sentido arcaico de muthos. Condillac, defensor de una cierta naturalidad del signo lingüístico, sostenía que si se dehacía hacia atrás el proceso de evolución histórica del signo convencional era posible encontrar en su origen un elemento de un primitivo lenguaje de acción, animal, o sea los signos naturales, o los gritos que la naturaleza había establecido para los sentimientos de alegría, temor, dolor, etc. (véase Condillac 1999), mientras que Rousseau en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755) aseguraba que el lenguaje más universal, más “enérgico”, el único de que hubo necesidad antes que fuera necesario persuadir a hombres reunidos fue el “grito” de la naturaleza. En el Ensayo sobre el origen de las lenguas (1781), el mismo filósofo sostiene que las primeras expresiones de estas pasiones fueron los tropos: “Al principio no se habló más que de poesía, no se les ocurrió razonar hasta mucho después” (Rousseau 1980: 32-33), afirmación sobre la cual Borges parece haber edificado su concepción de la poesía[9].

En su primera producción textual, Borges vuelve a dar ‘voz’ a una expresión afónica, narcotizada por el habla común, precisamente al lexema “mito”, expandiendo en la superficie textual de sus primeros escritos su primitivo y olvidado semema, o sea la ‘fuerza material de la voz’. El procedimiento semiótico que se lleva a cabo en los textos consiste en desplegar lo que el semiótico lituano Greimas, en su teoría semántica sobre la generación del sentido textual, llamó la “figuratividad de un semema” (Greimas 2000: 68-78), posteriomente reformulado por Humberto Eco, sobre la base de la semiótica peirciana, como la posible contextualizacion de un signo o la textualización de un semema[10].

Los primeros libros de Borges fundan una mitología esencialmente nacional, que habla un idioma oral, acústico, “el no escrito idioma argentino” que “sigue diciéndonos” (Borges 1953: 25), y que ya se asoma en el prólogo de Luna de enfrente (1925): “Muchas composiciones de este libro hay habladas en criollo; no en gauchesco ni en arrabalero, sino en la heterogénea lengua vernácula de la charla porteña” (1989 vol. I: 55, énfasis mío). El truco, el tango, y posteriomente las voces de los orilleros borgeanos transitarán por esta zona exclusivamente vocálica del lenguaje. La voz de esa divinidad sudamericana de “Funes el memorioso”, relato incluido en Ficciones (1944), lleva en sí los rudimentos de la corporeidad verbal de la cosmogonía de los primeros escritos de Jorge Luis Borges. Si bien este texto fue engendrado en una etapa literaria posterior, en Ireneo Funes volvemos a encontrar la voz de las orillas resemantizada en una lengua argentina, aún no contaminada por los fonemas de la inmigración italiana, sonidos ya presentes en el léxico del lunfardo. Citamos aquí algunos pasajes del cuento:

[...] Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora [...] (1989 vol. I: 485, énfasis mío).

Bernardo le gritó [a Ireneo Funes] imprevisiblemente: ¿Qué horas son Ireneo? Sin consultar el cielo, sin deternerse, el otro respondió: Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona (486, último énfasis mío).

Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables [...] (487, énfasis mío).

Una lectura integral del relato “Funes...” nos permite observar que la producción o traducción textual, el tema del cuento, era para el escritor argentino selección, traducción intersemiótica[11] de algunos aspectos de la realidad, y nunca representación integral de la misma. El narrador del relato, espejo textual de Borges, selecciona de la múltiple gama de sensaciones y percepciones que es posible recibir del mundo, sólo aquello que está relacionado con el punto de vista acústico, porque justamente quiere que sus lectores se ocupen de oír un sonido, un tono, un ritmo.

También en el ensayo “El truco”, incluido en Evaristo Carriego (1930), volvemos a encontrar la original discursivización borgeana del semema ‘muthos’. Leamos dos pasajes de dicho ensayo:

El diálogo se entusiasma hasta el verso, más de una vez. El truco sabe recetas de aguante para los perdedores, versos para la exhultación. [...] El truco es buen cantor, máxime cuando gana o finge ganar. Canta en la punta de las calle de nochecita, desde los almacenes con luz (1989 vol. I: 145, énfasis mío).

Considero los jugadores de truco. Están como escondidos en el ruido criollo del diálogo, quieren espantar a gritos la vida. Cuarenta naipes -amuletos de corazón pintado, mitología barata, exhorcismos- le bastan para conjurar el vivir común (146, énfasis mío).

Precisamente a través de una peculiar focalización interna ‘acústica’ de un testigo in-tratextual, Borges nos describe un partido de truco, enfatizando las materialidad de las voces de un juego de cartas, que se basa exclusivamente en la diatriba verbal.

Ahora bien, en virtud del punto de esta observación ‘sonora’ que proporciona el texto, el diálogo entre los jugadores no vale tanto por el contenido de lo que ellos se dicen, sino más bien por la materialidad acústica del lenguaje empleado; los significados del intercambio verbal son aquí secundarios. El ‘focus’ textual se encuentra en esas resonancias a veces gritadas de la palabra mentirosa del truco, con la cual los jugadores parecen querer intimidar a sus adversarios, persuadirlos de que se está diciendo la verdad[12].

En la escena del truco notamos que su “ruido de voces” funciona como un exclusivo vehículo sonoro, es un mero signo audible: “diálogo”, “verso”, “recetas de aguante”, “canto”, “ruido del diálogo”, “acción de voz mentirosa”, “desatinada palabrería” orientan nuestra lectura hacia una corporeidad de la voz humana, una materia que en el texto es signo autónomo, sin intención comunicativa. Dichas voces a-semánticas son similares a los ‘signos’ auditivos que los recién nacidos reconocen en la voz de sus padres o a aquellos que se pueden escuchar cuando alguien habla una lengua extranjera que no se conoce (Ponzio, Cale-fato y Petrilli 1994: 201-202). La voz en estos textos es, por consiguiente, signo por sí mismo, independientemente de los interpretantes relativos a una lengua; sonoridad primaria que es un “cualisigno”, un signo considerado en sí mismo, como puede ser la percepción del color de una pintura. El cualisigno, según Peirce, es una cualidad que es un signo, y pertenece a la categoría de la “primeridad” (firstness)[13], pues: “la primeridad es el modo de ser de lo que es así como es, positivamente y sin referirse a otra cosa” (CP 8.32, ms del 1904).[14]

Es necesario también recordar aquí que la ‘energía de la voz’, de la que nos habla el primitivo significado de muthos, está indiscutiblemente vinculada a la prosodia. El término “prosodia”, de arcaica formación, significa etimológicamente “cantar a” o “cantar hacia”. La presencia en la raíz de “prosodia” del verbo “cantar” reenvía, además, a la función melódica y al poder evocativo del sonido (Anolli y Ciceri 1997: 132-133), a la facultad de éste último de poder suscitar sentimientos, como sucede con la música y con todo acto fonopoiético. Es importante señalar que la respuesta emocional a la melodía y al ritmo tiene lugar en el hemisferio derecho del cerebro humano. La música de la poesía se percibe en el hemisferio derecho, mientras el contenido lingüístico -las palabras-son analizadas por el hemisferio izquierdo (Dunbar 1998: 175).

Algunos estudios sobre el nacimiento y formación del lenguaje señalan que el hemisferio izquierdo del cerebro humano (en el cual está localizado el lenguaje), que nace con la misma evolución del lenguaje hablado, comenzó gradualmente a controlar y dominar al más indisciplinado hemisferio derecho (el de las emociones) (Dunbar 174). Paradójicamente, mientras se adquirían todas las ventajas del lenguaje, el ser humano tenía también que conservar procesos más primitivos; mientras adquiría la capacidad de razonar y racionalizar, necesitaba un mecanismo emocional más primitivo para asegurar la cohesión de los grandes grupos humanos y hacerlos así más eficaces (Dunbar 185).

Con el nacimiento del lenguaje se adquiere por lo tanto la capacidad de razonar y racionalizar, permitiendo a los seres humanos aprender y conocerse, pero para ir más allá de la abstracta lógica de las argumentaciones verbales, fue también fundamental algo más profundo y emocional, como por ejemplo la música y el contacto físico. Este clima de solidaridad, que garantiza una continua comprensión recíproca, que va más allá de los significados transmitidos, está íntimamente relacionado con el concepto “comunión fática” de Malinowski, quien, en sus estudios sobre lenguajes primitivos, detecta un uso no conceptual del lenguaje en el tipo de conversación que simplemente se emprende con el fin de dar a entender que se reconoce la presencia mutua. Para Malinowski la “comunión fática” es la intención de mantener el canal de comunicación para establecer lazos: “En tanto haya palabras para intercambiar, la comunión fática sitúa tanto al salvaje como al civilizado en la placentera atmósfera del intercambio cortés y social” (Ma-linowski 1964: 335).

Ahora bien, como hemos mencionado precedentemente, el proyecto literario de Jorge Luis Borges de los años 20 y 30[15] está basado en el poder evocativo de la phoné, o sea sobre las capacidades relacionales y agregativas del lenguaje, de las cuales nos habla Ma-linowski, y que están vinculadas, como hemos visto, con lo rítmico y lo vocálico. Borges quería acuñar una lengua literaria que estuviera en sintonía con el lenguaje oral de su país; anhelaba recuperar ese tono conversado de la lengua vernácula, como lo hicieron sus antepasados, según lo expresa en su ensayo “El idioma de los argentinos” (1928): “Mejor lo hicieron nuestros mayores, el tono de su escritura fue el de su voz, su boca no fue la contradicción de su mano” (Borges, Clemente 1953: 26).

La intención de escribir según los cánones de un lenguaje esencialmente argentino nace aparentemente de un choque acústico, que recibió Jorge Luis Borges al reencontrarse con su lengua madre. Imaginemos por un momento a un Borges ya plurilingüe de regreso a Buenos Aires, luego de una prolongada permanencia en Europa. Un Bor-ges todavía adolescente que, después de haber enriquecido su bagaje lingüístico con el aprendizaje del francés y el alemán, se reencuentra con la ‘fisicidad’ de su lengua natal, con el “grano” de la voz, la “materialidad del cuerpo que habla su lengua materna”, según las metáforas empleadas por Roland Barthes en sus consideraciones semiológicas sobre la voz (Barthes 1985: 260). Podemos hipotetizar el estupor del joven escritor ante las singularidades fonéticas, tonales, rítmicas de su lengua madre, tan diferentes de las de los idiomas apenas aprendidos en Europa; ante ese español oral del Río de la Plata que en su vida y en sus ficciones fue complemento, pero también reverso especular de su libresco idioma inglés, heredado del padre. Dicho castellano era la lengua de la madre y de los domésticos de la infancia, la que de niño había aprendido a leer, sólo después del inglés; en suma, era la lengua de las emociones y de los afectos, de la comunicación auditiva con el cuerpo materno, de su primer contacto con el mundo exterior[16]. “Yo presentí la entraña de la voz las orillas [...]”, escribe sintomáticamente Borges en “Versos de catorce”, poema de Luna de enfrente (1989 vol. I: 73, énfasis mío), libro de poesías donde rescata su geografía y sus voces natales. No es casual que el escritor argentino haya siempre definido su español rioplatense en términos pasionales y emotivos; en una conferencia sobre la creatividad plurilingüe de su entrañable amigo, Xul Solar, define nuevamente el español rioplatense como el “único idioma capaz de expresar ternura y cariño” y ser “grande en lo que mira a las emociones” (Borges 1980).

Si la lengua inglesa para el escritor argentino fue la lengua semántica por excelencia, el código de acceso a la cultura, la llave para perseguir los sueños o descifrar mundos invisibles[17]; el lenguaje de los orilleros, del truco, fueron ecos de otro idioma, con los cuales logró construir espacios imaginarios más tangibles, en los que pudo reinven-tar ese lenguaje de resonancias afectivas. En los espacios míticos de Buenos Aires, el joven escritor liberó la palabra de su perentoria tarea de representar el significado de los signos, allí pudo desestabilizar el sistema de significación abitrario del lenguaje, doblegando los significados a lo vocálico.

A este propósito, la dialéctica de Julia Kristeva (1974) entre lo “semiótico” y lo “simbólico” resulta útil para ahondar en nuestras reflexiones sobre el rol de la voz en los primeros textos de Borges. El lenguaje poético, el “arte en general”, es para Kristeva la ocasión lingüística en la cual lo semiótico funciona como el resultado de una trasgresión de lo simbólico, como regreso al cuerpo materno, del cual la ley del padre o ley del signo establece en cambio una distancia. La voz, el sonido, se opone por esto al lenguaje, a sus cánones disciplinadores, a la ley que dictamina que el niño deba pasar de la madre a la lógica de la individualidad. La voz pertenece a la “chora semiotica”, esfera pre-verbal e inconsciente, donde reina el impulso rítmico o vocal, el de los sonidos de la vocalidad infantil que aún ignora el signo y su organización en sistema[18].

Tanto el idioma reinventado e imaginado por Borges, como su concepción “mágica” de la poesía19], son el eco especular de primigenias voces, como las de un niño que repite las palabras de la madre, despojándolas de su significado. Los primeros textos borgeanos, según la lógica del eco, duplican ambiguamente, ya sea las pretéritas resonancias de la voz de sus antepasados argentinos o aquellas primeras palabras con las cuales el escritor argentino había entrado en contacto con el mundo; vocablos impregnados de musicalidad, de voces imposibles de traducir en una lengua que fuera ajena a su infancia.

Jorge Luis Borges, narrándonos y describiéndonos las mitologías de su Buenos Aires, quiso evocar la phoné, de la cual nos habla la remota acepción de “mito”, el aspecto más intuitivo y primitivo del lenguaje, que demanda el cuerpo que goza al oír y repetir la voz de los demás. Este lenguaje de la proximidad corporal, de la charla reaparecerá lexicalizado, como broche conclusivo, muchos años después en la dedicatoria a su madre en las Obras completas: “Aquí estamos hablando los dos, et tout le rest est littérature, como escribió con excelente literatura Verlaine” (1989 vol. I: 9, énfasis mío), donde la lejana ficción de la escritura, que se aloja en la cita en francés, en su letra cursiva, se opone sintagmáticamente a la letra normal, encargada de representar la realidad inmediata, anclada por el “Aquí estamos...”, del idioma argentino, hablado y oído en la intimidad entre hijo y madre.

“La mitología no es una vanidad de los diccionarios, es un eterno hábito de las almas”, advierte Borges en Atlas (1989 vol. III: 441), o sea su propio ejercicio literario de construir simulacros de inmemoriales encuentros verbales, de la experiencia primordial de comunicación, que fue y será necesidad contingente de todos los seres humanos. También de Borges.

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Notas:

[1] El “semema” es el significado virtual que posee una determinada palabra. Véase nota 12 .

 

[2] Nos referimos principalmente a textos como Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925), Cuaderno San Martín (1929) y Evaristo Carriego (1930), cuya mitología criolla subsiste en textos posteriores como “El hombre de la esquina rosada”, incluido en Historia universal de la infamia (1935), o en “Historia de Rosendo Juárez” de El informe de Brodie (1970), sólo para citar los más representativos.

 

[3] Barthes emplea polisémicamente el término “habla”, haciendo referencia a la “parole”, el “habla” saussurea-na. Define el proceso de formación del mito moderno como el pasaje de cualquier objeto (ya sea una imagen, una fotografía, una señal, etc.) de un estado “mudo” (de “langue”) a un “estado oral” (Barthes 2004: 199). El “habla” es también para el semiólogo francés sinónimo de mensaje, y puede estar formada por escrituras y representaciones, como el discurso escrito, la fotografía, el cine, el reportaje, el deporte, los espectáculos, la publicidad; todo puede servir de soporte para el habla mítica. Aquí Barthes da cuenta de ello con la preocupación de considerar las “representaciones colectivas” como sistemas de signos para poner en evidencia la mistificación que transforma la cultura pequeño-burguesa en naturaleza universal (véase Barthes 2004).

 

[4] Si Saussure distingue en la formación del signo lingüístico el “significado” y el “significante”, y nos dice que la lengua es una “forma”, Hjelmslev, en cambio, combina las dos dicotomías “expresión” (o significante)/ “contenido”, y “forma” (abstracta)/substancia (su manifestación en la materia) y presenta una división cua-druple: a) substancia de la expresión, a la cual pertenecen los sonidos, estudiados por la fonética; la sustancia de la expresión es el sonido que emiten los órganos fonadores y que se abstrae en los fonemas de la forma de la expresión; b) substancia del contenido, es decir, los referentes denotados o el aspecto exterior (psicológico, pragmático o material) del significado; c) forma de la expresión (los fonemas) que manifiesta la sustancia fónica, es decir, el modo en el cual los sonidos se organizan en cada lengua; d) forma del contenido, o sea el modo cómo los significados se organizan, por ejemplo, los términos que designan los colores parecen recortar estructuras diferentes de una lengua a la otra, sobre el continuum material del espectro cromático (Hjelmslev 1987: 52-65).

 

[5] Adriana Cavarero cita un pasaje de la Política de Aristóteles, en el cual el filósofo señala que el hombre al igual que los animales tienen voz, pero que a diferencia de la humana ésta no es significante; para Aristóteles solamente en el hombre la voz es semantiké. En la Grecia de los filósofos, subraya Cavarero, existía sólo la concepción de la phoné semantiké; para los metafísicos la voz sin intención de significado era sonido vacío porque estaba vaciado de su función semántica. La voz como objeto de interés filosófico, agrega Cavarero, se tematiza a partir del sistema de significación que subordina la palabra al concepto (2003: 44-45).

 

[6] En época clásica, el vocablo griego phoné hacía mención tanto a la voz humana como a cualquier otro sonido audible. La phoné en la patria del logos era una esfera aútónoma, independiente de la palabra. En la actualidad, la lingüística denomina phoné a la parte acústica del lenguaje (Cavarero 2003: 24-64).

 

[7] Nos referimos a las reflexiones borgeanas sobre el lenguaje que lo consideran como un sistema arbitrario de signos incapaz de aprehender la naturaleza de lo real no verbal, idea que el escritor argentino desarrolla por ejemplo en relatos como “El idioma analítico de John Wilkins”, “Funes el memorioso” o “El Aleph”, entre los más conocidos.

 

[8] Para mostrar cómo funciona el lenguaje en el desarrollo del pensamiento, Condillac en Ensayo sobre el origen de los conocimientos humanos (1746) distingue tres clases de signos, los signos accidentales, o “los objetos que, en circunstancias particulares, resultan ligados con algunas de nuestras ideas, de manera que pueden suscitarlas, los signos naturales, o los gritos que la naturaleza ha establecido para los sentimientos de alegría, temor, dolor” [...] “y los signos de institución, o que nosotros mismos hemos elegido, y que sólo tienen una relación arbitraria con las ideas” (Condillac 1999: 19a). La clasificación establecida por Condillac se corresponde con su concepción de la evolución del lenguaje. En un primer momento, el lenguaje habría estado compuesto por signos naturales, como ahora lo está el de algunas especies animales, constituyendo una forma de lenguaje de acción: El hombre empieza a ‘hablar’ el lenguaje de las acciones tan pronto como experimenta algún sentimiento, y habla sin hacerse ningún propósito de comunicar sus pensamientos (Condillac 1999: 2.397a).

 

[9] Véase, por ejemplo, el “Prólogo” de El otro, el mismo (1964).

 

10] En la semiótica de Greimas se sostiene que los lexemas (o sea las palabras, las unidades léxicas de una lengua, que ya son un sistema semiótico organizado) contienen unidades de significado, compuestas por semas nucleares estables, registrados en el sistema y por semas contextuales, variables y válidos en determinadas circunstancias, los clasemas. Los lexemas representan las virtualidades del significado (sememas) susceptibles de expandirse para dar vida a verdaderas representaciones, que en un primer momento serán simplemente figurativas, para luego volverse discursivo-sintácticas (es decir sintagmáticas) y por último textuales (veáse Greimas 2000). Eco define el mismo procedimento en estos términos: “la lógica de los relativos de Peirce trasforma la representación semántica de un término en un texto potencial (cada término es una proposición rudimentaria y cada proposición es un argumento rudimentario). En otras palabras, un semema es un texto virtual y un texto es la expansión de un semema (Eco 1990: 267, la traducción es mía)..

 

[11] La traducción intersemiótica consiste en la interpretación de signos verbales mediante signos no verbales o viceversa, y en interpretar signos no verbales de un sistema con signos verbales de otro sistema (véase Jakobson 1985).

 

[12] Desde esta perspectiva ‘fónica’, la mentira del truco, según nuestra opinión, parecería querer basarse en una simulación de la ‘energía de la voz’. Los lingüistas Castelfranchi y Poggi hablan de la mentira en términos de simulación, para ellos es un acto lingüístico que se mimetiza, que toma las formas de un acto de información” (Castelfranchi y Poggi 2000: 196). A esto podemos agregar que la mentira criolla del truco, según la versión borgeana, imita el tono y la intensidad de la emisión de un acto informativo. Dicho en términos pragmáticos, la mentira del truco es la simulación de las formas locutorio-expresivas del acto lingüístico de la información.

 

[13] Para Peirce el signo es fruto de una correlación triádica que consta de tres categorías: la primeridad (Firstness), la Segundidad (Secondness) y la Terceridad (Thirdness), “ideas generales”, “inclinaciones” o “tendencias” que yacen en todo pensamiento humano (CP 1.356, c.1890).

 

[14] “Lo primero es aquello cuyo ser es simple en sí mismo, que no se refiere a nada ni se esconde detrás de nada; [éste vehicula las nociones de] presente, inmediato, fresco, nuevo, inicial, original, espontáneo, libre, vívido, consciente y evanescente” (CP 1.356-357, 1890 ca.). Peirce ilustra el concepto de primeridad en estos términos: “lo que fue para Adán el mundo el día en el cual abrió los ojos” (CP 1.356-357, 1890 ca.); “la primeridad es el modo de ser de lo que es así como es, positivamente y sin referirse a otra cosa” (CP 8.32, 1904).

 

[15] Es necesario recordar aquí que, como señala Beatriz Sarlo, la representación de las orillas y sus habitantes en la literatura de Borges son el nostálgico rescate, en la Buenos Aires de los años 20, de un pasado imaginario (véase Sarlo 2003).

Con el término el “grano” de la voz Barthes hace referencia sobre todo al modo mediante el cual la voluptuosidad de la emisión sonora, la voz, trabaja en la lengua. La voz es una ‘corposidad’ del habla, se sitúa en la articulación del cuerpo y el discurso. Según Barthes, la tarea de la voz es la de mediar entre el cuerpo y la palabra. El grano hace referencia a la física de la voz, en el sentido de cómo la voz está en el cuerpo o cómo el cuerpo está en la voz (Barthes 1985: 257-266).

 

[16] Didier Anzieu ha subrayado la existencia precoz (anterior a la fase del espejo) de un espejo sonoro o de una piel “auditivo-fónica”, que condiciona la capacidad de significar o de simbolizar el aparato psíquico (Woscoboinik 1988: 194).

 

[17] Para profundizar el tema de la incidencia de las culturas y lenguas en la vida y obra de Borges, véase Rodríguez Monegal 1993.

 

18] Según Kristeva, lo “semiótico” consiste en la situación pre-edípica, anterior a la significación, en la cual se originan las pulsiones previas a la formación del individuo, y lo “simbólico”, el conjunto de leyes que organizan la significación social vigente y que conducen a la “ley del padre”. Kristeva sostiene que la constitución del sujeto tiene lugar en el “corte” entre significante y significado, que estriba en una alteración de la movilidad semiótica (Kristeva 1974: 50), y fundamentalmente como la interrupción de la relación con la madre, vínculo que se transforma en “relación simbólica” con el otro. Barthes, citando a Julia Kristeva, habla de “geno-canto”, o bien el “volumen de la voz que canta y que dice”; “el espacio en el cual los significados germinan en el seno de la lengua y en su materialidad”; es “la dicción de la lengua”, asegura el semió-logo francés, “no lo que ella dice, sino la voluptuosidad de sus sonidos significantes” (Barthes 1985: 261).

 

[19] Borges cuando habla de la poesía hace referencia a una raíz irracional y mágica del lenguaje (y no a una base semántica y racional), pues la voz inarticulada se encuentra en los albores de muchas culturas que conducen de diferentes maneras a la esfera acústica la presencia de lo divino. Así escribe Borges en El otro, el mismo: “El danés que articulaba el nombre de Thor o el sajón que articulaba el nombre de Thunor no sabían si esas palabras significaban el dios del trueno o el estrépito del trueno [...]. La poesía quiere volver a esa antigua magia. Sin prefijadas leyes, obra de un modo vacilante y osado, como si caminara en la oscuridad” (1989 vol. II: 236).

 

Ensayo de María Amalia Barchiesi

 

Publicado, originalmente, en: Itinerarios 2007; 5 : 89-100

Revista Itinerarios se edita desde 1993 en el Instituto de Estudios Ibéricos e Iberoamericanos de la Universidad de Varsovia.

Link del texto https://itinerarios.uw.edu.pl/resources/html/article/details?id=224378

 

Ver, además:

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