Alejandra Pizarnik: una identidad entre dos orillas [1]

Ensayo de Luis Bagué Quílez

(Universidad de Alicante)

RESUMEN

En este artículo se analizan las relaciones entre la obra de la escritora argentina Alejandra Pizarnik y la de diversos poetas españoles contemporáneos. El objetivo de este trabajo es destacar la recurrencia de ciertas codificaciones simbólicas asociadas con la representación de la identidad, desde la autoafirmación subjetiva (la presencia del nombre propio) hasta las estrategias retóricas de la posmodernidad (la disolución del yo, la disociación psíquica, la escritura esquizofrénica). Las etapas por las que atraviesa la producción literaria de Alejandra Pizarnik encuentran un sugerente correlato en las fórmulas discursivas con las que la poesía española reciente acoge una subjetividad difusa y una identidad en construcción.

Palabras clave: Alejandra Pizarnik, identidad estética, representación subjetiva, poesía argentina, poesía española

ABSTRACT

This paper seeks the legacy of Alejandra Pizarnik’s work in several contemporary Spanish poets. The aim of this article is to analyze the symbolic codes related to self-representation, such as self-statement (the presence of the authoress’ name) or certain postmodern rhetoric strategies (self-dissolution, psychic dissociation, schizophrenic writing). The stages of Pizarnik’s poetry are reflected in the discourse modes of recent Spanish poetry, which is based on a blurred self and an identity in progress.

Keywords: Alejandra Pizarnik, aesthetic identy, self-representation, Argentinian poetry, Spanish poetry

1. Yo soy Alejandra: debajo de mi nombre (1955-1960)

En poco más de quince años, Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 19361972) desarrolló una trayectoria singular en el ámbito de las letras hispánicas. Sus inquietudes obsesivas, su interés por el silencio y su temprano suicidio han favorecido la imagen de un universo cerrado, plegado sobre sí mismo, que convoca una textualidad hermética e intransitiva. Por un lado, la poesía de Pizarnik ha tendido a interpretarse a la luz de una falacia autobiográfica que exigiría contemplar los principios de su obra desde el final de su vida. Por otro, el arrastre inercial de su voz la ha condenado al panteón de aquellos poetas fuertes —en términos de Harold Bloom— que no dudan en devorar a quienes se proclaman sus herederos, según la costumbre parricida de Saturno. Así, el consenso crítico sobre Pizarnik suele cimentarse en dos mitos modernos: el deslumbramiento de la heterodoxia y el anhelo de una escritura autosuficiente, que no parece derivar de ninguna tradición y que conduce al callejón sin salida del solipsismo. Sin embargo, su originalidad es un proceso gradual que no resulta incompatible con la voluntad comunicativa. Por eso, a pesar de reflejar la radical heterogeneidad del ser, sus versos siguen conmoviendo y conmocionando al lector del siglo XXI.

La personalidad en marcha de la autora requiere dividir su producción poética en varios tramos, a sabiendas de que no existen suturas perfectas y de que toda parcelación incluye dosis (más o menos homeopáticas) de arbitrariedad. Más allá de su sostenida urdimbre y de su trabazón interna, en la lírica de Pizarnik se pueden apreciar tres momentos que se corresponden con un periodo de aprendizaje, un periodo de madurez y un periodo de extrañamiento en el que transustancia, modifica o disuelve los materiales con los que había levantado su arquitectura estética. A su vez, cada una de estas etapas se vincula con nuevas metamorfosis —los “cambios de piel” del personaje— y con un profuso inventario de símbolos.

El primer tramo abarca tres libros —La tierra más ajena (1955), La última inocencia (1956) y Las aventuras perdidas (1958)—, así como algunos poemas compuestos en esas fechas, pero no publicados en volumen exento. En todos ellos, Pizarnik busca un reconocimiento objetivado en las cosas cotidianas, en los escritores a los que admira o en los artefactos irónicos con los que intenta ganar la complicidad de sus lectores. En esta etapa asistimos al corte y confección de un sujeto que transcribe el mundo exterior con pulso narrativo y que engloba la realidad dentro de una mirada cubista. El acto de escribir descompone el universo en mónadas de sentido y concibe los cuerpos como someras lecciones de anatomía forense. Asimismo, la posesión inalienable de la palabra (“Poema a mi papel”, “[...] de mi diario”) trasciende el acercamiento simultaneísta y los estímulos perceptuales que poco a poco irán cristalizando en la alquimia del silencio. Esta perspectiva se enriquece con los correlatos objetivos de “Emily Dickinson” y “Caroline de Gunderode”, en quienes Pizarnik halla la encarnación de la dialéctica entre la reclusión y la huida. Con todo, la poeta simbolista estadounidense y la poeta romántica alemana son aún figuras en un paisaje, maniquíes de un yo que necesita tamizar su propensión autobiográfica mediante máscaras y contramáscaras. La continuidad psicológica entre la persona y sus trasuntos histórico-ficcionales se fragmenta en aquellos bailes de disfraces a los que Pizarnik acude vestida de amante despechada (“La enamorada”), viajera baudeleriana (“La última inocencia”), ave prisionera (“La jaula”) o criatura desarraigada (“Hija del viento”, “Exilio”). Estas proyecciones deliberadamente ingenuas han contribuido a alimentar el tópico que defiende la existencia de un sujeto trágico con múltiples caras, acaso sin advertir —como previene César Aira (Aira 1998: 19)— que tales personajes patéticos le permiten a la autora escapar de los clichés del discurso sentimental.

El desfile carnavalesco de los textos anteriores poco tiene que ver con la severa autoafirmación de “Yo soy...”, donde los emblemas del vacío se interiorizan en la intuición del abismo tan temido. A partir de su segundo libro es posible distinguir el principal recurso que sirve de soporte al desdoblamiento: la autonominación. Si bien es cierto que Pizarnik no utiliza habitualmente este mecanismo, sus escasas apariciones deben considerarse —por su carácter excepcional— sintomáticas al respecto. La autonomina-ción funciona como metáfora orientacional en “Solo un nombre”, en el que las señas de identidad se ocultan tras una pudorosa minúscula: “alejandra alejandra/debajo estoy yo/alejandra” (Pizarnik 2010: 65). Como si se tratara de un juego de muñecas rusas o de los títulos polisémicos de Magritte, el poema superpone diversos estratos significativos en torno a un mismo nombre, de modo que el nivel consciente regula las pulsiones que anidan en el trasmundo inconsciente. Paralelamente, la estructura visual reproduce la forma de una pirámide invertida, de tal manera que el nombre del último verso sostiene el peso de las dos alejandras geminadas que comparecían en el primero. En suma, el vértice es la punta del iceberg, el rastro de una subjetividad sumergida bajo la superficie del desdoblamiento. Otros pasajes posteriores exhiben variaciones alrededor de este tema: “Yo lloro debajo de mi nombre” (Pizarnik 2010: 73), “Tú lloras debajo de tu llanto” (Pizarnik 2010: 77) o “Sé del miedo cuando digo mi nombre” (Pizarnik 2010: 87). No obstante, el desdoblamiento no determina el punto de término de la alteri-dad, sino un lugar de partida que la autora pronto abandonará para adentrarse en una experiencia reveladora del miedo y de la angustia (Aira 1998: 51).

El particular uso de la autonominación en Pizarnik puede compararse con el papel que dicho procedimiento desempeña en la poesía española contemporánea. Desde el medio siglo, los lazos que ligan al yo enunciativo con el documento de identidad se han explotado como estrategias discursivas para introducir un guiño irónico (en José Hierro), expresar una reciprocidad solidaria (en Blas de Otero), o mostrar un eslabón en la cadena del fracaso (en Ángel González). La configuración de un individuo con nombre y apellidos verificables responde a un pacto autobiográfico cuya finalidad no es potenciar la anagnórisis entre el poeta y el personaje de sus versos, sino más bien distanciar al nombre propio del sujeto lírico, con quien solo coincide en la eventualidad de su homonimia[2]. Esta escisión desemboca en distintas vertientes de auto-elegía y de autoironía, como se observa, por ejemplo, en Miguel d’Ors. En esta encrucijada, los nuevos autores deciden suprimir la evidencia de los vínculos nominales —“escribí que mi nombre no era David”, escribe David Mayor (2005: 75)—, o dotar a la intimidad de una dimensión colectiva —“Perdurará mi nombre, hasta/donde sé, en las personas/que vuelvan a llamarse Carlos Pardo”, confiesa Carlos Pardo (2007: 54)—.

Sin embargo, la autonominación ofrece otras posibilidades. Cuando se conecta con una identidad de género, el nombre propio se convierte en la llave de la habitación privada que había reivindicado Virginia Woolf. En esta dirección, algunas poetas actuales esgrimen una autoafirmación cautelosa y relativista, plagada de dudas retóricas y de desconfianzas metódicas. La primera persona actúa aquí como caja de resonancia de los conflictos ideológicos o como copia certificada de un yo que somatiza en su cuerpo las enfermedades del organismo social. Así sucede en las genealogías femeninas que pueblan la obra de Yolanda Castaño, Elena Medel o Erika Martínez. Si la primera se metamorfoseaba en una minúscula “yolanda emigrante de mí” (“Poema a Yolanda”, cf. Rodríguez 2001: 57), la segunda asumía la otredad de su nombre (“Espejo”, Medel 2002: 46-47). Una de las autorrepresentaciones más llamativas es la que se escenifica en “Hundimiento del Erika”, de Erika Martínez, donde el nombre de la autora, grabado en el casco de un petrolero hundido, genera una fugaz empatía que el desenlace contradice con rotundidad: “No existen túneles secretos/ que comuniquen ser y nombre./Me retracto de lo que me impulsó/a comenzar este poema” (Martínez 2009: 44). Esta conclusión inesperada y anticlimática provoca un cortocircuito entre el lenguaje y su referente, el sujeto poético y el objeto poemático. Como adivinó Pizarnik, debajo de los nombres solo hay una “negra capa”, una fuga, un vertido residual.

2. Yo soy otra: síndromes carenciales (1962-1965)

En Árbol de Diana (1962) y Los trabajos y las noches (1965), Alejandra Pizarnik despliega una ritualización organizada en torno a ciertos núcleos conceptuales. La condensación prosódica de estos libros se asocia con la huella de un mito personal o con la sombra evanescente de un amor que se cumple en la soledad y que se realiza en el silencio. Ya en el prólogo de Árbol de Diana, Octavio Paz subrayaba que “el árbol de Diana no es un cuerpo que se pueda ver: es un objeto (animado) que nos deja ver más allá, un instrumento natural de visión” (cf. Pizarnik 2010: 102). Las iluminaciones traslúcidas de Pizarnik señalan la evolución desde una estética del desdoblamiento hacia una poética de la renuncia. La concentración, la elipsis y la sustracción son las claves que le permiten al lector avanzar entre un laberinto de símbolos. He aquí el ejemplo hipostasiado de una escritura “de la mínima diferencia: la diferencia entre nada y algo, entre el silencio absoluto y una voz fragmentada[3] (Zizek 2006: 156). Títulos como “La carencia”, de su tercer libro, anuncian la acotación de un campo semántico sembrado de huecos e indeterminaciones. “Sentido de su ausencia”, “En un lugar para huirse”, “Desmemoria” o “Un abandono” no solo constituyen las piezas geométricas de un caleidoscopio sentimental, sino los indicios de una cosmovisión que se manifiesta contra la derridiana metafísica de la presencia, y que encuentra su paradójica afirmación en “lo que falta y está ausente” (Soncini 1990: 9). A partir de la ascesis retórica, la autora exhibe distintos estados carenciales.

     2.1. La sed

La sed es la figura de la escasez, de la evaporación, del anhelo suspendido en una inminencia sin solución ni continuidad. Según Alejandra Pizarnik, este término no transmite el desasosiego vislumbrado en el fondo del vaso. Al contrario, la carencia adopta el signo de un enigma —“Te anuncias como la sed” (Pizarnik 2010: 163)—, una divisa literaria —“para reconocer en la sed mi emblema” (Pizarnik 2010: 171)—, un límite entre la realidad y el deseo —“una presencia para tu sed” vs. “esta ausencia que te bebe” (Pizarnik 2010: 193)—, o una repetición del gesto de Tántalo —“en la mano que busca el vaso,/en el vaso inalcanzable,/en la sed de siempre” (Pizarnik 2010: 205)—. Esta alegoría del vacío entronca con la indagación de Ada Salas, que en La sed (1997) dio cauce a una poética del silencio caracterizada por la profilaxis referencial y por la contracción hacia la médula de lo decible. También en su ensayo Alguien aquí. Notas acerca de la escritura poética, Salas situaba su programa artístico bajo la advocación de Alejandra Pizarnik, pues el título del libro y la cita inicial reproducen un pasaje de “Caminos del espejo”: “Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy sola y escribo. No, no estoy sola. Hay alguien aquí que tiembla” (Pizarnik 2010: 243 y Salas 2005: 9). La sed de Ada Salas viaja hacia la raíz de la sed de Pizarnik, ya que las dos localizan el origen de ese apetito no colmado en la estructura profunda de las palabras. Para ambas, la poesía es un idioma esencial, sin más atributos que la vocación de permanencia ni más efectos textuales que el afán de revelación. En consecuencia, el lenguaje ha de despojarse de las marcas subjetivas y de las ataduras circunstanciales que rodean al proceso creativo: “La poesía no tiene circunstancias; no es contingencia; no es materia, es sustancia; no es atributo, es sujeto. Carece, pues, de espacio, de tiempo. Carece de personajes puesto que carece, debe carecer, fundamentalmente, de autor” (Salas 2005: 58). El intento de dar volumen a la ausencia desemboca en una práctica en la que la sed guía el misterio y la búsqueda, el placer del contexto y el empeño de nombrar un dolor en carne viva: “Apacienta/la sed//de mi silencio” (Salas 2009: 112), “Dame seca la sed para invocarte” (Salas 2009: 141), “la sed/que te precede//imposible palabra” (Salas 2009: 144). El recorte de la figuración verbal y la cortedad del decir animan la pesquisa de quienes siguen preguntándose, en la estela de Machado, “para qué sirve la sed”.

     2.2. El espejo

En la producción de Alejandra Pizarnik, la dinámica especular propicia un desarrollo de lo mismo a lo otro; es decir, un tránsito desde la escisión hasta la disociación (Depetris 2004: 36-39). Si lo primero implica una fisura psíquica, lo segundo exige una desfamiliarización con respecto a la propia imagen. En definitiva, el desdoblamiento deja paso a la otredad, como se lee en Árbol de Diana: “El poema que no digo,/el que no merez-co./Miedo de ser dos/camino del espejo:/alguien en mí dormido/me come y me bebe” (Pizarnik 2010: 116). El espejo crea un espacio de epifanía y transferencia, donde la superficie carnívora de Lewis Carroll converge con las cóncavas deformidades del callejón del Gato. Para Pizarnik, el juego especulativo cristaliza en una inversión biográfica gracias a la cual pasado y presente coinciden en el umbral de la mirada. La pequeña muerte que habita en el azogue y las metamorfosis de esta nueva “Alicia en el país de lo ya visto” diseñan un mundo al revés en el que los espejos obturan la transparencia, el rostro es vampirizado por la máscara y la propiedad se transforma en desposesión. Esa profesión de fe en la capacidad germinativa del reflejo llega a adoptar el formato de una declaración amorosa: “He tenido muchos amores —dije— pero el más hermoso fue mi amor por los espejos” (Pizarnik 2010: 227), sentencia en “Un sueño donde el silencio es de oro”, incluido en Extracción de la piedra de locura, aunque compuesto en 1963.

El extrañamiento óptico aparece a menudo presidido por el lema je est un autre, de Rimbaud. Así se advierte en algunos ejemplos extraídos de la poesía española actual. Ya Ada Salas había afirmado, en un pasaje del citado Alguien aquí, que “solo a través de la búsqueda, la espera y el alumbramiento poéticos puede llegarse a esa otra realidad propia, a ese ‘yo es otro’ de Rimbaud” (Salas 2005: 16). Y, poco antes, Josep M. Rodríguez había compilado una antología elocuentemente titulada Yo es otro. Autorretratos de la nueva poesía (2001). En diversos textos recientes se reúnen el homenaje al poeta francés y la reflexión sobre el estadio del espejo. De ello dan prueba “Otro”, de Javier Rodríguez Marcos (“Más allá, en el espe-jo,/no soy yo”, Rodríguez Marcos 2002: 51), y “Espejo”, de Elena Medel (“No soy yo quien observa. No soy yo”, Medel 2002: 46). Por su parte, el tributo artístico no es incompatible con las paradojas de la identidad, como muestra “Rimbaud”, de José Luis Piquero, en el que la experiencia de la alteridad se acomoda a la pauta de un verso con variaciones: “Yo no quiero ser yo”, “Yo no sé quién soy yo”, “Yo no pude ser yo” (Piquero 2004: 193). Finalmente, la violencia especular no solo afecta a la mirada, sino que revierte sobre la dicción, según se aprecia en “Ahora que te ven desde el espejo”, de Antonio Lucas, cuyo comienzo proclama “Yo no soy el que digo” (Lucas 2004: 40).

La travesía del espejo es indisoluble de una contemplación omnisciente, en la que alternan la pulsión destructiva y la voluntad regeneradora. Esta potencia subversiva está sublimada en un poema de Árbol de Diana que defiende la impureza de la visión: “una mirada desde la alcantarilla/ puede ser una visión del mundo//la rebelión consiste en mirar una rosa/ hasta pulverizarse los ojos” (Pizarnik 2010: 125). La solemne impugnación del creacionismo huidobriano halla continuidad en “Historia natural de los sentidos”, de Jesús Jiménez Domínguez. El recorrido por la fortuna literaria del sempiterno tema de la rosa se abre ahora con una alusión explícita a la pieza de Pizarnik: “Alejandra Pizarnik dejó escrito que la rebelión/consiste en mirarlas hasta pulverizarse los ojos” (Jiménez 2012: 22).

En definitiva, el espejo no solo muda la piel de quien acude a su encuentro. Su sorprendente brillo nos invita a adentrarnos en el lado imprevisto de lo real.

                2.3. La casa

Alejandra Pizarnik no admite más horizonte que su cuerpo. Esta idea se proyecta en un territorio en el que confluyen dos concepciones metoními-cas, con consecuencias contrapuestas: por un lado, un cuerpo cerrado que funciona como recinto amurallado, hortus conclusus o dorada prisión; por otro, un cuerpo abierto y telúrico, rendido a la inmensidad del espacio o arrojado a la voraz intemperie (Depetris 2004: 149-150). Este doble cuerpo responde a una iconografía igualmente dual. La primera formulación (el cuerpo cerrado) se asocia con una ciudadela interior o con un universo miniaturizado entre las cuatro paredes que enmarcan la privacidad (Dobry 2004: 33-34)[4]. Tal planteamiento se evidencia en el díptico integrado por “Cuarto solo” y “La verdad de esta vieja pared”, cuyo último verso reproduce el aliterado murmullo de la 'm’ que comparten muerte y muro. “es muro es mero muro es mudo mira muerte” (Pizarnik 2010: 194). Esta pared con grietas y desgarrones tematiza la deconstrucción del cuerpo, o, mejor dicho, la progresiva disolución de la conciencia de la corporeidad (Foster 1994: 321). La segunda metáfora corporal (el cuerpo abierto) ya no pretende guarecerse tras ningún muro de contención. Por el contrario, se complace en la libertad que convoca “mi cuerpo elemental” (Pizarnik 2010: 158), en el silencio desolado que atraviesa “mi cuerpo mudo” (Pizarnik 2010: 159), o en el desasosiego que se propaga “en la noche de los cuerpos” (Pizarnik 2010: 171). La articulación del cuerpo como lugar doméstico se desmorona entre los vestigios de una naturaleza nocturna.

La poeta española Miriam Reyes no es ajena a esta fractura psíquica en la que conviven herida y cicatriz.[5]. Mediante una revisión de la vanitas barroca, Reyes identifica el tema de las ruinas con las transformaciones de un cuerpo que adopta la fisonomía de un páramo desierto, una vaina seca o una cáscara donde se escuchan el latido de las postrimerías de Valdés Leal o el diapasón temporal de Las edades y la muerte, de Hans Baldung Grien. Esa violencia expresiva se materializa en “No soy dueña de nada”, un breve tratado acerca de la desposesión que se erige sobre la imagen fundacional de la casa: “Toda la tierra que tengo la llevo en los zapatos./Mi casa es este cuerpo que parece una mujer,/no necesito más paredes y adentro tengo/mucho espacio:/ese desierto negro que tanto te asusta” (cf. Abril 2008: 327). La nota introductoria al poema en la antología Deshabitados incide en la doble dimensión de la casa como interior y exterior, cuerpo cerrado y cuerpo abierto, fortaleza y despojo: “Una propiedad que me posee/ un refugio que me deja a la intemperie” (cf. Abril 2008: 326). Para Miriam Reyes, al igual que para Pizarnik, el cuerpo no es ni una posesión ni un hogar. En todo caso se confunde con un corpus lingüístico, integrado por las pocas voces capaces de conjurar el vacío. De manera similar, el organismo poético asume una codificación plural como bosque (Erika Martínez), contestador automático (Vanesa Pérez-Sauquillo), sujeto paciente (Julieta Valero), carnada (Yolanda Castaño) o cárcel (Ana Merino).

                2.4. El hilo

Los hilos que tejen el discurso de Alejandra Pizarnik se asimilan a los vínculos existentes entre la palabra y el mundo. No obstante, la relación entre significantes y significados se vuelve cada vez más tenue y, al cabo, llega a romper la correspondencia biunívoca entre las dos caras del signo. Su poesía se aproxima así a la escritura esquizofrénica propugnada por Fredric Jameson (Jameson [1984] 1991: 41-86). Se trataría de un mecanismo posmoderno que favorece el contacto entre los significantes para intensificar la sensación de irrealidad. Sin embargo, Pizarnik no participa de la finalidad lúdica de dicho procedimiento. Sus versos se limitan a reflejar una imposibilidad: la que le impide restituir las conexiones entre el objeto y la batería del lenguaje.[6]. De este modo, el hilo manifiesta un nuevo síndrome carencial, cifrado en la textura de la incertidumbre. En este ámbito se desanudan los lazos que aprisionan las sombras, los que unen la mirada al sollozo o los que registran el temblor sísmico del alma. Además, este símbolo representa el distanciamiento del yo, en la medida en que le permite a la autora tomar conciencia de su otredad: “te alejas de los nombres/ que hilan el silencio de las cosas” (Pizarnik 2010: 130).

El hilo como razón de ser protagoniza Hilos, de Chantal Maillard, a lo largo del cual la poeta postula el poder redentor de la voz frente al desorden torrencial de las emociones. El afán comunicativo surge de “la maraña de hilos/que la memoria ensambla por/analogía” (Maillard 2007: 107), con el propósito de asediar el corazón del silencio: “Hay hilo,/otro hilo./La palabra silencio dentro” (Maillard 2007: 14). Desde otra ladera, Ana Gorría ha dispuesto en Araña una instalación literaria alrededor del símil de quien devana palabras hasta confeccionar una tupida red táctil. El vuelo ilusionista de la videocreación y los picados y contrapicados del land art se dan cita en una escritura que opta por el metrismo enjuto y por la insinuación minimalista. La telaraña, el ovillo y la “madeja sucia de hilo negro” (Gorría 2004: 58) incorporan connotaciones mitológicas (“Ariadna olvida el mar”) o artísticas (“Spider”, una peculiar écfrasis basada en las esculturas de Louise Bourgeois). Desde una perspectiva existencial o desde un enfoque estético, el hilo se convierte en el nexo que subordina los imperativos de la identidad al descubrimiento de una particular cosmodicción.

3. ¿Quién es yo?: hilos de voz (1968-1972)

En Extracción de la piedra de locura (1968), El infierno musical (1971) y los poemas póstumos reunidos en Textos de Sombra y otros poemas (1982), la antigua presencia del nombre propio ha quedado reducida a un hilo de voz que se define por tres rasgos: negatividad, precisión y transparencia. La fragmentariedad del yo se plasma en el reiterado anuncio de la oscuridad y de la muerte. En este sentido, la pérdida del “nombre que me llamaba” (Pizarnik 2010: 216) conduce a un nuevo estado en el que la subjetividad no tiene forma ni dintorno, sino tan solo la vaga consistencia de un color, como se rubrica en “Ojos primitivos”: “Vacío gris es mi nombre, mi pronombre” (Pizarnik 2010: 267). En otro verso del mismo poema, Pizarnik reconoce: “Escribo contra el miedo”. Ese miedo difuso al que declara una guerra sin cuartel no puede ser más que el temor a no escribir, a aceptar definitivamente el apagón analógico del silencio. La contienda entre lo que no merece ser nombrado y la fluidez verbal constituye la principal batalla de sus últimas composiciones.

                3.1. El silencio  

Como se ha comentado, el silencio es uno de los temas centrales en el universo de Pizarnik. En sus últimos textos, la importancia este motivo va más allá de la simple huella argumental: no en vano, la otredad pierde entidad como conflicto ontológico para transmutarse en un problema esencialmente lingüístico, asociado con la insuficiencia referencial de las palabras (Depetris 2004: 34). La escritora había confesado en una entrevista realizada por Martha Isabel Moia, e incluida en la antología El deseo de la palabra (1975): “El silencio, única tentación y la más alta promesa. Pero siento que el inagotable murmullo nunca cesa de manar [...]. Por eso me atrevo a decir que no sé si el silencio existe” (Moia 1975: 248). La soledad y la sombra evocan el “inagotable murmullo” que subyace a la aporía de “decir el silencio”. A este respecto, cabe diferenciar dos actitudes complementarias ante el silencio: o bien la incapacidad de la enunciación para mencionar lo ignoto, o bien la atracción hacia un sugerente “no dicho”, que brota del interior de la palabra misma y que contiene la vibración elemental de la intimidad lírica (Soncini 1990: 7-8).

Hacia esta segunda acepción se orientan algunos poemas de Los trabajos y las noches, como “Las grandes palabras”, “Pido el silencio” o “Silencios”. Los tres versos de los que consta este último —“La muerte siempre al lado./Escucho su decir./Solo me oigo” (Pizarnik 2010: 188)— sirven como epígrafe inicial de “Extremos”, de Josep M. Rodríguez. En su composición, el autor utiliza la estética del desasosiego cultivada por Pizarnik para relatar una escena nocturna que culmina con un oscuro presentimiento: “Escucho el silencio/y mi respiración/como pedazos de algo que está roto.//La oscuridad, mis dedos, el pasillo./Detrás de cada grieta está la nada” (Rodríguez 2004: 14). Otros textos de Pizarnik no recogidos en libro, como “En honor de una pérdida”, de 1962, demuestran la ambivalente relación con el silencio que la escritora refería en la entrevista antes citada. El eco del fragmento “Desde mi respiración desoladora yo digo: que haya lenguaje en donde tiene que haber silencio” (Pizarnik 2010: 345) resuena en una de las pintadas de Muro con inscripciones, de Jorge Riechmann. El poeta reúne a Sylvia Plath y a Alejandra Pizarnik para reclamar la compatibilidad entre la aspiración a la verdad y la exposición de un mensaje vitalista: “Algo grita/desde un abismo lateral/helado://evita el lugar donde/ el testimonio de la verdad/sea la muerte” (Riechmann 2000: 96).

En la misma isotopía insisten “Figuras y silencios”, “Signos”, “Endechas” o “En esta noche, en este mundo”. Si en “Signos” Pizarnik había dicho que “todo hace el amor con el silencio” (Pizarnik 2010: 276), en “En esta noche...” matiza: “no/las palabras/no hacen el amor/hacen la ausencia/ si digo agua ¿beberé?/si digo pan ¿comeré?” (Pizarnik 2010: 398-399). Esta impugnación del carácter genesiaco de la poesía entronca con la meditación de Javier Rodríguez Marcos en “Extinción”. Aquí, la hipótesis creacionista (“Escribo pan y muerdo la palabra”, “Escribo la palaba alcohol y trago/para cerrar la herida”, “Pronuncio pez y me quedo en silencio”) terminaba por ratificar la incapacidad de las palabras a la hora de dar cuenta de lo real: “Escribo lluvia/para apagar el fuego/que convierte en cenizas casi instantáneamente/la estéril soledad de todo lo que digo” (Rodríguez Marcos 2002: 54).

                3.2. La voz

La introducción de un yo desdoblado en las dislocaciones subjetivas de Alejandra Pizarnik genera una combinatoria de temas y series léxicas bajo cuya aparente aleatoriedad se esconde una correspondencia solidaria entre forma y fondo. La poeta “puede dejar hablar a las ‘voces’” que tejen su discurso, “al tiempo que mantiene la más estricta vigilancia sobre su trabajo” (Aira 1998: 58). La eterna dialéctica entre la voz del orden y la voz del caos deriva en una voz nueva y desconocida. Esta instancia elocutiva supera la escisión entre el vacío posmoderno y los excesos del egotismo romántico. Así, el no lugar desde el que la escritora pronuncia su mensaje se levanta sobre el abismo del pensamiento posmoderno y sobre las ruinas del proyecto romántico que entendía la poesía como experiencia. Su desafío metapoético oscila entre el acatamiento de las convenciones líricas y la tendencia a expandirse más allá de los límites aceptados, hacia el “espacio privilegiado” del silencio (Rodríguez-Matos 2011: 585-587).

El estatuto de la voz como construcción discursiva aparece ya en algunos inéditos de la primera etapa de Pizarnik: “el cuerpo se hace/la voz se rehace” (Pizarnik 2010: 331). Poco a poco, la protagonista va cediendo a la duplicidad de las voces que habitan en su escritura, y que la convierten en ventrílocua de sí misma: “No puedo hablar con mi voz sino con mis voces” (Pizarnik 2010: 264), “Cae la música en la música como mi voz en mis voces” (Pizarnik 2010: 278), o “Hablo con la voz que está detrás de la voz” (Pizarnik 2010: 290)[7].

La Alejandra que buscaba su nombre debajo de los nombres desgastados por el uso encuentra ahora su voz definitiva detrás de las máscaras virtuales que hablan por ella. Por tanto, la aleación entre la máscara y la sombra se ajusta a las facciones reales —“¿Tendré tiempo para hacerme una máscara cuando emerja de la sombra?” (Pizarnik 2010: 450)—, y remite al verso de Dylan Thomas “O make me a mask”, con el que Julio Cortázar había encabezado su relato “El perseguidor”. De acuerdo con este planteamiento, Álvaro Tato ha explotado la polisemia del antifaz en Cara máscara, cuyo “Poema de las máscaras” resume la condición especular, el hilo de la metáfora y la disolución de la propia voz en una voz otra: “Traban la rueca lenta de los días,/parten el huso hueco de las noches,/derrocan nuestra voz. Porque eres otro,/porque eres yo y escribo tu poema” (Tato 2007: 51).

                3.3. El álter ego

Junto con la máscara que modula la voz, cabe mencionar el icono de la muñeca, que cobra un valor singular en la obra de la autora. Las muñecas de Pizarnik no son simples correlatos objetivos ni presencias mudas e inanimadas. Por el contrario, adquieren el rango de un personaje dramático que ilustra la categoría freudiana de lo siniestro. En efecto, encarnan obsesiones habituales, como el cautiverio (“la muñeca en su jaula”, Pizarnik 2010: 233), la fragilidad (“muñequita de papel”, Pizarnik 2010: 258; “una muñeca de huesos de pájaro”, Pizarnik 2010: 382) y el silencio (“muñecas, estatuas, cosas mudas”, Pizarnik 2010: 272). Con frecuencia la identificación difumina las fronteras entre el objeto y su poseedora, de tal modo que la muñeca se erige en inquietante doppelganger —“Esta muñeca vestida de azul es mi emisaria en el mundo” (Pizarnik 2010: 357)—, o en el vehículo de una violencia latente y pulsional —“Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de muñeca” (Pizarnik 2010: 265)—. El teatro de la crueldad representado por Pizarnik alcanza su destilación más estreme-cedora en el largo poema “Extracción de la piedra de locura”, que toma su título del grabado homónimo de El Bosco.[8]. En este texto, la epopeya a través del sentido desemboca en una desrealización paralela del cuerpo y de la palabra: “Briznas, muñecos sin cabeza, yo me llamo, yo me llamo toda la noche” (Pizarnik 2010: 250). Las muñecas terribles de Pizarnik son herederas de la ortopedia surrealista del maniquí (“Maniquí desnudo entre escombros”, Pizarnik 2010: 343) y del falso dinamismo de la marioneta, unida por hilos invisibles a la mano que la mueve a su antojo (“Sonríe y yo soy una minúscula marioneta rosa con un paraguas celeste”, Pizarnik 2010: 250). La transfusión cordial entre el sujeto poético y su álter ego se constata asimismo en ciertas composiciones escritas por poetas españoles actuales, como “Mi muñeco”, de Pelayo Fueyo, y “La muñeca”, de Erika Martínez. En el primero, el muñeco de trapo —inmune a los estragos de la edad— le recuerda a su dueño la materia perecedera de la que está hecho: “Mi muñeco sonríe cada vez que descubro/una arruga en mi rostro. Acaso se le olvida/que en su carne de broma se eterniza mi infancia,/y, si aún sobrevive, es porque mi nostalgia/tras su burla desplaza el cielo de las cosas” (Fueyo 2011: 53). Por su parte, “La muñeca” de Erika Martínez, con “el vientre abierto”, funciona al tiempo como recordatorio de la infancia y como imagen de la precariedad. No obstante, el desenlace rompe las expectativas que había suscitado la introducción del motivo: “A veces creo que me observa,/acurrucada dentro de su estuche de sombra,/pero cuando me vuelvo ella aparta los ojos.//Esconde el corazón mordido/como quien ha robado una manzana./Desnuda, tan desnuda que se quiebra./No soy yo, no soy yo” (Martínez 2009: 35). En este aquelarre de máscaras y muñecos tiene cabida la ficcionalización que aporta Yolanda Castaño en “Freak of nature”. La reescritura del cuento de Pinocho en clave femenina despliega una fabulación circense donde conviven la deformidad y la ternura: “Como una muñeca/que solo quiere ser/una niña real.//Así también Pinocho extendió sus hilos hasta una cruceta/y la lupa terrestre le insufló el don del movimiento, del gesto, de la voz” (Castaño 2009: 27).

Los silencios y las voces de Pizarnik coexisten en “¿Quién es yo?”, una interrogación retórica fechada en 1972. Los disfraces subjetivos y las sombrías mascaradas que protagonizan la obra de la argentina se reflejan ahora en los versos de quienes dialogan con ella desde la distancia espacial y cronológica. La tensón entre Alejandra Pizarnik y los autores españoles contemporáneos trasciende las cuestiones de género y la cuestión de los géneros. En ocasiones, los poetas fuertes también eligen el tono de confidencia y el idioma de la complicidad. O, lo que es lo mismo, nos obligan a volver a la pregunta inicial:

¿Quién es yo?

¿Solamente un reclamo de huérfana?

Por más que hable no encuentro silencio.

Yo, que solo conozco la noche de la orfandad.

Espera que no cesa,

pequeña casa de la esperanza (Pizarnik 2010: 430).

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Notas:

[1] Este trabajo se incluye dentro del Programa Juan de la Cierva (JCI-2009-04019) del Ministerio de Ciencia e Innovación. Asimismo, se enmarca en el Proyecto de Investigación Emergente La creación poética en los discursos artísticos y audiovisuales: visiones y revisiones desde el siglo XXI (GV/2012/096), de la Generalitat Valenciana, y en el Proyecto de Investigación Canon y compromiso: poéticas españolas del siglo XX (FFI2011-26412), del Ministerio de Ciencia e Innovación.

 

[2] Sobre este recurso han reflexionado Laura Scarano (2001: 265-276) y Jaime Siles (1991: 168-169).

 

[3] La traducción es mía.

 

[4] Las cuatro paredes acogen la morada del alma y el estado transracional del ensueño (Bachelard [1957] 1998: 33-68; Chevalier y Gheerbrant [1969] 2007: 257-259).

 

[5] Ángel Luis Luján (en prensa) ha destacado la relación entre la poesía de la identidad cultivada por Pizarnik y la experiencia del límite practicada por Miriam Reyes.

 

[6] El caso más extremo de esta escritura esquizofrénica se localiza en el largo poema en prosa “Sala de psicopatología”, redactado durante el internamiento de la autora en el Hospital Pirovano. En él, Pizarnik escenifica una otredad en segundo grado, bajo la apariencia de un monodiálogo entre las dos instancias antagónicas que conforman su personalidad: “Que te encuentres con vos misma —dijo./Y yo le dije:/Para reunirme con el migo de conmigo y ser una sola y misma entidad con él tengo que matar al migo para que así se muera el con y, de este modo, anulados los contrarios, la dialéctica supliciante finaliza en la fusión de los contrarios” (Pizarnik 2010: 414).

 

[7] Ada Salas percibía una otredad semejante en su obra: “La voz del poema es siempre un heterónimo. Y tal vez uno distinto en cada texto, en cada libro” (Salas 2005: 22).

 

[8] Sobre esta falsilla edifica Martín López-Vega su libro Extracción de la piedra de la cordura (2006).

 

Ensayo de Luis Bagué Quílez

(Universidad de Alicante)

 

Publicado, originalmente, en: Letral, Número 8, Año 2012

Letral es una publicación académica del Proyecto I+D+i LETRAL

Departamento de Literatura Española, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada

Link del texto: https://revistaseug.ugr.es/index.php/letral/article/view/3679 

 

Ver, además:

 

                     Alejandra Pizarnik en Letras Uruguay

 

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