“Sonata de otoño” de Ingmar Bergman
Del narcisismo al sadomasoquismo
por Jorge Arias

El  argumento debe  ser  reconstruido por el espectador, porque  Bergman parece jugar con él a las escondidas. Charlotte (Estela Medina), viuda  de su  segundo marido, es una célebre pianista. Visita, luego de siete años de ausencia, a su hija Eva (Margarita Musto) que, embarazada de un indeseable, de quien se supo más tarde que era ladrón, abortó presionada por su madre. Eva, siempre en harapos mientras su madre resplandece bajo los  vestidos de Nelson Mancebo, tuvo otro hijo, que murió y una hermana paralítica y afásica a quien cuidar; se casa con Viktor, un clérigo – personaje suprimido en esta versión- pero aclara sin ambages que no fue por amor, preparando ya nuevos desgarrones bergmanianos del alma. Los dos padres de Eva,  tanto Charlotte la pianista como Josef, un arquitecto sobre el que se discute vanamente si es o no "mediocre" se han sido mutuamente infieles, cosa perdonable por la belleza física de una tal María Vanek, una de las amantes de Josef. ¡Al fin estamos en casa, en las islas Bergman! Todavía,  para añadir una dosis de psicoanálisis vulgar al  sadomasoquismo general, Charlotte nos cuenta que sus padres, célebres matemáticos, vivían pendientes de sus estudios y sus congresos. Ella  también, la  pobre, se sintió sola y sin amor;  y quizás  por eso reprodujo con  su hija la  conducta de sus  padres hacia  ella.

Ha llegado el momento de examinar de cerca y  sin el incensario entre las manos a Ingmar Bergman. Tanto esta pieza como “Escenas de la vida conyugal”  padecen de indefinición de caracteres,  de elusión de los motivos de los conflictos, de un extraño sadismo verbal: ese psicoanálisis  tardío mediante el  examen al microscopio de cuanta  pequeñez  nos  provea la vida. Todos nos resignamos,  porque no nos damos tanta importancia: los personajes de Bergman jamás.  Ellos creen  que devanándose los  sesos añadirán varios codos a su impresionante estatura. Tienen  que  analizarlo  todo, que discutirlo todo,  que regurgitar todo y volver a  masticar y  a  discutir.¡No hay  nada más  importante en el mundo que  ellos mismos! Pero,  ¿debemos agregar  que esto conduce al  público al más  mortal de los aburrimientos? Los personajes están muy pobremente construidos: oímos a Charlote dos frases y  ya sabemos que  diez minutos después interrumpirá todo trato humano por una llamada de teléfono de su agente, Paul, o simplemente por el recuerdo de algún triunfo. Oímos a Eva  gimotear y  la  oiremos, en el mismo tono  y  casi con las mismas palabras, hasta el  fin.

Y sin embargo, Bergman tuvo un conflicto, de honda sustancia  teatral, ante sus  ojos; lo  vio, porque  era su  propia vida, con la  que  debía enfrentarse, y no pudo o no quiso o no lo supo desarrollar. Vio la relación conflictual que nuestra civilización impone entre el arte, o la  investigación, o la ciencia, o la política, con la vida. Seguramente la  padeció; creemos que se quedó en el dolor,  en la frustración;  y tomó por un mérito  a la  frustración y al dolor. Privado el conflicto de  su necesario contexto social, “Sonata de otoño” oscila entre lo meramente anecdótico, el melodrama en estado puro y la indecente  -e inverosímil- presentación del mundo del “arte” o de “la  cultura” como un estrato superior,  valioso por sí mismo y,  sobre  todo, digno de ser  protegido y  privilegiado.

Todo el público quiere a Estela. Abordó su personaje con valor y  con  toda la convicción  de que fue capaz;  pero la  superficialidad  y, sobre todo, lo  reiterativo del  texto, que gira sin avanzar, la hizo repetirse. Luego de su  primer desplante como diva,  algo tan ajeno al arte, secreto y recatado, de Estela, sus inflexiones de  voz y  sus  gestos  fueron tan previsibles como el producto de una máquina, más que de una mujer. Siguiendo al personaje, habló para sí misma; ensimismada,  apenas miraba,  cada tanto, a su hija. Margarita Musto -siempre en harapos, nunca  sabremos por qué- puso temperatura y hasta lágrimas; quizás  sufrimos por  ella, por Margarita, pero poco podemos sentir por Eva, su vacuo personaje. Tal vez por razones imputables a la forma de la sala Zavala Muniz, las actrices se hablaban casi  siempre  desde lejos: hacia el fin hubo un momento  en que  parecieron trenzarse,  irse a las manos, alzar la voz, y  una  corriente  de calor recorrió,  por menos de un minuto,  la  gélida  sala.

La puesta en  escena de Omar  Varela  parece concentrada en la dialéctica madre  - hija;  el  efecto general de la  obra parece absorto por el  gran piano de cola que,  sin mayor motivo, ocupa, casi  siempre en silencio, el centro del escenario. Todo gira alrededor del piano;  y, seguramente para que la acción se  vea  desde los  tres frentes,  pasea a las  actrices  alrededor de la mole  negra. Es quizás una metáfora de cómo lo accesorio  se hace protagónico;  de cómo  los  accidentes, más  que los  planes,  comandan nuestras vidas.

En el año 2002  vimos esta misma  pieza en Buenos Aires, con Leonor  Manso como Charlotte y Virginia  Innocenti  como Eva,  más  Héctor Bidonde como Víctor. Habíamos visto antes “Escenas de la vida  conyugal”, también de  Ingmar Bergman,  con Norma Aleandro y Alfredo Alcón.  Todo un cuarteto de  actores;  pero  las dos  piezas resultaron a la vez frías y olvidables, por narcisistas. Nada puede la mejor actuación contra  una  obra patéticamente  soslayada por su  propio autor..

SONATA DE OTOÑO, de Ingmar Bergman, con Margarita Musto, Estela Medina  y Silvia Rivero. Vestuario de Nelson Mancebo, iluminación de Carlos Torres, escenografía, selección musical  y dirección  general de Omar  Varela. Estreno del 12 de  diciembre,  teatro Solís, sala Zavala Muniz.

Jorge Arias
Jorge Arias es crítico de teatro en exclusividad para el diario "La República", que ha autorizado esta publicación.

ariasjalf@yahoo.com 

 

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Ingmar Bergman en Letras Uruguay

 

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