“Sonata de otoño”
de Ingmar Bergman |
El argumento debe ser reconstruido por el espectador, porque Bergman parece jugar con él a las escondidas. Charlotte (Estela Medina), viuda de su segundo marido, es una célebre pianista. Visita, luego de siete años de ausencia, a su hija Eva (Margarita Musto) que, embarazada de un indeseable, de quien se supo más tarde que era ladrón, abortó presionada por su madre. Eva, siempre en harapos mientras su madre resplandece bajo los vestidos de Nelson Mancebo, tuvo otro hijo, que murió y una hermana paralítica y afásica a quien cuidar; se casa con Viktor, un clérigo – personaje suprimido en esta versión- pero aclara sin ambages que no fue por amor, preparando ya nuevos desgarrones bergmanianos del alma. Los dos padres de Eva, tanto Charlotte la pianista como Josef, un arquitecto sobre el que se discute vanamente si es o no "mediocre" se han sido mutuamente infieles, cosa perdonable por la belleza física de una tal María Vanek, una de las amantes de Josef. ¡Al fin estamos en casa, en las islas Bergman! Todavía, para añadir una dosis de psicoanálisis vulgar al sadomasoquismo general, Charlotte nos cuenta que sus padres, célebres matemáticos, vivían pendientes de sus estudios y sus congresos. Ella también, la pobre, se sintió sola y sin amor; y quizás por eso reprodujo con su hija la conducta de sus padres hacia ella. Ha llegado el momento de examinar de cerca y sin el incensario entre las manos a Ingmar Bergman. Tanto esta pieza como “Escenas de la vida conyugal” padecen de indefinición de caracteres, de elusión de los motivos de los conflictos, de un extraño sadismo verbal: ese psicoanálisis tardío mediante el examen al microscopio de cuanta pequeñez nos provea la vida. Todos nos resignamos, porque no nos damos tanta importancia: los personajes de Bergman jamás. Ellos creen que devanándose los sesos añadirán varios codos a su impresionante estatura. Tienen que analizarlo todo, que discutirlo todo, que regurgitar todo y volver a masticar y a discutir.¡No hay nada más importante en el mundo que ellos mismos! Pero, ¿debemos agregar que esto conduce al público al más mortal de los aburrimientos? Los personajes están muy pobremente construidos: oímos a Charlote dos frases y ya sabemos que diez minutos después interrumpirá todo trato humano por una llamada de teléfono de su agente, Paul, o simplemente por el recuerdo de algún triunfo. Oímos a Eva gimotear y la oiremos, en el mismo tono y casi con las mismas palabras, hasta el fin. Y sin embargo, Bergman tuvo un conflicto, de honda sustancia teatral, ante sus ojos; lo vio, porque era su propia vida, con la que debía enfrentarse, y no pudo o no quiso o no lo supo desarrollar. Vio la relación conflictual que nuestra civilización impone entre el arte, o la investigación, o la ciencia, o la política, con la vida. Seguramente la padeció; creemos que se quedó en el dolor, en la frustración; y tomó por un mérito a la frustración y al dolor. Privado el conflicto de su necesario contexto social, “Sonata de otoño” oscila entre lo meramente anecdótico, el melodrama en estado puro y la indecente -e inverosímil- presentación del mundo del “arte” o de “la cultura” como un estrato superior, valioso por sí mismo y, sobre todo, digno de ser protegido y privilegiado. Todo el público quiere a Estela. Abordó su personaje con valor y con toda la convicción de que fue capaz; pero la superficialidad y, sobre todo, lo reiterativo del texto, que gira sin avanzar, la hizo repetirse. Luego de su primer desplante como diva, algo tan ajeno al arte, secreto y recatado, de Estela, sus inflexiones de voz y sus gestos fueron tan previsibles como el producto de una máquina, más que de una mujer. Siguiendo al personaje, habló para sí misma; ensimismada, apenas miraba, cada tanto, a su hija. Margarita Musto -siempre en harapos, nunca sabremos por qué- puso temperatura y hasta lágrimas; quizás sufrimos por ella, por Margarita, pero poco podemos sentir por Eva, su vacuo personaje. Tal vez por razones imputables a la forma de la sala Zavala Muniz, las actrices se hablaban casi siempre desde lejos: hacia el fin hubo un momento en que parecieron trenzarse, irse a las manos, alzar la voz, y una corriente de calor recorrió, por menos de un minuto, la gélida sala. La puesta en escena de Omar Varela parece concentrada en la dialéctica madre - hija; el efecto general de la obra parece absorto por el gran piano de cola que, sin mayor motivo, ocupa, casi siempre en silencio, el centro del escenario. Todo gira alrededor del piano; y, seguramente para que la acción se vea desde los tres frentes, pasea a las actrices alrededor de la mole negra. Es quizás una metáfora de cómo lo accesorio se hace protagónico; de cómo los accidentes, más que los planes, comandan nuestras vidas. En el año 2002 vimos esta misma pieza en Buenos Aires, con Leonor Manso como Charlotte y Virginia Innocenti como Eva, más Héctor Bidonde como Víctor. Habíamos visto antes “Escenas de la vida conyugal”, también de Ingmar Bergman, con Norma Aleandro y Alfredo Alcón. Todo un cuarteto de actores; pero las dos piezas resultaron a la vez frías y olvidables, por narcisistas. Nada puede la mejor actuación contra una obra patéticamente soslayada por su propio autor.. SONATA DE OTOÑO, de Ingmar Bergman, con Margarita Musto, Estela Medina y Silvia Rivero. Vestuario de Nelson Mancebo, iluminación de Carlos Torres, escenografía, selección musical y dirección general de Omar Varela. Estreno del 12 de diciembre, teatro Solís, sala Zavala Muniz. |
Jorge
Arias
Jorge Arias es crítico de teatro en exclusividad para el diario "La República", que ha autorizado esta publicación.
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