Samuel Beckett

Resplandores del infierno

por Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com

Con algún esfuerzo, porque Beckett nunca es fácil, se puede desentrañar el argumento  de “La  última cinta  de  Krapp” y  de “Días felices”;  “Fin de partida” es harina de otro costal; en ella Beckett ha  sido  especialmente intrigante. Él no miente, pero da pistas, a la vez verdaderas y  falsas, multiplica las alusiones, los retruécanos, los comentarios y las bromas; nunca muestra el juego, y todo es en serio.

 “Endgame” es “Fin de partida”, pero en inglés designa exclusivamente el final de un juego y en particular el final en el ajedrez. Nos internamos en esta avenida prometedora: vemos que Hamm (Pepe Vázquez), un ciego y autoritario paralítico que busca estar en el centro, es el rey del tablero, una pieza que sólo puede moverse a una casilla inmediata. Las primeras palabras de Hamm son “me toca jugar” o “es mi turno”, y las repite más adelante; clama “My kingdom for a nightman”, donde cruza a Ricardo III con el ajedrez. Es clara la referencia al rey malvado de Shakespeare, valiente en la derrota; y Beckett ha dicho que “Final de partida” puede interpretarse como una partida de ajedrez donde el jugador busca perder. La frase  alude además a la notación descriptiva inglesa del juego, donde el “Knight” o caballero, pieza que en español denigramos llamándola “caballo”, se abrevió primero como “Kt” y más tarde como “N” porque la “K”, “King”, está reservada al rey. Clov (Rogelio Gracia) es probablemente, por sus movimientos en la primera escena, el caballo o caballero, aunque se ha sostenido que es la dama o un peón; otras referencias al ajedrez aparecen en la novela del mismo Beckett “Murphy”, donde Murphy y Endon juegan una disparatada partida; y  cuando nos enteramos de la afición de Beckett por el ajedrez, que cultivó en una serie de encuentros con Marcel Duchamp, tienta seguir esta línea de interpretación; pero las referencias se agotan y claramente la partida de ajedrez no es la armazón de la pieza, aunque “Fin de partida” es una ambigua mezcla de broma a costa del ajedrez y de un perturbador y un  tanto oculto homenaje al juego ciencia.

La broma es visible en la  absurda partida que juegan Murphy y Endon;  todo el  ajedrez en Beckett es referido con un humor un tanto  destructivo, perceptible en los comentarios a la  partida, y recuerda otro chiste, el problema de ajedrez que plantea Lewis Carroll en “Alicia a través del espejo”, problema cuya solución implica transgredir cuatro o cinco  reglas del juego, como damas que enrocan, piezas que juegan varias veces seguidas y un rey que ignora un jaque.

La parte de homenaje al juego, es más comprometedora. En “Fin de partida” Hamm no tiene más rival que él mismo, empeñado en su propia pérdida; es ajedrez puro, una partida a ciegas sobre un  tablero superfluo  con sólo dos piezas vivas, en un mundo desolado que, como el de todo los finales de ajedrez, ha  pasado por la muerte en combate de los demás agonistas, que  suelen quedar al margen del tablero, como Nagg y Nell, que  no  tienen pulso. Pocas cosas, o ninguna, componen un universo: en esta época en que han vuelto a ponerse de moda los “universos paralelos” que se llamaron en Sils Maria el “eterno retorno”, se olvida que el ajedrez fue y es uno de los más poderosos universos paralelos. Contiene elementos míticos: el choque de los ejércitos, la autoridad y debilidad simultáneas del rey, el paradójico poderío de la dama o reina, la metamorfosis por la que un peón, al llegar a la octava línea, puede transformarse en cualquier otra pieza salvo el rey u otro peón; la variedad de significados de los nombres de las piezas, donde el  “alfil” en árabe español es un elefante, en inglés un obispo y en francés un bufón. Pero hay algo más inquietante en el ajedrez, y es su mezcla explosiva de fantasía artística y de lógica, la perturbadora injerencia de la psicología, la injusta gravitación del error, causa, no sólo de las derrotas sino también de los triunfos; la necesidad desproporcionada de una buena memoria, las vertiginosas posibilidades de la expresión del carácter sobre el tablero. En este  último punto escribió el maestro austríaco Rudolf Spielmann: “un ajedrecista debe jugar las aperturas como un libro, el medio juego como un poeta y los finales como una máquina”; y si hemos de  creer a Reuben Fine, el ajedrez permite expresar, además de la poesía, el sadismo, la omnipotencia y la homosexualidad. El juego-ciencia se ofrece tentadoramente como un subrogado de la vida y aun del arte; precisamente Duchamp, el amigo de Beckett, fue un ejemplo vivo de esta fascinación cuando abandonó su exitosa carrera de pintor por el ajedrez.

Pero  este hechizo, que debió  experimentar  Beckett,  no es suficiente  explicación de “Fin de partida”. Para interpretarla no hay más remedio que pasar por alto su componente de enigma y su oscuridad, voluntaria o involuntaria, toda una tradición en la poesía inglesa, con los sonetos de Shakespeare, Robert Browning, Ezra Pound, T.S. Eliot y Robert Graves. Descartaremos también, algo a nuestro pesar, la interpretación de T.W. Adorno de que “Fin de partida” fue la única respuesta posible del arte al Holocausto (Shoah), tanto más fuerte cuanto más indirecta, es decir, cuanto menos se la pueda vincular con Auschwitz. Esta idea es coherente con la tajante afirmación del mismo Adorno (pese a que ulteriormente renegó de ella), de que no es posible escribir poesía después de Auschwitz; razonamiento que es una detonante negación de toda lógica y hasta de toda sensatez. Si Beckett hubiera siquiera aludido a la Shoah, creemos que Adorno lo tomaría por su valor facial; como Beckett no la menciona, le resulta claro que el  dramaturgo se refiere al Holocausto en una virtuosísima forma indirecta…No obstante, como se verá por lo que sigue, algo de verdad hay en la tan forzada afirmación del filósofo.

Es a Beckett y a su obra a quien debemos pedirle la respuesta  a sus enigmas; y reparamos en que lo único que “Fin de partida” comparte con “La  última cinta de Krapp”, que Adorno también vincula a la Shoah, es el sentimiento de culpa, un relente religioso  de la fe que profesó Beckett en su infancia, también visible, pero en forma aún más  desagradable,  en su amigo y coterráneo James Joyce. Hamm y Krapp viven en un mundo que es más de condenación que de  soledad y desesperanza. Hamm busca su propia pérdida, su propio fin, pero no puede hacer otra cosa; no tiene salvación, porque ya está en el infierno. Hamm: “Esto, ¿No  terminará nunca?”  y “Más  allá es el…otro infierno”.

 Krapp paga una culpa; Hamm es castigado por haber nacido. Dice  ¿“Hay  desgracia peor que la mía?” porque no hay perdón para el mero  existir, y le reprocha a su padre el momento de insensata “fornicación”, en que fue engendrado. Anotemos aquí que el vocablo “fornicación” no pertenece al lenguaje común sino a los catecismos preconciliares; es gemelo de la “atrición” y pariente próximo de las “penas eternas”. En este punto le concederemos cierta clarividencia  a Adorno: percibe agudamente la culpa en “Fin de partida”, pero  lee “Auschwitz”. Percibe la culpa, pero nos la atribuye y nos condena a la penitencia de prescindir para siempre de la poesía; la redención por el masoquismo. La culpa en Beckett es buena parte de su originalidad; pero es la ceniza aún cálida de un sentimiento  religioso  extinguido. 

Bibliografía

Harold Bloom, The Western Canon, Riverhead books, 1994.

Reuben Fine, La psicología del jugador de ajedrez, Martínez Roca 1994.

 

por Jorge Arias
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