Isidore Ducasse, un impostor.
El pequeño Ducasse busca al gran Latréaumont

por Jorge Arias

ariasjalf@yahoo.com 

Posible retrato de Ducasse en una tarjeta de visita de 1867

firmada por Blanchard en Tarbes (tarjeta descubierta en 1977)

Hay dos Lautréamont, uno es Isidore Ducasse, hijo de un diplomático francés, nacido y educado hasta sus trece años en Montevideo y más tarde en Francia, que escribió y publicó “Les chants de Maldoror” y “Poésies”; otro es el autor de culto creado por la crítica. El autor y sus textos parecen humanos, un tanto terrre à terre; los ensayos, libros, “papers” que se han escrito sobre él se remontan a alturas metafísicas, psicológicas, psicoanalíticas y hasta teológicas.

La primera idea que viene a la mente del lector de “Les chants de Maldoror”  y las “Poésies” es que se trata de una desvergonzada broma, con algo de los embustes del Día de los Santos Inocentes. Los “cantos” del conde de Lautréamont no son cantos sino prosa; las “Poesíes”, firmadas por Isidore Ducasse, no son poesías sino una colección de aforismos, diatribas y reflexiones que, con su ímpetu santurrón y bienpensante, refuta a “Les chants de Maldoror”.

Ducasse, un tanto niño travieso, otro poco inocente plagiario pero pequeño burgués al fin, es decente. Hace trampa y confiesa sus trampas. En las primeras líneas de “Les chants de Maldoror” dice que su libro es feroz y recomienda al lector desconfiar de sus “páginas sombrías y llenas de veneno”. Nos sugiere “aportar a su lectura una lógica rigurosa y una tensión del espíritu igual al menos que su desconfianza”. Dice abiertamente que quiere engañarnos, y confiesa en una carta a su editor: “He cantado el mal … he exagerado la nota para innovar en tan sublime literatura que sólo canta la desesperación, para oprimir al lector y hacer que desee el bien como remedio”. Siempre a la defensiva, Ducasse escribe que "El plagio es necesario", con lo que se precave del examen de lectores atentos que encontraron en “Les chants de Maldoror” páginas enteras de enciclopedias y en las “Poésies” transcripciones de moralistas.

Ducasse trata de amedrentar al lector con las “emanaciones mortales de este libro. Solo algunos saborearán este fruto amargo sin peligro. Mi aliento exhala un soplo envenenado”. Pero si hubo en “Les chants de  Maldoror” la tentativa de mostrar veneno y muerte, de crear una parodia del héroe romántico y un tanto  satánico, el proyecto fue superior a sus fuerzas. Cuando Baudelaire nos dice que "Si la violación, el veneno, el puñal, el incendio / no han bordado con sus lamentables dibujos / el cañamazo banal de nuestros tristes destinos / es que nuestra alma, ay, no es lo bastante audaz", u “Oh Satán, apiádate de mí miseria”, nos mueven el ritmo y la rima del verso; pero no le creemos. Ducasse escribe que cuando Maldoror besaba a un niño hubiera querido cortarle las mejillas con una navaja; cuenta el placer de hundirle las uñas en el pecho y beberle la sangre mientras el niño llora; luego, porque no puede reír normalmente, Maldoror – Ducasse (a menudo no se sabe bien quién cuenta, si autor o personaje), se corta las comisuras de los labios con una navaja para reír.

Lo más curioso de estos textos es la ausencia de lo que quieren tener, horror, crueldad y sadismo; y en sus estridencias y aumentativos hay algo cómico, como en el “tren fantasma” de los parques de diversiones. Nada hay en “Les chants de Maldoror” que se asemeje al placer en el horror, trasmitido por un auténtico arte de escribir, de “El jardín de los suplicios” de Octave Mirbeau, donde un Gradus ad Parnassus en la contemplación de las torturas en una cárcel china lleva a la protagonista a convulsiones que la descentran, física y mentalmente y ponen al borde de la muerte. En Sade, que tiene autoridad en la materia, los placeres de la crueldad son de orden moral: es la delectación de envilecer, como en “La filosofía en el tocador”, donde hielan la sangre los fríos silogismos con que Dolmancé transforma a Eugénie de Mistival, de virgen quinceañera en una libertina capaz de torturar a su madre.

El esfuerzo de Ducasse por sobreescribir lo maligno lo hace meramente desagradable, como en esta receta de alquimista:

"El remedio más lenitivo, que te aconsejo, es una palangana llena de un pus blenorrágico con grumos, en el que previamente se habrá disuelto un quiste piloso del ovario, un chancro folicular, un prepucio inflamado descubierto por una parafimosis y tres babosas rojas."

Se describe a sí mismo así:

“Me roen los piojos… los cerdos cuando lo ven vomitan… en mi nuca como sobre estiércol, crece un enorme hongo de pedúnculos umbelíferos, mis pies echaron raíces en el suelo” (sic), y componen hasta mi vientre una especie de vegetación vivaz llena de innobles parásitos… bajo la axila izquierda una familia de sapos se ha aposentado… bajo mi axila derecha hay un camaleón que los caza…” chupan la grasa delicada que cubre mis costillas… Una víbora malvada ha devorado mi verga y ha tomado su lugar, me ha hecho eunuco…dos erizos ...han tirado a un perro el interior de mis testículos…el ano ha sido interceptado por un cangrejo…dos medusas se aferran al perfil convexo de mi trasero… los dos pedazos de carne han desaparecido”. 

Padeció manía de grandezas. Ve todo en términos de historia de la literatura y aprieta los dientes: “…el fin del siglo decimonoveno verá su poeta… nació sobre las orillas americanas, en la desembocadura del Plata” … “Este simple ideal, concebido por mi imaginación, sobrepasará, no obstante, todo lo que la poesía ha encontrado hasta hoy, de más grandioso y más sagrado…. Los más grandes genios del porvenir testimoniarán por mí un sincero reconocimiento”.

Maurice Virou razonó qe un joven de 22 años no podía tener los enormes conocimientos de Historia Natural que implica la obra y encontró en “Les chants de Maldoror” páginas de la “Enciclopedia de Historia Natural” del Dr. Jean Charles Chenu. De un modo semejante, razonamos que la profusión de lecturas de las que presume Ducasse no puede ser real. Enfila los nombres de veintitrés autores, de Rousseau a Leconte de Lisle y condena a todos con ironías lacónicas. Si los leyó, sólo pudo leer, de los dieciocho a los veintidós años, unas páginas de cada uno, lo que descalifica sus rotundos anatemas. Exceptuamos a La Bruyère, La Rochefoucauld, Pascal y Vauvenargues, que Ducasse leyó y plagia en las “Poésies”.

“Les chants de Maldoror” se publicó en1868. León Bloy, que veía todo en términos de religión, de todo o nada, de Dios o el Diablo, lo leyó, lo tomó en serio y, apiadado de lo que creyó un satanista, lo declaró loco y afirmó que Ducasse había muerto en un manicomio, Darío, luego de leer a Bloy, lo incluyó en “Los raros”. Verlaine, que leía todo, no lo incluyó en su libro “Les poètes maudits” (1884); pero llegó Julia Kristeva, la gran sacerdotisa e impostora, y dijo que Ducasse:

“...expresa esta misma necesidad que afirma Rimbaud de salir de la poesía decorativa, de combatir el romanticismo, el parnaso, el simbolismo, la retórica vacía, o el embellecimiento... del placer o del dolor". ¡Bien por Ducasse! Pero, señora Kristeva, no la necesitamos: existió la buena poesía épica, quizás descriptiva, de Homero, Virgilio, el Romancero; y Safo, Ronsard, Quevedo y tantos otros no fueron “decorativos”.

A partir de Bloy sobreviene una serie de delirios. Por ejemplo el grave Maurice Blanchot escribe: “La experiencia de Lautréamont parece conducirlo a una inexorable contradicción: ver claro, hacer retroceder el sueño y los sueños, desplegar lentamente a la luz la realidad del “mal”, sí, sin duda es necesario, pero al mismo tiempo, lo fascina y lo atrae el vértigo de una transformación radical en la que, ya sea angustia, ya sea deseo, ya voluntad metódica, le hará falta deslizarse “en las profundidades de la fosa”, y en “la anulación intermitente de las facultades humanas.”

Y Gaston Bachelard:

“¿Cómo ha de poder un grito semejante determinar una sintaxis? A pesar de todos los anacolutos activos, ¿cómo puede el ser sublevado conducir una acción? Es ése el problema resuelto por los Cantos de Maldoror. Todo se articula en el cuerpo cuando el grito —él mismo inarticulado, pero maravillosamente simple y único— dice la victoria de la fuerza. Todos los animales, aun los más inofensivos, articulan un grito de guerra. Pero en la Naturaleza todas las fuerzas son parodiadas. Y en la vida animal múltiple que ha vivido, Lautréamont ha oído gritos belicosos que son “cloqueos ridículos”. Ha oído gritos sin jerarquía que nos hacen pensar en lo que llamaríamos de buena gana gritos de masa, gritos que nacen de la masa biológica. Parece que ese fuera el pensamiento de Paul Valéry cuando dice en Monsieur Teste: “Los tiernos balaban, los agrios maullaban, los gruesos mugían, los flacos rugían”. Hay que ascender a lo humano para tener los gritos dominantes. A través de un estruendo poético, se los oirá pasar en los Cantos de Maldoror”.

Todo embustero necesita la complicidad de quienes se dejan engañar; y es más fácil escribir sobre “Les chants de Maldoror” que leerlos.

Isidore Ducasse fue un joven a quien su padre, un funcionario del gobierno francés, mantuvo con una pensión mensual hasta el fin de sus días; un padre que, además, pagó la edición de los dos libros y que, casi con seguridad le compró un piano y las lecciones necesarias para usarlo. El pequeño Isidore Ducasse, un buen muchacho según sus compañeros de clase, tuvo una vida ociosa, opaca y convencional: sueña, pero no tuvo el ímpetu aventurero de Villon, Cervantes, Byron, Rimbaud, Corbière. Tal vez para compensar su pequeñez se autotituló “Conde de Lautréamont”, apropiándose, con una leve deformación que es quizás un error tipográfico, del nombre de Gilles (o George) du Hamel, señor de Latréaumont (Paris 1627 - Rouen 1674), que encabezó una revolución secesionista y republicana ¨¡cien años antes de la revolución francesa!, nada menos que contra Louis XIV, aventura que le costó la vida; vida que supo defender, in extremis, con las armas en la mano.

2. El “La Tréaumont” de la historia de Francia

Gilles du Hamel, señor de La Tréaumont, nació en 1627, hijo de un miembro de la Cámara de Cuentas de Normandía; fue ejecutado por alta traición el 12 de septiembre de 1674 en Rouen. Camorrero y levantisco, a los dieciséis años, el 5 de enero de 1643, siendo estudiante del colegio de los jesuitas de Rouen,, protagonizó un desorden del que resultó herido de una estocada el portero. Alistado en el ejército, fue dado de baja por indisciplina.      

En Amsterdam conoció y socorrió con dinero al maestro de Baruch Spinoza, el filósofo, político, comerciante en obras de arte, médico, poeta y escritor Franciscus Affinius Van den Enden (Amberes, 1602- París, 27 de noviembre de 1674) que fue el ideólogo de la revolución que La Tréaumont. hubo de llevar a la práctica. Con el concurso de algunos nobles, como Le Chevalier Louis de Rohan, duque de Montbazon y Guillaume Du Chesne, Le chevalier Depreaux, Latréaumont y Enden proyectaron la secesión de parte del Norte de Francia, en particular la ciudad de Quillebeuf y sus aledaños, para unirla a los Paises Bajos. Planearon promover una sublevación, el secuestro del Gran Delfín, hijo de Louis XIV, y, al fin, pero no menos, el asesinato del mismo rey; pero el complot, mal organizado, fue denunciado por un alumno de van Enden cuando apenas había tenido comienzo de ejecución.

El 12 de septiembre de 1964 un cuerpo de gendarmería munido de una orden de detención irrumpió en la casa de Latréaumont, que lo recibió con fuego de dos pistolas.  Mató uno de los gendarmes, pero cayó herido de muerte por un disparo de carabina. Vivió aún 18 horas, durante las que se intentó en vano hacerle delatar a sus cómplices.

Eugene Sue publicó una novela sobre Latréaumont (1837) y en colaboración con Goubaix una obra de teatro (1841). Ducasse conoció estas obras y, fiel a su veta de plagiario, se apoderó del nombre.

3. Ducasse como escritor

Ducasse no es un buen escritor. Comete descuidos como “espectáculo bastante sublime”,” Es casi extremadamente posible” o “Insectos que pululan en una gota de agua”. Incapaz de trasmitir horror, nos abruma con énfasis: “Contentamiento inefable”, “ojos terribles”, ”cólera implacable”, “anatemas increíbles”, “sed insaciable de infinito” “superficie sublime”, “mezcla irreductible” “voluptuosidad inefable”, “páginas incandescentes”, etcétera.

Un escritor, por más trabajos que se imponga, suele tener complacencia en lo que escribe; quizás siente una satisfacción de vanidad cuando cree haber logrado una frase bien hecha. Ducasse parece escribir a duras penas, a regañadientes, con el acicate de una compulsión, como cumpliendo un deber. Nadie cita una frase feliz de “Los cantos de Maldoror”, un instante poético, una afirmación rotunda en su justo lugar, una elegancia, un rasgo de ingenio, un momento de auténtico humor: no los      

Al desprecio por las formas bellas sigue un molesto regodeo de pavo real. En el Canto I Ducasse se adjudica grandeza y previene al lector “contra las emanaciones mortales de este libro” donde pintará las delicias de la crueldad; el afortunado lector de “Los cantos”, en tanto respire en ellos nada menos que “la consciencia maldita del Eterno” (?) gozará de una felicidad similar a la de los ángeles del cielo.

El narrador sugiere retroceder, “dirigir tus talones hacia atrás y no hacia adelante” (sic), como la mirada del hijo que desvía sus ojos de su madre (?), o como el vuelo de las grullas, descrito a partir de una enciclopedia, donde la grulla mayor guía a las que vuelan detrás, que, contra lo que anuncia la comparación, no se desvían en lo más mínimo.

El personaje Maldoror, protagonista de “Les chants”, es contradictorio de una página a otra. Al comienzo Ducasse escribe que Maldoror “fue bueno durante sus primeros años, en que fue feliz… advirtió que había nacido malo…y se lanzó resueltamente en la carrera del mal”. Así de simple; pero cuando Maldoror, ya en plena carrera, ve las penas de una familia pobre, desiste de todo acto maligno y se va; más tarde copula con un tiburón hembra; al final acecha y persigue sin fin al joven inglés Merwyn.

Más adelante el narrador aconseja dejarse crecer las uñas quince días para con ellas herir a un adolescente, beber su sangre y más tarde fingir socorrerlo, pedirle perdón y compelerlo a torturar al torturador para finalizar con sus bocas unidas y sentir, Ducasse siempre es grandioso,  “!a felicidad más grande que pueda concebirse”(sic).

El narrador ve salir de una tumba un gusano, grande como una casa, que le hace leer una inscripción que reza: “aquí yace un adolescente, tú sabes por qué”; aparece una mujer desnuda. El gusano, un moralista de la vieja escuela, ordena al narrador que la mate, porque ella es la Prostitución. El narrador toma una piedra y en vez de matar a la mujer mata al gusano. El narrador, despidiéndose de la Prostitución, le dice que, por ella, porque tiene piedad por los desgraciados, abandona para siempre a la virtud.

El lector se pregunta en qué consistió el pacto con la Prostitución, porque todo pacto implica obligaciones recíprocas; sorprende la personificación de un concepto, la “Prostitución” que habla, discute y contrata. Ducasse dice que el pacto es para “sembrar el desorden en las familias”; obligación que la Prostitución, con o sin mayúscula, cumple por si misma sin pacto alguno.

Sigue un interludio campestre, con tintes bucólicos: hay unos perros no menos grandiosos, que aúllan porque tienen “sed insaciable de infinito”. Sigue una “estrofa seria” una “marina”, una letanía al “Viejo océano” donde aparecen más personificaciones y perogrulladas:

“El océano es más temible al hombre que el hombre al océano”. Su grandeza moral imagen del infinito, es inmensa “como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del pájaro”. Lo temible, más que el océano mismo, es para Ducasse su “grandeza moral”. Pero ¿qué clase de consciencia moral puede tener el agua?

En medio de una execración global de la humanidad (“Dios, muéstrame un hombre que sea bueno”) el narrador dice “he visto hombres…sobrepasar la dureza de la roca, la rigidez del acero…el furor insensato de los criminales, las traiciones del hipócrita, los más extraordinarios comediantes, el poder del carácter de los sacerdotes…” ¡Non sequitur!. La maldad humana sobrepasa toda traición, se sobrepasa a sí misma; pero la maldad humana se impone aún sobre “el poder del carácter de los sacerdotes”. Sic: ¿por qué no “el poder de los sacerdotes? Y ¿por qué y cómo la maldad sobrepasa al carácter?

Hasta aquí para no cansar al lector, que encontrará en el resto del libro errores semejantes, no hemos pasado del “Canto I”; léase aún este párrafo del Canto VI, en estilo charlatán de feria:

“Por el momento y hasta más tarde, ¡no es necesario que sepáís más! Nuevas consideraciones me parecen superfluas, porque no harían sino repetir, bajo otra forma” (sic) “más amplia ciertamente, pero idéntica” (sic), “el enunciado de la tesis cuyo desarrollo verá el fin de este día. Resulta de las observaciones que preceden, que mi intención es emprender, en adelante, la parte analítica; esto es tan cierto que hace unos minutos, expresé el deseo ardiente de que seáis aprisionados en las glándulas sudoríparas de mi piel para verificar la lealtad de lo que afirmo con conocimiento de causa”. Suficiente, Ducasse.

En el segundo canto se nos informa que Maldoror tiene la boca “llena de hojas de belladona”; más adelante el héroe copula con un tiburón hembra. En el tercer canto Maldoror cobra impulso y luego de violar a una joven ordena a su bull dog “estrangular (la) con sus mandíbulas” (sic); el bulldog obedece y además viola a la joven; insatisfecho, Maldoror, con una navaja americana, eviscera a la joven a partir de la vagina.

En el sexto canto Maldoror se sabe perseguido por la policía; pero es tan poderoso que tan pronto se oculta en los desagües de Paris, como en Madrid, San Petersburgo o Pekín. Aparece el joven inglés Mervyn, de dieciséis años y cuatro meses, agonista del último canto. Es hermoso como “el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de disección”, viene de una clase de esgrima. Maldoror sigue a Mervyn, que presiente algo; Maldoror averigua dónde vive y le envía una carta. Maldoror captura a Mervyn y lo mete en una bolsa; Mervyn grita y Maldoror lo silencia golpeando la bolsa contra un parapeto, lo que rompe huesos de Mervyn; dice a unos transeúntes que en la bolsa solo hay un perro sarnoso. Los hombres desatan la bolsa y rescatan a Mervyn, que vuelve a su casa para luego ser recapturado por Maldoror que, con una bacinilla en la cabeza y un bastón en la mano lo lleva, las manos atadas, a la plaza Vendôme; con un cable, Maldoror ata a Mervyn a la columna, lo hace girar alrededor en círculos y lo estrella contra la cúpula del Panthéon.

La acción del canto sexto y la trama del libro terminan con la muerte de Mervyn, pero Ducasse se despide e, involuntariamente, se define con esta frase:

“Ruidos insignificantes en los que no hay que creer, aptos sólo para asustar a los niños”.

Es difícil aceptarlo: Ducasse se ha burlado de nosotros. Pero ya aparecerá quien nos diga que el conde de Lautréamont y sus cantos pertenecen a una “estética de la fragmentación” o a un “arte trash” o “dirty”. Verá metáforas donde hay interjecciones, tesis donde hay solo fórmulas; tomará chistes como teorías, profundidad donde solo hay un agua turbia. Habrá “Papers” que, se sabe, nadie leerá, pero que servirán para aprobar una tesis de doctorado.

4. Apéndice: Ducasse y dios

Léon Bloy se escandalizó con las blasfemias de “Les chants de Maldoror” y escribió “Le cabanon de Promethée” donde, sin embargo, se acerca a la verdad cuando escribe:

“Los seis libros de este largo poema de ironía diabólica e imprecaciones, están a menudo atravesados por destellos magníficos e invectivas inmundas o atroces, que el maníaco dispara contra Dios y contra los hombres a causa de Dios; pero, a pesar de todo, guardan la marca profunda de una antigua adoración fulminante.”

Una lectura más atenta corrige a Bloy.

La mayor parte de las muchas veces que Lautréamont menciona a Dios, es como el “Creador” el “Ser Supremo” o el “Todopoderoso” y muestra una humildad creyente; cuando recrimina a Dios por su fealdad física, suena al “Libro de Job”. Habla del “Dios de misericordia” en la página 41 (citamos aquí y en adelante la edición de las “Oeuvres Complètes” de Isidore Ducasse”, Librairie Générale Francaise, 1968; la traducción nos pertenece). “Dios que lo has creado con magnificencia”, 41, “Si Dios nos deja vivir”, 71, “la fealdad que el ser Supremo ha puesto sobre mí”, 51; y las páginas 89, 96, 98, 99, 101, 126, 128, 134, 135, 136, 139, 140, 142, 147, 169, 177, 181 y 348.

Algunas páginas reprochan al “Creador” el error de haber creado, quizás ebrio, a “este gusano”, el hombre: “soy el gran Todo, pero, por una parte, soy inferior a los hombres que he creado”, (211), una idea de los gnósticos. Una segunda escena de la ebriedad del Creador culmina cuando un hombre que pasa, no Lautréamont ni Maldoror, defeca “sobre su rostro augusto”,186.

Pero el momento más incómodo para los creyentes es este fragmento, que vale la pena transcribir:

"Percibí un trono formado de oro y excrementos humanos, sobre el que tronaba, con un orgullo idiota, el cuerpo recubierto de una mortaja hecha con sábanas sucias de un hospital, ¡aquel que se intitula el Creador! Tenía en la mano el tronco podrido de un hombre muerto y lo llevaba alternativamente de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca; una vez en la boca se adivina lo que hacía. Sus pies se hundían en un vasto charco de sangre en ebullición, en la superficie del cual se elevaban de pronto, como tenías a través del contenido de una bacinilla, dos o tres cabezas prudentes que se hundían en seguida con la rapidez de una flecha; un puntapié bien aplicado sobre el hueso de la nariz era la conocida recompensa de la desobediencia ocasionada por la necesidad de respirar en otro medio, porque al fin esos hombres no eran peces. Anfibios a lo más, nadaban entre dos aguas en ese líquido inmundo... hasta que no teniendo más nada en la mano, el Creador, con las dos primeras garras del pie toma a otro nadador por el cuello, como una tenaza, y lo levanta en el aire, fuera del fango rojizo, ¡salsa exquisita! Con éste hacia lo mismo que con el otro. le devoraba primero la cabeza, las piernas y los brazos, y en último lugar el tronco hasta que no quedaba nada y masticaba los huesos”, etc.121 y 122.

Esto es familiar. Es una segunda edición de la palangana de pus blenorrágico que hemos transcripto anteriormente, algo entre literatura de agua de bidet, “Saturno devorando a sus hijos” de Goya y una premonición de Hannibal Lecter; su forzada violencia es cómica… Compárese estos enchastres con una sola frase de Stendhal, más hiriente que todo “Les chants de Maldoror”: “No creo en Dios, pero si existe es un malvado”.

Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com
 

 

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