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Heiner Müller
Conferencia dictada el 27 de noviembre de 2006, en el “Terreiro da Tribo” del grupo “Oi Nois Aquí Travéiz” de Porto Alegre.
por  Jorge Arias

La  angustia,  la  pregunta, la filosofía.

Hace poco más de un año dijimos aquí estas palabras de  Brecht: "¡No temas preguntar, compañero!/¡no te dejes  convencer! /Compruébalo tú mismo! /Lo que no  sabes por ti /no lo sabes. Repasa la cuenta /tú tienes que pagarla. /Apunta con tu dedo a cada cosa/y pregunta..." Esta exhortación a la crítica y al análisis es adecuada como epígrafe para cualquier obra sobre  Müller: no sólo porque fue explícitamente un continuador de Brecht, sino porque él mismo se ocupó de la misma crítica y autocrítica, y hasta escribió,

Heiner Müller

como todo discípulo debe decir de su maestro, que   aceptar a Brecht sin crítica es traicionarlo. El poema de Brecht   elogia la pregunta; y se nos ocurre que Müller fue un hombre que  interrogaba sin cesar. El se ha referido, en un poema que dedica al  historiador Mommsen y al incendio de sus papeles, a “El temor de la  soledad, disimulado en el signo de interrogación.” Y dice de inmediato que él escribe en el vacío, y que por eso no necesita puntuación; pero este angustioso escribir en el vacío no impide que  esa misma escritura interrogue, y que interrogue angustiosamente,  porque se niega todo punto de apoyo. Pero Müller va más allá e interroga las respuestas, como en el poema “Dos cartas:“Tú has  aprendido a interrogar las respuestas” o en el “Viejo poema“: “…de noche, atravesando a nado el lago que te cuestiona”. Nadar en un lago que nos niega, escribir en un vacío que también nos  niega, aserrar las ramas del árbol en que nos apoyamos. Todo esto suena mucho más a Nietzsche que a Marx y conjeturamos que el lago  es el de Silvaplana; eso nos va mostrando un hombre mucho más  vulnerable, más imaginativo, más delicado que Brecht. Donde Brecht  suena a maestro de escuela, Müller parece el alumno díscolo.

Pero Müller ha seguido la teoría del teatro de Brecht, tan mal  comprendida, teoría que implica una intensificación del diálogo entre  el espectador y la escena. El espectador es cuestionado; se trata de forzarlo a un compromiso; si no ha de participar, por lo menos ha de pensar. Nada debe dársele hecho; nada de teatro digestivo o  digerible; el espectador debe trabajar con o contra el autor, nunca  quedará inerte. El autor debe despertarlo, como sea; según Müller, hasta “El teatro necesita ser puesto en duda”. Debemos dudar de  nosotros, de la página blanca, de nuestros instrumentos.

Esta conducta es mucho más clásica y menos innovadora de lo que suele creerse. Si leemos a Platón, a Epicteto y aún a Séneca  observamos que la mayor parte de lo que dicen Sócrates o Epicteto y lo que expone Séneca son preguntas, en los dos primeros casos a sus discípulos; preguntas cargadas de intención y de sentido, por las  cuales el filósofo guía a sus discípulos a descubrir lo que ya saben pero no les es manifiesto. Se sabe que el método de Sócrates, basado en la interrogación, es la mayéutica, o  ciencia de los  partos.  

Algo nos hace quedarnos en la antigüedad clásica y  particularmente en Grecia, tratándose de Müller, que ha revisado  exhaustivamente su mitología y su teatro (Medea, Edipo, Filoctetes,  Ayax, Heracles). Los griegos se complacían en los diálogos  filosóficos, donde se discutía el amor y la eternidad, como si fueran un juego; pero también en los enigmas, que eran interrogantes con cláusulas de muerte. Así la esfinge atormentaba a Tebas con el  enigma cuya solución es el hombre: el animal que comienza su vida en cuatro patas, tiene dos al mediodía y concluye con tres. La  trampa del enigma, que siempre debe existir, está en las patas, que  postulan un animal: creemos que el hombre no lo es... Acertar con la  solución del enigma o errar tenía graves consecuencias: si el caminante se equivocaba, era devorado por la esfinge; cuando Edipo  resolvió el enigma, la esfinge se suicidó. Más  tarde Edipo, el primer detective, descubre que el asesino es  él mismo. Menos conocido es el acertijo que terminó con la vida de Homero, que no pudo resolverlo. Se le había profetizado que si volvía a su isla natal, Quíos, moriría; Homero, imprudente y quizás creyéndose inmortal,  vuelve a Quíos. Unos niños, en otras versiones un pescador,  plantean un enigma. “Lo que cazamos está detrás, lo que no cazamos está con nosotros”. Homero quedó sin  respuesta y  murió  a los pocos días (solución: las moscas). Incidentalmente encontraremos el interés de Müller por los enigmas policiales en el conocido poema “Autorretrato a las  2 de la mañana del 20 de  agosto de 1959”, cuando dice: “Sentado a la máquina de  escribir. Hojear/ una novela policial. Al fin/ saber lo que ya sabes/ el  secretario de rostro liso y barba tupida/es el asesino del senador”.

La  pregunta, el  cuestionamiento puede  verse  también en la afición de Müller por los reportajes, donde forzosamente ha de    contestar preguntas. Cuando los leemos, tenemos la sensación de que no siempre Müller tiene una idea clara de lo que va a decir;  y a menudo parece decir cosas en las que no creía del todo pero que  se le revelaron en el curso de la  conversación.

Uniendo a los griegos con la teoría del teatro de Brecht,  Müller trata de estimular al espectador con sus acertijos. No es un   autor fácil de leer, y confesamos haber leído ocho veces “La misión” antes de tener algún atisbo del tema de la obra y aún de cuál es su argumento. Pero esto, ni debe arredrarnos ni es tan peculiar de Müller. Si examinamos desde el punto de vista de su  dificultad nuestras propias lecturas, pronto verificaremos con Paul Valéry que “Casi todos los libros que estimo y  la totalidad de los que me han servido para  algo son libros  bastante  difíciles  de leer”.  Lo mismo podemos decir del arte en general, en particular del  arte plástico. ¡Cuánto rechazo rodeó las primeras exposiciones de los  “impresionistas”, cuántos años necesitó Picasso  para  ser aceptado! “Necesitamos lo que nos pone a  prueba”,dice Müller en “La  construcción”. El mundo de la vida común, rutinaria, muerta, elude las preguntas; en nuestro país se mide “la  conflictividad”; Müller,  expresamente, dice creer en el conflicto. Dice: “…sí, peor que el capitalista. El  capitalista al menos no hace preguntas…El hecho de no ser inmediatamente accesible tiene sus ventajas…La  accesibilidad va  de par con la comercialización… el éxito llega  siempre antes de que haya producido un verdadero  impacto….Sólo  puede  haber impacto si en el teatro el público  está dividido, si se lo enfrenta con la realidad. Pero esto significa que no habrá ni unanimidad ni éxito. Hay éxito cuando todo el mundo aplaude, lo que equivale a que no hay nada más que  decir”. Es notorio que las obras dramáticas de Müller obligan a los directores de escena a ser libres: el texto de  “Máquina  Hamlet”, que no pasa de unas diez páginas, ha dado lugar apuestas en  escena de siete horas. 

La memoria  y  el  pasado. Ataques  a la memoria

Pero Müller vuelve a la interrogación sobre sí y recurre, como en el fondo hace toda pregunta, a la memoria, la más misteriosa  entidad del hombre. Ha tratado de ser la memoria de la humanidad,  reexaminando gran parte de los mitos griegos, releyendo y refutando a Shakespeare, en una forma tan extensa que debe tener un significado preciso: Müller cree, como Nietzsche, que está casi  perdido el legado de la Antigüedad clásica, y eso por obra del cristianismo; y es posible que  su actualización de los mitos griegos  tenga la finalidad  política de sustituir  al  cristianismo por una nueva  palingenesia de la civilización griega, como lo intentó el Renacimiento.

Aquí  tocamos un  tema muy  curioso del mundo moderno, que es la pérdida (y aún la progresiva destrucción) de la memoria. El  fenómeno lo señala Eric Hobsbawn  en la “Historia del siglo XX”, pag.13: Escribe Müller: “En esta constelación, mortalidad, memoria, historia, todo lo que hace de un sujeto un sujeto y  destruye la funcionalización, de  pronto se carga de utopía.  En el film de ciencia ficción ‘Blade  Runner’ las computadoras van a la huelga porque quieren ser mortales… el que no puede morir  no puede vivir. Ante la total funcionalización del  sujeto por la  tecnología, la frase ingenua de Jean Paul tiene sentido: ‘La memoria es el único paraíso de donde no podemos ser   expulsados.’” 

Este ataque al pasado llega con el desarrollo de  la tecnología. Dice  Müller: “Lo que se elimina es la experiencia...Como lo ha  observado Walter Benjamín, la fotografía  turística conduce a la  extinción de la memoria. El que no puede recordar no tiene ya  experiencias. Los  sentidos son colonizados por las máquinas”.

La experiencia de Müller con la memoria y con la máquina aparece en el protagonista de “Máquina Hamlet”, que ya no es  Hamlet, y que dice hacia el final: “Quiero ser una máquina”. También escribió: “¿Qué son los adulterios de la Antigüedad  ante la copulación con la bomba?... Yo querría ser una grúa mecánica, solo con la nieve….¿Qué  sé de mí? Las  montañas de la luna son para mí una tierra menos  extraña” (“La  construcción”). O “…aquí se inventa el hombre nuevo. El hombre máquina. Por  qué no probar”. (“Tractor”). Müller concluye que la máquina, condición de la existencia social, devora esta misma existencia social y elimina al proletariado como protagonista de la historia: el porvenir podría  ser de un híbrido de hombre y máquina.

La memoria y el fin de la historia

La  afirmación de Althusser de que Marx  descubre la historia  es un tanto extrema. Marx destaca que la historia ha sido escrita  por sus mismos protagonistas: no hay hechos históricos, sino una elección de circunstancias con las que cada historiador reescribe la historia, naturalmente dentro de ciertos límites. La historia es  memoria de la humanidad; nada más lógico que la posibilidad de  reescribir la historia de la humanidad, si podemos manipular la nuestra. Oscar Wilde, en “El crítico como artista” acuñó esta frase: “Nuestro  único deber hacia la historia  es reescribirla”.

Müller  se plantea en  varias oportunidades el tema del fin de la historia. Naturalmente, él es un marxista, no tan claramente como Brecht; pero si la historia ha terminado, ha terminado sin la emancipación del hombre, sin la transformación del mundo (y del  hombre)  en una sociedad sin clases. Una alusión simbólica a este fin de la historia está en las diversas descripciones  del cuadro de Klee “Angelus Novus”. Las descripciones del cuadro de Klee por Walter  Benjamin y por MÜller son de una calidad literaria como para  transformar al cuadro de Klee, para nuestra época, en algo semejante a la  Gioconda  de Leonardo para el Renacimiento,  y las glosas de Müller y Benjamin en el equivalente del brillante  fragmento de Walter Pater sobre el cuadro de Leonardo. Dice  Benjamín del “Angelus Novus”:

“Un ángel que parece que fuera a distanciarse de algo a lo que está mirando. Sus ojos están muy abiertos, su boca está  abierta y sus alas extendidas. Así debe ser el ángel de la  historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros vemos  la apariencia de una cadena de  acontecimientos, el ve una sola catástrofe que sin cesar apila piedras sobre piedras  y las lanza a sus pies. Querría detenerse un momento para  despertar a los muertos y recomponer lo que ha sido aplastado. Pero una tormenta sopla del Paraíso,  ha tomado sus alas y es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. La tormenta lo lleva irresistiblemente hacia el futuro, al que da la espalda,   mientras la montaña de piedras crece hasta el cielo. Lo que llamamos  progreso  es  esta tormenta.”

Y Müller:

“Detrás  de él  asciende el cieno del  pasado, lloviendo detritus sobre alas y hombros con el sonido de tambores enterrados, en tanto ante él  se  amontona el  futuro que oprime sus ojos, hace explotar sus ojos como estrellas, acalla su voz, lo ahoga con su respiración. Por un instante puede verse el batir de  sus alas, pueden oírse aún las piedras que caen delante,  encima, detrás, más ruidoso cuanto más se exaspera su vano movimiento, esporádicamente en tanto disminuye. Entonces  el  momento se cierra sobre él, enterrándolo rápidamente donde se  posó; el  ángel desventurado  está allí, esperando a la historia en la petrificación de vuelo, mirada, respiración. Hasta que  renueva el palpitar de poderosas alas se comunica en ondas a la  piedra y anuncia el próximo vuelo”.

En muchos aspectos Müller habla del comunismo como Utopía; es como si hubiera dejado de creer en la  posibilidad de un gran cambio histórico y social. Y aún dice en un reportaje que ”Socialismo, comunismo o cualquier otra utopía no tienen chance si no ofrecen una dimensión teológica”. Pero ¿es real  que la historia ha terminado? Casi  todas las religiones hablan de un fin  de los tiempos, con la nueva Jerusalem  del Apocalipsis y el  previo  Diluvio Universal. Plutarco encontró un paralelo entre Grecia y Roma ; Vico entendió que la historia era circular y podía  reproducirse;  Hegel  creyó que la  victoria de Napoleón en Jena y  la consecuente caída del feudalismo en Alemania era el fin de la realización de la Idea en la historia, lo que ya era un “fin de la  historia”. Spengler y Toynbee desarrollan las ideas de la decadencia de Occidente y de la mortalidad de las civilizaciones. Marx, a su vez,   afirma la emancipación del hombre en una sociedad sin clases;  pero  es evidente que  alcanzada la sociedad sin clases se  detiene  el curso de la historia. Pero ninguna de estas ideas o prototipos de ideas tuvo tanta repercusión como el libro de Francis Fukuyama  sobre  “El fin  de la historia”, libro que sitúa el fin de la historia entre la caída del imperio soviético y el triunfo  del anglocapitalismo.

Toda esta reflexión sobre la historia, su fin y el valor de las  utopías refleja la angustia y los temores de Müller; no refleja, creemos, sus convicciones. Más me convence en “La misión”, cuando ve en el porvenir del mundo a América Latina como fuerza  de transformación. Si leemos las “Memorias de Adriano” de Marguerite  Yourcenar, una indisimulada apología del imperialismo, vemos cómo y por qué los imperios terminan, agotada su misión  cultural. En la Villa Adriana, cuyas ruinas aún pueden verse cerca  de Roma, el emperador reprodujo lo mejor de su imperio; pero al traer cerca de Tívoli al canal de Canopus, que es de Egipto, era evidente que los  bárbaros  ya estaban dentro del imperio  romano.

Esto nos lleva a la conclusión de esta conferencia, al anti- Müller. Si el comunismo es una Utopía, si hay que  crear una nueva  religión, aquí se nos ha colado Dios. Si todo debe centrarse en el  cuerpo, olvidando que  palabra, cerebro, ideas son cuerpo, entonces  hay, como  dice Müller, un conflicto entre cuerpo y concepto, entre  el hombre y su inteligencia; pero si inteligencia y voluntad no son cuerpo, ¿qué son? ¿el espíritu  inmortal? En tal caso, hay un alma  inmortal y un Dios eterno.

Por eso, cuando escucho estas voces “el mundo es así”, “así son las cosas”, el pobre evangelio de la resignación que se  predica  desde los púlpitos de la caja tonta  y desde los diarios como antaño sucedía con sus  antepasados, los púlpitos de las iglesias, sé que  esta concepción es un error, como  es una ilusión la sensación de  “tiempo quieto” en el cerebro de los deprimidos. Como dice Müller, “La  vida es que  algo sucede, que algo pasa. Cuando nada más  pasa, entonces todo  terminó”. “Los grandes problemas  están en la calle”,  dice Nietzsche, uno de los maestros de Müller. Miramos a la calle, y allí, en sus variedades y peligros, están los problemas  que debemos afrontar para verdaderamente vivir, aunque ello sea, como dice MÜller, “sin expectativas ni  esperanza”.         

Al llegar aquí recordé las palabras de un poeta que ustedes conocen mejor  que  yo: “Ele morrera  e eu morrerei. Ele deixara a tabuleta e eu deixaré meus versos e a lingua en que foram escritos estos versos...En outros satelites de outros sistemas... coisas como gentes continuaram fazendo coisas como  versos...” (Fernando  Pessoa: “Tabacaria”).

Recuerdo ahora mi ciudad, Montevideo. El árbol más común en sus calles es el plátano. Hace unos pocos meses era invierno y no  tenían  hojas. De pronto, sin que nadie diera la orden, comenzaron  a bullir sus ramas, tan quietas que parecían muertas. Sin duda no  sabían lo que hacían;  pero lo iban a hacer a la perfección y no hay poder en el mundo que pueda impedírselo. Y ese impulso debería devolvernos a la humanidad y a nuestra historia sin fin. Porque  ahora tenemos en nuestras calles el bosque sagrado o, si se quiere, la catedral gótica, porque sus ramas se unen en ojivas esculturadas,  desde un lado al otro de la calle: estamos en el siglo  XIII. En verano y  otoño algunas hojas cambiarán de color y tendremos a Claude  Monet; en invierno la red de sus ramas, lineal como todo dibujo  pero  viva, es Jackson Pollock; y si miramos bien la corteza  encontramos, algo más atrás en el tiempo, a Paul Signac. Aun  hoy,  en  primavera,  una hoja amarilla cae al suelo; se oye un gorrión. No hay  angustia ni en el ascenso del follaje ni  en la caída. Todas las civilizaciones han nacido y han muerto, porque son obras humanas, y sobre las ruinas  han cantado los pájaros. “Escribo desde mi lecho de muerte”,  dice  Galloudec al comienzo de “La  misión”. Sí, escribimos y vivimos en el lecho de muerte. Esta conferencia, como la esencia del teatro,  según Müller, participa de una emoción irrevocable: un hombre  agonizante le habla a un público que también agoniza. “La muerte de todo hombre me disminuye, porque estoy incluido en la humanidad” (John Donne: “Meditaciones”). Pero allí mismo “… el   palpitar  de poderosas alas se comunica en ondas a la  piedra y  anuncia el próximo vuelo”. 

 

Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com
 

Conferencia dictada el 27 de noviembre de 2006, en el “Terreiro da Tribo” del grupo “Oi Nois Aquí Travéiz” de Porto Alegre

 

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